23

—Josh, ¿dónde te metes? —gritó Jake—. ¡Venga, que nos vamos!

Josh agarró el Winchester y el saco de encima de la cama, salió del camarote en el que había dormido durante las últimas noches, y subió a duras penas la escalera que conducía a la cubierta del vapor fluvial varado. Escalón tras escalón tuvo que subir agarrándose a la barandilla, pues la herida de la pierna seguía doliéndole cada vez que pisaba.

Durante el viaje en balsa por el Tanana, el invierno hizo acto de presencia demasiado pronto, con hielo, nieve, semblantes de amargura, miembros entumecidos y mal humor porque el fuego se apagaba una y otra vez en la balsa. Josh apretó los labios al recordar con enojo cómo habían tenido que ingerir frías algunas comidas bajo el aguanieve y cómo habían dormido algunas noches muy pegados unos a otros con los huskys bajo la lona de la tienda de campaña. A pesar del mal tiempo y del escaso espacio en la balsa no hubo ninguna pelea entre ellos. Cuando por fin alcanzaron la desembocadura en el Yukon, descubrieron el vapor fluvial siniestrado en la orilla. Había encallado en un banco de arena. El eje de transmisión de la rueda de paletas estaba roto. Hacía ya unos años que se había dejado abandonada la embarcación allí.

Dirigieron la balsa a la orilla y subieron el equipaje a bordo. En el interior del barco encontraron protección frente a la inclemencia del tiempo y los peligros de la naturaleza indómita. Cada uno de ellos ocupó un camarote de lujo con una cama, una mesa y una silla, y unas vistas maravillosas del indian summer a través del polvo y del barro que cegaban casi por entero las ventanillas. Hacía mucho ya que habían saqueado el buque, y faltaba la ropa de cama, pero los camarotes estaban secos y podían calentarse con pequeños hornos de leña. En el comedor pasaron algunas tardes buenas asando filetes de alce, jugando a las cartas o leyendo. Allí podían esperar con toda tranquilidad a una embarcación que los llevara corriente abajo hasta la desembocadura del Yukon en el mar de Bering, siempre y cuando pudieran llevarlos consigo. La mayoría de los vapores iban llenos hasta la banderilla porque muchos buscadores de oro regresaban al sur antes de la llegada del invierno.

Jake estaba de pie en cubierta vestido con tejanos y una parka, se hacía pantalla con una mano por encima de los ojos mirando el vapor que Colin había parado anteriormente. Nada más parar el capitán las máquinas, Colin se había ido nadando hasta allí para organizar el pasaje. El vapor iba hasta los topes, les informó Colin a su regreso, pero el capitán los llevaba de todas maneras: en su camarote. Él dormiría en el del primer oficial. Colin puso una sonrisa burlona:

—Resulta muy práctico que a uno le pertenezca el barco en el que quiere hacer un viaje. —El Northern Lights, un carguero que habitualmente transitaba en la ruta entre St. Michael, en el mar de Bering, y Dawson, pertenecía a Tyrell & Sons.

Jake se volvió hacia Josh cuando este se dirigía hacia él cojeando.

—Espera que te ayudo. —Le quitó de las manos el saco y el Winchester—. Apóyate en mí.

Josh dejó que le guiara escalerilla abajo hasta el cauce de guijarros del Yukon.

Podía decir que había tenido suerte de que no le ocurriera nada más cuando cazando alces hacía unos pocos días se topó de pronto con un oso grizzly. Colin, Jake y él se habían adentrado por un bosque con una vegetación tan frondosa que les recordaba la jungla, con musgo y helechos. El colibrí, que en realidad hacía tiempo ya que debería estar de camino a México, no había hecho sino reforzar esa impresión, pues aquel día estaba siendo cálido y soleado. Durante los veranillos era corriente que hiciera de pronto calor antes de que el invierno lo cubriera todo definitivamente bajo un manto de nieve que no comenzaría a derretirse de nuevo hasta el mes de mayo.

Al otro lado del bosque divisaron unas impresionantes vistas panorámicas: a causa de la intensa helada, las hojas ya habían mudado de color, y el indian summer resplandecía con una luminosidad y un colorido que cortaba la respiración. Colin había abatido un alce. Jake se estaba abriendo paso hasta él a través de los arbustos de arándanos, cuando de pronto un oso grizzly apareció desde el cercano bosquecillo de abedules y se quedó parado ante Josh. Él había espantado a ese grizzly que acababa de matar a una cría de alce y se la estaba llevando a la espesura. La presa no estaba muerta todavía y gritaba. El oso grizzly se quedó mirando a Josh, que muy despacito alzó su Winchester y le apuntó. ¡Se le quedó encasquillado! El sonido metálico enervó a la osa, que se abalanzó sobre Josh con un rugido amenazador para defender a su cría, que apareció por detrás de ella entre los abedules.

Josh echó a correr para salvar la vida justo en dirección hacia la osa grizzly. Su única oportunidad estaba en llegar al bosquecillo de abedules. Durante unos instantes la osa se quedó como perpleja porque su presa no se comportaba como era de esperar, sino que le vino de frente vociferando. Desconcertada, la osa se detuvo y observó a Josh saltar a un abedul y escalar por entre las ramas. Cuando estuvo cercano a la copa, a unos diez pies de altura, la osa grizzly se encaramó al tronco. Josh dio una patada a la osa para ahuyentarla, pero esta devolvió el golpe con furiosos zarpazos. En uno de ellos desgarró la pierna de Josh y arañó sus mocasines. Josh se acuclilló y se sujetó fuertemente a las ramas cuando la osa comenzó a golpear y a querer arrancar de raíz el abedul. El arbolito oscilaba de tal manera que Josh perdió la sujeción y cayó sobre los matorrales y hierbas de la tundra. Intentó ponerse en pie de inmediato para huir, pero la herida de la pierna le hizo suspirar fuertemente por el dolor. Entonces la osa grizzly se vino rugiendo hacia él, con las orejas tiesas y mostrando los dientes, y Josh supo que aquel era su final porque estaba incapacitado para correr. Un zarpazo, un mordisco en la nuca, y estaría muerto.

Profiriendo un suspiro se dejó caer hacia atrás en la hierba y expulsó el aire en un jadeo. Luego se quedó inmóvil esperando a ver qué hacía la osa si creía que había perecido después de caer del árbol. La osa dio unas vueltas alrededor de él con enojo, olisqueó varias veces el cuerpo y se le acercó tanto que Josh pudo oler su aliento. A pesar de su miedo se quedó echado completamente quieto, se hizo el muerto y escuchó con la respiración contenida cómo la osa se alejaba de él para ocuparse de su cría.

¡Entonces se escuchó un disparo! La osa grizzly rugió y se desplomó con un sonido sordo. Cuando Josh se puso en pie, Jake llegó hasta él corriendo con el Winchester en posición de tiro. Él fue quien lo llevó de vuelta al viejo buque, mientras Colin abría y despedazaba el alce abatido. Jake limpió y cosió la herida con Josh echado en su litera. Josh se concedió después algunos días de descanso y mató el tiempo leyendo.

—Tu equipaje está ya a bordo —dijo Jake mientras conducía a Josh por encima de los guijarros de la orilla—. Los huskys, también.

Josh esbozó una sonrisa.

—¡Vamos, al país del oro!

Durante el viaje en el carguero, Josh se instaló cómodamente en cubierta en una silla plegable, mandó que le trajeran patatas asadas con tocino que llevaba semanas queriendo comer, se dejó invitar a una cerveza tras otra mientras informaba de sus aventuras en la naturaleza indómita a los buscadores de oro que se dirigían a Nome procedentes de Dawson. Era maravilloso detectar el asombro en los rostros, levantar la pierna herida y relatar las anécdotas. Tras tantas semanas en soledad, Colin y Jake sentían algo similar. También a ellos les rodearon los cheechakos que habían estado lavando oro en el Klondike durante aquel breve verano.

Más tarde, uno de los hombres se fue a buscar su violín y tocó una animada melodía que hizo que los huskys de Josh se pusieran a aullar alegremente. Randy cantó incluso, acompañando a la melodía, al principio con unos ladridos suaves, luego a aullido limpio, y los hombres se golpeaban los muslos y se echaban a reír a carcajadas. Randy mostró los dientes con satisfacción, meneó el rabo y se sentó al lado de Josh esperando sus caricias. Disfrutó de la atención recibida y respondió a su «I love you» con un «Ay-ouw-you-ooooh», aullado con mucha abnegación y seguido de unos aullidos muy sentidos. Los hombres apiñados en torno a Josh no podían estarse quietos. Daban fuertes pisotones en el suelo, aplaudían y vociferaban con tal entusiasmo que Randy meneó el rabo preso de una gran agitación.

Josh disfrutó de aquel viaje tranquilo por el Yukon. Disponía de mucho tiempo para seguir escribiendo en su libreta la interminable carta a Shania. Al día siguiente, el capitán dirigió el carguero a un campamento de leñadores para abastecerse de leña para la máquina de vapor. Había tanta madera flotante en la orilla que los pasajeros que saltaron a tierra tuvieron que batirse una y otra vez con los troncos y ramas, de modo que la carga se demoró varias horas. Sin embargo, finalmente cargaron suficiente leña para los siguientes días y zarparon de nuevo. Cuando a eso de las seis sonó la campana para la cena, comenzó una ligera nevisca. Colin, Jake y Josh se metieron después de cenar en sus literas. Josh compartía cama con Jake, mientras Colin se había acomodado en el suelo sobre una pila de chalecos salvavidas y mantas. A última hora de la tarde, el Northern Lights se cruzó con un vapor que subía corriente arriba. Las dos embarcaciones se juntaron por un costado; algunos hombres empujaron una rampa de acceso y se cambiaron de barco para mantener una charla agradable. El Polar Star, de Brandon Corporation, aparte de las provisiones para pasar el invierno en Dawson, llevaba a bordo cinco vacas y un puñado de pasajeros que querían llegar al Klondike antes de la llegada del invierno. Las dos damas alemanas, la señora Katharina y la señora Anna, quedaron rodeadas de inmediato por una horda de caballeros. Las escasas mujeres que se atrevían a penetrar en la naturaleza indómita de Alaska eran tratadas con mucha cortesía y deferencia. Estas dos elegantes damas se divirtieron de lo lindo tomando el pelo a los buscadores de oro del Yukon. «Sí, claro, también hay oro en el Rin», decían. «¿No habían oído acaso los caballeros hablar del Oro del Rin?». Josh, que conocía la ópera de Richard Wagner sobre el oro de los nibelungos, resopló y se echó a reír hasta que le saltaron las lágrimas.

La campana de la cena fue la señal para partir. Se soltaron los chicotes que mantenían unidos los dos barcos, se agitó el fuego de leña de las calderas de vapor y ¡adelante! Durante la cena se desencadenó una tormenta con fuertes ráfagas de viento y una llovizna que al cabo de algunas horas pasó a convertirse en aguanieve.

¡Tres días de nevisca! Una densa niebla envolvió el río, y el aire frío olía al humo que manaba de la chimenea. Josh solía caminar cojeando por la cubierta para estar cerca de sus perros, mientras que Colin pasaba la mayor parte del tiempo en el comedor jugando al póquer y quitándoles el dinero a los buscadores de oro. Al cabo de tres días se había hecho ya con un saquito lleno de oro en polvo por valor de algo más de mil dólares. Jake permanecía tumbado sobre la cama en el camarote leyendo el National Geographic. La cacería del tigre de Shannon en la India le tenía fascinado. Quedó decepcionado cuando Colin le dijo que entretanto se habría casado ya con Rob. Jake se encogió de hombros.

—Avísame cuando vaya a divorciarse…

La niebla se fue levantando paulatinamente, y volvieron a subir las temperaturas. Los rayos de sol inflamaron los bosques, por decirlo así, desvelando los colores fogosos del indian summer en toda su magnificencia. El viaje transcurrió sin más paradas hasta que descubrieron un campamento de leñadores abandonado. El capitán quiso cargar leña, pero no había ninguna leña apilada a la vista a lo largo y ancho de aquel lugar. La sirena de niebla estuvo sonando durante media hora, pero no apareció nadie. Así que prosiguieron su camino. Al descubrir que el siguiente campamento de leñadores estaba también abandonado, el capitán ordenó atracar, y los pasajeros saltaron a tierra a cortar leña para poder proseguir el viaje antes de que se helara el Yukon.

En aquel lugar, cercano al campamento indio del Koyokuk, el Yukon viraba hacia el sur en una angosta curva. Cuando la embarcación pasó por Nulato a la mañana siguiente, eso significó el regreso a la civilización, pues desde el vapor pudieron ver en la orilla los postes de los cables del telégrafo que el ejército de Estados Unidos había levantado tras la compra de Alaska.

Josh se pasó la tarde en la cubierta sentado en su silla plegable. Jugó con los huskys a lanzar una bola y escuchó el sonido del gramófono que venía del comedor. Alguien había estado rebuscando entre los discos y había puesto El Danubio azul, de Johann Strauss. Los huskys aguzaron las orejas cuando comenzaron a sonar las primeras cadencias. Cuando este movido vals se fue volviendo más rápido, se pusieron a correr tras la bola y a ladrar alegremente por cubierta, tumbando así a los pasajeros que querían disfrutar de las vistas sobre el río que iba haciéndose cada vez más ancho ramificándose en varios brazos laterales. El Yukon se parecía a una coleta trenzada cuyos mechones serpenteaban por entre la tierra, como si no se tratara de un río, sino de todo un sistema de afluentes y ramificaciones.

Volvieron a encontrarse con otro vapor y los barcos se juntaron de costado. Colin sonsacó a un pasajero un San Francisco Chronicle, que los tres amigos leyeron durante los siguientes días desde la primera hasta la última página antes de convertirlo en tiras de papel. El periódico era de finales de julio, es decir, de hacía cinco semanas. En la sección de sociedad descubrió Colin el anuncio de la boda de Shannon y Rob. ¡Un motivo inexcusable de celebración! Colin invitó a los pasajeros a una copa de champán y a cenar. ¡Estaba tan orgulloso de su hermana!

Colin fue tan generoso que tuvieron que subir a bordo nuevas provisiones en el siguiente campamento indio: salmón ahumado, carne fresca de alce y cecina con arándanos. La mayoría de los pasajeros aprovechó la parada para tomar un buen baño en el Yukon de aguas heladas, con jabón y navaja y espuma de afeitar mientras se secaban sus ropas recién lavadas en los arbustos y árboles de la orilla. Colin volvió a desaparecer durante un buen rato. Cuando volvió a aparecer por fin, una india le decía adiós con la mano desde una de las cabañas.

Jake, que estaba afeitando a Josh en la cubierta, observó frunciendo el ceño cómo Colin subía a bordo por la escalerilla. Luego miró a Josh.

—Dime, ¿vas a serle fiel toda la vida? —le preguntó, señalando a la libreta que tenía Josh al lado. Josh no supo qué contestar. Ni siquiera sabía lo que sentía por ella después de todos aquellos meses. ¿Era deseo? ¿O era amor?

En Holy Cross, en la curvatura del Yukon hacia el oeste, los pasajeros visitaron con asombro la única granja de Alaska después de la misa del domingo en la iglesia de la misión. A pesar de las heladas permanentes, los jesuitas cultivaban patatas, coles, nabos, rábanos, apio y lechugas. ¡Verduras frescas y apetitosas lechugas en plena Alaska! ¡Una comida de gala como en el hotel Palace! Después del almuerzo a bordo, la mayoría de los pasajeros aprovechó el tiempo para hacer algunas compras en la factoría de la misión. A uno de los padres jesuitas se le había ocurrido la idea de hacer llegar la Coca-Cola de California en cajas. Durante toda la tarde del domingo, los pasajeros del Northern Lights recorrieron la misión con botellas de Coca-Cola, gastando su oro a manos llenas en osos grizzlys tallados en madera y en huskys cosidos hechos con piel de lobo, recuerdos que debían rememorar la emocionante época que habían pasado en Alaska. Colin compró un gracioso husky para Shannon.

Al atardecer prosiguieron su viaje hacia el oeste. Cuando a la mañana siguiente fueron a la cubierta del barco, divisaron en la orilla del río unos grandes armazones, en los cuales los indios secaban los salmones. Josh pidió al capitán que se detuviera brevemente y compró una buena cantidad de salmón seco para sus huskys, que andaban trasteando como locos por el campamento indio y desfogándose con sus ladridos. Tan solo unas horas después pasaron por la iglesia ortodoxa rusa de Ikogimut. En esa misión rusa volvieron a cargar leña a bordo antes de proseguir viaje hacia el oeste.

Aquella noche hizo mucho frío, y a la mañana siguiente estaba Josh en la borda y observó cómo se helaba el agua en la orilla y cómo las finas superficies de hielo se cerraban en dirección al barco. ¡Y fue entonces cuando sucedió! ¡El hielo se cerró por ambos lados, y de pronto la proa del Northern Lights se deslizaba a través del hielo crujiente!

—¡El Yukon ha comenzado muy pronto a helarse! —murmuró Jake—. Y no estamos ni siquiera a comienzos de septiembre. Este va a ser un invierno largo y frío en este extremo del planeta.

Una tarde lluviosa alcanzaron la desembocadura del Yukon en el mar de Bering. Estaban pasando por las islas del delta pantanoso, cuando divisaron en el horizonte una nube de humo. ¡Un vapor que viajaba, como ellos, con rumbo a St. Michael!

Los dos capitanes protagonizaron una carrera por el mar de Bering que tuvo en vilo a los pasajeros en la borda hasta el último minuto: ¡un barco fluvial contra un buque transatlántico! ¿Quién llegaría primero a St. Michael? ¿Qué pasajeros serían los primeros en llegar a tierra para buscarse un alojamiento y procurarse provisiones?

Ganó el Northern Lights con tres esloras de ventaja frente al Voyager. El barco fondeó ante la playa de St. Michael, una pequeña y aburrida ciudad inuit, que estaba formada por cabañas y tiendas de campaña en la fangosa tundra, armazones para el secado de pescado, kayaks y chatarra oxidada de barcos de vapor varados en la playa. Por lo visto, los vapores con rueda de popa habían quedado encerrados durante meses por el hielo del mar de Bering que los había ido aplastando lentamente.

Los pasajeros desembarcados se dirigieron de inmediato a la oficina comercial de Brandon Corporation, pues en ella había todo lo que necesitaban: provisiones, reservas para las habitaciones del hotel y reservas para los pasajes hacia Nome y San Francisco. Normalmente, el viaje de tres semanas hasta California costaba cien dólares, pero las pocas plazas disponibles se vendían en menos de diez minutos presumiblemente al mejor postor, incluidas las localidades en la cubierta, en los pasillos y en el espacio destinado a la carga.

Colin, Jake y Josh, con el equipaje y los huskys, se hicieron llevar hasta el Voyager en una barca con remos. A la mañana siguiente iba a proseguir viaje atravesando la bahía de Norton en dirección a Nome. Este barco había sido fletado por Brandon Corporation, de ahí que Josh no tuviera ningún problema para obtener un camarote para ellos, y eso que el Voyager era el último barco del año que se dirigiría a Nome. A continuación regresaría de inmediato a San Francisco para no quedar encerrado por los hielos del Ártico que alcanzaban hasta el mar de Bering. En unas pocas semanas, en septiembre, lo más tardar en octubre, el mar de Bering se helaría, y Nome permanecería desconectada del mundo durante ocho o nueve meses.

Tom escuchaba con los ojos cerrados los bramidos, estampidos y rumores del oleaje que la brisa hacía entrar a través de la ventana, percibía el sonido del agua al retroceder arremolinando la arena, los chillidos de las gaviotas en aquel cielo del mes de noviembre. Las hojas del eucaliptus frente a su ventana susurraban con otra tonalidad. Le vino a la memoria Lightning Ridge, donde en noviembre hacía un calor tórrido. De pronto le vino a la mente el aroma de la tierra roja, percibió el calor, el polvo rojo en su piel y la pesada herramienta en su mano. Los ópalos negros, con los colores de los fuegos artificiales…

Profirió un leve suspiro.

—¿Tom? —Evander dejó a un lado los papeles que estaba leyendo, y se acercó a él—. ¿Todo bien? —Tom parpadeó a la luz. Evander se sentó a su lado—. La morfina te deja muy cansado, Tom. ¿Has podido dormir un poco?

—Solo he estado meditando. Y recordando.

—¿De qué te has acordado?

—De Lightning Ridge. De mis primeros ópalos.

—¿Quieres verlos? ¿Quieres que le diga al señor Portman…?

Alguien llamó a la puerta con suavidad. La cabeza de Shannon asomó por la puerta. Al ver que él estaba despierto, entró, cerró la puerta con suavidad y se llegó hasta la cama. Evander se levantó y le salió al encuentro. Le dio un beso breve en la mejilla y le susurró al oído:

—Ha venido Alistair. Hablamos después.

—Está bien —asintió ella con la cabeza y él le dio una palmadita en el hombro antes de dirigirse a la puerta y salir de la habitación. Shannon se acercó a Tom—. Eh.

«¡Qué aspecto de abatimiento tiene!», pensó él con preocupación. «Y eso que se esfuerza por parecer alegre y despreocupada para hacerme más liviana la agonía». No era fácil para ninguno de ellos. Ni para él mismo, ni para Rob, ni para ella. Pero era justamente Shannon quien se aferraba a su «nosotros» como si fuera una valiosa joya que él le había regalado y que ella ya nunca soltaría. Ese pequeño «nosotros» le consolaba y le hacía olvidar lo débil que estaba. Cuando se miró antes al espejo, se quedó asustado de su propio aspecto. Daba la impresión de haber envejecido treinta años, tenía la piel áspera y gris, el cabello ralo y cano, y había adelgazado muchísimo. Sin embargo, ella… Ella no dejaba entrever nada, aunque él sabía muy bien lo mucho que le afectaba a ella su agonía.

—¿Cómo te sientes?

—Alistair me ha puesto antes una inyección de morfina.

—¿Sigues teniendo dolores?

—Ya no, desde hace una hora.

—¿Quieres estar sentado o echado?

—Mejor, sentado.

Ella le rodeó con el brazo y lo levantó para poder mullir la almohada. Le metió una segunda almohada en la espalda y le recostó. Su barriga le dificultaba estas acciones, y le dolía la espalda, pero no dejó que se le notara nada.

—¿Me permites sentarme a tu lado?

Tom le tomó la mano y sonrió.

Shannon se sentó en el borde de la cama con la espalda tiesa, y Tom se figuró lo pesado que estaba siendo el embarazo para ella. Su barriga redonda parecía más de ocho meses que no de seis. Debía concederse más descanso, levantar los pies y dejar que la mimaran Rob y Evander. ¡Pero no era así! Ofrecía discursos y apoyaba a su primo. Durante la campaña electoral, Shannon apareció al lado de Eoghan con tanta frecuencia como su esposa Gwyn. Se estaba excediendo mucho. Tom se preocupaba por ella porque daba la impresión de estar agotada, como si la criatura la hubiera tenido otra vez en vela toda la noche. Pero quizás era también por Rob. ¡Qué enamorado estaba él de ella! Se pasaba horas y horas con ella en la cama, la abrazaba y la acariciaba. En ocasiones él se intranquilizaba mucho porque no podía sentir cómo la criatura estiraba los brazos o daba patadas. Y se emocionaba cuando Shannon hablaba con toda suavidad con el pequeño al tiempo que se acariciaba la barriga. Ella había decidido darle el nombre de Ronan. Ni siquiera se había planteado un nombre de chica porque estaba firmemente convencida de que sería un chico. Rob estaba de acuerdo: «Nuestro hijo», así era como llamaba al pequeño, «hace semanas ya que se ha convertido en el señor Ronan Conroy».

Tom se imaginaba a menudo cómo el pequeño Ronan se arrojaba riendo en sus brazos, «ese jovencito que sabe lo mucho que lo quiere su abuelo». Pero luego venía siempre el desencanto al pensar que no viviría para experimentar eso. Quizá no llegaría nunca a tener a Ronan en brazos. Y eso le ponía muy triste.

—¿Tom? —Shannon puso la mano en el hombro de él.

—No pasa nada —dijo con un gesto negativo de la mano. De pronto recordó algo—. ¿Cómo han ido las elecciones?

—Bueno, ¿tú qué crees? —Ella sonrió con aire picarón y se le iluminaron los ojos con un brillo—. ¡Se ha impuesto el combativo orgullo irlandés! Eoghan es desde hoy senador de California. Y Gwyn es la mujer más feliz del mundo.

—¡Enhorabuena! Me alegro por él.

—Se lo diré —prometió ella en un tono dulce—. La revista Vogue ha incluido a Gwyn en la lista de las damas mejor vestidas de Estados Unidos.

—Seguro que en la segunda posición. —Tom sonrió—. Después de ti.

Él mismo percibía el cansancio infinito en su voz. Se esforzaba entre jadeos por tomar aliento, pero Shannon hacía como si no se diera cuenta, aunque parecía intuir cómo había transcurrido la conversación con Alistair. El tumor había seguido creciendo y se había extendido por todo el cuerpo. Ahora ya no duraría mucho tiempo más. Cuatro semanas, cinco quizás. Alistair conocía la fuerza del cáncer y lo despiadado de su crecimiento. Le había sugerido que fuera al hospital, pero Tom había rechazado su oferta. Se imaginó sus últimas semanas de vida, los sufrimientos que no se ahorraría, los dolores, el vacío. No quería estar a solas. A solas con sus pensamientos y recuerdos. Puede que Alistair tuviera razón al decir que todas las preocupaciones y miedos se vuelven insignifcantes a la vista de la muerte, que una puesta de sol o el rumor de las olas del mar se convierten en una experiencia intensa, que el amor y la ternura se vuelven más importantes que nunca.

«Pero ¿cómo voy a encontrar eso que todavía significa algo en mi vida?», se preguntó él. «¿Cómo voy a poder meditar? ¿Cómo voy a aprender la serenidad interior o la paz anímica?». En casa tenía todo lo que necesitaba: el amor de Rob, la alegría de vivir de Shannon, y la esperanza de estar todavía con vida para el nacimiento de su hijo.

Shannon pasaba mucho tiempo con él cada día. Hacía algunas semanas que había mandado traer sus pertenencias personales desde Lightning Ridge: cajones y cajas llenas de recuerdos. Objetos de los que no sabía que todavía tenía. Ella se sentaba a su lado en la cama, y los dos contemplaban todo juntos: fotografías descoloridas y muchas otras cosas pequeñas que desencadenaban un remolino de recuerdos. No tenía secretos que guardar ante Shannon. No había diarios que ella no pudiera leer, ni cartas de amor de las que pudiera avergonzarse, ni cajas de recuerdos personales que quisiera guardar solo para él. Shannon lo examinaba todo con atención y decoraba el dormitorio con objetos que tenían mucha importancia para él. Le consiguió un bonito marco para la fotografía arrugada de él y Rob cuando este era un pequeño mocoso vestido con un pantalón de peto. Esa meditación sobre su vida era muy importante para Tom. Disfrutaba que ella participara de sus recuerdos, como si los hubiera vivido, y encontraba muy bonito que ella reaccionara a todo con una admirable y alegre serenidad. Los recuerdos de su vida y las imágenes de Rob y Shannon, risueños y enamorados, eran lo último que le quedaba en la vida. Lo más valioso.

Tom tanteó buscando la mano de ella en su hombro, y se la colocó sobre el corazón.

—¿Shannon?

—¿Sí?

—¿Qué harías tú si el tiempo se te escurriera entre los dedos, si solo te quedaran cuatro semanas de vida?

Una sonrisa de tristeza se posó en el rostro de ella. Su mano se movió suavemente encerrada en la de él.

—Yo viviría, Tom.

Él rio para sus adentros.

—Yo también. ¿Qué te parece si damos tú y yo un largo y bonito paseo en coche por la playa? ¿Vamos en tu bólido deportivo con un cesto de picnic?

Ella sonrió sin brillo en los ojos.

—Vamos.

Rob rodeó con el brazo a Sissy entre alegres risas y salió de la tienda tras ella. Él llevaba bajo el brazo la caja con el vestido de boda bordado con perlas que ella acababa de mostrarle de un modo muy seductor. En cuanto se hubo cerrado la puerta de la tienda, ella se volvió a él y le besó apasionadamente.

—Tienes realmente muy buena planta como padrino de bodas, Rob.

—¿Crees que Lance es de la misma opinión?

—No, probablemente no, pero a Josh le parece lo mismo. Ha telegrafiado esta mañana desde Nome. Te manda saludos cordiales y os desea a ti y a Shannon unas alegres fiestas de Navidad. —Ella sonrió con aire picarón—. Josh ha confeccionado toda una lista con tus obligaciones. —Iban caminando del brazo por la acera hasta el coche de Rob—. Escribe que tu obligación como mi padrino de bodas es apoyarme en caso de que dude en el último momento de si debo o no casarme.

Él la atrajo hacia sí con el brazo y la llenó de besitos.

—Además, dice que tendrás que estar siempre cerca del matrimonio Brandon-Burnette después de la boda, ofreciendo tu consejo y tu ayuda como mejor amigo y confidente.

—¡Yo siempre estaré por ti si te divorciaras de Lance! —dijo él en tono de broma.

Ella se rio con satisfacción.

—¿Te queda todavía un poco de tiempo?

—¿Qué planes tienes?

—Invitarte a cenar.

«Sí, ¿por qué no?». Shannon se había ido en coche con Tom a Buena Vista. Quería ir al tiro al pavo de Navidad para el banquete de la fiesta de Nochebuena, que era el día siguiente. Una diversión de Navidad de los yanquis que Tom no quería perderse. Significaba mucho para Tom estar todavía con vida en las Navidades y entregar los regalos que estaban bajo el árbol. ¡Cómo habían resplandecido en su rostro las ganas de vivir cuando estuvo subido en el coche con Shannon! ¡Los dos se divertían tanto juntos!

—¿Dónde?

Habían llegado al Buick de él, que estaba aparcado junto a la acera.

—¡Deja que te sorprenda!

Rob cerró la portezuela, dio vueltas a la manivela con brío para arrancar el motor y se subió al Buick. Durante las últimas semanas había probado algunos automóviles y finalmente se había decidido por ese Buick porque le resultaba más fácil la conducción con él que con el Duryea. Shannon quería esperar a que saliera el nuevo Leland, que en dos o tres años se fabricaría con el nuevo nombre de Cadillac. Él estaba de acuerdo, ese modelo le gustaba también a Rob, pero ¿para qué esperar tanto tiempo? Sin embargo, Shannon seguía entusiasmada con su Duryea. Tom le había regalado aquel bólido deportivo de color rojo…

Condujo a buen ritmo a lo largo de Market Street en dirección al hotel Palace, cuando Sissy le hizo girar por la avenida Van Ness. Poco después llegaban a Lombard Street. Rob condujo por la cuesta de Russian Hill y disfrutó de las espectaculares vistas al Golden Gate. Luego descendió por la cuesta empinada, y Sissy señaló una casita de estilo victoriano en cuya fachada trepaba una buganvilla. Aparcó el Buick cruzado hacia Lombard Street.

—¿De quién es la casa?

—De Josh —respondió ella—. Ian se la ha legado en su testamento. —Ella sacó una llave de su bolso de mano, subió los escalones y abrió la puerta de la casa.

Rob la siguió con la caja del vestido de novia bajo el brazo. Él miró en todas direcciones. Allí había una estantería de libros y un cómodo sofá de piel. En la chimenea crepitaba un fuego.

—Me gusta. Encaja muy bien con el estilo de Ian.

Él le había tomado mucho cariño a Ian, y estaba contento de que la casa fuera ahora de Josh. Seguramente significaría mucho para él al no tener ninguna tumba donde poder dolerse de la muerte de su amigo. En su último telegrama había escrito a Rob que Jake y él estaban muy cerca el uno del otro y que emprendían tantas cosas juntos que Colin estaba celoso de esa íntima amistad y que provocó una riña con Jake que por los pelos no acabó en una pelea brutal, si no hubiera intervenido con energía para separarlos.

Sissy arrojó su sombrero en el sofá y se llegó hasta él para abrazarle.

—Tengo una sorpresa para ti.

Él frotó la nariz en la mejilla de ella.

—¿Y qué sorpresa es esa?

Ella rio para sus adentros.

—Si te la digo ya no será ninguna sorpresa —le contestó, acariciándole de una manera muy excitante—. La cena ya está preparada. Los platos, el champán y el vino están en la nevera. También hay cerveza por si te apetece.

—¿Vuelve a tener la tarde libre el mayordomo?

—Sí, lo siento. —Los ojos de ella resplandecieron—. ¿Un whisky antes de la comida?

—Con mucho gusto.

—Yo también tomaré uno. Sin nada. —Su sonrisa fue toda una declaración de intenciones, y a él le entró mucho calor en el cuerpo.

Ella dejó el vestido de novia encima del sofá y se fue escaleras arriba. Rob estuvo escuchando atentamente un rato, pero todo estaba en silencio. Se sirvió un whisky y se lo bebió de un trago. Luego volvió a servirse otro, llenó una copa para Sissy y echó un vistazo en la nevera, cuyos anaqueles estaban llenos de platos exquisitos.

—¿Sissy? —Sacó la ensalada de gambas de la nevera y buscó una cuchara para probar un poco—. ¡Sissy!

Al parecer tenía que ir él mismo a recoger la sorpresa. Subió las escaleras con las copas de whisky. La puerta del dormitorio estaba entornada, simplemente. La empujó con el hombro y se quedó parado con cara de asombro. Sissy estaba echada en la cama, esperándole, con una pose indescriptiblemente erótica. No llevaba encima nada más que el ópalo de fuego que él le había regalado. Corazón en llamas fulgía a la luz del crepúsculo haciendo que resplandeciera la sedosa piel de ella. ¡Qué hermosa era!

Sissy se desperezó entre las almohadas, y sus ojos brillaron igual que el ópalo tallado en forma de corazón que colgaba entre sus pechos.

—Querías ver cómo había engastado este corazón en llamas, ¿verdad?

Rob dejó las copas en la mesita de noche, se echó a su lado en la cama y la acarició.

—¡Una sorpresa maravillosa!

Ella le revolvió el pelo.

—¿Quieres tenerla?

Él reposó el rostro en la curvatura de su nuca y su hombro, y aspiró el olor de su suave perfume. Disfrutó del tacto de su piel sedosa con todos los sentidos, la besó con dulzura y asintió con la cabeza.

—Sí, ¡te deseo! No puedo expresar las inmensas ganas que te tengo.

Sissy rio alegremente para sus adentros al verlo desnudarse con impaciencia, y le desabrochó la camisa para pasarle las manos por encima de los hombros. Ella agarró las manos de él y se las pasó por encima de su cuerpo, que temblaba de excitación. ¡Cómo disfrutaba ella de las caricias! Él se inclinó sobre ella y la besó en los pechos, en el cuello y en los labios.

—¿Y tú? ¿Me deseas? ¿Quieres tenerme?

Siempre permanecería en su recuerdo la sonrisa embelesada de ella cuando él se arrodilló entre sus piernas y le alzó las rodillas hasta colocárselas en los hombros. Y nunca olvidaría cómo ella le fue susurrando entre jadeos al oído en cada una de sus embestidas de amor: «sí… sí… sí». ¡Sonaba a entrega absoluta! ¿Había mejores palabras de ánimo que esas para un hombre? ¿Una mayor pasión? ¿Más amor?

¡Qué maravillosa primera vez con ella! Le leía en los ojos los deseos más íntimos e inconfesables. Acostarse con Sissy era puros fuegos artificiales para los sentidos. Un desafío, una aventurera expedición a lo desconocido, a la vez excitante y sensual.

Cuando finalmente ella se acurrucó entre sus brazos, él estaba relajado y feliz. La atrajo hacia él y le besó el cabello desmadejado.

La mano de ella yacía entre las piernas de él.

—Te amo.

—Y yo te amo a ti.

Sissy se incorporó y se lo quedó mirando.

—¿Por qué te has casado entonces con Shannon?

—Os amo a las dos. Solo así os puedo tener a ambas.

Ella se dejó caer en la almohada.

—¡Oh, Rob!

Sonó entonces el teléfono situado al lado de la cama, con un sonido estridente.

Los dos se miraron con cara de sorpresa.

Sissy se sentó, se inclinó por encima de Rob y tumbada encima de él agarró el auricular.

—Sissy Brandon al teléfono. —Respondió una voz de mujer, pero él no pudo entender lo que decía. Sissy estaba pálida cuando se irguió y le pasó el auricular—. Tu esposa quiere hablar contigo.

Él agarró el auricular de la mano de Sissy.

—¿Shannon?

—¡Rob! —La voz de ella sonó emocionada.

—¿Por qué tienes este número de teléfono?

—Me lo ha dado Charlton. —La voz de Shannon era un puro temblor—. Le llamé a la oficina. Me dijo que tú y Sissy probablemente estabais en la casa de Ian… —inspiró profundamente—… cenando.

El arrepentimiento le atravesó como una punzada dolorosa: «Sabe que Sissy y yo hemos hecho el amor. Se lo habría tenido que decir yo realmente para no herirla así».

Él se conminó a guardar la calma.

—¿Cómo es que estás tan agitada, Shannon? ¿Qué ha ocurrido?

—Tom se ha desmayado hace una hora en el tiro al pavo de Navidad. —Shannon pugnaba contra las lágrimas, y los ojos de Rob también comenzaron a escocerle. Se le quedó de pronto la garganta tan seca que le dolió—. Lo acabo de llevar a casa. Se encuentra muy mal. Ha preguntado por ti, Rob. ¡Por favor, ven enseguida a casa! ¡Tu padre se está muriendo!