33

—Gracias, señor presidente —dijo Shannon con gallardía.

—Ha sido un placer. —Teddy Roosevelt sonrió tras los cristales de las gafas, que destellaban a la luz del sol crepuscular, y tendió la mano a Shannon. Igual que ella, llevaba un jersey de lana por debajo de la chaqueta, unos pantalones de color caqui, polvorientos, y botas de excursión. Su Winchester para la caza del oso estaba a algunos pasos junto al fuego de campamento.

Durante su visita a San Francisco los días 12 y 13 de mayo de 1903, Shannon habló con él sobre la política estadounidense, la economía californiana y sobre su grupo empresarial en rápida expansión por todo el mundo. Teddy Roosevelt viajó después al valle de Yosemite, en donde durante los últimos días se había sentido como en sus años mozos. Cuando uno de los acompañantes encendió el tronco de una secuoya caída por una tormenta y él vio ascender al cielo las chispas, se puso a gritar de júbilo y entusiasmo. Y cuando por la mañana se despertó en el Glacier Point bajo una capa de nieve recién caída, se quedó embriagado por la belleza de la naturaleza. El valle de Yosemite era más imponente que Market Street de San Francisco iluminada por miles de bombillas eléctricas.

—Adiós, Teddy. Ha sido todo un honor.

—Y para mí ha sido una alegría hablar con usted sobre el comandante Rory y el senador Eoghan, por quienes he sentido mucho aprecio. Y naturalmente también sobre el comandante Aidan. ¡Todos mis respetos, Shannon! Usted es una auténtica chica californiana, llena de coraje y valor. —Le dio un apretón de manos acompañado de una sonrisa—. Adiós.

Shannon le saludó con la cabeza, se llevó al hombro el Winchester y parpadeó contra la luz del sol cercano ya a su puesta. Las sombras de la última hora de la tarde resbalaban por las laderas de las montañas hasta el valle de Yosemite. La escarpada formación rocosa de El Capitán resplandecía con el sol de poniente.

Mientras dejaba el Glacier Point a sus espaldas para descender al valle por la ruta del Sendero de las cuatro millas, aspiró profundamente el aire como intentando absorber dentro de ella aquel paisaje imponente. Su mirada siguió el río destellante que serpenteaba por el valle en amplios meandros. En la pared escarpada de enfrente, las cataratas de Yosemite se precipitaban en el vacío. En el aire límpido de mayo podía escuchar el estruendo suave del agua. Solo a unos pocos pasos de la cascada, muy por debajo de donde se encontraba ahora, estaba la cabaña donde Josh esperaba su regreso. Disfrutó unos instantes, por la parte oriental, del panorama espectacular que Teddy Roosevelt había denominado anteriormente «un lugar de veneración de la naturaleza»: las luminosas rocas graníticas del valle de Yosemite. Y, por encima de todas, estaba como suspendida la majestuosa Half Dome.

Esa mañana había nevado, la ruta por el sendero de las cuatro millas estaba resbaladiza y era peligrosa. Sin embargo, las vistas quitaban el aliento, y Shannon disfrutó del escarpado descenso al valle. Abajo la recibieron pronto el gorjeo alegre de los pájaros y el rumor tranquilizador de las aguas del río Merced.

Ella aspiró profundamente el aire fresco; olía a primavera. Shannon siguió el río hacia el este y gozó de las vistas de la Half Dome que parecían arder con la luz crepuscular que se vislumbraba entre las coníferas. En el puente que conducía a las cascadas de Yosemite descubrió un oso en unos matorrales. Estaba sentado entre los arbustos mordisqueando unas hojas. Ella siguió su camino con la mano sujetando el Winchester que llevaba colgado al hombro. Las mariposas danzaban por entre la luz del sol. Una ardilla se subió a toda velocidad a un abeto, se detuvo en una rama y la observó con la cola estirada. En alguna parte sonaba el martilleo de un pájaro carpintero. Dejó el bosque a orillas del río y caminó por praderas floridas entre elevadas rocas de granito y cascadas que parecían precipitarse desde el cielo. Poco después llegaba a la cabaña.

Cuando entró dejando su arma apoyada en la pared junto a la puerta, Josh estaba en la cocina preparando los bistecs de ciervo para la cena.

—¡Eh, ya estás aquí!

—Eh. —Ella le besó y le abrazó metiéndole las dos manos en los bolsillos traseros de sus tejanos y atrayéndolo hacia ella.

—Bonita sensación —dijo él, esbozando una sonrisa—. Continúa así y verás lo que recibes.

Ella le agarró bien, le masajeó las nalgas firmes y le provocó con un beso.

—Mejor que no. —Retiró las manos de los bolsillos de él y se quitó la chaqueta de flecos.

—La cena ya casi está. Solo tengo que asar los bistecs.

—Así me gusta a mí —le dijo en broma—. Regresar cansada a casa por la tarde, y ver a mi pareja cocinando para mí.

Él se echó a reír.

—Pareces contenta. Has hablado con Teddy.

—Sí, arriba, en el Glacier Point.

—¿Cómo ha ido la cosa?

—Teddy y yo hemos estado hablando de Rory, quien cayó en Cuba cuando él era coronel y comandaba las tropas en la guerra contra España. Le tenía mucho aprecio a Rory, igual que apreciaba mucho a Eoghan. Teddy le consideró siempre un rival a tomar muy en serio en la campaña para acceder a la Casa Blanca. Me ha escuchado con suma atención cuando le he hablado de Aidan, de su amor por Claire, de su ruptura con nuestro padre y de su supuesta traición a la patria.

—¿Y bien?

—Coincide conmigo en que la adhesión de Aidan a los valores que son sagrados en esta nación no puede interpretarse como alta traición. Su decisión contra la guerra y en favor de su futura esposa no son motivo para una condena perpetua en Alcatraz. Teddy me ha prometido revisar todo el procedimiento procesal.

—No habrías podido conseguir nada mejor.

—No. El amistoso apretón de manos de Roosevelt significa mucho más para mí que las promesas de McKinley hace tres años en Washington. —Miró a Josh con aire meditabundo—. ¿Sabes lo que me ha dejado atónita? Que Eoghan, cuando era senador, no habló nunca con McKinley acerca de Aidan, que no movió ni un dedo para sacarlo de Alcatraz. Como si una revisión del proceso de un tribunal militar pudiera obstaculizar su carrera como candidato a la presidencia. A eso lo llamo yo traición. —Shannon suspiró—. Espero que Aidan sea puesto en libertad con todos los honores que le corresponden como comandante del ejército de los Estados Unidos de América. Y que se acalle definitivamente el rumor de que Charlton está detrás de esta infame intriga.

—No lo está. —Josh arrojó al fogón un puñado de virutas.

Shannon puso los bistecs de ciervo en la parrilla colocada sobre el fuego.

—No, por supuesto que no.

Después de la cena se quedaron sentados un rato envueltos en una manta junto a la chimenea, escuchando el crepitar de la leña y disfrutando del calor del otro. Shannon recordó su primer fin de semana con Josh y Ronan de hacía un año.

Pocos días después de su regreso de Alaska viajaron a Carmel-by-the-Sea, en donde Sissy poseía una casa no muy lejos de la colonia de artistas. Ella se había ido a Nueva York, a casa de Lance, que se estaba labrando un nombre como pintor, y ella les dejó la casa. Ese chalet para las vacaciones, de paredes torcidas, con las vigas de madera expuestas y un tejado ladeado, ofrecía unas vistas fantásticas para las puestas de sol en el Pacífico. Enfrente de la casa sobresalía del mar un peñasco escarpado, poblado de viejos cipreses, al que podía accederse por un puente colgante. ¡Justo lo correcto para Ronan, el pequeño aventurero! Sissy había amueblado el chalet con mucho tacto. Había cuadros del Ciprés solitario y de la costa escarpada, cortinas de cuentas con conchas y estrellas de mar que tintineaban suavemente, cofres extravagantes y cajas grotescas talladas utilizando la madera de troncos flotantes. La casa era romántica y de ensueño.

Shannon sintió mariposas en el vientre cuando Josh y ella, después de su separación de dos años, se tomaron ese largo fin de semana en Carmel. En la primera fase embriagadora de su enamoramiento existió algo en ellos que no se había consumido todavía: sus corazones seguían latiendo al mismo compás. Anhelaban esa sensualidad, apasionada y ansiosa, que bullía en su interior, y soñaban con una vida a tres. Josh había estado alborotando con Ronan en la playa y se le escaparon las lágrimas cuando el pequeño se arrojó a sus brazos con un «papá» que irradiaba pura alegría. No tuvo miedo en mostrarle su amor a su hijo.

Emprendieron juntos algunas salidas hasta el Ciprés solitario y hasta la costa escarpada de Big Sur. Allí se encontró Josh con un amigo que había conocido a orillas del Klondike. Era Jack London, quien les contó que entretanto estaba escribiendo novelas sobre la naturaleza indómita de Alaska. La llamada de lo salvaje iban a publicarla el año que viene. Este libro describía la dura vida en Alaska desde la perspectiva de Buck, un perro de trineo. Por el momento estaba trabajando en una trama que iba a titular como El lobo de mar.

Tras su regreso a Carmel, Shannon y Josh estuvieron mirando en tiendas de antigüedades y cenaron en un restaurante de pescado. Al atardecer disfrutaron de la puesta de sol en el islote rocoso cogidos de la mano. Luego llevaron a Ronan a la cama y estuvieron hablando varias horas acurrucados junto al fuego de la chimenea.

—Shannon, algunas personas se pasan toda la vida buscando el amor y no lo encuentran. En otras, llama a la puerta y dice: ¡estoy aquí, tómame, y agárrame bien fuerte!

A Josh le resultó muy difícil de aceptar que ella tuviera que darle largas y hacerle esperar. Shannon no pudo entregarse a sus sentimientos por él porque no podía olvidar que estaba casada y estaba cuidando a Rob. Sissy se había ido a Nueva York sin confesarle que el pequeño Tyson era su hijo. Sissy había dejado a Rob porque no soportaba el sufrimiento y la melancolía de él, y eso le había herido en lo más profundo. ¿Habría podido animarle la confesión de Sissy de que ellos dos tenían un lindo hijo? Apenas. Cuando Shannon se fue con Josh y Ronan a Carmel, él se quedó triste. Pero ella no le dejaría en la estacada. Un lío con Josh y otro ataque de apoplejía podían matarle. Ella no quería vivir con la carga de esa culpa.

Obtuvo un adelanto de lo que podía esperar para los siguientes años, cuando recibió una llamada desde San Francisco al tercer día de estar en el chalet, que la arrancó de sus sueños. Mulberry le informó que Rob se había desmayado después de una dosis elevada de morfina. Josh la encontró finalmente en el islote rocoso con vistas al mar. Se sentó a su lado y le cogió una mano.

—¿Se encuentra bien?

Ella se enjugó las lágrimas.

—Sí.

—¿Y tú?

Ella se sorbió los mocos y asintió con la cabeza. A continuación agitó la cabeza.

—No estaba a su lado. Se encontraba mal y yo aquí pasándolo bien contigo en Carmel. —Se pasó el dorso de la mano por la cara—. No puedo hacer lo que quiero y con quien yo quiero. Tú sí puedes, Josh. Pero yo no debo.

Él la rodeó con el brazo para consolarla.

—¿Quieres ir a casa? ¿Quieres que hagamos las maletas? —Al asentir ella con la cabeza, Shannon vio miedo y dolor en los ojos de él—. Estás casada con Rob, Shannon, no conmigo. Tu marido te necesita. Más que yo. —Bajó la vista—. En vuestro matrimonio no hay sitio para mí.

—Sí lo hay, Josh. —Ella le abrazó y le besó—. Te amo, y te amaré siempre. Pero, por favor, no me pongas nunca en la tesitura de tener que decidirme entre Rob y tú. —Le apartó de la frente el mechón de cabellos revueltos por el viento—. No quiero perderos a ninguno de los dos.

—¿Shannon?

Ella se levantó sobresaltada al arrancarla de sus recuerdos.

—Deberíamos venir aquí más a menudo —dijo Josh con aire meditabundo y arrimándose a ella con ternura—. Quiero verte a solas más veces, Shannon. Solo nosotros dos, igual que hace tres años, cuando estuvimos por primera vez en el valle de Yosemite. Estábamos tan enamorados y éramos tan felices encerrados en la cabaña por la nevada. —Al no responder ella, le dio un beso en la mejilla—. ¿Estás llorando? —le susurró consternado—. Shannon, lo siento…

Ella inspiró profundamente.

—Josh, no puedo hacer esto. No puedo volver a casa después de un fin de semana contigo y ver a Rob en la silla de ruedas… —No continuó hablando.

Josh daba la impresión de estar resignado. Sabía que no podía hacer nada para hacerle cambiar de opinión.

—Te sientes culpable —murmuró él con tristeza—. A pesar de que eres una buena chica.

Ella asintió con la cabeza. Él le cogió una mano.

—Esperaré hasta que un día regreses a mí.

De sus labios no salió lo impronunciable, pero Shannon sabía lo que quería decir: cuando Rob muriera. Ese pensamiento era demasiado terrible como para pensarlo y expresarlo hasta el final. Ella solo podía amar a Josh renunciando a Rob. Eso no podía ni quería hacerlo ella. Rob era su marido, por mucha ternura y pasión con las que se esforzaba Josh por serlo.

Él la besó.

—Te esperaré siempre.

Como cada mañana lo despertaron a eso de las cinco y media. Vestido solo con los calzoncillos, se le condujo como cada martes a la ducha. Para ello disponía de diez minutos en los que no permanecía a solas ni un instante. Se afeitó, dobló la toalla conforme al reglamento, puso su pastilla de jabón, el cepillo de dientes y los polvos dentífricos encima, y se vistió el uniforme penitenciario. Luego lo escoltaron hasta su celda que entretanto había sido inspeccionada. Como cada martes, Aidan recogió su celda, volvió a poner la almohada encima de la cama y alisó la manta de lana. Después del desayuno a las seis, apareció el capitán Myles golpeando con su anillo de West Point contra las rejas de la celda.

—Buenos días, señor. Hoy tiene paseo por el patio. Acérquese a las rejas para ponerle las cadenas.

Aidan extendió las manos a través del enrejado y se dejó poner tranquilamente las cadenas. Entonces abrieron la celda y corrieron la reja. Él esperó, esparrancado, hasta que encajaron los grilletes. Por último, el capitán Myles abrió la puerta chirriante, y Aidan pasó al patio, que estaba rodeado por un muro elevado de ladrillos que impedía la vista de las aguas destellantes de la bahía y de los rascacielos de San Francisco que cada año se elevaban más hacia el cielo. La pesada puerta se cerró tras él produciendo un sonido metálico. Estaba él solo en el patio.

Respiró profundamente la brisa salina del mar, disfrutó de su frescor en el rostro y en el pelo, y se puso a escuchar los chillidos de las gaviotas que sobrevolaban Alcatraz en el cielo neblinoso de noviembre. Y como cada vez que pasaba su cuarto de hora en este patio, pensó en lo que no podían quitarle aunque le privaran de la libertad, en lo que no podían arrancarle aunque le quitaran la dignidad: la esperanza. Le pertenecía a él, únicamente a él.

En ese instante, al echar la cabeza atrás, vio allá arriba la flor. Crecía en la repisa del muro de ladrillos. Tenía que apoyar el pie en una ventana enrejada y alzarse hasta la repisa para alcanzarla. Las cadenas sonaron al golpear los ladrillos cuando puso un pie en el muro para tomar impulso hacia arriba. Ahí la tenía.

«Hoy es el Jinny Joe Day», pensó Aidan loco de alegría, «¡y tengo un deseo por pedir!».

Se arrastró por la angosta repisa del muro y arrancó la flor diente de león. Contempló fascinado los milanos de la flor, las suaves semillas voladoras. Se decía que si uno soplaba los milanos con los ojos cerrados y pedía un deseo de todo corazón, ese deseo se cumplía.

Era una bobada, por supuesto, pero él se llevó la flor a los labios y sopló. Centenares de semillas de diente de león se arremolinaron con el viento racheado de noviembre, captaron la luz del sol en sus filamentos blancos y fueron flotando por el patio como sueños. Él se sentó, miró más allá de la bahía destellante hacia San Francisco, cerró lo ojos y se guardó el deseo en su corazón.

«Me lo han quitado todo, mi libertad, mi dignidad, mi honor. ¡Quiero vivir! ¡Quiero experimentar los sentimientos que me dignifican como persona, que me emocionan! ¡Volad, milanos, volad lo más lejos que podáis! ¡Quiero ser libre!».

Aidan deslizó la pierna por el muro y volvió a saltar al patio para atrapar entre risas los milanos del diente de león que se arremolinaban con el aire. ¡No debía perderse ninguno! Brincaba y saltaba y los capturaba para volver a soplarlos arriba, hacia el cielo. El viento se los llevaba lejos. Él los miraba desaparecer con el deseo guardado en su corazón.

En ese momento, mientras se apuraba con los brazos extendidos, se abrió la pesada puerta con un empujón, y el capitán Myles pisó el patio. Su semblante era serio.

—¿Señor?

Él dejó volar los milanos que tenía en la mano.

—¡Tengo un cuarto de hora! ¡Todavía me queda tiempo!

Penosamente conmovido, el capitán bajó la mirada.

—Señor, lo siento, pero…

Al tocarle el hombro a Aidan para llevárselo, este le dio un empujón fuerte con toda su furia. El capitán Myles cayó al suelo profiriendo un grito. Aidan estaba sobre él con los puños cerrados, alocado, pendenciero y desenfrenado.

«¡Mis sueños, no! ¡Mis sueños, no!», pensaba. «¡Los sueños no me los podéis quitar!».

Cinco policías militares se apresuraron a entrar en el patio para proteger al capitán Myles. Agarraron a Aidan de los hombros y lo empujaron contra el muro de ladrillos.

—¡Atrás! ¡Déjenlo en paz! —El capitán Myles se levantó a duras penas y se llegó hasta él. Se limpió el polvo del uniforme—. ¿Todo bien, señor?

Aidan asintió con la cabeza. Sonaron sus cadenas al erguirse.

—Tiene visita, señor. Su hermana lo espera en la sala de visitas. Por ello vine a por usted.

«¡Había venido Shannon!». Respiró profundamente.

—Lo siento, capitán.

Este hizo un gesto negativo con las manos.

—Soy yo quien tiene que disculparse, señor. Lleva usted encerrado cinco años. Solo le tocan a usted para colocarle las cadenas. No se me pasó por la cabeza que pudiera sentirse usted amenazado. Usted pensó que le atacaban, y se ha defendido. Ha sido un error mío.

—No pasa nada.

—Señor, voy a llevarle ahora con la señora Conroy.

Shannon le estaba esperando en la sala de visitas. Como siempre, ella puso la mano en las rejas.

—Hola, hermano mayor.

Aidan se limpió los dedos que estaban pegajosos por la savia lechosa de la flor, y tocó la mano de ella.

—Hola, hermana pequeña. Qué alegría verte.

La mirada de Shannon se dirigió a las cadenas.

—¡Capitán Myles, por favor, quítele a mi hermano las cadenas! —Este asintió con la cabeza con gesto gallardo.

—Señora.

Aidan contempló asombrado cómo caían las cadenas al suelo. Entonces miró a Shannon a la cara. ¿Cómo lo había conseguido?

—¡Capitán Myles, por favor, abra la reja!

El capitán dio un empujón a la reja, que chirrió al abrirse, y Shannon se dirigió a su hermano con los brazos abiertos para abrazarle cariñosamente.

—¡Aidan!

Él cerró los brazos en torno a ella y se recostó en su hermana. Pudo sentir la calidez, la respiración y los latidos de ella. La alegría desenfrenada que sentía estuvo a punto de hacerle saltar.

—¡Shannon! ¿Cómo es posible?

—Estás libre —dijo ella y permaneció en silencio para que sus palabras hicieran efecto.

Y él comprendió lo que Shannon le comunicaba: ¡Hoy era el Jinny Joe Day y se cumplían todos los deseos! Aidan dirigió la vista a los rostros radiantes que le rodeaban y pugnó en su interior con las lágrimas.

—¿Estoy libre?

Ella asintió con la cabeza, y sus ojos fulgían. Él tomó la mano de ella y se la llevó a los labios. ¡Cinco años, y ahora se acababa por fin todo eso! ¡Lo había conseguido ella, ella sola! Shannon le puso una nota en la mano.

—¡Lee!

DE: Theodore Roosevelt, presidente de los Estados Unidos de América, la Casa Blanca, Washington.

A: Shannon Conroy, presidente de la Conroy Enterprises, San Francisco.

14 de octubre de 1903

Shannon, ¡la admiro a usted por su resolución y su valor! Tenía razón, su hermano fue confinado injustamente en la prisión de Alcatraz. La condena será revisada dentro de unas pocas semanas. + + + En el mes de mayo me pidió usted que averiguara quién se escondía detrás de la intriga contra el comandante Tyrell. Lamento no haber podido contestar hasta ahora. A mi pesar y para vergüenza mía, tengo que comunicarle que fue Caitlin Tyrell quien influyó en McKinley, mi antecesor en el cargo, para hacer condenar a su hermano despiadadamente. Shannon, le ruego todavía algunas semanas de paciencia antes de que hable usted con el comandante Tyrell. Van a depurarse responsabilidades en Washington y en San Francisco, tanto en el gobierno como en el ejército. Su hermano saldrá pronto de Alcatraz con el rango de coronel. Es lo mínimo que puedo hacer por él de momento para restablecer su honor porque con una disculpa formal no puedo deshacer los cinco años que ha pasado en el islote. + + + Les tengo a usted y a su hermano en mis pensamientos. Teddy Roosevelt.

—¡Caitlin! —Aidan no sabía qué sentir. ¿Decepción? ¿Amargura? ¿Rabia? ¿Odio? ¿O incredulidad? ¿Cómo había podido hacerle eso a él?—. ¿Caitlin?

Shannon asintió compasivamente con la cabeza.

—Me da mucha pena, Aidan.

—Pero ¿por qué? —preguntó él con desesperación.

—Había que hacerte callar.

Aidan se acordó de la primera visita de Shannon hacía ya casi cuatro años. Los dos habían hablado de por qué se encontraba él en Alcatraz: «El día que recibiste la orden de movilización a las Filipinas, solicitaste la baja del ejército —había dicho ella—. Esa decisión te costó tu honor como oficial y caballero. Te peleaste con papá, y al final te condenaron a cadena perpetua en Alcatraz».

—¿Te ha dicho Caitlin por qué tomé esa decisión? —había preguntado él en aquella ocasión.

Shannon había asentido con la cabeza.

—Podía percibirse entre líneas la palabra «cobardía». Y el tono con el que habló era de desprecio.

—¿Tú crees que soy un cobarde?

—¿Crees que estaría aquí entonces para ayudarte?

—No —había confesado él en voz baja.

—Pues sí —había replicado ella—. También habría venido en ese caso.

Él había bajado la vista avergonzado. ¡Ella había sido muy fuerte, más fuerte que él, más valiente, más decidida! ¡Había luchado todos esos años por él, por su esperanza y por su libertad!

—Pero ¿por qué? —repitió él ahora. Shannon le miró a los ojos.

—¡Pregúntaselo a ella, Aidan! ¡Me gustaría mucho escuchar su respuesta! —Se volvió—. ¿Teniente?

El oficial se acercó y le tendió un paquetito que estaba envuelto con papel de estraza de color marrón. Shannon lo cogió y se lo entregó a Aidan.

—Con los saludos cordiales del presidente de Estados Unidos.

—¿Qué hay dentro? —preguntó Aidan perplejo.

—Autoestima. Dignidad. Honor. —Ella sonrió para animarle—. Una carta personal de Teddy Roosevelt. Tu condecoración militar. Y el uniforme de coronel del ejército.

Aidan no pudo menos que tragar saliva.

—¡Estás libre, Aidan! —Shannon estaba tan emocionada como él—. ¡Ven a casa!

«¿A casa? ¿Dónde era eso?», se preguntó él. Claire había muerto. Y Caitlin había destrozado su vida. No le quedaba nada. Tenía que comenzar desde el principio otra vez. De pronto tuvo la sensación de que lo confinaban simplemente de una cárcel a otra. A cadena perpetua.

¿Cómo podía seguir viviendo con todo eso? ¿Cómo podía perdonar y olvidar?

Cuando oyó entrar al automóvil de Shannon a toda velocidad, Josh abrió la puerta de la casa. El Cadillac rojo de ella se detuvo sobre la gravilla entre los arbustos decorados para la Navidad. Ronan resbaló por el asiento de piel, saltó del automóvil y se fue corriendo hacia él con el bate de béisbol al hombro.

—¡Eh, papá! —exclamó, arrojándose a los brazos de Josh—. ¡Mamá me ha dicho que puedo quedarme esta noche a dormir en tu casa!

Josh dio un beso a su hijo de tres años, le quitó la gorra de béisbol y le pasó la mano por el pelo, revuelto por el rápido viaje.

—¿Estás contento, Ronan?

—¡Pues claro! ¿Jugaremos también al béisbol?

—Si quieres…

Su hijo se soltó impetuosamente del abrazo de su padre para saludar a Randy, que andaba jadeando a su alrededor.

—Randy, how are you?

«¡Jauw-ouw-uuu!», imitó el husky, menando el rabo peludo.

Ronan sonrió alegremente y abrazó firmemente a Randy.

—Estoy bien.

Los dos desaparecieron en el interior de la casa, y Josh se dirigió hacia Shannon, que seguía sentada tras el volante de su Cadillac. Parecía exhausta. Desesperada. Levantó la mirada al detenerse él junto a ella para levantar la bolsa de Ronan del automóvil. Cuando ella le llamó antes para preguntarle si podía llevarle a Ronan, se había echado a llorar.

—¿Rob? —preguntó él con cuidado y la ayudó a bajarse del Cadillac.

Ella se pasó la mano por el rostro y asintió con la cabeza.

—Ha tenido un segundo ataque de apoplejía.

—¿Cuándo? —preguntó él consternado.

—Hace una hora.

—¿Cómo se encuentra?

—No lo sabemos todavía. Está inconsciente. Evander está ahora con él. —Shannon se sorbió los mocos—. Si Rob sobrevive, tendré que volver a pasar mucho tiempo con él. Quizá tengamos que comenzar de nuevo desde el principio. Tengo en mente el rostro preocupado de Alistair McKenzie de la última vez. Un segundo ataque de apoplejía puede tener consecuencias terribles: pérdida del lenguaje, pérdida del movimiento, pérdida de la memoria.

«¡Voy a perderla!», pensó Josh. Se le hizo un nudo en la garganta, y se vio obligado a tragar saliva. Se quedó mirándola.

—¿Y cómo estás tú? —Ella bajó la mirada.

—Tengo la sensación de estar perdiendo la batalla por él. Y a Evander le pasa lo mismo. ¡Tendrías que haber visto su mirada de antes! Se está despidiendo ya de su mejor amigo.

—Shannon, lo siento mucho. —Ella sonrió con tristeza—. ¿Puedo hacer algo por ti?

—¿Puedes quedarte con Ronan unos días? No quiero que vea a Rob de esta manera…

—Por supuesto. Voy a declinar todas las citas de negocios y me voy a ocupar de él. ¿Qué ocurre con Conroy Enterprises?

Shannon se encogió de hombros con gesto de desamparo y dirigió la vista arriba, a las nubes de nieve en el cielo vespertino.

—Hace demasiado frío. Las naranjas podrían helarse en los árboles. Tenemos que calentar nuestras plantaciones al norte de Los Ángeles, pero yo…

—¿Quieres que vaya a Orange County y controlar que todo esté en orden?

—¿Lo harías?

—¿Qué te parece si me llevo a Ronan? Montamos nuestra tienda en las plantaciones, nos acurrucamos en nuestros sacos de dormir y asamos unos malvaviscos en una fogata.

Ella se esforzó en sonreír.

—Padre e hijo. Eso suena a salvaje y a romántico.

—Y así será, seguramente. —Su voz sonó dulce.

Shannon deslizó las manos en los bolsillos traseros de los tejanos de él y le dio un beso.

—Gracias, Josh.

Cuando Josh se disponía a abrazarla, ella se apartó de él. Subieron uno al lado del otro las escaleras que conducían al cuarto de Ronan que quedaba justo al lado del dormitorio de él.

Cuando entraron, Ronan estaba sentado en un coche de juguete girando el volante. Se les quedó mirando entusiasmado.

—¡Mamá, mira! ¿No es fantástico?

El coche lo había fabricado Josh con la madera de una caja de embalaje para quesos. Jake le había enviado la caja desde Alaska después de que se encontrara oro en el río Tanana, tal como había predicho Ian hacía cuatro años. La caja había llegado llena de pepitas de oro que habían sido encontradas cerca de la factoría en la que Colin, Josh y Jake habían pernoctado antes de emprender la marcha con sus canoas por el río Tanana hasta alcanzar el río Yukon. El chasis del coche procedía del cochecito roto del pequeño Tyson, el hijo de Sissy y Rob.

—¡Ahora puedo hacer carreras de coches como mamá! —exclamó Ronan—. ¿Me dejas conducir en la calle, papi?

—Mañana por la mañana —dijo Josh—. Ahora hay que dormir.

—Oooh… —dijo el pequeño, poniendo morros.

—¿Quieres que te lleve mamá a la cama? ¿O prefieres que sea papá?

Ronan esbozó una sonrisa picarona.

—Los dos.

Shannon le desnudó mientras Josh se apoyaba en la puerta. Luego lo metió ella en la cama, le tapó y le dio un beso de buenas noches.

—Que duermas bien y sueñes con cosas bonitas.

—¡Tú también, mami!

Josh se quedó admirado con la actitud de ella para que no se le notara el miedo que estaba sintiendo por Rob. Él se inclinó sobre su hijo y le pasó la mano por el pelo.

—¿Quieres que te confiese un secreto?

Los ojos de Ronan se iluminaron.

—¡Oh, claro!

—Mañana vamos a hacer una excursión. Con tienda de campaña, saco de dormir y fogata.

—¿Viene mamá también?

—No, Ronan, solo tú y yo. Y Randy. —Josh le dio un beso en la mejilla—. Que duermas bien.

—Tú también, papá.

Shannon le sacó de la habitación, apagó la luz y cerró la puerta con suavidad.

—¿Vendrás a echar un vistazo después a ver cómo está?

—Lo haré.

Bajaron las escaleras despacio, cogidos del brazo. Al subir ella en su Cadillac, respiró profundamente y se esforzó para que su voz sonara tranquila.

—Te llamaré en cuanto Rob se encuentre mejor.

—Eso estaría bien. —Josh cerró la puerta del automóvil después de subir ella—. Me gustaría ir a verlo.

Shannon asintió con la cabeza con aire meditabundo.

—Seguramente se alegraría mucho si… —ella dirigió la mirada a Josh, y él vio el miedo en los ojos de ella—… si sobrevive… —De pronto estalló en lágrimas, agarró con fuerza el volante con ambas manos y se echó a llorar con convulsiones.

«¿Qué significa amar a alguien de verdad?», se preguntó él. Hace cuatro años, cuando tropezaron el uno con el otro frente al hotel Palace, la respuesta le pareció muy sencilla. Quería estar cada día con ella y se imaginó que pasaba el resto de su vida a su lado. Quería casarse con ella y fundar una familia. ¿Y ahora? Ahora tenía un miedo terrible a perderla. Sin embargo, Rob la necesitaba. No debía hacerle sentir jamás lo mucho que sufría por la separación.

Una punzada en el corazón le decía que la seguía amando exactamente igual que el primer día. La miró a la cara, pero ella no respondió a su mirada. El modo y la manera como ella le rehuía le recordó el día en el que ella le dejó. Y de pronto se preguntó si ella le amaba de verdad tanto como él a ella.

Le sobrevino súbitamente la mala conciencia por tener tales pensamientos en esos momentos. Shannon luchaba por la vida de Rob, y no arrojaba la toalla. Tampoco quería él renunciar a la esperanza de que su amigo sobreviviera. Él le había enseñado lo valioso que era la vida, cada respiración, cada latido del corazón.

Josh se apoyó en la puerta del Cadillac y la abrazó.

—Ya verás, lo vas a conseguir, Shannon —le dijo intentando consolarla. Pero él mismo estaba batallando en su interior con sus sentimientos—. Lo superaremos juntos. Estoy contigo en mis pensamientos.

Sus miradas coincidieron brevemente; luego Shannon desvió la suya. Claro, ella deseaba volver lo más rápidamente posible a casa. Josh arrancó el Cadillac y dejó la manivela detrás del asiento de ella. Él la siguió con la mirada mientras descendía por la rampa de acceso. Sin embargo, en el camino de vuelta a Rob, ella ya no se volvió a mirarle.