CAPITULO 10

10

Tejada llegó sin problemas a la zona sur de Atocha, pero encontrar la calle Tres Peces conllevó cierta dificultad. Siendo estudiante había visitado la capital y conocía las calles principales; aparte, había conseguido conocimientos más recientes mediante planos. Pese a ello, los laberínticos callejones del centro de la ciudad le resultaban desconocidos. El hecho de que las bombas parecieran haber alcanzado muchas de las placas de las calles (si es que alguna vez las hubo) no facilitó su búsqueda.

Finalmente detuvo a un viejo y le preguntó la dirección. Su interpelación fue más brusca de lo que pretendía, pues se sentía molesto debido a la desacostumbrada sensación de incompetencia, por no mencionar que el hedor de las calles lo deprimía. Al contemplar las fachadas ruinosas, las paredes apuntaladas allí donde los edificios contiguos se habían desplomado o habían sido destruidos, Tejada anheló disponer de una excavadora y un arquitecto decente. Una cuadrícula, pensó. Modificada, diseñada para radiar en torno a las avenidas centrales. Lo mejor sería derribar esa confusión de pasajes y reconstruir las calles con anchura suficiente para que circulara un vehículo militar, siempre que se añadieran unos cuantos pisos para compensar. La calle que había estado siguiendo se fundía con otra, sin molestarse en cambiar de nombre. Decididamente, una cuadrícula, pensó Tejada con disgusto, preguntándose si las indicaciones que había recibido le servirían de algo.

Para cuando encontró la calle Tres Peces no se hallaba de humor para buscar números inexistentes. Eligió un edificio al azar, se dirigió hasta él y llamó a la primera puerta que encontró. Tras una larga pausa, una voz dijo, vacilante:

—¿Quién es?

—La Guardia Civil. Abra.

Tejada pensó en añadir una amenaza, aunque al final decidió que era poco probable que pudiera cumplirla, estando él solo.

La puerta se abrió y apareció una mujer con la cabeza cubierta por un mantón.

—No hemos hecho nada malo —aseguró con voz temblorosa.

Tejada se preguntó qué peso llevaría en la conciencia, pero consideró irrelevantes los probables pecados de la desconocida.

—¿Dónde está el número 25 de esta calle?

Por un instante ella se lo quedó mirando boquiabierta, luego se apoyó aliviada contra el marco de la puerta.

—Sí, señor guardia. Sí, por supuesto. Lo encontrará al otro lado de la calle, tres puertas más abajo.

—Gracias. —Tejada dio media vuelta y se marchó. Oyó que la puerta se cerraba tras él.

Cuando llegó al edificio indicado, advirtió que no sabía el piso ni la puerta. Edificios claramente numerados, pensó, ampliando sus proyectos de planificación urbanística. Y un portero competente que lleve una lista actualizada de quién ocupa cada domicilio. Reprimió un suspiro y llamó a la puerta del principal.

—¡Guardia Civil! ¡Abran!

Quienquiera que viviese allí o bien no estaba en casa o confiaba en que no derribaría la puerta.

Tejada reflexionó durante un momento. Tal vez éste fuera el domicilio que le interesaba. En ese caso, había que considerar otras posibilidades: si la miliciana que había asesinado a Paco era Carmen Llorente, la madre de María Alejandra, entonces el apartamento bien podía estar cerrado a cal y canto, y desierto. Por otro lado, aunque la miliciana que había asesinado a Paco no guardara ninguna relación con Alejandra, aparte de un cuaderno perdido por descuido, la familia Palomino tal vez tenía sus propios motivos para evitar a la Guardia Civil. O simplemente quien vivía en aquella casa se había marchado. O quizá se trataba del apartamento equivocado. La manera más simple de averiguarlo era preguntar a alguien. Se dirigió al apartamento del fondo y volvió a llamar.

—¡Guardia Civil! ¡Abran!

En esta ocasión la puerta se abrió después de aporrearla brevemente.

—¿Sí?

Una vez más, fue una mujer quien respondió. Tejada se preguntó si no quedaban hombres en Madrid. Si los había, parecía que se escondían tras las faldas de sus mujeres. Típico de los rojos.

—¿Conoce a una niña llamada María Alejandra Palomino? —inquirió Tejada—. De unos siete años. Vive en este edificio, según creo.

La mujer se lo quedó mirando.

—¿Alejandra? Bueno, sí. Pero ¿por qué…?

Cerró la boca bruscamente, advirtiendo de pronto que cuestionar a un guardia civil podía resultar peligroso.

—¿Vive con su madre?

—Sí. Su madre y… —La mujer se interrumpió.

—¿Y? —Tejada alzó las cejas, recordando que según sus informes, la madre de Alejandra era viuda.

—Y… Vivía con su… tía. —La mujer tragó saliva—. Por desgracia… falleció hace unos días.

Si no estaba mintiendo, dedujo Tejada, era evidente que intentaba ocultar algo. Pero estaba asustada y disimulaba mal. Tal vez merecería la pena interrogarla más tarde, en vez de limitarse a preguntar simplemente el número del piso correcto. Sin embargo, a estas alturas, lo distrajeron unos pasos y el rítmico golpear de alguien que bajaba las escaleras. La mujer miró más allá de él y suspiró de alivio.

—Ésa es —farfulló—. Pregúnteselo a ella misma. ¡Carmen! Carmen, este agente pregunta por ti.

Tejada se volvió y miró hacia arriba. Una mujer con un pañuelo en la cabeza y arrebujada en un abrigo oscuro estaba de pie en las escaleras, petrificada. Cuando se acercó a ella, advirtió que era de constitución recia, con anchos hombros que contrastaban extrañamente con su extrema delgadez.

—¿Señora Llorente?

Tejada vio que movía los labios y por su débil gesto con la cabeza supuso que había hablado. No obstante, su susurro fue inaudible.

—Por fin la pillo. —A Tejada no se le ocurrió pensar que aquélla no era la más feliz de las frases—. Quisiera formularle unas cuantas preguntas.

Ella inclinó la cabeza.

—¿Qué desea usted saber?

—No nos quedemos en el descansillo —dijo Tejada con toda tranquilidad, rodeando el pasamanos y acercándose a donde estaba ella—. Subamos para conversar en privado.

Aunque no habló con voz particularmente alta, sus palabras resonaron con toda claridad en el silencioso rellano, y la vecina de Carmen optó por cerrar rápidamente su puerta.

Tejada continuó avanzando hacia Carmen y ella no tuvo más remedio que dar media vuelta y empezar a subir de nuevo las escaleras.

—¿Qué desea usted saber? —repitió, un poco agitada.

—Estoy buscando a uno de sus familiares —respondió Tejada—. Con cuidado —añadió, cuando ella tropezó con un peldaño y estuvo a punto de caerse—. Se trata de su hija, creo. Alejandra.

—¿Alejandra? —La sangre que golpeaba en los oídos de Carmen remitió un poco. Esperó que el guardia no advirtiera que su voz resultaba inusitadamente aguda y temblorosa—. ¿Por qué?

—Es posible que disponga de cierta información de interés para la Guardia Civil —explicó Tejada mientras llegaban al rellano.

Carmen se adelantó y abrió la puerta.

—No comprendo, señor guardia —dijo en voz tan alta como le permitió su miedo—. ¿Qué motivo tiene la Guardia Civil para interesarse por Aleja? No es más que una niña pequeña.

La puerta se abrió. Carmen se quitó el abrigo muy despacio, rezando para que el guardia no entrara antes que ella. El hombre aguardó sin advertir sus tácticas dilatorias.

—Es posible que haya presenciado un asesinato. Hablando de esto, su vecina me ha comentado que acaban de sufrir una pérdida en la familia. Le doy mi pésame.

—¿Qué? —Carmen se lo quedó mirando, asombrada. Por experiencia sabía que la Guardia Civil no daba el pésame.

—Su hermana —dijo Tejada—. Tengo entendido que vivía con usted. ¿O era su cuñada?

—Mi hermana —respondió Carmen rápidamente, maldiciendo por dentro a su vecina por haberse ido de la lengua. Tal vez el guardia no conocía la existencia de Gonzalo—. Era mi hermana.

Considerando que ya era imposible retrasarlo más, Carmen condujo a su huésped no deseado al salón, que estaba vacío. Se preguntó si sería aconsejable decir que Viviana y ella habían vivido solas. Pero si alguien del edificio le había comentado algo sobre Gonzalo…

—Me temo que Aleja se encuentra en el colegio —advirtió apresuradamente—. Si hay algo que pueda decirle yo…

Tejada inspeccionó el salón, pobremente amueblado y sin el menor signo de riqueza. Además, el aspecto famélico de Carmen Llorente revelaba que no tenía acceso al mercado negro. Se sintió inclinado a pensar que si Alejandra había presenciado el asesinato, había sido de modo accidental. La madre de Alejandra irradiaba temor, pero no más que toda la gente del barrio con quien había hablado.

—¿Cuándo volverá a casa?

Carmen advirtió con horror que el guardia acaso pretendía esperar a su hija. Si Gonzalo estaba ya escondido, no importaba. Pero si regresaba de forma imprevista…

—No lo sé —contestó automáticamente, pero luego lo reconsideró y explicó—: Verá, el colegio de Aleja nos cae un poco lejos. Le di permiso para ir a casa de una amiga que vive más cerca, y es posible que pase allí la noche.

—¿Dónde es eso, señora? —Tejada se preguntó si merecía la pena dirigirse al norte para encontrar a Alejandra.

Carmen ya había preparado la respuesta.

—En San Mateo —mintió, cuidando de no especificar si se refería a la calle San Mateo o la travesía San Mateo.

Tejada no reparó en la omisión, pero la simple idea de buscar por entre otro grupo de calles serpenteantes y sin placas lo arredró. El teniente Ramos esperaba su informe, y retrasarse más sería una irresponsabilidad por su parte. Decidió compartir sus sospechas con el teniente y esperar nuevas órdenes. Contuvo un suspiro.

—Muy bien, señora. Intentaré regresar mañana. Comprenda usted que la información de su hija tal vez sea de vital importancia para la Guardia Civil. Espero encontrarla en casa mañana.

—Sí, señor. —Carmen tenía la boca seca.

A Tejada le dio la impresión de que estaba pasando por alto algo importante. No obstante, se sentía cansado, y deseaba disponer de una oportunidad para ordenar la información que había recopilado. Dejó a la pálida señora Llorente, preguntándose cuánto de lo que le había dicho sería verdad. Alejandra estaba resultando ser sorprendentemente elusiva. Si su madre sabía que había visto algo, quizás intentaba mantenerla apartada. No existía ningún motivo para que se detuvieran por la muerte de una niña. En realidad, habría sido más fácil que matar a Paco, a menos que sólo supieran que había un testigo y no conocieran su identidad. Advirtió, con una sensación no del todo agradable, que en ese momento llevaba consigo el cuaderno por el que habían asesinado a su amigo. Aunque eso únicamente lo sabe Jiménez, se tranquilizó. En cualquier caso, se alegró cuando llegó al final del laberinto de callejones y pasó a una avenida más amplia y mejor patrullada.

Cuando Tejada terminó de redactar su informe para el teniente ya eran más de las cinco. Cierta preocupación por la información contenida en el cuaderno de Alejandra le impulsó a buscar a Jiménez. Para su disgusto, el guardia había salido con un permiso de veinticuatro horas apenas un rato antes. Resignado a lo irremediable, Tejada se encaminó a la diminuta habitación que hacía las veces de dormitorio y oficina. Se sentó y examinó sus notas, que nadaron ante sus ojos. No es justo, pensó, inclinándose un poco hacia delante y apoyando los codos sobre la mesa. Hemos vencido, y ahora que se ha instaurado la paz trabajamos el doble. Paco dispuso de tiempo para relacionarse con esa tal Isabel durante la guerra, en cambio ahora no le quedaría ni un momento libre. ¿O la conoció antes de la guerra? Me pregunto cómo, si ella estaba en Cantabria… He oído decir que Cantabria es preciosa. Junto a las Vascongadas… Muy húmeda… Claro que Paco odiaba la lluvia…

Un trueno interrumpió sus pensamientos. Se sobresaltó y advirtió que el trueno en realidad había sido el taconazo del guardia Vásquez, que se encontraba firmes ante él, con aspecto cohibido.

—¡A sus órdenes, mi sargento! —dijo, adelantándose y disimulando mal el hecho de haber advertido que la cabeza de Tejada descansaba sobre la mesa.

Tejada se maldijo en silencio por haber malgastado el tiempo y mentalmente se permitió dirigir una breve imprecación al teniente Ramos por despertarlo a una hora intempestiva.

—Sí, guardia, ¿qué ocurre? —preguntó, intentando no parecer irritado.

Vásquez continuó firmes.

—¡Una señora ha venido a verlo, señor!

Tejada dio un respingo. Si había algo que no aguantaba era la histeria femenina, y sintió que por un solo día ya había soportado suficientes mujeres aterradas y pálidas.

—¿Qué hora es? —replicó.

Vásquez comprobó su reloj.

—Las veinte horas, treinta y dos minutos, mi sargento —informó, esforzándose para que los formalismos militares disimularan su opinión de que el sargento podría haber consultado él mismo su reloj.

—Entonces llame al sargento González indicó Tejada, sombrío. —Yo he acabado mi servicio de doce horas hace exactamente dos minutos.

—Esto… esa mujer ha pedido hablar con usted en concreto, señor. Ha dado su nombre. —El guardia había perdido gran parte de su rigidez y casi todo su aplomo.

—¿Qué?

Varias deducciones al azar revolotearon en el cerebro de Tejada como los papeles de la mesa del teniente Ramos durante una crisis. Con una súbita sensación de abatimiento, recordó sus últimas palabras a doña Clara: «Siempre a su disposición». Le resultaba inconcebible que la señora Clara Pérez efectuara una visita social a un puesto de la Guardia Civil, pero…

—¿Una dama mayor, de aspecto muy digno, cabello gris, vestida de luto? —aventuró, intentando ordenar sus pensamientos a la desesperada.

—No, señor. —El azoramiento de Vásquez se incrementó—. Una dama más joven, con una falda azul y trenzas oscuras.

Las palabras del guardia desprendieron un jirón de conocimiento inútil del montón de apresurados y convulsos recuerdos civiles de Tejada.

Ce doit être Micaëla —dijo automáticamente.

Vásquez parpadeó.

—¿Cómo dice, señor?

—No importa. —Tejada recordaba suficiente francés para comprender el significado de la cita, pero no acertaba a identificarla—. ¿El teniente Ramos sigue en su despacho?

—No, señor. Salió de servicio hace media hora.

—Entonces condúzcala al despacho del teniente. Le espero allí.

Tejada se encaminó hacia el despacho, sin dejar de elucubrar quién sería la dama que preguntaba por él. No se le ocurría ningún amigo de la familia que viviera todavía en Madrid, y nadie en su sano juicio se desplazaría en esos momentos a la capital. ¿Tal vez la amiga de un amigo? Pero ¿qué dama joven acudiría a un puesto de la Guardia Civil para ver a alguien a quien no conocía? Entró en la oficina y automáticamente empezó a ordenar los papeles sobre la mesa, echándoles un vistazo para asegurarse de que no quedara a la vista información confidencial. ¿Quién en Madrid, aparte de sus compañeros, conocía siquiera su nombre? «Micaela», obviamente, pensó con disgusto. Sea quien fuere. Golpeó un montón de papeles sobre la mesa para alinear sus esquinas, y luego los colocó boca abajo, intentando resolver el otro enigma menos importante: ¿de dónde procedía la cita? Algo referido a una falda azul y trenzas oscuras, inseparable de una musiquita, probablemente para facilitar la memoria. Tarareó, intentando recordar. La puerta se abrió.

—Por aquí, señora —indicó Vásquez.

—Gracias.

Una mujer con falda azul claro y el cabello largo, contraviniendo la moda, recogido en una corona alrededor en la cabeza, entró en la habitación.

—Buenas noches, sargento Tejada —saludó con voz clara.

El sargento reconoció en el acto a la maestra de Alejandra.