30

Josh estaba tumbado en su litera en el camarote del primer oficial del Gale Force, congelado de frío, envuelto en la colcha helada y fría, y espiaba todos los sonidos con tensión. Observó el vaho de su aliento a la luz de la vela que ascendía despacio hacia el techo congelado.

Los tablones que tenía detrás estaban cubiertos con una gruesa capa de hielo que parecía desplazarse al interior del camarote a través de las grietas porque quedaba por debajo del hielo del mar de Bering congelado. La madera crujía por la presión de las masas de hielo que habían llevado a la embarcación en los últimos meses a adoptar una peligrosa posición oblicua. Josh se despertaba algunas noches sobresaltado porque los crujidos sonaban igual que disparos.

Hacía ya meses, después de una tempestad que les empujó frente a la costa de Alaska, la goleta se había quedado encallada aquí por el hielo que ahora estaba aplastándola lenta e incesantemente. Josh podía oír cada día nuevos tablones astillándose y crujiendo. Era una cuestión de tiempo cuándo se romperían y caerían los mástiles que estaban ahora oblicuos y cuándo no podría aguantar el casco ya más la presión del hielo.

22 de febrero de 1902, dos horas treinta de la madrugada. Ocho meses y veintiún días a bordo. Es el momento de marcharse.

La llama había alcanzado el extremo del pabilo. Josh se puso a hojear con tensión el libro que tenía a un lado, y estaba contemplando la foto de Shannon y de Ronan cuando de pronto oyó pasos en el pasillo.

Alguien se detuvo frente a su puerta. Josh contuvo la respiración y escuchó con atención. ¿Era Leif Larsson? ¿O el capitán?

Apuntó hacia la puerta con el Colt que tenía bajo la colcha.

La puerta se abrió de un tirón porque la madera se había combado y se quedaba atrancada. Leif estaba en la puerta y se agarraba al marco para no resbalar por los tablones del suelo torcido del pasillo. Un viento gélido se coló con fuerza en el interior del camarote.

—Buenos días, señor. Quería que lo despertaran —dijo susurrando entre la nube blanca de su aliento.

Josh agarró la foto de Shannon y de Ronan del libro, que dejó encima de la mesa, y saltó de la cama.

—¿Cómo está el tiempo, timonel Larsson?

Su amigo esbozó una sonrisa al observar que Josh deslizaba el Colt de nuevo en la cartuchera. Hacía dos horas había sacado las armas y la munición de la armería cerrada con llave después de haberse pasado media noche con el capitán jugando al póquer.

—Noche estrellada con una magnífica aurora boreal. Hace un poco de frío. Abríguese bien, señor, de lo contrario pillará un buen resfriado.

Josh se colgó la bolsa lista en el hombro, agarró su Winchester y empujó a Leif fuera del camarote.

—¿Duerme la tripulación?

Leif asintió con la cabeza.

—A la orden, señor. Y el capitán está roncando que parece que tiembla el barco.

—¿Qué le has metido antes en el whisky mientras jugabais al póquer?

—Droga. —Josh esbozó una sonrisa descarada. Atrancó la puerta de su camarote para que no descubrieran la fuga antes del desayuno. A continuación se alzó la capucha de la parka, la sujetó con la cinta de sus gafas para la nieve y siguió a Leif escaleras arriba hacia la cubierta.

A la luz de la aurora boreal tuvo la sensación de que el barco se había inclinado todavía un poco más de lado. El lado de babor pendía tan solo a escasos pies del escabroso hielo; el lado de estribor se elevaba empinado. En algunos días, la goleta acabaría tumbada de costado, los mástiles se romperían, los tablones se astillarían, penetraría el agua en su interior, y la embarcación se hundiría bajo el hielo. Luego, aquella tumba helada volvería a congelarse…

Josh escaló deslizándose del lado de estribor. La tripulación había colocado hacía unos meses en la borda un tobogán fabricado con una lona que llegaba hasta el hielo. La pesada lona estaba cubierta por una espesa capa de hielo y nieve, de manera que el camino hasta la banquisa era más fácil por allí que descendiendo por la escalerilla del portalón.

¡La fuga por encima del hielo era un disparate! No tenían tienda de campaña contra las tormentas de nieve, tan solo un saco de dormir y una manta contra el frío, no tenían leña para un fuego de campamento, ni para cocinar ni para descongelar agua, ni había animales para cazar porque se hallaban en mitad del mar de Bering. Y las provisiones que Leif y él llevaban consigo en sus bolsas estaban ultracongeladas.

Tras un último vistazo a los dos mástiles, Josh se montó en la lona rígida por la congelación y resbaló por ella hasta el hielo. Leif lo ayudó a levantarse.

Cruzaron en silencio el campo de béisbol marcado con latas de conserva y cajas de provisiones vacías. Para matar el tiempo y mantenerse calientes, la tripulación había estado jugando al béisbol en los últimos meses con los garrotes con los que habían matado a las focas en las islas Pribilof. Las provisiones y la leña estaban racionadas ya desde las Navidades. El hambre, la sed y el frío les acompañaban permanentemente.

—¿Dónde está el trineo? —preguntó Josh.

Leif, que al igual que él llevaba el cuello del jersey por encima de la boca y la nariz para protegerse la cara, señaló con la barbilla la proa de la embarcación. La tormenta era tan fuerte que le arrancó una manopla forrada de piel. Leif se disponía a agarrarla de nuevo, pero ya el viento se la llevaba en remolinos por encima del hielo. Profiriendo una maldición, Leif echó a correr y se tiró cuan largo era sobre la manopla. Cuando volvió a ponérsela, estaba llena de nieve. No obstante, Leif la sacudió y se la puso antes de que se le quedaran congelados los dedos en aquel frío. ¡Cualquier descuido, cualquier distracción, cualquier caída podía costarles la vida aquí, en el exterior!

En la proa, que señalaba al este, hacia la lejana tierra firme, se encontraba el trineo con el que transportaban las pieles de las focas. Los patines estaban completamente pegados por la congelación porque a Leif no se le ocurrió poner el trineo en posición vertical. Así que tuvieron que tirar del trineo con todas sus fuerzas hacia arriba para arrancarlo del hielo. A continuación cargaron en él sus bolsas, se colgaron los arreos del tiro, cada uno a un lado, y tiraron del trineo por encima del hielo. Cristales finos de hielo, cortantes como esquirlas de cristal, arañaban sus rostros. Mientras avanzaban con la cabeza gacha haciendo frente a las ráfagas de viento, Leif se volvía a mirar una y otra vez el oscuro barco que iba desapareciendo entre los montículos de hielo; ya tan solo seguían siendo visibles los mástiles contra el cielo iluminado. A bordo no se veía ninguna luz; eso significaba que no habían descubierto todavía su fuga. Leif tuvo que vociferar para que Josh pudiera escucharle.

—Hogar, dulce hogar.

—No mires atrás, Leif.

A la luz de la aurora boreal, Josh vio que Leif le estaba mirando de costado.

—¿Jota?

—¿Qué ocurre?

—Si sobrevivimos, recuérdame por favor que me vaya a Australia. Allí no hace este frío.

—Lo conseguiremos. —Josh le puso una mano en el hombro y le empujó hacia delante.

Leif expulsó el aire de sus pulmones.

—¿Como en Yokohama?

Tras una violenta pelea de algunos miembros de la tripulación con el capitán, que gobernaba a bordo con mano dura, Josh había huido del barco en el puerto de Yokohama. Sin embargo, dieron con él pronto en aquellas intrincadas callejuelas. El capitán Gale mandó que lo trajeran a bordo para darle una paliza y azotarle, y encerrarlo durante una semana a pan y agua. Leif cuidó de Josh aquellos días. Le curó las heridas y le llevó comida caliente. La confianza que Josh se había ido ganando durante el viaje de San Francisco a Yokohama en largas noches de póquer con el capitán, quedó perdida para semanas, hasta que en otra pelea ocurrida durante la caza de focas en las islas Kuriles molieron a palos al timonel y lo arrojaron por la borda. En el barco reinaba la pura violencia. Muchos hombres habían sido reclutados violentamente en los últimos meses y luchaban por su libertad, otros se amotinaron contra el capitán que infundía miedo y terror a bordo. ¡Pero una fuga del barco era una locura! ¿Adónde ir? ¿Con la barca de remos hasta las islas Kuriles? ¿O nadar hasta la península de Kamtchatka y seguir luego hacia China, eso si no te disparaban antes por ser cazador norteamericano de focas? Ninguno de los hombres soportaría aquella marcha de varios miles de millas.

La serenidad de Josh había impresionado al capitán mucho más que el Colt cargado y con el seguro quitado en su mano. A pesar de su fuga en Yokohama le nombró timonel, más tarde incluso primer oficial, sustituyendo al anterior, a quien mataron los rusos durante la caza de focas frente a las costas de Kamtchatka. El capitán Gale no tuvo otra elección: de todos los hombres que estaban a bordo, Josh era el único que no solo sabía navegar a vela sino que sabía navegar con mapas e instrumentos de navegación, conocía el mar de Bering, los peligros, la irrupción del frío, las tormentas, el hielo. Y se ganó la confianza de la tripulación incluso durante la tempestad que embraveció el mar hasta formar olas de veinticinco pies que azotaron la goleta para arrastrarla desde las islas Pribilof en dirección noreste hacia la costa de Alaska, en donde quedó atrapada entre las banquisas. Josh intentó reconducir la goleta hacia el sur a través del hielo, que se iba haciendo cada vez más grueso. Percibía las sacudidas bajo sus pies al chocar la proa con los témpanos de hielo, pero finalmente ya no quedó a la vista ninguna zona de agua oscura, sino que todo era hielo blanco, gris y azul allí donde se mirara. La embarcación perdió el derrotero para acabar varada finalmente. Esperaron en vano un viento de noreste proveniente de tierra firme que abriera un canal de navegación hasta el mar.

Josh descubrió al amanecer que el hielo se había cerrado por completo en torno a la embarcación. En un fuerte descenso nocturno de las temperaturas, la goleta se había quedado congelada. Desde principios de octubre, el Gale Force se encontraba amarrado a unas pocas millas frente a las costas de la isla Nunivak. Fracasaron todos los intentos desesperados de la tripulación por sacar el barco del hielo y arrastrarlo con troncos unos cientos de yardas a mar abierto. Y con cada mes que pasaba, la capa de hielo era cada vez más gruesa, y aumentaba la presión sobre los tablones. El mar de Bering permanecía helado ocho meses al año frente a las costas de Alaska. A finales de mayo o comienzos de junio, cuando se rompiera por fin el hielo, la embarcación arruinada habría reventado ya y se habría hundido en las aguas.

—Sobreviviremos, Leif. Atravesaremos Alaska. Y llegaremos a casa.

No era sencillo mantener la dirección en una tormenta entre las abruptas montañas de hielo. A la luz de la ondulante aurora boreal, el paisaje cambiaba constantemente. A cambio, la tormenta borraba sus huellas en la nieve endurecida.

Para alejarse del barco, caminaron a trompicones lo más rápidamente posible, de modo que pronto comenzaron a sudar bajo las capuchas de piel. A Josh le corría el sudor por el pelo. «¡Hay que caminar más despacio! ¡El sudor es un peligro mortal!».

A tres millas en dirección al este, el hielo se volvió más plano y liso, y se hizo más fácil avanzar con el pesado trineo que ahora ya no tenían que levantar para pasar por encima de los témpanos de hielo. La tormenta con ráfagas de viento seguía estampándoles en los ojos los cristales de hielo. Las gafas para la nieve no le servían de nada a Josh, pues al cabo de unos pocos instantes, los cristales oscurecidos de las gafas quedaban cubiertos de una capa de nieve helada, y ya no podía distinguir nada al frente. Los cristales de hielo se congelaban en el rostro, penetraban bajo la capucha de hielo en el cabello sudoroso, se clavaban por los cuellos altos de sus jerséis y se quedaban pegados a la lana que cubría sus barbas. ¿Hablar? ¡Imposible! ¿Y de qué? Cada uno estaba inmerso en sus propios pensamientos para olvidar aquella ventisca, se deleitaba en recuerdos hermosos y escribía cartas imaginarias a sus seres más queridos: «Sigo con vida. Me encuentro bien. No os preocupéis. Pronto regresaré».

¡Tres mil millas para llegar a casa!

A eso de las nueve y media salió el sol incendiando las nubes y el hielo. Los cegadores rayos de luz horadaron dolorosamente los ojos de Leif, pero él no tenía gafas que le protegieran de la ceguera de la nieve. La luz fue haciéndose cada vez más cegadora, y ya durante un corto descanso que hicieron, Leif se quejó de la sensación de tener arena ardiendo en los ojos. El mundo blanco que les rodeaba solo lo veía él de color rojo vivo. Intentó colocarse más arriba el cuello alto del jersey para taparse los ojos, pero estaba completamente pegado a la barba. Además no vería nada de esa manera. Josh rompió un trozo de madera del trineo, que fue dividiendo con cuidado con su machete convertido en formón y con el Colt como martillo. Fue ampliando cada ranura en la madera astilla tras astilla. Los inuit llevaban gafas así hechas con la cornamenta de los caribús y tendones trenzados, pero la madera era demasiado dura como para tallarla en forma de gafas. Josh tendió a Leif la tablita rajada.

—¡Póntela delante de los ojos! —masculló tras el cuello congelado del jersey—. ¡Y no mires a la luz!

—Dime, Jota, ¿qué aspecto tengo?

—¡Pues el de alguien que no ve más allá de sus narices! —dijo su amigo en broma. Su sonrisa forzada le desgarró los labios sangrantes—. ¿Qué te parece, quieres que te haga una foto y la envíe a la revista Vogue? Seguramente se pondrá de moda y los neoyorquinos llevarán unas gafas así el próximo invierno para correr con los trineos por Central Park.

Leif se echó a reír a carcajadas y le dio una palmada en la espalda.

—¡Sigamos!

Fueron avanzando con dificultad milla tras milla por encima del hielo crujiente, un paso doloroso tras otro, un pensamiento tras otro, con la mirada al frente fijada en el blanco sin horizonte, en las elevaciones escarpadas de hielo junto a las que pasaban, en la nieve a sus pies, en las huellas que se iban borrando tras ellos. Leif contaba los pasos; Josh, no. La mayor parte del tiempo su amigo estaba ocupado en pensar cuántas veces había contado ya hasta mil y cuántas veces se había equivocado al contar. Daba lo mismo pese a que contar sus pasos era una medida tan fiable como contar sus respiraciones o los latidos del corazón. El reloj de Josh se había parado hacía tiempo ya en el frío polar. Leif y él medían el tiempo, los segundos, minutos y horas de su vida en pasos, no pensaban en nada más. Tenían que llegar a tierra firme para sobrevivir. Solo allí podían reunir leña para hacer fuego, y solo allí podían cazar, cocinar, comer, beber, sentarse, descansar, dormir. Avanzaban sin detenerse apenas a descansar hasta alcanzar la isla de Nunivak, en dirección a la libertad. Y contaban los pasos.

El problema no estaba en llegar a Nunivak, sino saber que habían llegado allí. La isla era llana, y tan solo en la playa pedregosa del oeste se levantaba la tierra nevada unas sesenta o setenta yardas sobre el escabroso hielo del mar de Bering. Sin embargo, la playa era tan llana en el sudoeste que no notarían la elevación al entrar en ella. Josh no estuvo seguro de que Nunivak ya no quedaba más que a unas pocas millas de distancia hasta que vio un oso polar cazando focas.

Leif siguió la dirección de la mirada de Josh.

—¿Los humanos comen oso polar?

—Los osos polares comen humanos. —Josh hizo un gesto negativo con la cabeza—. La carne de los osos polares está infestada de filarias. Así que no nos la podemos comer cruda. Sigamos, Leif, no puedo malgastar ningún tiro. No tengo munición suficiente para sobrevivir muchas semanas.

Leif se encogió de hombros.

—Hace horas que me está apeteciendo un buen bistec de caribú. Con patatas asadas y tocino. Y salsa caliente de arándanos.

Josh no pudo menos que echarse a reír. Iban entonteciendo, sonreían y se reían por todo; esto y los latidos acelerados, los mareos y la debilidad eran señales ciertas de que se estaban deshidratando. El agua de sus cantimploras estaba congelada, y no podían hacer fuego para fundir la nieve y beber.

¡Adelante! Novecientos noventa y cuatro… novecientos noventa y cinco…

¡Una elevación! ¿Nunivak? ¿Y ahora qué? La isla tenía una longitud de sesenta millas, el estrecho tenía otras treinta millas, solo entonces comenzaba la tierra firme de Alaska.

A las siete y media se puso el sol, pero ellos siguieron avanzando a la luz de la aurora boreal. No encontraron huellas en la nieve, ni vieron ningún caribú que pudieran cazar, ningún pedazo de leña. No debían acelerar el paso, simplemente debían continuar adelante. En tierra avanzaban más rápidamente que sobre el mar, pues el hielo no estaba escabroso, y no tenían que alzar el trineo por encima de los témpanos de hielo. La tarde del 26 de febrero, poco después de la puesta de sol, alcanzaron la costa oriental. ¿Cómo se dieron cuenta? Leif tropezó en un borde de hielo y se cayó, quebrando una fina capa de hielo y hundiéndose en el agua. Había pisado un agujero de focas que acababa de helarse.

No había ningún segundo que perder. Josh sacó a Leif del agua y le arrancó las ropas del cuerpo antes de que se quedaran tiesas por congelación. Luego se quitó la parka y se la arrojó a Leif.

—¡Sigue moviéndote hasta que haga fuego! —Con el hacha despedazó el trineo y apiló la madera para hacer un fuego de campamento. Por fin se elevaron las llamas. Leif bailaba en torno al fuego y se reía como un loco mientras Josh derretía el hielo en dos tazas de hojalata. Dos puñados de café molido fueron la cena. Bebieron todo lo que pudieron mientras tuvieron el fuego encendido. Leif estaba tumbado en el saco de dormir de Josh, forrado con piel de conejo, y escribía una carta a su hija pequeña en Gotemburgo. Josh estaba abrigado con la manta de Leif y volvía a escribir a Shannon:

Solo una breve línea antes de que se apague el fuego y nos envuelva la oscuridad de la noche polar. Nos encontramos bien y estamos seguros de que conseguiremos llegar a San Francisco. Estaré en casa dentro de dos o tres meses. Cada uno de mis pasos me acerca de regreso a ti.

Te llevo en el corazón, Josh.

Aquella noche se convirtió en una tortura. El frío glacial les mantuvo despiertos durante horas observando la aurora boreal. Anhelaban algunas horas de descanso, pero quedarse dormidos habría podido significar su muerte.

A la mañana siguiente consiguieron disparar a una foca en un agujero de nieve. El trineo era ya cenizas, y no tenían más leña para asar la carne, así que se la comieron cruda. Se metieron la carne caliente entre las parkas y el jersey antes de que se congelara. De esta manera podrían ir partiendo un trocito durante las siguientes horas y comérselo. Por la noche hicieron lo mismo con sus cantimploras. Las llenaron de hielo que se iba fundiendo hasta el amanecer bajo sus jerséis dentro del saco de dormir.

Sin el trineo se vieron obligados a cargar con el equipamiento, y por ello avanzaban muy despacio, aparte de que el hielo, en el brazo de mar entre Nunivak y Alaska volvió a hacerse escabroso y tropezaban una y otra vez sobre el hielo cayendo cuan largos eran.

¡Medianoche! ¡Habían alcanzado tierra firme! Atravesaron un río congelado, una zona pantanosa y una zona de lagos. ¡No había un solo árbol a lo largo y ancho de aquel lugar! ¡Ni rastro de caribús! Tenían que seguir avanzando, sí, pero ¿en qué dirección? ¿Hacia el norte, por el Yukon hasta St. Michael en la bahía de Norton? ¿O hacia oriente por el Matanuska y los Montes Chugach hasta Valdez? Hacia el norte había tan solo unos pocos días, pero la bahía de Norton estaba congelada hasta junio. Hasta Valdez eran setecientas cincuenta millas. La marcha duraba entre cincuenta y sesenta días, pero el puerto estaba exento de hielos durante todo el año. ¡Podrían estar muchos meses antes en San Francisco! ¿Al norte? ¿O al este? No tomaron la decisión hasta recorridas otras noventa millas al noreste por encima del río Kuskokwim. Este río nacía en la cordillera de Alaska y formaba junto con el Yukon en la costa sudoeste de Alaska uno de los deltas fluviales más grandes del planeta. Por primera vez se puso Josh contento de que fuera invierno, pues en verano esas zonas pantanosas estaban infestadas de mosquitos y eran intransitables.

Montaron el campamento a orillas del Kuskokwim. Leif era incapaz de continuar, se encontraba demasiado debilitado para seguir avanzando. Su caída en el agujero del hielo le había producido una severa hipotermia. Completamente exhausto, se dejó caer en la nieve endurecida. Josh le ayudó a meterse en su saco de dormir forrado de piel y le envolvió además con la manta de lana de Leif. Luego se puso en marcha en busca de leña para hacer una hoguera. Se daba perfecta cuenta de que el estado debilitado de Leif y su extremo cansancio podían significar su final, pues dormir significaba morir.

Josh estaba a punto de dar la vuelta para regresar con Leif cuando descubrió un alce a la luz del crepúsculo. Arrojó en la nieve toda la leña reunida y le apuntó con su Winchester. Un disparo que resonó en la llanura helada y el alce quedó abatido en el suelo. Josh cogió toda la carne que pudo cargar. El resto tuvo que dejárselo a los lobos, cuyos aullidos le estuvieron siguiendo durante toda la vuelta. Una hora más tarde servía la cena.

—¡Bistec asado de alce, qué delicia! —comentó Leif con una voz débil y ronca que hizo que Josh se temiera lo peor: una pulmonía—. Solo falta la salsa de arándanos. —Su risa dio paso a una tos jadeante, de asfixia. Esa noche leyó la carta dirigida a su hija. Josh estaba horrorizado. La carta tenía un tono de despedida.

Leif sabía que ya no le quedaba mucho tiempo. Quería impedir que Josh le arrastrara consigo hasta Valdez. Cuando Josh se quedó dormido, Leif se salió del saco de dormir forrado, tapó a su amigo con la manta y el saco de dormir, se quitó la ropa que aseguraría a Josh la supervivencia en los centenares de millas de la travesía por Alaska, y se fue dando tumbos por la penumbra de la noche estrellada.

A la mañana siguiente lo encontró Josh en la nieve, rígido por la congelación, con los ojos mirando al cielo. En su rostro había copos brillantes de nieve. Y otra cosa más: lágrimas congeladas. Junto a él encontró Josh una nota.

Eres la persona más generosa y compasiva que conozco. Sé lo que has hecho por mí, y no lo olvidaré nunca. ¡Adiós, Jota! ¡Espero que vuelvas a ver a tu esposa y a tu hijo! ¡Abrázales bien fuerte, y no los sueltes ya nunca más!

Leif

Josh no pudo enterrar a su amigo. El hielo estaba demasiado duro; excavar con el machete le habría consumido muchas energías, así que cubrió el cuerpo de Leif con nieve y puso una cruz hecha con ramas calcinadas encima de su tumba. En la nieve escribió estas palabras: «Leif Larsson, marzo de 1902. El mejor amigo que podía desear. Dio su vida por la mía».

Josh se puso la parka de Leif por encima de la suya, se metió sus cosas en los bolsillos y guardó la carta dirigida a Agnetha, la hija de Leif, en Gotemburgo. Y se puso en marcha. Esta vez era él quien contaba los pasos que le conducían hacia el este, a Valdez.

La tormenta que empujaba a Josh con furia hacia el este duró tres días cortos y cuatro noches largas. Por fin amainó la tormenta, cesaron el zumbido del viento y la ventisca, y mejoró la visibilidad. Una sonrisa dolorosa se deslizó fugaz por su cara: ante él se elevaban las cumbres de la cordillera de Alaska. No sabía qué valle fluvial estaba remontando. El valle atravesaba altas montañas antes de girar hacia el norte. ¿Había elegido la ruta correcta? No tenía ningún mapa. ¿Acabaría el valle en algún lugar, sin glaciar que continuara ascendiendo, sin transición hacia el norte o el este? Siguió caminando sin botas para la nieve, sin provisiones, sin leña.

En otro tiempo había adorado esa soledad, el invierno frío, el aire claro, las extensiones interminables de terreno donde no había huellas en la nieve. Alguna que otra persona desaparecía en esas soledades y ya no se la volvía a ver. En otro tiempo habría disfrutado de las vistas de las cumbres nevadas de las montañas por encima de él que no estaban consignadas en ningún mapa. En otro tiempo habría cantado en voz alta para escuchar el eco de su voz, siendo consciente de ser la única persona en ese valle. Pero ¿y ahora? Anhelaba otro lugar más allá de la hoguera de campamento nocturno sobre la nieve pisada y el saco de dormir. Su ilusión estaba en yacer entre los brazos de ella, blandos y cálidos, y quedarse dormido junto a ella.

Al cabo de algunas millas, el valle giró hacia el este y se estrechó en torno a un lago helado de montaña. Josh escaló por cuestas y rocas, fue ascendiendo a una altura cada vez mayor, y sin embargo no alcanzaba el final del valle. Pese a los esfuerzos, el frío y el aire enrarecido le sobrevino una exaltación embriagadora. Iba tarareando melodías mientras avanzaba a trompicones.

El Sueño de amor, de Liszt, le hizo olvidar los dolores, y la esperanza de volver a ver a Shannon le proporcionaba fuerzas. El valle desembocaba en un glaciar que se fue haciendo cada vez más angosto antes de acabar en una cresta helada. La escalada era infinitamente agotadora, cada paso hacia arriba era una tortura, una empresa arriesgada, pues Josh no disponía de trepadores ni de cuerdas. Si resbalaba, iría a parar al hielo endurecido. Pero no cayó, ni arrojó la toalla en ningún momento. Al cabo de muchas horas alcanzó finalmente la cumbre de la cresta de hielo. Allá arriba se detuvo tambaleante y miró a su alrededor. A sus pies, a una distancia muy larga, otro glaciar conducía hacia el norte.

El descenso fue más ligero que el ascenso pues por debajo de la cresta había una pendiente suave que conducía hasta el hielo. Tras un pequeño descanso continuó la marcha. El glaciar desembocaba en un río. ¡Adelante, hacia el este! Otro valle fluvial le condujo de nuevo cuesta arriba hacia las montañas. Este segundo paso era más plano y fácil, y al cabo de unos pocos días, una mañana soleada de finales de marzo, Josh logró dejar la cordillera de Alaska a sus espaldas. Los montes se hicieron más accesibles, la tundra se extendía en amplios bosques, y después de algunas millas dio con un extenso sistema fluvial. ¡Era el río Susitna! ¡Y la superficie helada de allá enfrente era la ensenada de Cook, ahora helada!

Brandon Corporation mantenía en esa zona una factoría. Pero ¿dónde estaba? ¿En los bosques o a orillas del mar? Josh encontró unas huellas y las siguió hasta la factoría, un conjunto de pequeñas cabañas por encima de las cuales ondeaba una bandera estadounidense, la de los estados confederados del Sur: aspa azul con estrellas blancas sobre fondo rojo. Lo comprendió en cuanto tuvo enfrente a Jeremy. Tenía sesenta años, era negro y procedía de Misisipí. La bandera de los confederados no era ninguna broma. Jeremy había abandonado las plantaciones de algodón como esclavo para luchar por su libertad. Había participado en la batalla de Gettysburg y había conocido a Abraham Lincoln. Su cabaña evocaba recuerdos de grandes plantaciones en Misisipí y las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Josh descubrió en efecto estos libros de Mark Twain en el estante de encima de la cama.

Josh permaneció tres días en la cabaña de Jeremy y estuvo sentado frente a la estufa de leña envuelto en una manta. Sin embargo, se pasó la mayor parte del tiempo durmiendo pues se encontraba al límite de sus fuerzas. Jeremy, que no sabía que Josh era su jefe, le mimó con asado de alce y bistecs de caribú, patatas asadas con tocino y algunos platos de la cocina de los estados del Sur. Si la factoría, a la que Jeremy había bautizado con sensatez anchorage, es decir, fondeadero, hubiera dispuesto de un telégrafo, Josh habría pasado unos días más allí para descansar, pero tenía que seguir adelante, su familia debía enterarse de que estaba todavía con vida.

Jeremy enganchó sus huskys al trineo, hizo que Josh tomara asiento en el saco de dormir forrado de piel de conejo y le condujo unas ochenta millas por el río Matanuska arriba. El viaje duró seis horas. Luego continuó una hora más entre alegres ladridos cuesta arriba hasta el campamento de Håkon y Arne, que casi se cayeron de espaldas en la nieve cuando vieron ante ellos a Josh. Los dos se pusieron de pie de un salto y casi lo tiran al suelo cuando se estaba bajando del trineo. Le abrazaron con mucha cordialidad y no cesaban de darle palmadas.

—¡Habíamos oído que habías muerto!

—¿Quién lo dice? —preguntó Josh consternado.

—¡Todo el mundo! —Håkon lo sabía por Colin, que había telegrafiado desde Nome y seguía estando allí. Y Colin se había enterado por Shannon, que había estado esperando a Josh con nostalgia el pasado mes de junio en San Francisco.

«¡Shannon cree que he muerto!».

Arne tuvo que sujetarle de la tembladera que le entró.

—¡Josh, por todos los cielos! ¿Qué te ocurre?

—¡Tengo que llegar lo más rápidamente posible a Valdez!

Arne se quedó en el campamento junto a la mina de cobre, mientras Josh descendía por el valle a toda velocidad en el trineo de Håkon en dirección al Matanuska. Seguía estando abandonado el establecimiento comercial en el que había tenido que permanecer con Rob y Colin a causa de la lluvia torrencial de hacía meses. Håkon dirigió a sus huskys por el camino que Colin, Rob y Josh habían tomado en aquel entonces. Pasaron el glaciar del Matanuska, atravesaron el terreno de gravilla del glaciar del Nelchina un oscuro día de nevisca de mediados de abril y descendieron por un cañón hasta el lugar, a orillas del Tazlina, en el que Rob había estado buscando oro. Josh recordó cómo el australiano se había agachado con la sartén en el río y había encontrado en efecto un poco de polvo de oro.

Entonces le vinieron otros recuerdos. No pudo menos que pensar en Ian y en su muerte en el glaciar. Y cuando él y Håkon pernoctaron en la casa de Charlotte, no pudo dominarse más. Estaba tumbado boca arriba y lloró entre gemidos, como un niño abandonado. Håkon se giró del otro lado, se enfundó por completo en el saco de dormir y simuló no enterarse de nada. Pero sí tenía una idea de lo que estaba pasando por el interior de Josh, pues cuando a la mañana siguiente rodearon las grietas heladas del glaciar del Klutina, Josh le pidió que se detuvieran allí durante un minuto. Se bajó del trineo y dio algunos pasos por encima de la nieve endurecida. Ian había fallecido en ese lugar.

Recordó con lágrimas en los ojos cómo Ian había abierto por completo los ojos por el pánico cuando la nieve helada reventó bajo sus pies y él se precipitó por el abismo. Josh se había arrojado al suelo y pudo agarrar la muñeca de Ian en el último instante para salvarle. Sin embargo, se le escurrió y se precipitó al profundo vacío.

Pasó un buen rato hasta que se calmó de nuevo. Pero cuando finalmente regresó al trineo de Håkon, había tomado una decisión: ¡no regresaría nunca más a Alaska! Su tierra de la esperanza y del deseo estaba en otro lugar, en San Francisco. Al lado de Shannon.