CAPITULO 12

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Gonzalo refirió sucintamente su encuentro con el estraperlista mientras Carmen lavaba las patatas. Ella, a su vez, describió la visita de Tejada como mejor pudo mientras cocinaba. No disponía de aceite para freír, pero dado que la carne era una mezcla inidentificable, Carmen decidió asarla directamente en la sartén, confiando en que su propia grasa bastara. En cualquier caso, quemar una sartén era un pequeño precio por semejante comida. Aleja, que había vuelto a casa unos minutos después de la partida de Tejada, olisqueó el aroma procedente de la cocina y saltó arriba y abajo presa de la impaciencia hasta que Carmen le dio una rodaja de patata cruda. Los miembros supervivientes de la familia Llorente Palomino aspiraron el aire con una mezcla de ansia y miedo. Era imposible resistirse a ese olor, por desabrido que fuera. No obstante, su alegría por la carne correosa y las patatas quedaba reducida debido al recelo. Si la fragancia llegaba demasiado lejos, acabaría atrayendo a los vecinos.

Mientras relataba lo ocurrido, Gonzalo fue consciente de que acababa de robar a un hombre a punta de pistola, y le faltó poco para echarse a reír de alegría por los resultados. Un débil resquicio de su personalidad anterior a la guerra golpeó los cristales de hielo que la aprisionaban y trató de protestar por tan reprochable conducta, pero sus gritos y gesticulaciones permanecieron enterrados y recluidos, mientras Carmen escuchaba la narración, temió por la seguridad de su hermano, pero no por sus escrúpulos. La comida era la comida.

—No nos lo terminaremos todo —advirtió con firmeza, y colocó la tapa sobre la sartén para encerrar el traicionero aroma—. Cada uno tomará un poco, y guardaremos el resto para mañana. No comas tan deprisa, Aleja, que te sentará mal.

Pese a lo sensato de la propuesta, les resultó imposible contenerse. Aleja saboreó su ración sin protestas, igual que Carmen y Gonzalo. Sin embargo, la masa de carne y patatas fritas apenas parecía más pequeña cuando terminaron, y los tres opinaron que un poquito más no iba a perjudicarles. El segundo plato desapareció con más rapidez que el primero, y luego quedó tan poco que parecía una tontería guardarlo, sobre todo considerando que podían aprovecharlo inmediatamente.

Después de cenar, Aleja se abrazó a la cintura de Gonzalo.

—Gracias, tío. Me alegro mucho de que estés con nosotras.

Gonzalo le acarició el pelo. Descubrió que le resultaba más fácil perdonar a su sobrina por el descuido que había costado la vida de Viviana. Tal vez ello se debía a que se hallaba tras la pista del verdadero asesino de Viviana, o quizá también influyera el hecho de que tenía menos hambre.

—No hay de qué, pequeña.

Aleja alzó la cabeza.

—No le he dicho a nadie que estás aquí —declaró muy seria—. Ni siquiera a la señorita Fernández.

—Eso está bien, cariño.

—Pero tuve que explicarle a la maestra que había perdido el cuaderno.

Carmen observó a su hermano fijamente, pero no advirtió ningún cambio en su expresión cuando él replicó en voz baja:

—Por supuesto.

—Aleja. —Carmen rompió el pequeño silencio que se produjo a continuación—. Sabes que vino un guardia civil antes de que regresaras del colegio. Volverá mañana. ¿Qué le dirás si te pregunta por el tío Gonzalo?

—Que no lo he visto desde que ingresó en el hospital —contestó la niña con firmeza.

—¿Y si te advierte que siempre hay que decir la verdad?

—Contestaré que no lo he visto —repitió Alejandra.

—¿Y si amenaza con llevarte a la cárcel?

Aleja se abrazó un poco más fuerte a Gonzalo.

—El padre de Candela fue al estadio de Chamartín, como les ordenaron a todos los carabineros cuando estabas en el hospital —explicó con un hilo de voz—. Candela dice que su madre no la quiere llevar a la cárcel, porque no permiten entrar a los niños pequeños. Así que diré que no te he visto.

—¿Y si te pregunta por tu cuaderno, Aleja? —prosiguió Carmen.

Su hija hizo una pausa.

—¿Puedo decirle que lo perdí? —preguntó, vacilante—. A lo mejor se lo pregunta también a la señorita Fernández.

—Tal vez ya tenga el cuaderno —intervino Gonzalo. Miró a su hermana con súbita esperanza—. ¿Te fijaste en su rango? ¿A qué puesto pertenece?

Carmen repasó mentalmente la entrevista.

—No lo sé. —Comprendió el rumbo que tomaban los pensamientos de su hermano, y añadió con rapidez—: Ya es hora de que te acuestes, Aleja.

—No tengo sueño —objetó la niña de forma automática.

Carmen se enzarzó en la discusión de todas las noches con su hija. Ese día fue más breve que de costumbre, porque gracias a la cena la niña tenía sueño.

Cuando Aleja se quedó por fin dormida, Carmen regresó junto a su hermano. Gonzalo estaba sentado a la mesa de la cocina, con aspecto reflexivo.

—No sé lo que estás planeando —empezó ella en voz baja—. Pero no debes hacerlo. Es demasiado peligroso.

—Por el amor de Dios, Carmen, has dicho que ese guardia vino a casa solo. —Gonzalo hablaba en voz baja, pero intensa—. Y que preguntó por Alejandra. ¿Cómo iba a saber de ella, si no fuera por el cuaderno? ¿Y cómo iba a tener el cuaderno, si no fuera porque lo encontró? Tal vez sea el que mató a Viviana. En ese caso, ¿qué mejor momento habrá para pillarlo solo y desprevenido?

—¿Y que mi hija muera en el tiroteo? —replicó Carmen—. ¿Y luego qué? ¿Esperamos a que lo echen de menos, se presenten aquí y lo encuentren muerto?

—Para entonces ya me habré marchado —prometió Gonzalo.

—¡Maravilloso! —Carmen apagó la vela y se quedaron a oscuras. Su susurro era cortante como un cuchillo—. ¿Y qué les digo? «Sí, el agente vino a interrogar a mi hija y luego fue misteriosamente asesinado por un desconocido que entró por la ventana». ¡Seguro que se lo creen!

La comida había agudizado los sentidos de Gonzalo y su satisfacción por la tarea cumplida había atenuado la pena que lo paralizaba. Era consciente de que su hermana había evitado exponer muchas cuestiones. Carmen había aceptado tácitamente que a él no le importara vivir o morir después de llevar a cabo su venganza, y esa mera aceptación evidenciaba su carácter generoso. Sin embargo su actitud iba más allá: si Gonzalo había concedido poco valor a su propia supervivencia, la de ella había quedado relegada por completo. Carmen no le había reprochado nada de eso; sólo había mencionado la seguridad de Aleja. A Gonzalo se le ocurrió que Carmen estaba ya arriesgándose a ir a la cárcel por su culpa y que matar a un guardia en su casa equivaldría casi a asegurar su muerte. Sintió una punzada en la parte de su conciencia que había sido amputada, como si se tratara de un miembro fantasma.

—No haré nada que os perjudique a ti o a Aleja —aseguró en voz baja—. No haré nada en la casa. Pero si logro esconderme y seguirlo de algún modo…

Por un instante, su voz le recordó a Carmen al hermano pequeño que se enzarzaba en peleas a puñetazos con niños mayores que le doblaban en tamaño por haberla insultado. Los ojos se le llenaron de lágrimas al advertir lo poco que pensaba de él en esos términos. Amarlo se había convertido en una costumbre, sin embargo, el hombre que había regresado a su casa tras la muerte de Viviana era un desconocido.

—¿Y qué harás después? —murmuró ella.

Gonzalo se encogió de hombros, un gesto vano en la oscuridad.

—No. —La voz de Carmen sonó ahogada—. No, Gonzalo. Sería un suicidio. Si decides seguirlo, al menos intenta escapar. Puedes huir.

—¿Adónde? —preguntó él, y su voz seguía siendo amable.

—Vete de la ciudad. Si permaneces fuera durante un tiempo…

Carmen sabía que era absurdo. En todo el país no existía ningún lugar seguro para Gonzalo. Si mataba a un guardia, el peligro sería aún mayor.

—Vete a Francia —susurró.

—¿Y por qué no a la luna? —replicó él, con toda la razón.

—¿Y ese muchacho inglés, Miguel, el que era amigo de Pedro? —Carmen estaba dando palos de ciego—. Nos dejó su dirección. Desde que volviste a casa, he estado pensando en que si le escribieras…

Gonzalo, que sabía cuánto le costaba a Carmen mencionar el nombre de Pedro, procuró recordar al joven voluntario que había mencionado: pelirrojo, chato, amistoso como un cachorrillo, un chiquillo que se había tomado la molestia de aprender un poco de español antes de viajar a Madrid, pero que hablaba con un acento tan extraño que apenas era comprensible.

—Era americano, creo —puntualizó Gonzalo, al recordar el acento—. ¿Te acuerdas? Comentó que su maestro era de Cuba, o de Santo Domingo, o de por ahí.

—Sí, ése —asintió Carmen con ansiedad, esperando contra toda esperanza—. Si le mandaras una carta, seguro que te ayudaría. Sólo habrías de esconderte hasta que llegaran los papeles.

—Seguro que no llegaría a recibir nada —le recordó Gonzalo a su hermana, con amabilidad—. Sólo serviría para ponerlos sobre tu pista. No puedes correr ese riesgo, por el bien de Aleja. Además… no quiero huir.

—Pero…

—No quiero huir —repitió Gonzalo en voz baja.

Carmen guardó silencio durante un momento. Entonces lo abrazó y lloró quedamente en la oscuridad.

—Siempre hemos corrido un riesgo —dijo Gonzalo, aunque sabía que era un pobre consuelo—. Desde que empezó la guerra ya sabías que…

—Pero no como una rata en una trampa.

—Al menos morderé al cazador de ratas una última vez.

Poco después, Carmen se fue a la cama. Gonzalo se acurrucó en el sofá y repasó los acontecimientos del día. Se sentía extrañamente distanciado de todo, no con el aturdimiento de la pena ya familiar por Viviana, sino con una calma casi propia de un sueño. Receloso de su generosidad, se adentró con cautela en el mar de los recuerdos. Las heladas y turbulentas olas no lo derribaron. Lo mejor del pasado se remansaba con suavidad a su alrededor, como las ondas en un lago: el parque los domingos de verano; su primera paga; la sala de lectura en la sede del sindicato, donde había descubierto a Marx, Dickens, Freud y Galdós, a quien amaba en secreto por encima de los demás; las noches en la plaza, cuando Pedro y él coqueteaban con las muchachas que paseaban; la noche en que advirtió que Pedro ya no coqueteaba y la tarde en que su mejor amigo acudió a él y anunció: «Carmen y yo queríamos que supieras… va en serio… ¿no te importa?», y a él no se le ocurrió poner pegas, porque no le preocupaba el honor de su hermana, sino sólo (un poco) su felicidad. Gonzalo tomó aire y se sumergió en recuerdos más recientes. También carecían de acritud: la forma en que repicaron las campanas el día de la proclamación de la Segunda República, cuando parecía que las flores de abril iban a durar para siempre. El nacimiento de Aleja, las manifestaciones del primero de mayo, y un millar de puños levantados. Los tensos primeros días de las milicias y la extrañeza al descubrir que las mujeres se entrenaban junto a él. La sorpresa de conocer a una de ellas, que siempre había sido la más dura y más hermosa del grupo. «¿Por qué deberías pagarme el billete de tranvía, Gonzalo? Somos camaradas. Iguales». Y él se vio obligado a reconocer la verdad: «Porque te quiero». Con toda la lógica, los recuerdos de Viviana, los del combate en el frente, los de las lentas y amargas pérdidas deberían haberle dolido. Pero Gonzalo se demoró en los momentos de calma: en las canciones incomprensibles y los gritos de batalla que le habían enseñado los voluntarios extranjeros; en las clases de lengua improvisadas (frecuentemente dedicadas a enseñar tacos) que impartían a los voluntarios; en los días en que Viviana y él planeaban futuros imposibles; en los chistes de los que tanto se reían los milicianos, no porque fueran especialmente graciosos, sino por la simple alegría de seguir vivos. Buenos recuerdos, pensó Gonzalo. Una buena vida. No puedo quejarme.

A pesar de que parecía haber transcurrido bastante tiempo, Gonzalo seguía sin tener sueño, aunque no había modo de saber la hora. Las campanas de la iglesia no sonaban: era Viernes Santo. No sonarían de nuevo hasta el Domingo de Resurrección. La ciudad estaba a oscuras y silenciosa, con la quietud que sólo se producía en las horas previas al amanecer. Al cabo de un rato se levantó y se acercó en silencio a la ventana. Las habituales cortinas negras y harapientas la cubrían. Apartó una de ellas y se asomó. Distinguió el contorno del edificio de enfrente, con todas las luces apagadas. El cielo estaba veteado de nubes, y la luna flotaba como una farola gigantesca, pálida y llena, por encima de las casas. Apagaba las estrellas a su alrededor como en efecto habrían hecho las farolas de verdad. Gonzalo contempló el cielo durante un rato. Nunca le había gustado demasiado observar el firmamento nocturno. Vivía en la ciudad y prefería contemplar las calles iluminadas. No obstante, cuando estuvo en el frente aprendió a agradecer la luz de la luna y las estrellas. En el frente, la luna era su camarada. Se alegró de tener la oportunidad de despedirse de ella.