11
Al retirarse, Vásquez cerró discretamente la puerta tras él. Tejada se esforzó al máximo para mantenerse erguido, dolorosamente consciente de que el sueño le enturbiaba los ojos, de que no se había afeitado y de que su mente distaba de pensar con claridad.
—Buenas noches, señorita… —intentó recordar su nombre—. Fernández —terminó, después de una pausa apenas perceptible. Algún resto de modales inculcados en otro tiempo le impulsó a añadir—: Qué inesperado placer.
—Es usted muy amable.
La maestra pronunciaba las palabras con cuidado, enunciando cada sílaba con tal claridad que Tejada se sorprendió al percatarse de que en realidad había hablado en voz muy baja. Permaneció inmóvil, de pie, con el abrigo doblado sobre los brazos cruzados. Pese a su aspecto dispuesto, al parecer no pensaba añadir nada más.
—¿Quiere tomar asiento? —preguntó Tejada antes de que el silencio resultara demasiado embarazoso—. Y dígame, ¿cuál es el motivo de su visita?
Ella se sentó despacio en el borde de la silla que él le indicaba, y colocó los pies muy juntos con la misma economía de movimientos que empleaba al hablar. Mantenía la espalda muy recta, y eso, combinado con el peinado, le evocó a Tejada una bailarina de ballet. El sargento ocupó la silla situada tras el escritorio, preguntándose de manera irrelevante si su pelo era tan negro o si sólo lo parecía bajo la luz artificial, una impresión acentuada por la palidez de su rostro.
—Espero… —La maestra vaciló un instante—. Espero no haberle molestado al haber dado su nombre, sargento. Pero pensé…
—¿Sí? —dijo Tejada, en un intento de animarla.
—Formuló usted varias preguntas referentes al cuaderno de Alejandra Palomino. —La maestra pareció tomar una decisión—. ¿Puedo preguntarle si su interés deriva de la muerte de uno de sus camaradas, ocurrida el viernes pasado?
Tejada había intentado adivinar sin éxito el motivo de tan inesperada visita. Por supuesto, la señorita Fernández acaso pretendiera interceder por un prisionero, sin embargo, no la asimilaba a las que recurrían a las influencias personales, aparte de que no le gustó la idea de que la maestra guardara alguna relación con un detenido. En su momento, había descartado que la señorita Fernández dispusiera de más información. No obstante, ahora parecía extrañamente bien informada.
Tejada se inclinó.
—¿Puedo preguntarle qué le ha sugerido esa idea, señorita?
—Alejandra ha vuelto hoy al colegio. Estaba muy trastornada por la pérdida de su cuaderno, y me lo contó todo. —Vaciló—. Quizás estoy faltando a su confianza al venir aquí.
Tejada inspiró profundamente y se aseguró de que su voz sonara calmada.
—Aprecio que haya venido —dijo con toda sinceridad—. Y le aseguro que mi interés no es en absoluto perjudicar a Alejandra. De hecho, es posible que esté más segura si me lo cuenta usted todo.
—Eso mismo he pensado yo. —Una sonrisa asomó en el rostro de la mujer—. Le agradezco que me lo confirme. Alejandra me explicó que perdió el cuaderno la semana pasada, cuando volvía a casa del colegio. Por lo visto se encontró con un guardia por el camino y poco más tarde oyó disparos. Se asustó y decidió ocultarse. Desde su escondite, vio que pasaba un guardia. Al principio pensó que era el mismo, pero cuando continuó su camino encontró el cadáver del hombre que la había adelantado en la calle. Comprendió que el otro guardia debía de haberlo matado, y entonces echó a correr. Soy consciente de que probablemente no querrá usted buscar a uno de los suyos, sargento. Pero Aleja es una niña sincera.
Tejada frunció el ceño, escéptico.
—¿Y el cuaderno?
—Se le cayó cuando echó a correr para regresar a casa después de ver el cadáver. Tenía miedo, sargento.
El primer impulso de Tejada fue creer que era una patraña urdida para despistarlo. Elena Fernández conocía su interés por el cuaderno, y por tanto era la persona ideal para proporcionarle esa información. Por otra parte, si el cuaderno contenía pistas sobre el mercado negro, era una coincidencia increíble que la maestra formara parte del mismo grupo de estraperlistas. ¿O no? ¿Bajo qué circunstancias había visto Alejandra… lo que fuese que hubiese visto? Se sintió algo decepcionado. Había admirado a la maestra por su compostura. No quería creer que fuera una delincuente. Sin embargo…
—El cuaderno de Alejandra no fue hallado junto al cuerpo del cabo López —adujo, observándola con atención.
Ella pareció decepcionada, pero no culpable.
—Oh, vaya. Entonces, ¿lo había encontrado ya la tía Viviana?
El sargento contuvo un jadeo. Tener nervios de acero era una cosa. Esa manera intrascendente de nombrar a una asesina era otra muy distinta. Consideró la posibilidad de que la señorita Fernández fuese sincera.
—¿La tía Viviana?
Ella sonrió, pero su voz al contestar traslució tristeza.
—Así es como la llama Alejandra. No sé su apellido, ni si tenía una relación de parentesco directo con la niña o si era tan sólo la esposa de un tío suyo o algo por el estilo. La cuestión es que por eso estaba Aleja tan trastornada por la pérdida de su cuaderno. Viviana le prometió que se lo traería.
—¿Qué? —exclamó Tejada, sintiéndose levemente mareado.
—Cuando llegó a su casa, Alejandra descubrió que había perdido el cuaderno, y su tía Viviana decidió salir a recuperarlo. Por eso… —La maestra vaciló. —Bueno, naturalmente, la Guardia Civil actuaba aún siguiendo órdenes para tiempo de guerra, y…
—Oh, qué ca… —Tejada recordó, justo a tiempo, que se hallaba en presencia de una señorita y rápidamente se tragó varias de las maldiciones que pugnaban por salir de sus labios—, calamidad —terminó, con una vehemencia que no casaba con las palabras—. ¿Me está diciendo que el cabo López nunca estuvo en posesión del cuaderno?
—¿En posesión del cuaderno? —Si la sorpresa de Elena Fernández no era genuina, entonces se trataba de una actriz admirable—. Por supuesto que no, ¿por qué iba a hacerlo?
Tejada se atragantó con otra maldición.
—¿Y ha venido aquí a decirme…?
—Que Alejandra tal vez haya presenciado un asesinato —concluyó la maestra sin alterarse en lo más mínimo—. Por eso solicité hablar con usted. Comprenda: el testimonio de Alejandra implica a un guardia civil, y yo quería protegerla. —Se ruborizó levemente—. Supuse que usted no sería culpable del asesinato, sargento.
Tejada apoyó la cabeza en las manos, sin apenas reparar en el cumplido.
—¿Usted conocía a la tía de Alejandra? —preguntó, sin grandes esperanzas—. Creo que se llamaba Viviana.
—La vi en un par de ocasiones.
—¿Podría describirla?
Las últimas esperanzas de Tejada de que la maestra estuviera mintiendo se desvanecieron y murieron a la luz de la vacilante descripción. Habría encajado con la de mucha gente, pero la altura, la edad y el color del pelo coincidían con lo que recordaba de la miliciana. Mientras se esforzaba por evocar el aspecto de la mujer a la que había cogido el cuaderno, de pronto recordó que ella se había declarado inocente de la muerte de Paco: «¿Quién lo mató entonces? ¿Uno de tus amigos?», había preguntado él. «¡Más bien habrá sido uno de sus amigos!», había replicado ella. Si Alejandra le había contado que un guardia civil era el responsable del asesinato…
—Espero que haya una Providencia especial para los tontos —suspiró cuando la señorita Fernández hubo terminado su descripción.
—¿Cómo dice, sargento? —preguntó la maestra, confusa.
Tejada alzó la cabeza y sonrió amargamente.
—Señorita, antes de que me proporcionara usted esta información, estaba convencido de saber quién había matado a Pa… al cabo López, y bastante seguro de por qué. Ahora no tengo ni idea de quién lo mató ni del motivo, y para colmo he dedicado la última semana a seguir una pista falsa.
Abrió el bolsillo de su cinto, donde había guardado el cuaderno, y lo arrojó sobre la mesa.
—Tome. Lléveselo a Alejandra con mis saludos. Lamento haberle privado de la libreta tanto tiempo.
Elena Fernández vaciló un instante.
—Es muy amable por su parte, sargento…
—Dudo que ella opine lo mismo —replicó Tejada, pensando que si Jiménez y él hubieran llegado cinco minutos más tarde, Alejandra habría recuperado su cuaderno sin retraso.
—Si es tan amable de darme la dirección de Aleja, se lo entregaré gustosa.
Algo en el tono de Elena llamó la atención del sargento.
—¿Su dirección? —repitió—. La encontrará en los archivos del colegio. En cualquier caso, sin duda la verá después de Semana Santa.
—Espero que Aleja regrese al colegio después de las vacaciones —dijo con voz inexpresiva—. Por desgracia, yo no lo haré.
Tejada advirtió que la señorita Fernández se retorcía las manos sobre el regazo, y que era el primer movimiento innecesario que la había visto hacer.
—¿Por qué? —preguntó. Por un instante supuso que la maestra no iba a responder.
—Hoy ha sido mi último día de trabajo en la escuela Leopoldo Alas —explicó ella finalmente.
—¿No es un poco repentino? —comentó Tejada, extrañado.
Ella se miró las manos.
—El señor Herrera ha considerado más conveniente para la escuela que yo dimita.
Tejada recordó al hombrecito.
—Dado que la Guardia Civil habló con usted, el director piensa que es una roja y teme que cerremos el colegio y detengamos a todo el personal —interpretó él.
La señorita Fernández no respondió. Bravo, pensó Tejada. Hasta el momento, en esta investigación, has matado a una mujer que pretendía recuperar el cuaderno de su sobrina y has dejado a otra sin empleo.
—Ha sido usted de mucha ayuda. ¿Quiere que hable con el señor Herrera?
—No. —La maestra le sonrió, y su voz había recuperado la calma—. No, gracias. Se merece que lo dejen tranquilo.
En otras circunstancias, Tejada habría puesto en duda los supuestos méritos del señor Herrera y habría rebatido la implicación de que la Guardia Civil acosaba a la gente. Sin embargo, en ese momento estaba demasiado preocupado.
—¿Qué va a hacer?
Ella se encogió de hombros.
—Irme a casa, probablemente. Mis padres viven en Salamanca.
—¿En Salamanca? Entonces son de los nuestros.
Tejada se sintió irracionalmente complacido. Paco podía haber sido asesinado porque sabía algo de las provisiones desaparecidas, pensó. Eso sólo significa que lo habían hecho ellos mismos. Y ahora que sé qué buscar, puedo encontrar al hijo de puta que lo asesinó. Dirigió a la maestra una amplia sonrisa, plenamente convencido de que era sincera.
—Estoy en deuda con usted, señorita —dijo, poniéndose en pie y tendiendo la mano.
Se había levantado rápidamente y el movimiento pilló a Elena desprevenida. Ella se incorporó con más velocidad de la pretendida y, para sorpresa de Tejada, apoyó las manos sobre la mesa para equilibrarse. El endeble escritorio se sacudió bajo su peso y la maestra se tambaleó un momento.
—¿Se encuentra bien? —Tejada se apresuró a sujetarla y descubrió que su mano abarcaba fácilmente su brazo.
—Sí, gracias. —La señorita Fernández se llevó la mano libre a la cabeza un instante—. No es nada, sólo un pequeño mareo. No se preocupe.
Su blusa era de color crema, con largas mangas ahusadas diseñadas para ceñirse en los antebrazos. Sin embargo, cuando ella alzó la mano una manga cedió y Tejada distinguió los huesos de la muñeca y del brazo claramente definidos bajo la piel. Se preguntó si el tren con los suministros para la población civil habría llegado según lo previsto.
—Cene conmigo —dijo bruscamente, soltándole el brazo.
—¿Qué? Oh, gracias, pero no podría…
—Considérelo el pago de una deuda —sugirió Tejada—. No espere nada demasiado elaborado, sólo la cantina de oficiales. Para mí sería un placer.
Elena parecía inquieta.
—Gracias. Pero no tengo… no tengo por costumbre comer mucho por la noche.
Tejada, que había adivinado acertadamente que ella había estado a punto de decir «no tengo hambre», se sintió satisfecho por esta nueva prueba de sinceridad.
—Entonces venga y tómese algo de beber conmigo —propuso, cogiéndola por el codo y guiándola a la salida del despacho.
El dormitorio que alojaba el puesto de Manzanares había sido seleccionado en parte porque contenía una gran cafetería con una cocina adjunta, destinada en principio a los estudiantes, y que había sido reconvertida en salón. El teniente Ramos había ordenado instalar la cantina en una de las salas cercanas. Tejada escoltó a su invitada más allá de la cafetería y la condujo a la cantina.
Cuando entraron el local estaba vacío, excepto por Ramos, que comía con la reconcentrada intensidad de quien tiene mucho trabajo y no desea perder el tiempo cenando. El teniente alzó la cabeza cuando oyó la puerta y se quedó boquiabierto, ofreciendo un espectáculo de dudoso valor estético.
Tejada saludó, deseando que su oficial superior cerrara la boca.
—¿Permiso para traer a una invitada, señor?
—Restringido a los familiares, Tejada. —El teniente tragó con rapidez y se levantó apresuradamente, rociando de migajas todo su uniforme—. ¿Quién es la joven?
—Mi prima, señor —respondió Tejada con firmeza.
—Entonces, por supuesto.
Uno de los rasgos más insoportables del sargento, reflexionó Ramos, era su capacidad para mentir con todo descaro y con absoluta seguridad. En cualquier caso, Tejada nunca había abusado del privilegio con anterioridad, y sería imperdonable avergonzar a la muchacha. Ramos extendió la mano.
—Su seguro servidor, señorita —dijo, tomando nota mental de comentar con su sargento la definición de familiares. Terminó su cena y se marchó, todavía intrigado por la invitada de Tejada.
Como el sargento esperaba, la señorita Fernández no protestó cuando le sirvieron la comida. Respiró hondo unas cuantas veces y acto seguido empezó a comer. Tejada, al verla dar cuidadosos bocaditos y masticar cada uno con concienzuda lentitud, se maravilló de que todavía conservara suficiente orgullo para haberse negado a la invitación. Sin duda, la maestra había sobrepasado el tipo de hambre que impulsa a la gente a devorar con atropello y se encontraba en esa región donde una pizca de comida se atesora lentamente. La observó comer. Al cabo de unos minutos, Elena Fernández alzó la cabeza, consciente del silencioso escrutinio del sargento. Se ruborizó.
—Lo siento, sargento. ¿Ha dicho algo?
—Le preguntaba cuánto tiempo lleva en Madrid —respondió Tejada, soltando rápidamente lo primero que se le ocurrió.
—Hace ya casi ocho años. Desde que empecé en la universidad.
—¿No quiso estudiar en Salamanca?
Ella sonrió.
—Crecí en la Universidad de Salamanca. Quería ver la capital.
Tejada calculó que habría llegado a Madrid justo en la época de la proclamación de la Segunda República. Descubrió que prefería no sondear sus ideales políticos.
—Yo estuve en Salamanca unos cuantos años antes de que usted se marchara de allí —comentó, para evitar hacer otra pregunta—. Tal vez tengamos conocidos comunes.
—Es posible —reconoció ella amablemente—. El mundo es un pañuelo. ¿Tiene familia allí?
—No. —Tejada rió—. De allí me traje una licenciatura en Derecho. Un recuerdo de la última vez que me dejé guiar por mi padre.
Ella soltó el tenedor y abrió los ojos como platos.
—¿Fue usted a la universidad? —En su voz había algo muy parecido al horror—. Pero si es guardia civil. Quiero decir… ¿no estudian ustedes en su propia academia militar?
Tejada esbozó una mueca.
—Es una larga historia. A los dieciocho años me decidí por la carrera de las armas. En cambio mi padre tenía pensado recurrir a sus contactos para librarme del servicio militar, como él mismo había hecho con una «baja de plata», pagando a un sustituto. Su propósito era que continuara con mi educación. Al final llegamos al acuerdo de que me pagaría los estudios y que si al terminar la carrera todavía quería entrar en el ejército, me echaría una mano. Si por el contrario dejaba la universidad antes de licenciarme, me desheredaría. Accedí a estudiar Derecho y me dispuse a pasarme cuatro años de mal humor.
—¿Y fue así? —preguntó la maestra, mientras reflexionaba que nunca se había cuestionado cómo alguien querría ser guardia civil. Para ella simplemente surgían, o tal vez brotaban ya crecidos de la cabeza de algún general.
—Bueno, llegué a interesarme por el derecho penal, pero desde que tengo uso de razón mi sueño ha sido convertirme en soldado. La Guardia Civil se me antojó un compromiso obvio. —Tejada sonrió—. Según mi madre, cuando le conté a mi padre mis intenciones, el pobre se llevó un disgusto de muerte.
Elena se echó a reír, como se suponía que se esperaba de ella en ese momento. A Tejada su risa le resultó agradable. Natural, sin afectación.
—¿Y qué planes tenía el señor Tejada para usted?
El sargento se encogió de hombros.
—¿Cómo voy a saberlo? Lo cierto es que no me necesitaba en casa. Mi hermano es más capaz que yo en los asuntos de la finca.
—¿La finca? —Elena enarcó las cejas, y se preguntó de dónde sería el sargento. Advirtió que hablaba como un hombre educado, sin ningún acento regional reconocible.
—Trigo, sobre todo —explicó Tejada—. Aunque tenemos unos cuantos viñedos. Son… oh, unas dos mil hectáreas, mi hermano sabe la extensión con exactitud. En las afueras de Granada.
—¿Pasó allí su infancia?
—Sólo los veranos. Tenemos también una casa en Granada.
Tal vez en un intento por tranquilizar a Elena, y acaso porque la maestra parecía sinceramente interesada, durante la cena Tejada habló más de sí mismo de lo que había pretendido. Habló de su niñez, de la academia, y luego, pese a lo que aconsejaba la prudencia, de cómo había conocido a Paco. Consciente de que estaba monopolizando la conversación, intentó varias veces que hablara ella, pero había demasiados temas que consideró mejor evitar. No deseaba preguntarle qué había hecho en Madrid durante la guerra. Tampoco le pareció cortés preguntarle por los detalles de su pasado.
Elena, tensa como un gato agazapado, había sido plenamente consciente de sus anteriores preguntas, y se sintió aliviada por su disposición de permitirle guardar silencio. Comió con apetito, al principio con una desesperación que anulaba la vergüenza y luego con creciente sonrojo. El sargento comió poco. Había colocado una hogaza de pan en la mesa entre ambos y parecía esperar que ella se la terminara. Al principio Elena se sintió culpable por aceptar su caridad, temerosa de la paga que él pudiera exigir a cambio. Mientras Tejada continuaba hablando, el temor de la maestra se redujo a un nivel soportable, aunque enseguida descubrió que le avergonzaba más mostrar debilidad delante de él. En varias ocasiones intentó responderle, o al menos hacer algún comentario, no sólo para prolongar la comida, sino también para demostrar que sabía comportarse.
—Así que… —señaló torpemente, durante una pausa en la conversación— ¿es usted… es usted falangista desde hace unos cuantos años ya?
—Me interesé por primera vez por la Falange al final de la carrera. —Tejada observó que Elena alzaba las cejas y comprendió que había advertido su evasiva sobre la fecha en que se unió al partido—. Consideré que era la organización que ofrecía más respuestas a las preguntas que me preocupaban.
—Ya. —A Elena se le congeló la sonrisa en el rostro. Recordó a los jóvenes con camisa azul que recorrían las calles durante los últimos años de la República, blandiendo porras y cadenas de bicicleta. Se concentró en seguir masticando, aunque a estas alturas la comida le sabía a serrín.
El sargento interpretó su silencio como una nueva pregunta.
—En realidad no me uní al Movimiento hasta que el Generalísimo tomó el mando, cuando empezó la guerra —añadió, algo cortado.
La maestra dejó escapar un suspirito de alivio. Tejada, malinterpretando el gesto, amplió rápidamente su explicación.
—No fue sólo una cuestión de oportunidad —se justificó—. Llevaba algunos años muy interesado en los programas de redistribución de tierras de la Falange. Pero era algo que podía afectar a mi familia directamente, y…
Hizo una pausa. No sabía cómo explicar que había sido incapaz de forzar aún más la paciencia de su familia presentándose en casa vestido no sólo con el uniforme de la Guardia Civil, sino con el yugo y las flechas en la solapa.
—¿Sus padres desean conservar su hogar familiar? —Para sorpresa de Tejada, la señorita Fernández le ayudó a terminar la comprometida frase. Sus ojos chispeaban levemente.
Él se echó a reír.
—Digamos que mi abuelo fue un carlista destacado —concluyó aliviado porque ella parecía compasiva.
—Entiendo. —Elena asintió con firmeza, aunque en realidad no comprendía nada. Por supuesto, la familia del sargento no sentía la menor inclinación hacia la Falange. A pesar de la forma en que hablaba de sí mismo, su voz y sus modales contradecían su uniforme; era evidente que pertenecía a una de las viejas familias de terratenientes afectas al partido carlista. No acertaba a comprender por qué el sargento había decepcionado a sus padres abandonando a los monárquicos carlistas por el populismo radical de la Falange. No parecía el tipo de hombre que disfrutaba con la crueldad gratuita, ni de los que se preocupaban porque España fuera lo más europea posible. No se habría sentido atraído por la Falange solamente porque hubiera partidos fascistas con éxito en otros países de Europa. Acaso le había impresionado la supuesta preocupación de la Falange por los campesinos. Si fuera un poco más inteligente, podía haberse decidido por el socialismo, pensó. Miró el uniforme que tenía delante y descartó la idea por ridícula. Tejada era simplemente un caballero a quien le gustaba jugar a ser policía.
Al advertir que su invitada se sentía incómoda con la extensa charla sobre política, el sargento intentó cambiar de tema.
—¿Le gusta la enseñanza? —preguntó por fin, y luego se reprendió a sí mismo al recordar que ella acababa de perder su empleo.
—¡Oh, sí! —Su entusiasmo era obvio, no menoscabado por el resentimiento. La escuela resultaba, al menos, un tema de conversación seguro—. Me encanta trabajar con niños. Resulta fascinante verlos crecer y cambiar. ¡Y son tan generosos!
—¿Generosos?
Se produjo una larga pausa.
—Bueno… —explicó ella lentamente—. Por ejemplo… la mayoría de los niños que asisten a clase no vuelven a casa para almorzar, así se ahorran la caminata, ¿sabe? Y, bueno… existe una regla: hay que compartir todo lo que se trae a clase. Es algo muy difícil para los pequeños, que nunca se sacian, pero ellos siempre comparten. Incluso se han ofrecido a compartir su comida conmigo. —Se ruborizó—. Naturalmente, yo no podía aceptarlo.
Tejada, que la había visto comer, se preguntó por lo de «naturalmente», y pensó que si sus alumnos eran generosos se debía al ejemplo de su maestra.
—Me sorprende que no se haya casado. Sería una madre excelente.
—No se ha presentado la oportunidad. —Aunque la voz de ella no mostraba azoramiento alguno, de pronto Tejada se sintió avergonzado por el comentario. En Madrid, los únicos hombres que habría conocido habrían sido rojos, que de todas formas no se casaban, y los defensores liberales de la República. Resultaba inconcebible que la señorita Fernández hubiera vivido en pecado con algún sucio miliciano, y en cuanto a las llamadas clases superiores… cobardes, pensó Tejada. Hombrecillos paliduchos como aquel Herrera. Probablemente afeminados, la mayoría. No tenían ni la mitad de la energía que mostraba ella; ni siquiera sabían valorarla. ¿Cómo iba ella a respetarlos?
Aunque la señorita Fernández ignoraba sus pensamientos, era consciente de su seriedad. Como prefería verlo sonreír, dijo ligeramente, como bromeando en la medida de lo posible:
—Supongo que debería enorgullecerme de ser la encarnación de un refrán.
—¿Cuál? —preguntó Tejada, advirtiendo su tono forzado y pensando que nunca se compadecería de sí misma por no tener zapatos mientras hubiera otra gente sin pies.
—Oh, ya sabe. Mujer que sabe latín…
Tejada había olvidado el refrán, acaso porque era uno de los favoritos de su madre. «Mujer que sabe latín, ni encuentra marido ni tiene buen fin». Mentalmente el sargento vistió a Elena Fernández con el traje de novia de su cuñada. Se le antojó una imagen atractiva, sorprendentemente fácil de visualizar.
—Supongo que en realidad usted no sabe latín —sugirió.
—Me temo que sí. —Elena le devolvió la sonrisa—. Mi padre es… —recordó con quién hablaba, y se detuvo a tiempo —un devoto admirador de la literatura clásica. Me enseñó en casa.
—¿También es maestro? —La pregunta del sargento no era capciosa, pero Elena sabía que entrañaba peligro.
—Lo era —respondió con prudencia—. Ahora no lo sé. No he visto a mis padres desde que empezó la guerra.
—Lo siento.
Elena se mordió los labios, recordando la última carta de su madre.
Han acusado a tu padre de ser marxista y lo han detenido. Él les dijo la verdad: que había sido amigo y colega de don Miguel durante años y que se había sentido obligado a protestar por lo que le había sucedido, pero que no era ningún revolucionario. Estoy segura de que el malentendido se resolverá pronto. Te escribiré en cuanto tenga noticias.
—Al menos no llegué a aprender griego. —Elena decidió hablar porque sabía que el silencio la traicionaría—. De ahí procede mi nombre imposible.
Tejada frunció el ceño.
—¿Elena? Ah, ¿se refiere a Helena de Troya? —Cuando ella asintió y puso los ojos en blanco, él añadió—: Le sienta bien.
—¿Una adúltera casquivana? ¡Gracias!
—Nunca he pensado en Helena en esos términos —adujo Tejada, quien en realidad no había pensado en Helena en absoluto desde su último examen de literatura—. Creo… creo que era muy joven… e impresionable. Muy idealista. Entonces llegó Paris, que era guapo y hablaba bien. Ella era demasiado inocente para sospechar que había hecho un trato infernal para seducirla. De hecho, cuando lo descubrió ya era demasiado tarde.
—Interesante explicación. ¿Ha leído alguna vez a…? —Elena Fernández se atragantó cuando advirtió que estaba a punto de preguntarle a un fascista declarado si había leído a Jean Giraudoux—. ¿A Racine? —terminó rápidamente, preguntándose en qué demonios estaría pensando.
—No, que yo recuerde —admitió Tejada—. ¿Le gusta la literatura francesa?
Resultaba que sí, que la señorita Fernández era aficionada a la literatura francesa. Sin embargo, tenía motivos de peso para sospechar que la Guardia Civil desaprobaría a la mayoría de los autores modernos que le gustaban. Respondió con modestia, sin comprometerse. Para su sorpresa, el sargento le preguntó:
—Supongo que no recordará a ningún personaje llamado Micaela.
Ella frunció el ceño.
—Creo que no. ¿Por qué?
—Esta mañana me ha venido a la cabeza una cita: «Ce doit être Micaëla» explicó Tejada, algo cohibido. —He estado intentando identificarla. Además, hay una melodía que acompaña la frase.
Pensó un momento y entonces tarareó la melodía.
—Creo que no… ¡un momento!
Elena soltó el tenedor y se echó a reír.
—¿Puedo preguntarle…? —Hizo una pausa y observó a Tejada, que parecía amablemente confuso. Acto seguido se fijó en sus manos, que mantenía unidas bajo la barbilla. No llevaba ningún anillo.— ¿Le gusta la ópera? —preguntó, advirtiendo que empezaba a faltarle el valor.
—A mi madre sí. —Sin ser consciente de ello, Tejada esbozó una mueca—. He visto unas pocas.
—Es Bizet. —Elena contuvo otra risita—. De la ópera Carmen. Micaela es la soprano, la protagonista buena y virtuosa.
En ese momento fue Elena quien torció el gesto sin darse cuenta. Le habría gustado preguntarle al sargento qué le había suscitado el recuerdo de la cita, pero no se atrevió.
Tejada advirtió su expresión y la malinterpretó como una coincidencia con su propia opinión de Carmen, que su tutor francés le había obligado a memorizar en parte. Aunque la música le gustó, el argumento se le antojó una completa estupidez. Impresionado por la erudición de la señorita Fernández y complacido por su buen gusto, dejó el tema y pasó a interesarse por sus escritores favoritos.
Procurando evitar la mención de cualquier autor del último siglo, Elena consiguió mantener una conversación agradable con el sargento.
—¿Café? —preguntó Tejada al final de una discusión amistosa sobre Lope de Vega.
La maestra puso unos ojos como platos.
—¡Café! —repitió, asombrada—. ¿De verdad?
—Es un término flexible —admitió Tejada con una sonrisa—. Es que no considero apropiado preguntar a una invitada después de la cena: «¿Líquido marrón caliente?».
Elena se echó a reír.
—Sólo si usted me acompaña.
—Por supuesto —accedió Tejada. Se levantó y regresó al momento con dos tazas. Ella le dio las gracias y sorbió el amargo líquido sin la menor queja. Él cogió su propia taza y saboreó el contenido—. Bazofia, ¿verdad? —comentó alegremente.
—Por lo que he visto, la Guardia Civil no tiene ningún motivo de queja —respondió Elena suavemente, aunque con rotundidad.
El sargento Tejada se avergonzó.
—No pasamos hambre —reconoció con gravedad—. No obstante, ni siquiera nosotros tenemos café de verdad.
Su voz se fue apagando y se redujo casi a un susurro. Cuando soltó la taza, ésta se agitó y un poco de líquido se derramó por el borde.
Elena se sorprendió ante su propio arrebato de compasión. El hombre era… lo que fuera. Sin embargo, se había mostrado muy amable con ella, y en ese momento parecía haber visto a un fantasma.
—¿Qué ocurre? —preguntó la maestra, empleando la misma voz que usaba para consolar a un alumno que hubiera perdido una posesión muy querida.
—Nada —mintió Tejada automáticamente—. No se preocupe.
La señorita Fernández se limitó a tomarse el café en silencio. Él la imitó, aunque con el ceño fruncido, y Elena volvió a sentir un poco de miedo. Es un guardia, pensó. Más educado, acaso más inteligente que la mayoría, pero sigue siendo uno de ellos. Aunque fuera de servicio se mostraran humanos, o incluso simpáticos, no dejan de ser… ellos. Apuró la taza y la soltó.
Tejada se levantó antes de que Elena se diera cuenta de que se había movido.
—La acompañaré a casa.
—¡No! —La vehemencia de la respuesta sobresaltó a Tejada, devolviéndolo al presente—. Me refiero a que… —La señorita Fernández se ruborizó—. No quisiera causarle problemas. Ha sido usted tan amable… por favor, no.
Tejada había disfrutado de la velada más de lo que había previsto. Quince minutos antes se habría sorprendido por la inquietud de la señorita Fernández y habría exigido una explicación. Ahora, se había despojado de su certeza como si fuera una tira de papel de pared mal colocado, dejando a la vista el cinismo desnudo. Recordó sus dudas sobre la sinceridad de ella cuando llegó, y las pausas en la conversación que había procurado ignorar con tanto esfuerzo. Obviamente, la maestra intentaba ocultarle su domicilio. A él sólo se le ocurría una explicación posible.
—Como usted quiera —replicó formalmente—. La acompañaré entonces hasta la puerta.
Elena fue consciente de su cambio de actitud y lo lamentó, aunque agradeció que no insistiera. Casi se arrepintió de sus palabras, y de pronto se le formó un nudo de terror y disgusto en el estómago. Por más que fuese el mejor de su promoción, no consentiría que la acompañara a casa. En el patio del puesto, le ofreció la mano.
—Gracias. —Sabía que las palabras no bastaban—. Desearía… gracias.
—No hay de qué —respondió Tejada secamente antes de estrecharle la mano para que no sospechara nada. La observó mientras ella cruzaba la calle y se encaminaba hacia el este.
Entonces, lo más discretamente posible, la siguió. Ignoraba qué había empujado a Paco al sórdido mundo del estraperlo, pero sabía que sólo en el mercado negro era posible conseguir el café que doña Clara le había ofrecido en Toledo. Si Paco podía mentirle, entonces no había ningún motivo para que no lo hiciera una maestra roja. Y si la señorita Fernández había corrido el riesgo de intentar apartarlo de la pista de un asesino, entonces era perentorio que averiguara adónde iba, si iba a reunirse con alguien, y de quién se trataba.