13
Tejada maldijo con todas sus fuerzas a la luna llena mientras franqueaba las puertas del puesto. Las calles estaban desiertas, pero sin el claro de luna le habría resultado fácil seguir a la señorita Fernández sin que ella se percatara. Relativamente fácil, al menos. La mayoría de las farolas estaban apagadas, y ella no esperaba que nadie la siguiera. Por otro lado, la maestra conocía la ciudad y su destino, a diferencia de él. Y es una mujer inteligente, pensó Tejada, con una amargura que parecía desproporcionada a la ofensa.
Mantuvo la distancia tras ella, para que no la alertara el sonido de sus pasos sobre el adoquinado. Ella caminaba con rapidez, sin mirar atrás. Tejada le concedió cierta ventaja, convencido de que se dirigía al centro de la ciudad. Sabía que le costaría más seguirla cuando hubiera alcanzado el corazón de Madrid. Como esperaba, Elena Fernández se apresuró en dirección este, pero no estaba preparado para su brusco giro al norte, y casi la perdió de vista. Por fortuna, más adelante había farolas encendidas y la figura femenina solitaria era fácilmente visible.
Cuando se acercó a las luces, oyó que un par de voces cantaban un himno a voz en grito, desafinando bastante. Advirtió que se encontraban cerca de unos barracones, lo cual explicaba la luz y el inesperado bullicio. Tejada se relajó un tanto. Se sabía capaz de manejar a la señorita Fernández y a quien fuese a ver, pero le tranquilizaba saber que, si era necesario, acudirían en su ayuda. Se mantuvo en las sombras, consciente de que su uniforme se diferenciaría del de los soldados. Descubrió que no era el único que pululaba en la oscuridad. Más allá de las zonas de luz, se fijó en la presencia de varios hombres y mujeres, casi todos en parejas. En general procuraban pasar inadvertidos y parecían más que dispuestos a no reparar en su presencia.
Tejada pasó ante la puerta principal de los barracones. La señorita Fernández se le había vuelto a adelantar, y no quería perderla en la oscuridad. El himno se oía más fuerte, acallando sus pisadas, cuando un par de jóvenes soldados salió de una calle lateral por delante de Tejada y la maestra, en dirección a los barracones. Cantaban con el entusiasmo pastoso de los que se encuentran moderadamente ebrios. Tejada les echó una mirada y decidió que cuando tocaran diana demostrarían ser hombres más sabios y más tristes. Aunque en realidad no eran más que unos críos. Ninguno de los dos parecía mucho mayor que Jiménez o Moscoso.
Uno de ellos intentó silbar cuando la señorita Fernández se acercó.
—¡Eh, guapa!
Ella siguió caminando.
—¡Que te estoy hablando!
Se separó de su acompañante, casi bloqueando la acera. Resultaba difícil saber si la maniobra había sido deliberada o si únicamente se debía a que le costaba tenerse en pie.
—Eh, tú, rojilla —dijo el otro muchacho—. ¿Adónde vas con tanta prisa?
—¡Rojilla! —El otro soltó una carcajada—. ¡Todas sois iguales!
Ahora caminaban a ambos lados de la señorita Fernández, riéndose de sus propias gracias. El sargento sintió un arrebato de irritación. Si la maestra se dirigía en efecto a algún escondite de rojos, era muy improbable que guiara hasta allí a dos falangistas borrachos.
Uno de ellos la agarró por el brazo.
—Dame un besito, guapa.
Habían recorrido ya un trecho y se encontraban lejos de las luces. A la luz de la luna, Tejada vio que la señorita Fernández se zafaba de la mano del soldado. Dijo algo, en voz demasiado baja para que él alcanzara a oírlo, e intentó continuar su camino. El otro hombre la cogió por la cintura y la atrajo hacia sí.
—¡No seas tímida, guapa!
Se acercó mucho a la señorita Fernández y de pronto retrocedió, empujándola contra su compañero.
—¡Puta!
Los ecos de la imprecación ahogaron el sonido de la bofetada. Su compañero la sujetó mientras trastabillaba y la arrojó al suelo.
Sin pensarlo dos veces, Tejada echó a correr.
—¡Guardia Civil! ¡Alto!
Los dos soldados oyeron la orden, pero la ignoraron, asumiendo que iba dirigida a algún delincuente. Tejada comprendió que no responderían a amenazas, ni siquiera a punta de pistola, y agarró al muchacho más cercano, colocándole los brazos a la espalda por la fuerza y sin la menor delicadeza.
—¡Es una orden, soldado! —exclamó, retorciéndole un brazo hasta que el muchacho gimió de dolor—. No me gusta repetir las cosas. ¡Tú! —Se dirigió al colega de su prisionero—. ¿Qué coño estáis haciendo?
El segundo soldado se irguió y pasó por encima de Elena mientras ella se apartaba, con aspecto aturdido.
—Y-yo no lo sé, señor. —Su mirada reparó en el uniforme de Tejada—. ¡Eh, es un guardia!
—Tenemos rango militar —replicó Tejada, a quien en el fondo le molestaba que su prisionero no ofreciera resistencia. Se habría sentido muy satisfecho de poder aplastar la cabeza del muchacho contra el suelo—. ¿Quieres acabar en un consejo de guerra por insubordinación?
—N-no, mi sargento. —El soldado consiguió saludar con torpeza.
—Bien. Entonces nos limitaremos a presentar los cargos de ebriedad y escándalo público. —Soltó de mala gana al muchacho a quien había estado sujetando—. A menos que pidáis perdón a la dama, en cuyo caso será decisión suya.
—Pero si es sólo una roja que… —empezó a decir uno de ellos, aunque de repente se calló al sentir que la pistola del guardia civil entraba en contacto con su frente—. Me ha escupido —terminó con cierta petulancia y mucho más valor del que se imaginaba capaz.
—Ha recibido provocación de sobra. ¿Piensas pedir disculpas o qué?
Uno de los muchachos se volvió (todavía frotándose el brazo, según advirtió Tejada, complacido) y miró a Elena. Ella permanecía tendida en el suelo con la cara vuelta, los hombros encogidos, temblando.
—Lo siento, señorita —murmuró.
—Lo siento —añadió el otro. Se volvió hacia Tejada—. ¿Podemos irnos ya?
Al sargento le habría gustado cumplir su amenaza de arresto y consejo de guerra, pero el hecho de que Elena no se hubiera levantado del suelo le preocupaba.
—Largo de aquí. Y dejad de atacar a las mujeres decentes. La ciudad está llena de putas, si tanto las necesitáis.
Los soldados podrían haber protestado, pero Tejada no había guardado su arma. Había algo en su forma de empuñarla que sugería, incluso para sus cerebros confusos, que no tendría el menor reparo en utilizarla. Se marcharon dando tumbos y murmurando. Tejada volvió su atención a la señorita Fernández. Con alivio, vio que la maestra ya no estaba tendida, sino sentada y encogida hacia delante.
—¿Está…? —empezó a preguntar él, al tiempo que se arrodillaba y le apoyaba las manos sobre los hombros.
—¡No me toque!
La intensidad de sus palabras le hizo retroceder un paso. Tejada volvió a apoyar una rodilla en tierra y permitió que una mano gravitara sobre la espalda de la señorita Fernández, cuidando de no tocarla.
—¿Está herida?
El pelo se le había soltado durante la refriega. La trenza oscura colgaba como una cuchillada sobre el liviano tejido de su blusa. Elena continuó encogida, apartándose de él, sin responder.
—¿Puede ponerse en pie? —preguntó el sargento, consciente de que si la habían herido sería culpa suya, por no haber intervenido antes.
—Coja mi abrigo, por favor —le pidió ella con voz temblorosa.
Aliviado porque al menos había obtenido una respuesta, Tejada lo buscó, agradeciendo el claro de luna por primera vez. Encontró la prenda arrugada en el suelo, en el arroyo, y la sacudió lo mejor que pudo. Ella no se había movido. Tejada vaciló un momento.
—Está sucio.
—Yo también —replicó ella.
Se puso en pie, tambaleándose, y Tejada intentó sostenerla por el codo.
—Permítame que la ayude…
—No, déjeme.
Tejada se quedó inmóvil.
Una vez en pie, ella cruzó los brazos sobre el pecho e inclinó la cabeza en la actitud de un penitente. Tejada advirtió que le habían rasgado la blusa.
—Su abrigo.
Se lo tendió mirando al suelo. Ella lo cogió con una mano y se envolvió en él con torpeza.
—Lo siento —dijo Tejada sin levantar la vista—. Ellos… son sólo unos críos.
El silencio de la señorita Fernández podría haber hecho callar a una banda militar.
—Críos borrachos y estúpidos que no entienden nada —añadió Tejada, preguntándose por qué se sentía obligado a defender a unos muchachos a quienes apenas cinco minutos antes habría matado sin remordimientos. —Pensaron que era usted una ro… una republicana— enmendó rápidamente, pues no deseaba añadir un insulto innecesario a la herida.
—Es lo que soy, sargento. ¿No se había percatado?
Tejada no podía saber que la repulsa y la burla que se advertían en su voz iban dirigidas en gran parte hacia sí misma.
—No, me refiero a que pensaron que era… —Tejada se interrumpió, comprendiendo que no existía una forma de terminar la frase que no resultara ofensiva para una dama.
Elena ya no sufría por un exceso de sensibilidad.
—Una puta roja. La mayoría de nosotras lo somos, hoy en día, por comida.
Su tono de voz fue explicación suficiente para que Tejada dedujera por qué la señorita Fernández había rechazado su escolta.
—Y-yo… —tartamudeó—. Yo no quería acompañarla a casa por eso.
Mientras ella guardaba silencio, una voz traicionera resonó en la cabeza del sargento, diciendo: ¿No? ¿Te habrías negado si se hubiera ofrecido a ti? Tejada fue consciente de que se ruborizaba y se alegró de que la oscuridad lo amparara.
—¿Por qué me ha seguido? —preguntó ella por fin.
Las circunstancias sugerían una mentira conveniente.
—Estaba preocupado por usted —explicó Tejada—. Una mujer joven y sola… de noche… en la ciudad.
—Es la primera vez que tengo problemas. —Elena advirtió que en el fondo intentaba provocar al sargento. Si hubiera estado más calmada, habría comprendido por qué. Confiaba en él, y confiar en un miembro de la Guardia Civil era peligroso. El sargento debía actuar como lo que era.
Tejada entendió lo que la maestra estaba sugiriendo, pero se sentía más preocupado que enfadado.
—La acompañaré a casa —dijo en voz baja—. Hasta el portal. ¿Entendido?
Elena resistió el impulso de echarse a llorar.
—Entendido —susurró. Se lamió el labio superior, que le supo salado, y entonces rebuscó en sus bolsillos—. ¿Tiene usted un pañuelo? Me sangra la nariz.
—Tome. —Tejada le ofreció uno—. Parece que ya no sangra. La inspeccionó con atención. —Pero mañana probablemente tendrá un ojo morado.
—Gracias. —Elena Fernández se dio la vuelta y se encaminó calle arriba.
Tejada la siguió. La maestra caminaba más despacio, y el sargento se preguntó si la prisa de antes se debía al miedo o si por el contrario el cambio de ritmo obedecía a que la joven se encontraba exhausta.
—¿Está lejos? —preguntó, por romper el silencio.
—No. Cerca de Cuatro Caminos.
Anduvieron sin pronunciar palabra durante un rato. La luna se ponía y los edificios la ocultaban, sumiendo las calles en total oscuridad. De vez en cuando brillaba una farola en un cruce, como la luz de un tren en un túnel. Cuando pasaron junto a una, Tejada vio que la señorita Fernández temblaba. Se preguntó si sería por la impresión o si simplemente tenía frío.
—¿Seguro que se encuentra bien? —Se arriesgó a rodearla con un brazo. Ella dio un respingo, pero no se apartó.
—Sí.
Elena hablaba automáticamente. Apesto, pensó, maravillándose de que el sargento no se sintiera asqueado por el olor. Ansiaba llegar a casa, despojarse de la ropa y lavarse, vomitar la cena que había comido tan a gusto, purgarse por dentro y por fuera de los sucesos de esa noche.
Si Elena se hubiera relajado en la curva de su brazo, Tejada habría compartido encantado el silencio con ella. Las palabras habrían lastrado las pacíficas notas de la brisa sibilante y apagado el sonido de sus pasos. No obstante ella continuó rígida y tensa, temblando un poco. Tejada buscó alguna forma de consolarla.
—No vaya a pensar que, porque haya unas cuantas manzanas podridas, que… sucesos como el de esta noche… ocurren a menudo —dijo por fin. Ella no se relajó—. En realidad… el ejército es disciplinado. Si esos muchachos hubieran sido rojos, ni siquiera habrían obedecido a un superior.
Si hubieran sido leales a la República, sus camaradas no les habrían permitido atacarme, pensó Elena, tentada de expresarlo en voz alta.
—Tal vez —dijo en cambio, envarada.
—Bueno. —Tejada abandonó su intento de defender al ejército regular—, la Guardia Civil no lo habría hecho nunca: nuestra misión es proteger a la ciudadanía y procurar la prosperidad. Mantener la seguridad en las calles. Nosotros…
Elena se apartó de él.
—Ahórreme el recital de su credo, sargento.
Tejada había visto a unas cuantas mujeres violadas, pero todas estaban muertas o inconscientes. Nunca había tratado con una víctima de un intento de violación. Tenía la vaga idea de que en semejante situación, las mujeres llorarían, o se desmayarían, o se pondrían histéricas. No esperaba esa ruda hostilidad. Debería haberse sentido irritado. En cambio experimentaba la ilógica sensación de que la señorita Fernández se aferraba a su compostura igual que un hombre se aferra con las uñas al borde de un precipicio. Por eso quiso lanzarle una cuerda.
—Usted sabe que yo nunca le haría daño —apuntó, aunque la frase era tanto una declaración como una pregunta.
Incapaz de contener las lágrimas por más tiempo, Elena agachó la cabeza, esperando que en la oscuridad él no se percatara. Era un guardia civil. Hijo de un terrateniente carlista. Amigo de falangistas. Símbolo de todo lo malo de España. Pese a ello había confiado en él lo suficiente para revelarle un dato que tal vez protegería a Alejandra, y ahora se encontraba mordiéndose los labios para no decir: «Sí, lo sé. Le creo».
Para su profundo alivio, llegaron a un cruce sumido en las sombras.
—Es por aquí —señaló, y empezó a caminar tan rápido como le fue posible—. Aquí.
Se detuvo en un portal que a Tejada le pareció idéntico a cualquier otro.
—Buenas noches. Y… gracias.
—No hay de qué —respondió Tejada, ausente—. ¿Cuándo volveré a verla?
—Ya sabe dónde vivo —señaló ella—. Puede mandarme llamar en cualquier momento.
Tejada sacudió la cabeza, molesto.
—No. Me refería a… socialmente. ¿Qué parroquia es ésta? ¿Cuándo terminan los oficios de Semana Santa? Si sigue usted en Madrid, la recogería a la salida.
—No, ni hablar —replicó Elena, temblorosa.
—Pero ¿por qué? —Tejada no supo contenerse.
Elena perdió cualquier rastro de autocontrol.
—Porque no iré a la iglesia.
—¿Qué?
—Que no pienso ir —repitió Elena, con mayor decisión—. Soy socialista, sargento. Una sucia roja —declaró alzando la voz, al borde de la histeria—. ¡Me alegré mucho cuando quemaron las iglesias y ejecutaron a los curas! ¡Me alegré!
—Cállese —dijo él en voz baja, preguntándose quién estaría escuchando tras las ventanas a oscuras.
—¿Por qué? Venga, deténgame.
Tejada conocía algún que otro sistema para arrancar una confesión, pero era la primera vez que intentaba impedirlo. La voz de la señorita Fernández resonó en la calle vacía.
—¿No me cree, sargento? ¡Viva la República! Soy miembro de…
Tejada la agarró por los brazos y la besó. Esperó hasta que sus labios dejaron de moverse y entonces, muy a su pesar, se separó de ella.
—Está histérica —declaró roncamente—. No he oído nada de lo que ha dicho.
—Traidor —susurró Elena, odiándolo por su perspicacia y por haber permitido que le apoyara las manos en los hombros tan suavemente, de manera que no le costó nada separarse de él—. Fascista, parásito, carlista. —Al llegar a esta última acusación, Elena Fernández tartamudeó, acaso porque estaba llorando.
Él volvió a besarla y la abrazó con más fuerza. Al cabo de unos instantes, los dedos de Elena le acariciaron la nuca con suavidad.
—Dijo usted… hasta el portal —le recordó Elena.
—Lo sé —reconoció él en voz baja. Observó un casi imperceptible latido en la base de la mandíbula de ella—. ¿Quieres que me vaya?
—Creo… creo que sí. —Elena era consciente de que le temblaba la voz.
—¡Al menos responde sí o no!
—Entonces… sí, quiero que te vayas. —Elena lo apartó, mientras una parte de su mente gritaba que estaba cometiendo un tremendo error—. No… no eres tú, Carlos… No puedo… no eres tú.
—¿Qué, entonces? —Tejada se quedó inmóvil—. Tienes un amante.
—¡No! ¡No, por supuesto que no! No, es que… es lo que dije antes… yo soy… tú eres… guardia civil. —La desesperación que se advertía en su voz resultaba dolorosa.
Tejada soltó un suspiro largo y entrecortado.
—Muy bien —asintió en voz baja—. Pero, Elena, escucha un momento.
Tejada extendió la mano en la oscuridad y con sumo cuidado la abrazó. Ella suspiró antes de relajarse entre sus brazos, y las dudas de Tejada sobre sus sentimientos se desvanecieron.
—Escucha —repitió en tono amable, entrelazando los dedos en su pelo y pensando con rapidez—. ¿Recuerdas que durante la cena dijiste que llevabas el nombre de una adúltera casquivana?
Ella asintió contra su hombro.
—Y yo te respondí que te equivocabas. Helena de Troya no era eso. La sedujeron para que creyera en una persona que no era digna de ella, y eso no fue culpa suya. Pero también había algo más. Si decidió quedarse en Troya mucho después de saber que había cometido un error fue porque era noble. Creo… ella sabía de honor, y de sacrificio, y de cosas que Paris ni siquiera era capaz de empezar a comprender. Por eso se quedó, incluso cuando ya era consciente de que no era digno de ella… y que los griegos vencerían.
Sintió que Elena se agitaba y apretó un poco más su abrazo.
—Creo que se quedó porque se consideraba responsable, porque deseaba ayudar a los troyanos que sufrían en una guerra que no habían iniciado… tal vez, sobre todo, por los niños.
Elena se había puesto muy tensa en sus brazos. Tejada habló con más rapidez aún.
—Supongo que era demasiado orgullosa para pedir perdón cuando cayó la ciudad. Su sentido del honor se lo impedía. Podría haber perecido o haber sido vendida como esclava cuando los griegos por fin tomaron Troya. Tal vez incluso llegó a pensar que merecía semejante fin. Y algunos griegos lo creyeron también, porque sólo veían su desafío, y no lo comprendían. Pero…
Cuando Elena hizo un débil gesto por zafarse, él la sujetó con más fuerza.
—Su marido, que la amaba, comprendió por qué se había quedado. Y la buscó entre las ruinas, y le pidió… le suplicó… que regresara con él. Para empezar de nuevo, para ser la esposa de un hombre capaz de igualar su valentía. Para conducirla a un lugar donde sería honrada y amada y protegida, como se merecía.
Elena dejó escapar un largo suspiro, Tejada aflojó su abrazo y ella alzó la cabeza para besarlo en la mejilla. Notó la aspereza de la barba incipiente.
—Una interpretación muy interesante —susurró—. Pero creo… si fuera cierta… se la conocería como Helena de Esparta, no de Troya. —Se liberó de sus brazos, súbitamente exhausta—. Me parece que subestimas al príncipe Héctor.
Respiró hondo y aplicó toda su energía en evitar que le temblara la voz.
—Buenas noches, sargento Tejada.
Consiguió llegar hasta su habitación antes de echarse a llorar.
Tejada tardó un buen rato en volver al puesto. Se perdió en las calles oscuras unas cuantas veces, pero apenas advirtió el rodeo. Era bien entrada la madrugada cuando por fin llegó al cuartel. El sargento González, encargado de la guardia de noche, lo saludó con sorpresa.
—¡Tejada! ¿Sucede algo? ¿Necesitas refuerzos?
—No, no es nada. —Tejada ni siquiera se detuvo.
—¿Has estado de parranda? —preguntó González, solícito—. El teniente me ha contado que cenaste con una muchacha. Muy delgada, comentó, pero bonita. ¿Te lo has pasado bien?
Tejada se detuvo en mitad de las escaleras y apretó el pasamanos con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
—¡Vete a la mierda, González! —replicó tranquilamente. Luego terminó de subir las escaleras y desapareció.