¡Qué momento más valioso! Rob recostó la cabeza contra el respaldo de su silla de ruedas, se puso a escuchar los crujidos del fuego de la chimenea y el tictac del reloj, y cerró los ojos para integrarse en el ambiente vespertino. El plato del tocadiscos sobre el que había un disco de goma laca con villancicos australianos, se detuvo. El fuego le calentaba como si estuviera celebrando las Navidades en el calor del verano de Lightning Ridge, y el árbol de Navidad, bajo el cual se encontraban los regalos, esparcía un aroma embriagador. La habitación estaba colmada de olores navideños: cera caliente de abejas, estrellas de canela, nueces y naranjas.
«En este momento me siento bien», pensó Rob. «No tengo dolores. Esta maravillosa sensación de satisfacción interior, esta soledad pacífica, este delicado silencio, ¿es esto la felicidad?».
La puerta del salón se abrió con suavidad.
—¿Señor? —Rob abrió los ojos.
—¿Mulberry?
—Acaba de llegar, señor.
—¿Josh? —exclamó Rob sin volverse a mirar a la puerta—. ¡Pero entra, hombre!
Josh se detuvo al lado de la silla de ruedas.
—Eh.
—Eh. —Rob señaló el sillón que estaba delante de la chimenea decorada—. Ven, siéntate conmigo. ¿Quieres un capuchino con amaretto? —Josh asintió con la cabeza al mayordomo—. ¿Te quedas a cenar?
—Solo si los bistecs saltan de la parrilla y me necesitas para capturarlos de nuevo.
—¡Eso no lo conseguiría hacer nunca sin ti! —Rob rio—. Mulberry, nos gustaría comer bistecs de canguro con patatas asadas. Y una cerveza fría.
—Muy bien, señor.
Josh contempló las botas de terciopelo rojo que estaban colgadas con regalos para su hijo. La repisa de la chimenea estaba decorada con ramas de abeto, lazos rojos y velas blancas.
—Muy bonito, de verdad.
—Toda la casa está decorada con mucho estilo… Shannon se esfuerza mucho por disimular su miedo a las Navidades… Su papá murió en Navidades. El mío, también. —El recuerdo de Tom le procuró a Rob una punzada en el corazón.
Josh se sentó a su lado en el sillón. Su mirada era dulce y cálida.
—¿Cómo te encuentras?
—Tengo mis días buenos y mis días malos. Hoy es un buen día… Puedo pensar con claridad y hablar sin largas pausas entre las palabras… Y soy consciente de todo lo que he perdido.
Josh asintió despacio con la cabeza.
—Quería haber venido antes…
—Lo sé. —Rob hizo un gesto negativo con la mano—. Shannon y yo no queríamos pedírtelo. Ya haces mucho.
—Ronan es también mi hijo.
Él rio con sequedad.
—Gracias por el «también», Josh.
Mulberry entró y sirvió los capuchinos y los licores.
Josh creyó percibir que Rob no sabía muy bien cómo comenzar esa conversación. Había llamado antes por teléfono a Josh para decirle que quería hablar con él mientras Shannon se encontraba en la oficina. Su amigo no le atosigó, removió la espuma del capuchino con la cuchara y permaneció en silencio.
Él se aferró al reposabrazos de la silla de ruedas.
—Shannon y yo… —¡No, así no, vuelta a empezar!—. Ya conoces nuestro árbol de los deseos que está en el jardín.
Josh dirigió la vista a través de los postigos de las ventanas. Se escuchaba el oleaje por detrás del eucaliptus del que colgaban las bolas de cristal.
—Y también conoces nuestros deseos. —Al asentir Josh con la cabeza, dijo Rob—: Hace algunos días desplumamos Shannon y yo nuestro árbol de los deseos… Ella bajó las bolas de cristal, y las abrimos los dos juntos… Queríamos que se cumplieran nuestros deseos antes de que… —Rob titubeó unos instantes y desvió la mirada—. Antes de que sea demasiado tarde.
Josh intentó ocultar su consternación, y bebió un sorbo de amaretto.
—En estos últimos meses, Shannon y yo hemos cumplido cada uno de nuestros deseos… Hemos hecho todo aquello que nos era posible hacer todavía. Hemos experimentado todo, hemos disfrutado todo, hemos probado de todo. —Rob suspiró al recordar los bellos tiempos que se habían regalado el uno al otro—. Sin embargo, siguen quedando algunos deseos que no podemos cumplir los dos.
Josh observó cómo palpaba las bolas de cristal que estaban a su lado encima de la mesita. Al no alcanzarlas Rob, se apresuró a levantarse para dárselas. Rob hizo un gesto negativo con las manos.
—¡Cógelas tú! ¡Y míralas!
Su amigo volvió a sentarse, se cruzó de piernas y abrió la primera bola de cristal.
—Shannon tiene un aprecio especial por esas fotografías.
Josh extrajo una foto y se la enseñó. Luego se la giró para él y la contempló. Rob estaba tumbado en la cama con Ronan cuando este tenía tres meses. Rob tiene la cabeza apoyada en su mano, y con la otra protege la cabecita de Ronan. Shannon se había quedado fascinada por la manera en la que los dos se miraban en esa foto, con una confianza y un amor plenos.
—¿Y la otra? —le apremió Rob.
Josh abrió la segunda bola de cristal y extrajo otra fotografía. Rob y su hijo en la playa, en Australia. Estaba caminando con el pequeño por entre las olas y lo había lanzado al aire. Shannon había apretado el disparador en el instante en que Ronan chillaba de satisfacción por encima de las olas y Rob extendía los brazos hacia él para capturarlo de nuevo. Para ella, esa foto mostraba lo que Rob había perdido con los ataques de apoplejía: las alegrías de la vida.
—Estas fotografías son nuestros recuerdos de una época más feliz. Una época que no volveremos a revivir juntos nunca más.
—Rob, me apena…
—Ronan es tu hijo, no el mío.
—Rob…
—Y Shannon es tu esposa, no la mía. Tú la amaste antes que yo y la sigues amando, y ella te ama a ti. —Se llenó los pulmones—. Regálale lo que yo ya no puedo regalarle… Devuélvele las alegrías de la vida, esas alegrías que ha perdido porque me es fiel.
Resultaba evidente que Josh no sabía qué decir, y se puso a contemplar con atención las fotografías de su hijo. ¿En qué estaba pensando ahora?
—Shannon es una persona de corazón —dijo Rob en voz baja—. En estos últimos días ha pasado mucho tiempo conmigo para devolverme a la vida… Es paciente y cariñosa, y no da jamás su brazo a torcer… Mi segundo ataque de apoplejía le ha afectado mucho, pero se ha esforzado para no mostrarme su desesperación ni su miedo… Me ama, y está a mi lado, ayudándome, y ese es el obsequio más grande que puede hacerme… Shannon es lo mejor que me ha sucedido en la vida.
—Y a mí en la mía.
Rob sonrió sin brillo en los ojos.
—Ella es también casi lo único que me sigue quedando… En nuestra situación elegimos muy bien a nuestros amigos. Shannon y yo distinguimos entre nuestros íntimos amigos, muy cercanos a nosotros… y admiradores que han encontrado su gusto en nuestro grupo empresarial internacional, en nuestra fortuna, en nuestro éxito, en las invitaciones a cenar con estilo y en las glamurosas apariciones de ella como icono del buen gusto en las revistas Vogue y Cosmopolitan. —Rob resolló profundamente—. Desde que estoy enfermo, ya no tenemos muchos amigos en los que podamos confiar verdaderamente… En realidad, exceptuando a Evander, que es como un hermano para mí, solo tenemos a uno… a ti.
Josh esperó a lo que tenía que decirle.
—Quiero a Shannon de todo corazón. Y estoy preocupado por ella —confesó Rob—. Ha perdido sus alegrías de la vida, su satisfacción, su felicidad… Me obsequia con tanto, y yo no puedo devolverle nada, Josh, absolutamente nada. Me gustaría consolarla, pero no puedo. Me gustaría abrazarla, pero no lo consigo. Le haría el amor, pero… —De pronto pugnaba en su interior con las lágrimas.
—Rob… —Era del todo evidente que esa conversación le estaba resultando a Josh tan difícil como a él mismo.
—No pasa nada. —Rob se llevó la mano a los ojos, que le escocían—. Desde que estamos casados, nos hemos visto arrastrados de una crisis a la siguiente… La muerte de mi padre, el nacimiento de Ronan que casi le cuesta la vida a Shannon, mis líos amorosos con tu hermana, tu regreso de Alaska, la adicción de Skip, mis ictus cerebrales, la batalla de Shannon con Caitlin a causa de Aidan… Desde que nos dimos el sí, hemos conducido nuestro matrimonio por una zona catastrófica en el epicentro de un terremoto, y nuestra vida amenaza con derrumbarse encima de nosotros. —Miró a Josh—. Sin embargo, Shannon permanece inamovible e inalterable a mi lado… Después de mi último ataque ha vuelto a ejercitarme. «Tú y yo vamos a superar esto juntos», me dijo. «No voy a arrojar la toalla, así que tú tampoco puedes hacerlo. Ya verás, todo saldrá bien».
—Es una mujer increíble.
—Eso es cierto. —Le narró a Josh el desayuno con champán en la cama que Shannon y él habían disfrutado hacía unos pocos días: salmón con salsa de arándanos rojos, una botella helada de Dom Perignon, un ramo de rosas rojas, una divertida batalla de almohadas, mientras hacían el tonto, y se acariciaban y besaban y cuchicheaban—. Le dije que no esperaba de ella que se pasara todo el día conmigo, que eso me ponía triste porque sabía lo mucho que sufría ella con esta situación.
Josh apuró su amaretto.
—¿Y bien?
—Bueno, ¿tú qué crees? Ella dijo que me amaba y que no quería estar en ningún otro lugar.
—¿Esperabas alguna otra respuesta por su parte?
—No. ¿Y tú?
Josh negó con la cabeza. De pronto daba la sensación de haberse entristecido mucho. ¡Ansiaba tanto estar con ella!
—¿Sabes qué le dije? Que estaba pasando sus mejores años conmigo, y que los míos ya habían pasado… Le pedí que pasara más tiempo contigo, que pasara las Navidades contigo en Hawái… Podríais hacer surf, alborotar con vuestro hijo en la playa y disfrutar de las puestas de sol cogidos de la mano. Podríais saborear la vida a grandes bocanadas… Y el amor…
—¿El amor?
—Josh, ya sabes a lo que me refiero.
—No, Rob, no lo sé.
—Yo ya no puedo hacerla feliz. Tú, sí.
Josh no replicó nada porque, al igual que Rob, él pugnaba en su interior también con sus sentimientos. Rob estaba sentado en su silla de ruedas, con un brazo en el reposabrazos, el otro paralizado en su regazo, el semblante descompuesto por el dolor y el sufrimiento, sin brillo en los ojos, con la boca desfigurada y el cuerpo sin fuerzas. Postrado y frágil, ¡él, el tipo duro del Outback australiano! A Josh le daba mucha pena ver en esas condiciones a su amigo, verlo tan débil, tan desesperado.
Desde su segundo ataque de apoplejía, Shannon ya no era la misma. Hacía algunos días ella le había llamado por teléfono. Ronan estaba tumbado en el suelo de su cuarto de trabajo garabateando con lápices de colores en el libro La llamada de lo salvaje, de Jack London. Al descolgar Josh el auricular, vio que Ronan había dibujado a Randy como perro de trineo en la portada. Al otro lado de la línea estaba Shannon. Le dijo que Rob se encontraba mejor, y le preguntó si podía pasarse a buscar a Ronan.
—Te he extrañado.
Un crujido en la línea, y a continuación un «yo a ti también» en voz baja.
—¿Cuándo vendrás?
—Esta tarde.
—¿Puedes quedarte a cenar?
—Josh… no, no puedo.
Josh se esforzó para que no se le notara la decepción.
—Vale. Entonces, hasta luego.
Cuando llegó por la tarde, ella le dio un beso rápido.
—¿Dónde está Ronan?
—En el jardín.
Ella siguió a Josh hasta la terraza. Ronan acababa de subir la pendiente con su coche de la caja de queso para darse impulso y volver a bajar por ella.
—¡Hola, mami! —había exclamado él lleno de entusiasmo y sonrió de oreja a oreja, al montarse en su coche—. ¡Mira, mamá!
Shannon le miró bajar la pendiente por entre los magnolios.
—¿Cómo os lleváis los dos?
—Muy bien.
—Me alegro.
—Hoy hemos jugado una partida de polo en el Golden Gate Park. A Randy le divertía mucho ir todas las veces a por la bola. Luego hemos ido a ver una película por cinco centavos, y le he comprado un helado. A Ronan, no a Randy, aunque también le habría gustado uno, ya lo creo, pero antes se había comido ya todas las estrellitas de canela que estaban en la biblioteca, enfrente de la chimenea.
Ella asintió distraída. ¿Le había escuchado o no?
La relación entre ellos había cambiado. Ella se mostraba muy distante. No había abrazos, ni besos, ni se cogían de la mano. Ella tenía el aspecto de estar exhausta. Enseguida quiso regresar a casa, con Rob, por quien estaba preocupada, pero Josh le pidió que se sentara al menos unos instantes con él. Mientras Ronan jugaba con su coche en el jardín, ellos estuvieron sentados en la terraza, sin tocarse. El semblante de ella era serio, tenía los ojos enrojecidos del agotamiento, y no sonrió en ningún momento.
—¿Cuándo puedo ir a ver a Rob?
—Todavía no. —Al darse cuenta de que su respuesta podía dejar herido a Josh, le miró a la cara—. Disculpa.
—No pasa nada. ¿Cómo se encuentra?
—Mal, está peor que antes. —Ella inspiró profundamente—. Bueno, ha sobrevivido.
—Dile que le tengo en mis pensamientos.
Ella asintió con la cabeza.
—Lo haré. Eso le pondrá contento, seguro. —Entonces llamó a Ronan. Quería regresar ya con Rob.
—¿Cuándo vamos a volver a vernos? —preguntó Josh. Shannon sacudió la cabeza.
—Necesito tiempo.
Él se quedó decepcionado, por supuesto, pero hizo de tripas corazón y esbozó una sonrisa.
—Shannon, ¿qué te pasa?
—¿Qué quieres decir?
—Tengo la sensación de que ya no estás segura de lo que quieres. Me refiero a lo que respecta a nosotros dos.
¡Otra vez esa manera de negar con la cabeza, con gesto resignado! Las manos de ella se contrajeron en el brazo del asiento.
—Josh, por favor, no quiero hablar ahora de nosotros —le dijo mirándole a los ojos—. Eres muy importante para mí.
Ni un «te quiero», ni tampoco un «te extraño mucho».
«Soy capaz de soportar muchas cosas», pensó Josh ahora, «¡pero esto ya es demasiado!».
Él sintió cómo se le hacía un doloroso nudo en la garganta.
—No quiero perderte, Shannon. No volveré a soportar una cosa así. Lo que nos une es demasiado valioso y demasiado hermoso como para tirarlo y abandonarlo.
—Yo tampoco quiero perderte, Josh. —La voz de ella apenas había sido algo más que un susurro atormentado.
Él se había quedado desesperado y sin esperanzas después de que ella se fuera a casa con Ronan en el coche dejándole solo. No la había vuelto a ver desde entonces.
Tampoco le había llamado por teléfono. Había sido Rob quien le llamó esta tarde a su despacho:
—¿Puedes venir esta tarde, Josh? Tenemos que hablar.
Rob le observaba ahora con atención.
—Las cosas han cambiado entre vosotros.
Josh asintió con la cabeza.
—¿Qué le está pasando?
—A veces pienso que cree que no tiene derecho a ser feliz si no lo son las personas que la rodean. —Titubeó unos instantes—. Josh, estoy preocupado por ella… Sé cómo estoy… Ya no me queda mucho tiempo. Si muero… —Enmudeció. Josh vio los miedos y las preocupaciones de él.
—Rob…
—Ocúpate de ella, Josh. Viaja con ella algunas semanas a Hawái. Colma su ardiente deseo de amor y de alegría de vivir. Yo ya no puedo.
—¿Quieres que…?
—Sí, quiero eso. Fuisteis una pareja de enamorados, y quiero que volváis a serlo. Quiero que soñéis con un futuro en común cuando yo… —Rob tragó saliva—… ya no esté. Quiero que Shannon, tú y Ronan seáis una familia. —Rob pugnaba con sus sentimientos—. Prométeme que cuidarás de ella cuando yo… haya muerto.
También Josh tuvo que tragar saliva.
—Lo prometo.
—Compartir con ella las alegrías y las penas. Amarla. No romperle nunca el corazón ni hacerle el daño que le he hecho yo. Y serle fiel hasta que la muerte os separe.
—Oh, por Dios, Rob…
—¡Josh, por favor! —Rob respiró profundamente—. ¡Prométeme que te casarás con ella en cuanto me haya muerto! Significaría mucho para mí tener la seguridad de que vais a reuniros de nuevo… de que vais a ser felices como lo fuisteis una vez cuando os enamorasteis el uno del otro… Me duele, pero sé que ella te amará siempre. Más que a mí… Yo la amo de todo corazón, y quiero que por fin vuelva a estar radiante de alegría.
Josh observó con emoción cómo Rob se enjugaba las lágrimas y le señalaba con el dedo un sobre que se entreveía por debajo de su taza de capuchino. Josh le entregó el sobre, pero este lo rechazó con un gesto de la mano.
—Quiero que los dos paséis una bonita velada. Una cena en el hotel Palace, y luego una función en la ópera.
Josh sacó dos entradas del sobre. Romeo y Julieta, de Charles Gounod.
—No sé qué decir.
—¿Qué tal «una idea estupenda, Rob. Llevaré a tu esposa con mucho gusto a una cena con candelabros y luego a la ópera… En estos últimos tiempos la veo siempre un poco triste. Desesperada. Y sola… Me alegra poder hacer algo por vosotros siendo vuestro mejor amigo»?
—¿Ya has preparado todos los detalles? —preguntó en voz baja. Su voz sonó áspera.
—Hasta la suite del hotel, los pétalos de rosa encima de la cama y el champán en la mesita de noche… Ofrécele una bonita velada, Josh… ¡Y hazla feliz!
«¡Qué día más bonito!», pensó Aidan dirigiendo la mirada al cielo sobre la bahía. Se sintió henchido de una sensación de alegre serenidad, una sensación de paz, de felicidad. Había tomado una decisión, y eso le aliviaba, como si le hubieran retirado una pesada carga de los hombros.
La noche pasada había dormido plácidamente. Soñó con Claire. Con un valle silencioso, con Redwood Creek, con secuoyas en la niebla. Y con la Cathedral Grove, el lugar donde se juraron amor eterno. Soñó con la felicidad. La percibió y la disfrutó verdaderamente. Fue como una liberación.
Ya nunca más volvería a hojear entre las cartas de ella, como la tarde anterior, lleno de melancolía. Ni se quedaría mirando las fotografías amarillentas en las que Claire y él parecían felices. Nunca más volvería a olfatear el perfume de ella ni a acordarse entonces de los momentos tiernos que habían pasado juntos. Ni volvería a revolver entre sus cosas en un ataque de sentimentalismo para sacar los lindos patucos que Claire compró después de haberse prometido mutuamente. De ese modo no lograría despedirse nunca de Claire, de su gran amor, de la esperanza de un hijo con ella, ni del deseo de una época de felicidad.
Después de desayunar ensilló a Chevalier, con el que había llegado el día anterior a la cabaña de San Rafael. Ató la alforja y cogió el Winchester. Apuntó y movió el cañón a lo largo de la linde del bosque. Su dedo, que reposaba suavemente en el gatillo, disparó un tiro silencioso.
«¡Carpe diem! Goza del día. Es el último».
Aidan fijó el Winchester a la montura y se subió al caballo. Chevalier daba escarceos de desasosiego, levantaba la cabeza resoplando y agitaba con ímpetu la melena, pero Aidan le dio unas palmaditas tranquilizadoras en el cuello.
—No pasa nada, chico. ¡Todo está bien!
Disfrutó del paseo a caballo. Dejó el camino y galopó por los prados entre suaves colinas. Se llenó los pulmones con el frío aire de diciembre y profirió unos gritos de júbilo cuando comenzaron a caer de repente algunos cristales brillantes. Los copos de nieve se asemejaban a los milanos de las flores diente de león que el viento arremolinaba, filamentos colmados de deseos que se cumplían, llenos de sueños de felicidad. Unas alondras revolotearon entre gorjeos al pasar él al galope riendo con alegría. Al cabo de unas pocas millas alcanzó la cadena montañosa detrás de la cual se encontraba el valle de las secuoyas.
En la Cathedral Grove reinaba una paz solemne, que suscitó en él una sensación de soledad perfecta. Aidan saltó de su montura, desató la alforja y el Winchester, dejó a Chevalier atrás y siguió caminando a través de los helechos.
Tenía el corazón completamente abierto. Su mirada vagó ascendiendo por los troncos imponentes de las secuoyas que formaban las columnas de una catedral de luz. Los rayos de sol que caían oblicuamente y los finos jirones de niebla procedentes del Pacífico procuraban a ese lugar una atmósfera casi mística, como si no fuera de este mundo. Pero aún más bella era la nieve que caía. Aidan extendió la mano para atrapar unos copos, como si fueran milanos de las flores diente de león. Se sintió henchido de una alegría sosegada. Nunca había sido tan feliz, ni siquiera cuando Claire y él se intercambiaron los anillos en ese lugar.
Al apoyar el Winchester en el tronco de una secuoya caída y abrir la alforja, le vino a la mente una cita de Henry David Thoreau: «Iba a los bosques porque quería vivir de una manera superior, de una manera intensa. Quería absorber en mí el tuétano de la vida para aniquilar todo lo que no era vida y para no ser consciente en la hora suprema de mi muerte de no haber vivido nada en absoluto».
De pronto le asomaron las lágrimas a los ojos, y sintió que el corazón se le volvía muy pesado. Sin embargo, esta sensación de debilidad se desvaneció rápidamente. Había tomado una decisión.
Aidan se quitó el jersey y los tejanos y se vistió con movimientos tranquilos el uniforme de gala como coronel del ejército de Estados Unidos, el anillo de West Point de oficial, el cinturón con el sable, los guantes blancos, la gorra con visera. Caitlin le había quitado su dignidad y su honor cuando ella lo expulsó ignominiosamente de la familia, a él, al fracasado, al cobarde, al traidor, como le llamaba ella, y lo desterró a Alcatraz después de una farsa de juicio con un tribunal militar. Solo él podía restituirse la autoestima y el prestigio.
Recorrió despacio Cathedral Grove disfrutando de la nieve fría que le caía en el rostro. Se sentó en una roca con musgo, entre los helechos y las secuoyas. Se puso a escuchar con atención los sonidos del bosque que hacían parecer aún más intensa la quietud del lugar. Ese silencio era más rico en paz interior que la fría ausencia de sonidos entre los muros de Alcatraz y el silencio gélido entre él y Caitlin. No muy lejos, un oso hacía crujir la maleza a su paso. Sacó su Colt y esperó a ver si se le acercaba, pero el oso siguió su camino sin prestarle atención.
«Estoy solo», pensó. «Y eso, a pesar de que Shannon, con mucho tacto, me proporciona la sensación de que no lo estoy. Ella es magnífica y me apena hacerle daño con esto que voy a hacer. Ha luchado por mí durante cuatro años, contra Caitlin, que tras mi regreso de Alcatraz me ha hecho avergonzarme, sentirme culpable y arrepentido, pero que en ningún momento ha sido capaz de pronunciar una sola palabra de perdón de sus aviesos labios. Sí, seguro que sí, Shannon se desesperará, se sentirá decepcionada, amargada, pero no puedo pedirle perdón. Shannon es demasiado vitalista como para entender mi decisión por la muerte».
Aidan colocó el Colt a un lado y se quitó un guante para colocar en el dedo anular de la otra mano el anillo de oro que Claire le había puesto aquí, en la Cathedral Grove. Su mirada voló arriba, hacia el cielo y hacia los rayos de luz brillantes que atravesaban por entre las secuoyas.
—Claire, con este anillo yo te desposo. Lo llevaré como señal de que te amo más que a nada en este mundo y de que seré tuyo para siempre. Yo soy tu marido, y tú mi esposa. Ni siquiera la muerte puede separarnos.
Alzó el revólver, se metió el cañón en la boca, lo cerró con los labios y apretó el gatillo.
El disparo resonó en la quietud del bosque.
Los reporteros del Cosmopolitan fueron a ver a Shannon el día que batió un nuevo récord de velocidad en la carrera automovilística realizada en la autopista cercana a Monterey. Mientras uno realizaba la entrevista, el otro iba disparando fotos de ella con el casco de piel lleno de polvo y las gafas protectoras rayadas. Ya estaban en el buzón las fotografías de su nuevo Ford 999 Racing Car con motor al descubierto de cuatro cilindros y ochenta caballos de potencia que estaba aparcado ahora en la rampa para vehículos de su casa.
Trescientos espectadores habían viajado el día anterior para ver la carrera, algunos llegaron en tren desde Los Ángeles, otros lo hicieron con carruajes desde San Francisco. Todos gritaron de júbilo cuando Shannon atravesó la línea de meta con el motor rugiente. Josh, que la había acompañado a Monterey, la abrazó y la vitoreó alegremente. La ducha de champán que la dejó completamente calada se la debía a él.
El reportero tamborileó con el lápiz en su bloc de notas y levantó la vista.
—¿Qué velocidad alcanzó usted ayer, señora Conroy?
—Algo más de sesenta y dos millas por hora. —Se produjo el fogonazo del flash de la cámara, y una pequeña nube de humo ascendió al techo. Shannon se subió las gafas protectoras al casco de piel.
—¿Viaja también así de rápido en su automóvil particular?
Ella rio alegremente. Le seguían doliendo las mandíbulas porque había apretado firmemente los dientes durante la carrera para no partirse ninguno en aquel recorrido plagado de baches.
—No, señor. Por la ciudad conduzco mi Cadillac rojo. Mi marido y mi hijo tienen mucho espacio en el automóvil.
El periodista echó una rápida mirada a Rob, que seguía la entrevista con mucha atención desde su silla de ruedas.
—Señora Conroy, este año ha hecho usted triunfar al Ford 999. ¿Qué será lo siguiente? ¿Pilotar un avión como el Flyer de Orville y Wilbur Wright?
Hacía unos pocos días, la mañana del 17 de diciembre de 1903, los hermanos Wright habían conquistado el cielo con su avión biplano. El Chronicle sacó esa mañana un reportaje gráfico sobre los hermanos.
—Sí, ¿por qué no? —replicó Shannon con una sonrisa—. Me gustaría aprender a volar.
—¿Por placer?
—Y para acudir a mis citas de negocios. La Conroy Enterprises tiene empresas en toda California. Conroy Electrics en San Francisco, los estudios de cinematografía en Los Ángeles, las plantaciones de naranjas en…
En ese instante sonó el teléfono que estaba al lado del sofá. Rob se esforzó por dirigir su silla de ruedas hasta la mesita, se inclinó hacia delante y descolgó el auricular.
—¿Sí?… No pasa nada, Mulberry… Sí, por supuesto —dijo—. ¡Páseme la llamada!… ¿Caitlin? No, señora, a Shannon la están entrevistando para la revista Cosmopolitan. ¿Le digo que la llame a usted en media hora?… ¡Bien, de acuerdo! ¡Un momento que le paso el teléfono! —Rob tendió a Shannon el auricular del teléfono—. Tiene que hablar contigo enseguida. Es urgente.
—¿Ha sucedido algo? —preguntó ella inquieta.
—Ni idea. Su voz suena muy agitada.
Shannon se llegó hasta él y le cogió de la mano el auricular del teléfono. Con el rabillo del ojo se dio cuenta de que el periodista le sacaba un primer plano.
—¿Señora? ¿Qué sucede?
Ella escuchó una respiración profunda al otro lado de la línea.
—Shannon, se trata de Aidan. —A Caitlin le tembló la voz.
Shannon sintió cómo desaparecía la sonrisa de su rostro y cómo sus dedos se aferraban al auricular del teléfono.
—¿Qué sucede con él?
—Acaban de llamarme… desde la cabaña.
De pronto le costaba respirar.
—¿Y?
—Está muerto, Shannon. —Caitlin respiró profundamente. Su voz sonó gutural—. Tu hermano se ha pegado un tiro.
Shannon escuchó detrás de ella el clic de la cámara. Continuaban disparándole fotos.
—¿Aidan está muerto? —susurró. Las lágrimas asomaron a sus ojos, y ella escuchó cómo Rob se desesperaba a su lado. Estaba tan perplejo como ella.
En las últimas semanas, Aidan había estado aquí algunas veces para hablar con Rob. El día anterior mismo había hablado ella por teléfono con su hermano desde Monterey. ¿Y ahora ya no podría hablar más con él? ¿No podría volver a reír con él? Ayer se divirtieron mucho al teléfono, bromearon y se rieron, y ahora…
Aidan no era ya el hombre que había sido en otro tiempo. Era una persona amargada, y podía llegar a ser grosero e hiriente. Sin embargo, en las últimas semanas le había dado a ella la sensación de que a pesar de todas las humillaciones y desprestigios sufridos por mediación de Caitlin, él no había perdido la voluntad de vivir. Le había hablado de una nueva trayectoria como coronel. ¿Se lo había hecho creer, igual que hacía Skip siempre con ella?
¡Suicidio!
—¿Shannon? ¿Sigues ahí? —Al responder a Caitlin, oyó cómo cerraban suavemente la puerta del salón. Los dos periodistas tuvieron el suficiente tacto como para recoger sus cosas y desaparecer—. Los restos mortales de Aidan siguen estando en la Cathedral Grove. Yo voy a ir allí ahora mismo para traerlo a casa. Quería preguntarte si…
Shannon oyó un sollozo suave al otro lado de la línea. No estaba segura del todo, pero creyó escuchar un: «¡Dios mío! ¡Todo por mi culpa!».
—¿Qué quería preguntarme usted? —preguntó ella, asombrada por esa explosión de sentimientos tan poco frecuente en ella.
Se dio cuenta de que a su abuela le estaba resultando muy difícil ese ruego:
—Quería preguntarte si podrías acompañarme en este trago tan duro. No sé si seré capaz yo sola… Y tú ya lo trajiste una vez a casa…
Entonces se pusieron las dos a llorar. Sin embargo, la pena por el nieto y el hermano perdido no las unió en un dolor conjunto.
Con cautela, como si pudiera herir a Caitlin con ese gesto, Shannon colgó el auricular, se enjugó las lágrimas y miró a Rob.
—Tengo que ir con ella y ayudarla. ¿Te vienes?
«Cuando tus hijos y tus nietos mueren antes que tú…».
Un escalofrío doloroso, una sensación de vacío interior arrancó a Caitlin de su sueño inquieto. Se incorporó en la cama y se pasó las dos manos por el rostro empapado de sudor. Retiró la manta, se levantó y caminó descalza hasta la puerta de su dormitorio.
Aidan yacía en el salón convertido en velatorio, dentro del ataúd abierto, ataviado con el uniforme de gala del ejército. En el brazo tenía un sable y la bandera doblada. Caitlin se aproximó al ataúd, cuya tapa estaba apoyada en el catafalco. Estaba adornado con un ramo de azucenas.
Le resultaba incomprensible la sonrisa de Aidan desde que había visto por la tarde sus restos mortales en la Cathedral Grove. Su nieto parecía estar durmiendo. La cabeza de Aidan reposaba sobre un cojín blanco de seda que ocultaba lo peor: le faltaba la bóveda craneal y la mitad de su cerebro. ¿Y aun así sonreía?
Caitlin, cubierta con un velo de luto, estaba agarrada al ataúd para no caerse. Se dirigió tambaleante a la primera hilera de sillas, se dejó caer en una silla con las rodillas temblequeantes, se arregazó el camisón con un escalofrío y se puso a pensar.
La imagen de llevar a su propio hijo a la tumba era terrible. Dicen que cuando mueren tus padres, muere el pasado. Cuando mueren tus hijos o tus nietos, se llevan el futuro consigo. Con ellos mueren la esperanza y todo lo que soñaste para ellos. Con ellos se van los mejores amigos, y la soledad te envuelve.
Colin no había respondido a sus telegramas. Skip se había retirado llorando a sus habitaciones. Solo Shannon había venido con Rob para asistirla en esos terribles momentos. No hubo ningún abrazo de consuelo, ni ninguna mano extendida para la reconciliación. Pero vino. No dejó sola a su abuela. La ayudó en su desesperado intento por entender por qué Aidan no había podido actuar de otra manera que apartándose de la vida que se le había vuelto insoportable. Caitlin estaba agradecida a Shannon de que supiera encauzar los sentimientos revueltos de su interior, de que la escuchara sin emitir juicios de valor, y de que se ahorrara los reproches que no podían devolver a su hermano a la vida. Su hermano, por quien ella había luchado durante años…
La muerte de Aidan le hizo reflexionar sobre lo que de verdad era importante en la vida. ¿Qué cosas haría de diferente manera si le dieran una segunda oportunidad? Ella lo daría todo por poder hablar otra vez con Aidan, con Eoghan, con Rory, con Sean, con Kevin, con Réamon…
Caitlin contempló los retratos inacabados que colgaban en la pared por detrás del catafalco de Aidan. Rory en el papel de heroico oficial del ejército de Estados Unidos, agarrando con una mano el dobladillo de la bandera estadounidense. Eoghan con los brazos cruzados y semblante resuelto, posando como futuro presidente. Aidan, erguido, tocando el sable de oficial con las manos enguantadas.
«Una galería de retratos inacabados y de vidas no vividas hasta el final», pensó ella. «¡Qué de cosas había soñado ella para sus nietos!».
Todos la habían abandonado sin que hubiera habido nunca una buena conversación de verdad, sin que hubiera reinado la confianza entre ellos, por no hablar de cariño. Shannon tenía razón: esa familia no había estado nunca unida. El suicidio de Aidan señalaba claramente con el dedo el malogramiento y el fracaso de Caitlin, como persona, como madre, abuela y bisabuela, que quería lo mejor para los suyos y que por esa razón exigía el máximo de ellos…
La puerta se abrió con suavidad, y asomó la cabeza de Shannon por el vano. Al ver a su abuela sentada a la luz de las velas junto al ataúd de Aidan, entró y cerró la puerta tras ella. Al parecer, estando acostada en la cama había oído a Caitlin bajar al salón.
Vestida con el camisón, igual que Caitlin, se dirigió a su hermano y le puso la mano sobre los dedos unidos. A continuación le pasó la mano por el pelo y se fue hasta donde su abuela para sentarse a su lado. Le tendió un frasquito con un tranquilizante, pero Caitlin lo rechazó con un gesto negativo de la cabeza.
Las dos permanecieron en silencio, sin tocarse, sin perdonarse, sin reconciliarse. Shannon tenía la mirada dirigida al hermano.
Caitlin extendió cautelosamente una mano hacia ella, pero no se atrevió a tocar a Shannon y la contrajo de nuevo. Le resultaba insoportable el pensamiento de que su nieta, que en el fondo era muy parecida a ella, no pudiera perdonarla nunca.
Hasta en su demencia era consciente él del peligro que representaba ella. Sollozó de rabia, de desesperación, de miedo de que pudiera acaecerle el mismo destino. Ella le había hecho la vida tan imposible que había echado mano del Colt para huir de ella. Era ella quien lo había matado.
Abrió el cajón de la cómoda de su hermano y agarró el Colt, que seguía oliendo un poco al humo de la bala disparada. Revisó el cañón y se aseguró de que el revólver estaba cargado. Al mismo tiempo prestaba oídos a la fuerte discusión que provenía del salón. ¡Tanto odio! ¡Tanta ira! ¡Tanto sufrimiento!
«¡Tiene que expiar todas sus culpas!». Se guardó el Colt y se dirigió abajo. La puerta que daba al salón estaba abierta. Se detuvo en la puerta. La encendida discusión enmudeció al instante.
Al verla a ella se reavivaron en él las llamas de la ira que le estaban consumiendo por dentro. ¡Con qué desprecio le estaba mirando ella! Sacó el Colt y lo apuntó hacia ella.
—¡Estás loco! —gruñó ella—. ¡Aparta esa pistola!
Él se dirigió al hombre entrado en años que estaba al lado de ella.
—Váyase, señor. Tenemos algunos asuntos que tratar.
—No —dijo el hombre con un tono de voz apaciguante al tiempo que alzaba las dos manos.
»Se lo ruego, joven…
Él volvió a perder el control.
—¡Fuera! —vociferó.
Pero el hombre no se movió de su sitio. Ella resolló con gesto despectivo.
—¡Estás muy loco! Voy a llamar por teléfono al centro psiquiátrico y…
—¡Nooooooo! —aulló él. ¡Nada de cadenas ni de inyecciones!
El disparo no la acertó por los pelos. Se dirigió con rostro imperturbable a la mesita que estaba al lado del sofá de piel y descolgó el auricular.
—Wilkinson, llame usted al centro… —Un segundo disparo atronó en la habitación. La acertó en el hombro. Con el rostro descompuesto por el dolor se llevó la mano a la herida sangrante—… dígales que vengan inmediatamente a llevárselo.
Ella colgó el auricular.
—¡Nooooooo! —Levantó el Colt, apuntó a la cabeza de ella y apretó el gatillo.
«¿Le cojo la mano?», se preguntó Josh retirando la mirada de los bailarines en el escenario de la ópera y mirando a Shannon, que estaba sentada a su lado en el palco. «¿Cómo reaccionará si lo hago?».
Mientras Shannon sostenía su abanico de encaje y seguía con atención el prólogo de Romeo y Julieta, de Gounod, él la observaba sin llamar la atención. Su vestido de luto de seda negra era fino, elegante y espectacular, como todo lo que se ponía para sus apariciones públicas. El velo negro de luto que le ocultaba el rostro intensificaba aún más el majestuoso efecto de su vestido.
Shannon estaba de luto por su hermano, que se había quitado la vida hacía dos días, y a Rob le costó bastante persuadirla de que fuera a cenar con Josh en el hotel Palace y luego a la ópera. Durante el recorrido en carruaje se había mostrado muy tensa, ausente y seria. Sin embargo, su rostro revivió durante la cena solemne a la luz de las velas en la sala de banquetes del hotel Palace. En el camino a la ópera, Josh se creó esperanzas de que la noche sí iba a poder transcurrir como Rob la había planeado para los dos, con una suite de hotel romántica, pétalos de rosas encima de la cama y champán en la mesita de noche. «Ofrécele una bonita velada, Josh… ¡Y hazla feliz!», es lo que deseaba Rob.
¿Y ahora? Cuando Shannon entró cogida del brazo de él en el vestíbulo de la Grand Opera, los reporteros de Will Hearst pusieron a trabajar sus blocs de notas y sus cámaras para disparar una batería de fotografías que recordaban la glamurosa fotografía de Shannon bailando el vals de la novia con Rob. La tormenta de flashes asustó a Shannon en lo más profundo. Con la cabeza gacha y el abanico desplegado ante la cara huyó del asalto de los reporteros gráficos y subió las escaleras hacia los palcos. Josh ya se imaginaba el titular de la edición matutina.
El reportaje en el Examiner abriría nuevas heridas en la atormentada conciencia de Shannon.
Josh acercó aún más su silla a ella y le agarró la mano que sujetaba el abanico. Shannon le miró. En la oscuridad del palco no pudo distinguir el rostro de ella bajo el velo, pero su gesto no podía malinterpretarse de ninguna manera. Ella le presionó la mano, lo cual significaba: «Gracias, Josh. Gracias por tu apoyo. Gracias por esta hermosa velada».
Shannon giró la cabeza y volvió a mirar al escenario, donde Julieta imploraba ahora con pasión a la vida, los sueños y el amor: «Je veux vivre dans ce rêve qui m’enivre…».
Él solo podía distinguir vagamente el rostro de Shannon por detrás del velo, como una silueta difusa; sin embargo, por la manera de sujetar el abanico y de mecerse al compás de aquella música arrebatadora como por un soplo ligero del viento, él supuso que se estaba identificando mucho en ese momento con el personaje de Julieta.
«Je veux vivre! ¡Quiero vivir! Y es que pronto llegará la hora en la que tendré que llorar…».
Josh se estremeció al sentir un roce suave en el hombro. Un joven en librea pasó a su lado y se inclinó sobre Shannon, quien alzó ligeramente la cabeza mientras el joven le susurraba algo al oído. Ella no reaccionó en un primer momento y se quedó como paralizada en su asiento. Luego buscó la mirada de Josh.
El joven tendió la mano a Shannon para ayudarla a levantarse y conducirla fuera del palco oscuro. Josh se levantó también.
—¿Qué sucede? —preguntó con inquietud.
—Una llamada urgente.
—¿Rob?
Ella negó con la cabeza.
—Alistair quiere hablar conmigo.
—Voy contigo.
Shannon se colgó de su brazo, y los dos salieron juntos del palco. En las escaleras que conducían al vestíbulo, Josh percibió los temblores de ella. Estaba sufriendo un miedo atroz.
—¡Por este pasillo, señora! ¡El teléfono está ahí enfrente! —Siguieron al empleado hasta un despacho. Allí agarró el auricular del escritorio y se lo tendió a Shannon—. Señora.
Ella se echó para atrás el velo de luto y asintió con la cabeza.
—¿Alistair? Soy yo.
Josh no podía entender lo que el doctor le decía a ella, pero Shannon comenzó de pronto a tambalearse. Se llevó la mano a los labios temblorosos y espetó un «¿qué?» lleno de consternación y perplejidad.
Josh se acercó todo lo que pudo y colocó la oreja en el auricular, pero no pudo entender lo que le estaba comunicando McKenzie.
—Voy de inmediato. —Shannon estaba pálida cuando colgó el auricular y miró a Josh con ojos desencajados—. Tengo que ir inmediatamente a casa. Skip ha disparado a Caitlin.
—¡Oh, Dios mío! —se lamentó él—. ¿Está muerta?