20

Shannon dobló a toda velocidad por California Street y aceleró su Duryea. La neblina veraniega sobre el Pacífico quedaba ahora a sus espaldas. Sus manos se aferraban a la barra de dirección. Se encontraba tensa desde que Rob había llamado esa mañana para decir que había regresado de Alaska. «¿Una cena, los dos?», le había preguntado él. «Sí, con gusto. ¿Y dónde?». Pero él no delató dónde: «¡Ven a las cinco al hotel Palace! ¡A Tom le hace mucha ilusión verte!».

«¿Y Rob?», pensó ella. «¿Le hará ilusión volver a verme después de todas estas semanas?». La voz de él había sonado igual de tensa que la suya. ¿Habría tomado una decisión?

Su mirada fue a parar al Laguna de Tahití, que lucía en su mano.

«¿Y yo?», se preguntó agitada. «¿He tomado yo realmente una decisión también?».

California Street subía, y Shannon aceleró un poco más de modo que prácticamente pasó saltando al otro lado de la colina. A una velocidad muy elevada dobló por la Torre Tyrell y el Edificio Brandon y se dirigió hacia Market Street. Aparcó, agarró el bolso y se bajó del automóvil.

Su mirada volvió a recaer en el anillo de ópalo que Tom le había puesto en el dedo como anillo de compromiso. ¿Debía llevarlo puesto mientras hablaba con Rob? ¿O debía quitárselo? Al doblar la esquina para dirigirse al portal del hotel Palace, trató de sacarse el anillo del dedo, pero no pudo. Tiró de él con desesperación hasta que se quedó parada justo en el lugar en el que había tropezado con el bastón de Jota. No consiguió sacarse el anillo, ni tampoco se decidía a entrar en el hotel para hablar con Rob.

Los recuerdos de Jota la avasallaban. Le ardían los ojos y sintió que le pesaba el corazón. Hacía dos meses que la había abandonado. Y no había regresado a ella. Le había perdido.

Estaba batallando con sus sentimientos cuando de pronto apareció Hamish a su lado, llevándose la mano a la gorra.

—Señora.

Ella respiró profundamente.

—Buenos días, Hamish.

El anunciante callejero sonrió, pero la expresión de su semblante era de preocupación.

—Tengo algo para usted —dijo en voz baja.

Ella observó cómo extraía un paquete roto de Chesterfield.

—No, gracias, Hamish —dijo ella con un gesto negativo de la mano—. Ya no fumo.

—Él tampoco.

Se lo quedó mirando perpleja al verle meter la mano en la bolsa.

—¿Quién?

—¿Quién va a ser? Pues él. —Hamish sacó una pila de cartas y se la tendió a ella—. Se lo digo porque solo ha escrito una de sus catorce cartas en papel de cigarrillos. La última.

El corazón de ella le latía por la garganta. Se veía incapaz de moverse. Hamish le cogió la mano con todo cuidado y le puso la pila de cartas en ella. La mirada de Shannon recayó en la escritura de Jota.

Me encuentro ahora de camino hacia el norte…

Su corazón se contrajo con una dolorosa punzada, y le costó respirar.

—¿Quién le ha dado las cartas?

—Un hombre joven.

—¿Lo conoce usted? —preguntó ella con agitación.

—No, hasta ahora solo lo he visto una vez. Yo tampoco estoy siempre aquí.

—¿Desde dónde le vino?

—Desde el vestíbulo. —Hamish señaló a las puertas de cristal—. Creo que me estaba esperando allí. Salió cuando me estaba atando el equipamiento para los buscadores de oro, me entregó las cartas y se fue.

—¿Hacia dónde? —Hamish señaló por detrás del hombro en dirección a Market Street—. Por allá. Iba mirando los escaparates.

—¿Estaba solo?

—Sí.

—¿Dijo algo más?

—Solo dijo: «Del señor Chesterfield. Para Miss Ghirardelli».

—¿Y cuándo fue eso?

—Ayer, a última hora de la tarde.

—Pero usted no sabe quién es él.

Hamish negó con la cabeza.

—No, señora, pero es muy generoso porque con las cartas me puso un billete de cien dólares en la mano. Pero de eso no me di cuenta hasta que él ya se había marchado.

—¿Y no le ha vuelto a ver desde entonces?

—No, señora, lo siento.

—No pasa nada, Hamish. Muchas gracias.

Él se llevó la mano a la gorra.

—Ha sido un placer, señora.

Con las rodillas temblándole se apresuró por el vestíbulo del hotel y entró en el bar. Se sentó en un taburete y pidió al camarero un capuchino con amaretto. Le temblaron las manos cuando extendió las cartas arrugadas ante ella. Hamish tenía razón: la última carta estaba escrita sobre un paquete roto de Chesterfield. Shannon se acercó la primera carta a los ojos.

Mi amada Shania:

Me encuentro ahora de camino hacia el norte, hacia la naturaleza indómita. No me queda ya ninguna esperanza de volver a verte. Pero esta no es ninguna carta de despedida, sino que no quiero que pienses que te he olvidado. Te escribiré todavía muchas cartas, como he hecho en estos últimos seis días, pero no llegarán a tus manos y no las leerás jamás. Shania, me siento solo y perdido en esta inmensidad, y no sé cómo resistiré los próximos años sin ti. Te veo cuando cierro los ojos antes de quedarme dormido. Te siento a mi lado, huelo tu aroma, pero cuando extiendo la mano hacia ti, tú no estás. Shania, ¡te extraño tantísimo! Lo que queda son los recuerdos de la época más hermosa de mi vida, la que he pasado contigo. Me acuerdo de…

La última frase estaba inconclusa. ¿Había estado luchando Jota con sus sentimientos igual que le sucedía a ella ahora? El vientre se le contrajo casi dolorosamente al pensar en él, y fue como si sintiera un movimiento en su interior, como si sintiera un latido delicado de su corazón, al doble de velocidad que el de ella. Se llevó involuntariamente la mano al vientre en gesto de sosiego.

Shania, un buen amigo se me ha ofrecido para llevarse a San Francisco las cartas que te he escrito y entregárselas a Hamish. No soy capaz de expresar lo feliz que me hace esto. Cuando él regrese dentro de unos días, le daré toda la pila de cartas y seguiré camino hacia el norte.

Bajó un poco la carta. ¿Un amigo?

«Ian, ¡debe de ser Ian!», pensó con agitación. «¡Ha regresado! ¡Ian sabe dónde puedo encontrar a Jota! ¡Tengo que ir a su casa ahora mismo!».

Deslizó un billete de dólar por debajo de la taza del capuchino y se fue del bar. Realizó un giro con el Duryea haciendo derrapar los neumáticos, adelantó en Market Street a varios tranvías, patinó sobre el adoquinado en Leavenworth Street y subió a toda pastilla la cuesta de Nob Hill. Después de pasar a toda mecha por la Brandon Hall tomó la cuesta abajo del otro lado. ¡Lombard Street, por fin! Subió con buena marcha, apagó el motor, y el automóvil rodó hacia atrás por aquella calle empinada. Pisó el freno, detuvo el Duryea y subió los escalones de la casa de Ian. Llamó a la puerta y esperó, preparada para explicarle a Ian quién era ella:

—Hola, Ian. Soy Shania. ¿Me dejas entrar?

Pero no sucedió nada. La puerta permanecía cerrada. ¿No se encontraba en casa? Volvió a llamar y esperó. Nadie le abría. Dio unos pasos atrás y examinó la casa. Todo parecía estar igual que la última vez que ella estuvo allí.

—¿Ian? —No apareció ningún rostro por las ventanas. ¡Pero él tenía que estar allí! ¡Él había sido quien le había entregado las cartas a Hamish!—. ¡Ian!

—No está —dijo una clara voz de niña a sus espaldas.

Shannon se volvió. En la calle había una niña pequeña con coletas y una muñeca en brazos.

—Hola.

—Hola —respondió la pequeña.

—¿Has visto marcharse al señor Starling?

La chica asintió enérgicamente con la cabeza.

—Se marchó en un coche que se parece al suyo. —La pequeña señaló al deportivo—. Un coche negro con neumáticos blancos.

¡El Duryea de Jota!

—¿Sabes adónde quería ir?

Ella se encogió de hombros.

—Dijo que iba a visitar a Papá Noel.

Shannon se quedó consternada. ¿Había vuelto Ian a marcharse de viaje?

—¿A Alaska? —preguntó ella.

La pequeña puso los ojos en blanco.

—¡Claro que no! Papá Noel vive en un iglú en el Polo Norte. Eso lo saben todos los niños. Ian se llevó mi carta para entregársela.

«¡Qué mono!».

—Anda qué bien. Eso es muy amable de su parte.

—Me he pedido un oso.

—¿Un oso polar?

La chica asintió con la cabeza haciendo volar sus coletas.

—Ian iba a decirle a Papá Noel que me trajera uno.

—¿Y cuándo fue eso?

La pequeña estuvo pensando unos instantes.

—Hace medio año.

—¿Aún no ha regresado Ian de Alaska?

—¡Está en el Polo Norte!

—¿Todavía? —preguntó Shannon—. ¿No ha regresado?

—No.

El corazón de ella se hundió. Ian seguía estando en Alaska. Extrajo la llave y abrió la puerta de su casa.

En la sala de estar todo seguía igual. El disco de Franz Liszt, Sueño de amor, estaba todavía puesto en el plato giradiscos. Levantó la tapa del gramófono y colocó el brazo del tocadiscos sobre el surco del disco de goma laca. Se sentó en el sofá de piel cuando empezaron a sonar las primeras notas delicadas al piano y extrajo la pila de cartas.

Mi amada Shania:

La desesperación y la pena me desgarran el corazón. Hoy ha muerto mi mejor amigo cuando se disponía a salvarme la vida. Además de a ti, ahora he perdido también a Ian, que era como un hermano para mí. Solo me queda Randy entre aquellos que he amado alguna vez…

«¡Ian ha muerto!», pensó ella con consternación y escuchó durante unos instantes con atención la emocionante melodía del disco. «Pero ¿quién es Randy? ¿El amigo que ha traído las cartas de Alaska?».

Respiró profundamente. Ian había muerto. Y Jota no podía regresar a San Francisco en los próximos años. Sus líneas eran muy sentidas, pero sonaban también a desesperación y tristeza, y le acertaron de pleno en el corazón.

El Sueño de amor acabó y dio paso a los crujidos de los surcos finales del disco de goma laca. Siguió leyendo con ojos llorosos. Se aferraba a la esperanza de que su sueño de amor no hubiera acabado todavía, que no hubiera estallado su pequeño mundo de bola de nieve, que Jota le escribiera en la siguiente carta que iba a regresar a ella. Pero no era eso lo que le escribía. En ninguna de sus cartas le prometía que regresaría con ella. Con los dedos temblorosos alisó el envoltorio roto del paquete de Chesterfield y leyó sus últimas líneas.

Mi amada Shania:

Te escribo por última vez, y el sentimiento de lo definitivo me paraliza. Estoy luchando por encontrar las palabras, me tiemblan las manos, y estoy luchando con las lágrimas. ¡Son tantos los sentimientos! ¡Son tantos los hermosos recuerdos de una época de alegría! Te veo ante mí cuando cierro los ojos. Oigo tu risa cuando me pongo a escuchar. Y sueño contigo cuando me quedo dormido. Sueño que te abrazo y te retengo conmigo, que nos amamos, delicada y apasionadamente, que nos quedamos abrazados, muy pegados uno al otro y que no volvemos a separarnos nunca más. Siempre anhelo esos instantes llenos de amor y de felicidad, pero cuando despierto, tú no estás y me pongo triste. Trato con desesperación de recordar todos los momentos contigo, tu risa y tu llanto, tu alegría de vivir, pero también tu tristeza cuando tu hermano se debatía entre la vida y la muerte… Esos momentos procuraron a nuestro amor una profundidad que yo no habría considerado posible. ¡Lo he perdido todo al dejarme tú! ¡Lo que destruí con mis palabras! ¡Me duele tanto! ¡Perdóname!

Espero que seas feliz. Yo no lo soy. Te extraño tanto… Te amo, Shania. Te amaré siempre.

J.

Shannon volvió a leer esta carta una vez más, y a continuación la plegó. Estuvo un rato sentada sin moverse en el sofá y mirando fijamente el gramófono con el Sueño de amor. El plato del giradiscos fue ralentizándose cada vez más hasta acabar deteniéndose. Los crujidos de los surcos enmudecieron definitivamente.

Finalmente se levantó y sintió que le temblaban las piernas. Ya llegaba muy tarde a la cita. No podía hacer esperar a Rob por más tiempo.

Retiró el disco de goma laca del gramófono y lo introdujo en la funda junto con la carta de despedida de Jota que escribió antes de su partida hacia Alaska. A continuación sacó de la estantería el libro Orgullo y prejuicio, de Jane Austen, introdujo las cartas dobladas de Jota en su interior y recorrió con la vista la casa de Ian por última vez.

«No volveré nunca más aquí», pensó con nostalgia.

Cerró la puerta de la casa con cuidado, descendió los escalones hasta la calle y se encaminó despacio hasta su Duryea. Metió el libro y el disco debajo de su asiento y partió. Mientras descendía a toda velocidad por Nob Hill le vino a la mente que seguía sin saber qué respuesta le iba a dar Rob. Solo al llegar al hotel y recordar de nuevo cómo se había encontrado ella con Jota por primera vez, tuvo claro lo que tenía que decirle. No podía ser de otra manera.

Shannon salió del ascensor con los hombros tensos y se dirigió a la suite de Tom. Su mayordomo abrió la puerta.

—Buenos días, señora.

—Buenos días, señor Portman.

—Espero que lo haya pasado usted muy bien en los fiordos y en los bosques de Canadá.

—Gracias, señor Portman. Sí, hacer vela nos ha divertido mucho a mi hermano y a mí.

El mayordomo sonrió con amabilidad.

—Los señores la esperan.

Al entrar en el salón, Rob se levantó del sillón súbitamente y salió al encuentro de ella.

—¡Shannon! ¡Ya estás aquí por fin!

—Disculpa el retraso, tuve que…

Rob la abrazó y le dio un beso.

—Te he echado de menos —le susurró él, acariciándola con delicadeza. Los labios de él rozaron suavemente los de ella. A continuación le cogió de la mano y la condujo al sofá frente a la chimenea.

El semblante de Tom la asustó de tal manera que se estremeció dolorosamente. Tenía el rostro pálido y enjuto, el cabello ralo, y parecía exhausto. Le faltaba el brillo de los ojos; sin embargo, sonrió cuando ella le abrazó y le dio un beso en la mejilla.

—¡Tom!

Él le rodeó los hombros con los brazos y se incorporó un poco en su silla de ruedas.

—¡Shannon! —Cuando volvió a recostarse, sin fuerzas, unas lágrimas de emoción asomaron a sus ojos. Le acarició la mejilla—. ¡Aquí estás de nuevo!

Cuando Shannon se irguió, detectó un mechón de pelos de él en la manga que se habían quedado pegados a la tela en el abrazo. Consternada se sacudió los pelos sin que Tom se diera cuenta.

Se le acercó un hombre de gran estatura que estaba sentado en el sofá al lado de Tom. Rob le puso la mano en el hombro e hizo las presentaciones:

—Shannon, este es Evander. Ya te he hablado de él.

—Evander —le saludó Shannon con un gesto de la cabeza—. ¡Qué alegría…!

Con toda naturalidad, él le agarró de la mano, la atrajo hacia él y la besó en la mejilla.

—Es también una alegría para mí, Shannon.

La risa ahogada de Tom desembocó en una tos ronca. Se puso un pañuelo delante de los labios, que ya presentaba algunas salpicaduras de sangre.

—El trato se está volviendo cada vez más jugoso —dijo entre jadeos—. Si te casas con Rob, no solo nos tendrás a nosotros dos, sino también a Evander. Tres por el precio de uno.

Shannon disimuló su preocupación y su temor por Tom con una sonrisa satisfecha, pero apagada.

—A eso no se le puede objetar nada.

—Por supuesto.

Rob agarró la mano de ella. Percibió lo que ella sentía por Tom, y no deseaba que le formulara preguntas.

—Vámonos.

—¿No vienen Tom ni Evander?

Tom hizo un gesto negativo con la mano.

—No, Shannon. Hay algo de lo que tenéis que hablar vosotros dos, mejor a solas.

«Así que Rob ha tomado una decisión».

Él la rodeó con el brazo y la dirigió hacia la puerta. Evander les siguió. Le susurró en voz muy baja al oído:

—Me quedaré toda la noche a su lado.

Rob asintió con la cabeza.

—Está bien.

Evander miró a los dos.

—¡Os deseo una buena noche! ¡Y que os divirtáis mucho!

Frente al hotel, Rob cogió la mano de ella con toda naturalidad.

—¿Dónde tienes aparcado tu Duryea?

Shannon miró a todos lados. No había ni rastro de Hamish. A continuación señaló hacia la calle lateral.

—En la esquina.

Rob presionó la mano de ella.

—¿Adónde vamos? —preguntó ella, después de que él se subiera al automóvil de ella y pusiera la manivela de arranque debajo de su asiento.

—¡Déjate sorprender! —Sonrió él con gesto satisfecho—. No es muy lejos.

Le indicó el camino hacia Market Street. Shannon giró en ella, entre dos tranvías y un ciclista.

—Una conducción muy deportiva —comentó Rob con aspereza y retrepándose, relajado, en su asiento—. ¿Es cierto que corriste en una carrera en Hong Kong?

—Desde Victoria Peak hasta el puerto.

—¿A qué velocidad?

—Calculo que a unas cincuenta y cinco millas por hora.

—¿En esas curvas? —preguntó y se rio con satisfacción—. ¿Me enseñarás a conducir? —La miró de lado—. ¡No me mires así! No sé conducir automóviles.

—Es muy fácil.

—Y también quiero aprender a navegar en un velero.

Ella se rio.

—¿Vas a comprarte un velero?

—Por supuesto, uno grande, como el tuyo. Pero primero, el coche. Y siete u ocho buenos caballos para jugar al polo. Solo me he traído a Rocky, que solo se pone a tono en el juego hacia el final. —Señaló a la derecha—. Para allí enfrente.

Shannon miró a lo largo de los escaparates. A lo largo y a lo ancho no había un solo restaurante a la vista.

—¿Qué planes tienes?

—Vamos de compras.

—¿A comprar qué?

—Algo bonito para vestir esta noche.

Shannon aparcó el coche delante de una corsetería.

—¿Para ti o para mí?

Rob se rio con ganas, se inclinó hacia delante y le dio un beso.

—Para ti, cielo. —Luego saltó del coche, corrió al otro lado y le abrió la portezuela—. Señora Conroy.

Con gesto de desaprobación se cogió del brazo que le ofrecía él. Rob la condujo a los escalones de una tienda de lencería, y ella presintió cómo se había imaginado él el transcurso de la tarde. Al cerrar la puerta tras ellos sonó una campanilla y los dos entraron en un mundo de seda blanca, volantes y encajes.

Shannon se quedó mirando a Rob atentamente. No se reprimió en absoluto cuando se les acercó la dependienta.

—Buenos días, señora, señor. ¿En qué puedo ayudarles?

—Mi esposa quiere comprarse algo bonito.

«Mi esposa».

—¿En qué había pensado usted, señor…?

—Conroy —dijo Rob—. En algo que sea tan bonito como ella, que resalte la elasticidad de su cuerpo, que me guste contemplarlo antes de ir quitándoselo despacito. Usted ya me entiende…

Un ligero rubor coloreó el rostro de la dependienta. Bajó la cabeza y asintió.

—Sí, señor.

Rob rodeó a Shannon con un brazo.

—Elige algo encantador, cielo mío. Te espero allí enfrente, detrás del biombo.

«Mi esposa».

—¿Hace usted el favor de seguirme, señora Conroy…?

La dependienta puso la tienda patas arriba, abrió decenas de cajas y le mostró prendas íntimas que dejaban muy poco a la imaginación del observador: camisitas y braguitas de satén y de seda, corsés flexibles con adornos de ribetes y encajes, medias de seda transparentes.

Ella trataba de mantener la compostura mientras se probaba aquellas hermosas prendas y se miraba al espejo, pero no lo conseguía. ¡No era la primera vez que estaba en una tienda de lencería! Pero nunca había estado tan excitada probándose esas prendas íntimas, románticas y traviesas. Le latía fuerte el corazón, y su piel despedía chispas. Y no se debía a la ropa interior que la dependienta le tendía en el vestuario, sino a Rob, que estaba esperándola. Y no podía hacer nada por evitar la excitación, pues al ponerse cada prenda se imaginaba cómo él se la quitaba de nuevo, cómo toqueteaba las cintas con los dedos, cómo tiraba despacito de los lacitos, cómo abría los ganchos… cómo la acariciaba y mimaba en cada una de esas acciones…

—¿Señora Conroy? —La dependienta le pasó un conjunto a través de la cortina de la cabina del probador—. Su marido quiere que se pruebe usted esto.

Seda negra, casi transparente, con unos delicados adornos de encaje y bordados con brillantes. Bastante atrevido. Y muy erótico. ¿Por qué no? Se puso el conjunto y se volvió delante del espejo. La seda le acariciaba la piel como si fueran las caricias de él. Se llevó involuntariamente la mano al vientre que ya mostraba cierta redondez. Había engordado a pesar de las fatigas del viaje a Alaska. Su cuerpo se había vuelto más blando.

De pronto se corrió la cortina a un lado, y Rob entró en la cabina.

—¿Te gusta? —Se puso detrás de ella y la contempló en el espejo. ¡Cómo le brillaban los ojos!

—Sí, mucho.

La rodeó con el brazo y la atrajo hacia él. Su mano se deslizó por debajo de la pretina de las braguitas, y sus dedos le acariciaron suavemente el vientre.

—A mí también —le susurró al oído. Entonces le puso delante un segundo conjunto. Ropa interior de color rosa, con un bordado con diminutos capullos de rosa de seda. A primera vista, muy mona; bastante sensual, si se la miraba con más detenimiento—. ¿Y este de aquí? —Al asentir Shannon con la cabeza, él le acarició la nuca. El aliento cálido de él le estremeció la piel—. ¡Póntelo!

—¿Ahora mismo?

—Por supuesto.

—Rob…

—Espera, yo te ayudo. —Los dedos de él se deslizaron rápidamente por su piel mientras él la desnudaba muy despacito. Los tirantes resbalaron por los brazos de ella, y los dedos de él siguieron a continuación. Los ojos de él destellaron cuando contempló el cuerpo desnudo de ella en el espejo—. ¡Qué hermosa eres!

Sus miradas se encontraron, y ella vio el deseo en sus ojos. Estaba excitado. Igual que ella. Mantuvo la mirada de él y levantó un poco la barbilla en actitud desafiante. Él carraspeó. Su voz sonó ronca.

—Me espero fuera.

Se puso el conjunto de los brotes de rosas, henchida de unas ansias avasalladoras. Presintió lo que Evander había querido decir cuando los despidió con su «¡que os divirtáis mucho!». Y se preguntó cómo sería lo de acostarse con Rob. ¿Qué tal sería en la cama? ¿Tierno y suave? ¿O apasionado y un poco brusco? Inspiró profundamente.

Volvió a aparecer la dependienta.

—Señora Conroy, su marido le ruega que se deje puesto ese conjunto de ropa interior.

«Así que está impaciente», pensó ella. «Y muy sensual».

Volvió a vestirse y salió de la cabina del vestuario con las prendas íntimas sobre el brazo. Rob estaba apoyado con desenvoltura en el mostrador. Por lo visto ya había pagado. La dependienta le tomó a Shannon las prendas, las dobló con cuidado y las puso en una caja de cartón en la que ya se encontraban otras prendas diferentes que había elegido él. Seda negra y satén blanco, brocados entretejidos con hilos dorados y de color púrpura, raso brillante y encajes vaporosos. ¿Y qué es eso que había allí? ¿Un salto de cama? ¡Oh, Rob!

Él la acarició con ternura.

—¿Te lo pondrás?

Ella asintió con la cabeza.

—No puedo esperar a verte vestida con él.

Cogidos de la mano se dirigieron a la playa desde el Duryea que habían dejado aparcado entre las dunas. Rob la rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí mientras caminaban pausadamente junto a las olas rumorosas en dirección al sur. Shannon recostó la cabeza en el hombro y se acurrucó junto a él. Inspiró profundamente el aire suave y salado que olía a arena y a algas. Con un susurro suave se inclinaban al viento las hierbas de la playa en las crestas de las dunas.

—Has cambiado —dijo Rob de repente.

Shannon se detuvo.

—¿Qué quieres decir?

—Ya no te tensas cuando te abrazo y te beso. Te has vuelto más suave y más afectuosa.

Ella se apartó un mechón de la frente y se quedó mirando al mar.

Rob se agachó a por una concha, la contempló por todos los lados y se la entregó a ella.

—¿Me vas a hablar de él?

Ella lo miró al rostro con cara de sorpresa.

—Lo sé desde el primer momento —confesó él en voz baja—. Percibo que le amas más que a mí. Todavía, a pesar de todas las semanas transcurridas tras la separación.

—Rob… —Shannon no sabía qué decir.

—¿Qué sigues sintiendo por él?

—Le amo. De todo corazón.

Rob asintió con la cabeza.

—¿Volverás a verle?

Ella negó con la cabeza y bajó la vista.

—Tú y Skip… No estuvisteis haciendo vela, ¿verdad? Estuviste buscándolo.

—Sí.

—¿Lo encontraste?

Ella sintió cómo se le hacía un nudo en la garganta.

—No.

—Lo siento —dijo él con suavidad, apartándole los mechones de la frente. Volvió a rodearla con el brazo, y prosiguieron su camino por la playa. El sol se sumergía entre velos de niebla inundando el cielo y el mar en una luz azul y dorada.

—¿Cómo era él?

Shannon no miró a Rob cuando comenzó a hablar, y él la atrajo todavía más cerca de él para poder escuchar bien su voz a través del rugido de las olas al morir en la playa. Él no pronunció ninguna palabra mientras ella le hablaba de sus sentimientos por el amado perdido, de su amor profundo, de su desesperación, de su tristeza. Ella le miraba de reojo, pero ahora él tenía la mirada fija al frente, como si se preocupara en no mostrarle a ella lo celoso o herido que estaba. Sin embargo, ella sentía lo mucho que le estaba afectando su confesión. Creyó que él estaba emocionado porque podía ponerse en su lugar y sentir lo que ella sentía.

—¡Qué gran amor! —murmuró él finalmente—. ¿Cómo te sientes sin él?

La garganta de ella estaba seca.

—Me siento perdida.

—¿Quieres hacer algo para remediar ese sentimiento? —preguntó él con dulzura.

Ella asintió con aire meditabundo.

—Sí, voy a hacer algo para ponerle remedio.

«Ahora ya estaba dicho, por fin».

—Eso está bien —dijo él con vaguedad.

El sol había desaparecido por detrás del banco de niebla, y se fue oscureciendo todo. Poco a poco fueron palideciendo y ablandándose los contornos. La arena destellaba ahora como la seda, y las algas marinas arrastradas por las olas… ¡No, aquello no eran algas marinas! Lo que había allí era un ramo de flores sobre la arena húmeda reflejándose en las aguas en retroceso. ¡Era toda una visión mágica!

Rob presionó la mano de ella, y se dio cuenta entonces de que las flores eran de él.

A unos pasos más allá había más flores arremolinándose con el viento racheado. El rastro de las flores proseguía a lo largo de la playa, y ellos siguieron ese rastro en silencio y abrazados.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Rob al cabo de un rato.

Shannon alzó una flor y la olió.

—En ti.

Él sonrió en silencio.

—¿Y tú? —preguntó ella.

Él la miró tan solo y no dijo nada. Finalmente retiró el brazo de los hombros de ella y le cogió de la mano.

—¿Cómo será entonces lo nuestro?

Shannon le dijo lo que sentía por él.

—Somos como dos piezas de un puzle que encajan perfectamente y que están unidas por completo.

Él asintió con aire reflexivo.

—Yo siento algo muy similar. Soy feliz cuando estás a mi lado. Noto que no me falta nada cuando estás conmigo.

Ella le presionó la mano, y él sonrió.

Unidos en los pensamientos y en los sentimientos, disfrutaron de la calma de la noche en ciernes y del murmullo del mar, y se acercaron cogidos de la mano a una magnífica mansión. La terraza, escalonada, conducía a un jardín con árboles en flor. Una senda serpenteaba más abajo hacia la playa, en donde había un velero amarrado a un embarcadero.

Su velero.

Shannon se detuvo, y Rob la abrazó.

—¿Te gusta?

En el jardín había un gran eucaliptus del que colgaban estrellas de cristal que emitían destellos porque estaban iluminadas por dentro con velas. Entre ellas colgaban unas bolas de cristal con pequeños objetos que ella no pudo reconocer. La puesta de sol, el jardín, la niebla, el mar…

—¡Una maravilla!

Él la besó.

—Como tú.

Cuando los hombres se ponen románticos… Cuando encienden velas y esparcen pétalos de flores… Y cuando se vuelven muy alegres… Cuando se van a buscar las estrellas del cielo para colgarlas de los árboles…

—¿Quieres verla por dentro? —preguntó Rob.

—¿Se puede?

—Por supuesto. —Cogió la mano de ella—. Ven, te la voy a enseñar.

Ella caminaba detrás de él dando traspiés en la arena.

—¿De quién es la casa?

—Es nuestra.

—¿La has comprado?

—Aún no. Primero quería enseñártela. Si te gusta, podemos firmar el contrato mañana mismo. Lo tengo encima de mi escritorio en el hotel.

—¿Firmamos los dos?

—El contrato está a nombre del señor y la señora Conroy.

«¡Mira este!».

—¿Quién ha traído mi velero hasta aquí?

—Eoghan. En el camarote hay una bolsa que ha hecho él para ti con tus cosas.

Shannon soltó una risa seca. Por lo visto, Rob había pensado en todos los detalles.

—¿Cuánto tiempo me quedaré aquí?

—Hasta que hayas tomado una decisión.

Ella ladeó la cabeza y enarcó las cejas.

—Hasta que hayas decidido si quieres partir de viaje mañana o quedarte a mi lado para siempre.

Shannon admiraba con semblante fascinado las estrellas de cristal iluminadas, que se balanceaban y tintineaban ligeramente con la suave brisa en la parte baja del eucaliptus. Entre las estrellas colgaban unas bolas de cristal en las que pudo reconocer ahora pequeños obsequios envueltos con mucha gracia. En otras descubrió pequeñas notas de papel enrolladas. Bajo el árbol había una mesa y dos sillas con vistas al mar. ¡Una cena a la luz de las velas bajo un mágico cielo estrellado de cristal pulido!

Rob se puso a su lado.

—¡Cómo te brillan los ojos!

—Me gusta recibir regalos. Sobre todo cuando están envueltos con tanta gracia. Y cuando sé que quien los ha elegido, se ha esforzado mucho en hacerlo.

Rob sonrió.

—Hay una escalerilla apoyada en el árbol.

—¿Y tú?

Él señaló con el dedo índice una barbacoa a algunos pasos de distancia con los troncos en llamas.

—Yo, mientras tanto, cocinaré para ti.

—¿Qué hay para cenar?

—Pescado a la californiana, a la parrilla. O pescado, a la hawaiana, crudo y marinado.

—¿Atún y salmón, marinados con jugo de limón y sal marina?

—Lo que quieras, cielo mío. Y como lo quieras.

—¡Vamos, comienza! ¡Estoy hambrienta!

Él la abrazó entre risas, la hizo girar alegremente en remolino, y la besó. Después se dirigió al fuego al lado del cual había una mesa preparada con fuentes de pescado, especias, sal y limones.

Mientras Rob preparaba la cena, Shannon se dispuso a recoger los regalos del árbol. Apoyó la escalera, que presumiblemente igual que todo lo demás había arrastrado Mulberry hasta allí, en las ramas, se encaramó por ella y fue arrancando las delicadas bolas de cristal. Contenían pequeños regalos: bombones y dulces, un buen perfume, un bonito collar de diamantes, perlas negras de Tahití con un destello gris azulado y un hermoso ópalo de fuego que quitaba el aliento. Le encajaba perfectamente el nombre de Púrpura imperial, tal como Rob había bautizado al ópalo cuando lo encontró. Y es que su brillo y su profundidad recordaban a los rubíes pulidos de Birmania, pero sus colores fogosos, con destellos en naranja y violeta cuando hizo girar la piedra, eran incomparablemente más bellos y cálidos. Sin embargo, el mayor de los regalos no cabía en ninguna bola de cristal. Se trataba de un semental lleno de temperamento, de color negro azabache, que echó una galopada de pronto por el jardín con la melena al viento, y al que hubo que atrapar primero. Rob había traído a Arabian Knight en su yate desde Sídney. ¡Qué caballo tan magnífico y qué hermoso nombre! Según cómo se pronunciara, el nombre del semental podía significar «caballero árabe» o «noche árabe».

Pero lo que más le gustó fueron las breves cartas de amor en las bolas de cristal, dísticos llenos de esperanza, llenos de deseos, de imaginación, de ansias y llenos de sentimientos profundos.

Se dirigió hacia Rob, que estaba partiendo un limón por la mitad, y picó un trocito de atún.

—La noche está impresionantemente bonita.

—Me alegro de que te guste. —La miró con los ojos brillantes, y ella pensó: «Lo mejor siempre se deja para el final».

—¿Puedo ayudarte?

Le dio las mitades de los limones.

—¿Puedes marinar tú el pescado?

—Vale. —Con una mano exprimió las mitades sobre la fuente con filetes finísimos de pescado. Lo hizo de modo que las pepitas se le quedaran en la mano y que el jugo se filtrara por entre sus dedos. A continuación echó un poco de sal marina sobre el pescado y removió la marinada con las manos.

Rob troceó un mango y con el cuchillo deslizó los dados finos desde la tabla de madera a la fuente.

—Está listo.

—¿Qué vas a beber?

—Lo mismo que tú. —Él señaló con la barbilla hacia la mesa ya preparada, en la que Mulberry había colocado dos botellas de Moët & Chandon en hielo antes de su llegada.

Llevaron los platos con el pescado a la hawaiana a la mesa y brindaron con el añejo Dom Perignon de diez años. Se rozaron continuamente mientras comían. Escucharon en silencio el soplo del viento de poniente, el rumor de las olas y el crepitar del fuego. Las estrellas iluminadas del eucaliptus procuraban un ambiente muy acogedor.

Esa noche con Rob significaba para ella mucho más de lo que estaba dispuesta a admitir. Sabía qué final tendría después de que Rob le enseñara la casa. Sabía que los dos se acostarían juntos y que ella iba a disfrutarlo. Sabía que le pediría que se casara con él, pero no tenía ni idea de cómo decirle que acabaría dejándole.

—¿Estás soñando? —dijo Rob, arrancándola de sus pensamientos.

Ella sonrió con gesto apagado.

—Es una noche para soñar. La casa, el mar, el árbol lleno de estrellas luminosas… y tú. —Le puso la mano encima de una rodilla y le dio un beso—. Sobre todo, tú.

—¿Te apetece bailar? —Señaló con el dedo el gramófono colocado encima de una mesita, allá abajo, en la playa.

Descendieron cogidos de la mano hasta el agua y disfrutaron de la suave brisa marina. Los dos se pusieron de acuerdo en un disco, las Escenas infantiles, de Schumann, y en especial la pieza n.º 7, «Sueños», y bailaron en íntimo abrazo atravesando la noche. Ella recostó la cabeza en el hombro de él, y él la tenía agarrada con los dos brazos y la atraía hacia él, tan pegados estaban que pudo percibir la excitación de él. Entre el bramido de las olas que morían en la playa y el rumor del viento, apenas podía oírse la melodía, pero Rob y Shannon bailaban su propio ritmo. Se entregaron a todas esas sensaciones que no habían hecho otra cosa que crecer desde la visita a la tienda de lencería. A Shannon le gustaba el modo en que le agarraba él, como si temiera que pudiera volver a desaparecer de su vida. Y disfrutaba de los besos mientras las manos de él recorrían su espalda y palpaban las rositas bordadas en su prenda interior. Él acabó por perder la paciencia y comenzó a desnudarla muy despacito.

Ella le cogió de la mano y lo condujo a la casa. Ya no había tiempo para una visita guiada por las habitaciones. Nada más subir a tropezones por las escaleras y alcanzar el dormitorio, él volvió a besarla, con pasión y frenesí, y los dos cayeron sobre la cama. Nunca antes la habían desnudado de un modo tan sensual, con tanta lentitud, suavidad y excitación. Por lo visto, Rob estaba reavivando sin mayores esfuerzos las brasas que había encendido con un crepitar suave desde la tarde, y ahora desataba las llamas ardientes del placer y del deseo. Una y otra vez se interrumpía él con los ojos cerrados para no llegar demasiado pronto y privarla a ella de su placer. Sin embargo, en algún momento ella se sintió completamente relajada, de modo que pudo entregarse a él sin estar pensando continuamente en Jota y en el niño. Se dejó caer, y Rob la frenó en esa caída para llevarla consigo arriba, a la altura máxima de la pasión. Sus cuerpos se movían ahora en consonancia; los suspiros y los gemidos de ella se convirtieron en una sinfonía de placer. El momento más hermoso lo vivieron los dos al unísono, entre risas y jadeos.

Ella yacía después completamente exhausta en los brazos de Rob, disfrutando del modo en que él se acurrucó junto a ella y echó la colcha por encima de los dos creyendo que ella se había quedado dormida. Shannon ronroneaba con deleite.

Él le besó la nuca.

—Te amo.

Ella se volvió hacia él, adormilada.

—Yo también te amo.

Él le pasó la mano suavemente por el cabello revuelto.

—¿Puedes imaginarte una vida en común conmigo?

Ella asintió con la cabeza. Se le hizo un nudo en la garganta, y los ojos le escocían. ¡Le sabía tan mal decepcionarle!

Los labios de él acariciaron suavemente los suyos.

—¿Quieres casarte conmigo?

—Rob… —¿Cómo decírselo? No quería hacerle daño—. Rob, estoy embarazada.

Él dejó caer la cabeza en la almohada, profirió un suspiro largo y se llevó la mano a la frente.

—De él.

—Sí.

Expulsó despacio el aire de sus pulmones. Daba la impresión de estar muy afectado y mucho más decepcionado de lo que ella se había temido. Finalmente preguntó:

—¿Cuáles son tus planes?

Ella se incorporó.

—Me marcharé.

—¿Y eso?

—No puedo exigirte que te hagas cargo de su hijo; aunque creo que serías un papá estupendo.

Él asintió con la cabeza en silencio.

—No puedo seguir viviendo por más tiempo en el palacio. Ya no soporto más a Caitlin. Nos peleamos continuamente.

—¿Y Skip? —señaló él.

—Tiene que aprender a vivir su propia vida.

«¡Qué cruel suena eso!», pensó ella consternada. «¡Pero no es eso lo que he querido decir! Solo deseo salvarle la vida, pero él se aferra con desesperación a la mano que le tiendo y de esta manera olvida cómo se nada para alcanzar con las fuerzas de uno mismo la orilla segura. En algún momento tendré que soltarle la mano. En algún momento tendré que salvarme a mí misma…».

—¿Y Aidan?

Ella respiró profundamente y pensó: «¡Qué difícil se me hará dejar a los dos atrás cuando me marche!».

—¿Adónde quieres ir? —preguntó Rob en voz baja.

—Primero a Tahití. Cuando mi padre me llamó poco antes de su muerte para que fuera a verle, yo me encontraba en Hawái, y estaba a punto de dirigirme a Tahití. Mi hijo nacerá en Papeete.

—¿Y después?

—A Nueva Zelanda y Australia.

—¿También a Sídney?

—Os iré a ver a Tom y a ti.

—Y luego proseguirás tu viaje.

—Sí.

—¿Y dónde vas a vivir?

—No lo sé todavía. En Roma fui muy feliz.

Él se quedó mirando, destemplado, el techo.

—Lo siento, Rob, pero no puedo casarme contigo.

—¿Y la deshonra? Tu hijo nacerá fuera del matrimonio, será ilegítimo.

—Tendré que vivir con ello. Y puedo vivir con ello.

—Le seguirás siendo fiel.

—Le amo.

—Pero él no está aquí para amarte. Yo sí estoy aquí. —Al no replicar nada ella, continuó diciendo—: No te quiero como amante de una noche. Te quiero como a mi esposa. ¡Eres una persona tan fuerte! ¡Eres el puerto al que siempre podré regresar! ¡Eres el ancla que me mantendrá firme en las tempestades de la vida!

—Rob…

—Te admiro por el valor de confiarme tu secreto. Te respeto por el hecho de que no quieras que cargue con un hijo que no es mío. Te aprecio por tu manera resuelta de proceder a pesar de la desesperación que debes de sentir al haberle perdido.

—Rob, por favor…

—Shannon, quiero pasar mi vida contigo —le interrumpió él con suavidad—. Quiero tener hijos contigo. Un niño y una niña. Quiero cuidar de ti. Quiero estar siempre a todas horas para ti. —Su voz sonó triste y desesperada—. ¡Cásate conmigo!

Ella no sabía qué decir. No se había formado ninguna expectativa con él, solo sabía que iba a herirle y decepcionarle. Pero ¿y esto? No, esto no se lo había esperado ella. Tragó saliva en seco.

—¿Y su hijo?

—Es mi hijo.

Ella negó con la cabeza.

—No.

—¿En qué mes estás?

—En el cuarto.

Él expulsó despacio el aire de sus pulmones.

—¿Y si hubiéramos hecho el amor ya junto al fuego de campamento en el bosque de las secuoyas?

—No salen las cuentas.

—Pero tienen que salir a la fuerza.

—Rob…

—Reconoceré a la criatura como hijo mío. Le tendré el mismo cariño que a los demás niños que vendrán después.

Ahora ya no pudo contener por más tiempo las lágrimas. Rob la abrazó cariñosamente, le puso la mano sobre el vientre y se lo acarició con dulzura. La besó y le susurró con emoción al oído:

—Lo puedo sentir. Se mueve.

Los dos estaban echados en la cama, estrechamente abrazados y entrelazados sin resquicio, como dos piezas que encajan en un puzle, y los dos estaban entregados a sus sentimientos. Y justo después de secarse la fuente de las lágrimas y de volverse más pausados los impetuosos latidos del corazón de ella, volvieron a hacer el amor una segunda vez, despacio y con delicadeza.

El instante más hermoso de esa noche maravillosa fue cuando Rob, a pesar de la confesión y de las lágrimas de ella, dijo por segunda vez:

—Te amo.

Tom levantó la vista cuando Shannon, intranquila, se levantó de un salto de la silla y se dirigió a la ventana de la consulta del doctor Alistair McKenzie. Ella seguía estando completamente agitada, conmocionada. Y Tom le notó el miedo en la cara cuando se puso a mirar en dirección al Golden Gate Park. Ella tenía tanto miedo como él. Le emocionaba que ella se preocupara de esa manera por él, pero ese sentimiento de emoción le creó un nudo en la garganta, de modo que apenas podía respirar, y se sintió con el corazón grávido. Antes, al entrar con Rob en el hotel para transmitirle la alegre noticia, ella se había mostrado muy contenta.

—¿Os vais a casar? —había dicho con alegría—. ¿Cuándo?

—Lo más rápidamente posible —había dicho Rob—. Shannon está embarazada de algunas semanas.

—¿Entonces habéis…?

Rob puso una sonrisa pícara y juvenil en su rostro, como si hubiera vuelto a hacer una de las suyas como en los tiempos en los que no era más que un pequeño mocoso.

—Ya en la primera noche.

La incredulidad primera de Tom cedió el paso al entusiasmo.

—¡No sabéis qué alegría me dais! —había exclamado él alegremente—. ¡Venid acá los dos que os quiero dar un abrazo! —Shannon se había arrodillado ante su silla de ruedas y dejó que él la abrazara y la besara.

El corazón de Tom se contrajo y de pronto tuvo que volver a toser. Sacó el pañuelo manchado de gotitas de sangre y tosió tapándose la boca con él. ¡Esos dolores en el pecho!

Shannon le socorrió de inmediato. Se sentó a su lado con una mano apoyada en el respaldo de la silla de ruedas y le miró con cara de preocupación. Ella se apercibió de las nuevas salpicaduras de sangre, le quitó el pañuelo y le puso el suyo en la mano. Se trataba de un pañuelito muy fino de seda con laboriosos y delicados encajes. Luego posó su mano encima del brazo de él.

—¿Quieres beber algo?

Tom acertó a pronunciar un «sí» ronco, y ella se levantó, dio una vuelta en torno al escritorio de Alistair y le sirvió un vaso de agua de una garrafa. Él se bebió el vaso entero y se lo devolvió.

—Gracias por haber venido, Shannon. —Ella bajó la vista y parpadeó. Él se inclinó por encima de uno de los brazos de la silla de ruedas y le puso la mano en el brazo—. Tengo miedo.

Ella levantó la mirada.

—Yo también.

Suspirando suavemente pensó él: «He destrozado su felicidad al comunicarle la triste noticia de mi cáncer en un estadio avanzado, después de que ella me comunicara la suya, tan alegre, de que estaba embarazada y de que se iba a casar con Rob».

Él la había abrazado, se había quedado aferrado a ella y se lo había dicho.

—¡No sabes lo feliz que me haces al poder estar presente en la boda! ¡Tú y Rob! ¡Y ya sois tres! ¡No sé decirte lo hermoso que es eso! —Se llenó profundamente los pulmones—. Shannon… Quizá muera muy pronto…

Ella se había quedado conmocionada; eso se lo había visto bien en la cara, pero al mismo tiempo ella había adoptado una actitud admirable, conservando la calma y dándole a entender que él no estaba solo, que ella estaría siempre para él. Y eso significó para él un gran consuelo.

Ella le cogió la mano.

—Lo venceremos —había dicho ella, en voz baja pero con determinación.

Había empleado el plural, nosotros.

Él le acarició la mano en señal de agradecimiento.

—No vas a sufrirlo tú a solas, Tom —había dicho ella—. Rob y yo estaremos siempre a tu lado.

Llamaron a la puerta, y Shannon se incorporó y miró con expectación. ¿Alistair? No, era Rob. Shannon le había llamado desde el hospital y él había venido de inmediato.

Abrazó y besó a Shannon y le acarició la espalda con gesto consolador. Su amor se veía sometido ya en el primer día a una prueba durísima. Sin embargo, dos partes de un todo que estaban tan fijamente entrelazadas como Shannon y Rob, aguantarían aquello y seguirían siendo una unidad.

—El contrato está firmado. La casa de la playa es nuestra. —Se acercó una silla y se sentó al lado de Tom. Preguntó con gesto de preocupación—: ¿Cómo te encuentras?

Tom movió la mano en un gesto negativo.

—¿Hay alguna novedad?

—Han pasado a Tom varias veces por los rayos X —dijo Shannon—. Alistair sigue hablando con los médicos. En cuanto sepa algo más, vendrá para acá.

—¿Ya has visto al doctor McKenzie?

—Mientras examinaban a Tom, he hablado muy brevemente con él. Después te he llamado enseguida.

Rob no paraba de moverse en su silla, lleno de desasosiego. Acabó poniéndose en pie de un salto, examinó las «provisiones medicinales» de Alistair y se sirvió un whisky. Tenía miedo, ¡una angustia atroz! Y se estremeció de verdad cuando finalmente se abrió la puerta y entró Alistair en su consulta.

—Tom… Rob… Shannon. —Les saludó con un movimiento de la cabeza, se colocó al otro lado de su escritorio y arrojó una pila de radiografías encima de la mesa que quedaron extendidas en abanico. Alistair tenía en el semblante un aire resignado mientras miraba las placas antes de respirar profundamente y de sentarse con circunspección—. Tom… —Se apoyó en los codos, juntó las manos y le dirigió la mirada—. No sé cómo decírselo.

Tom no pudo menos que tragar saliva y se esforzó por aplacar otro ataque de tos. El miedo le oprimía el pecho.

—¿El qué? —acertó a decir con voz ronca.

Alistair posó la mano en las radiografías.

—No tiene buena pinta, Tom. La radioterapia no ha servido para nada. La cosa ha empeorado. El tumor instalado al lado de su corazón está creciendo de manera muy rápida y agresiva.

—¿Y ha proliferado?

—Lo siento, Tom —dijo Alistair con gesto resignado—. El tumor ha afectado ya a otros órganos. Hemos encontrado tumores en el hígado y en el páncreas.

Tom asintió con la cabeza, sintiéndose incapaz de decir nada. Era peor de lo que se había temido. Mucho peor.

—¿Qué posibilidades hay con una operación inmediata? —preguntó Rob con voz vacilante—. ¿Qué tal para hoy mismo?

Alistair sacudió lentamente la cabeza.

—Es demasiado tarde para una operación, Rob.

—¿Y la radioterapia en una dosis más elevada?

—No tiene sentido, Rob. Además, los efectos secundarios son tremendos. La mayoría de los medicamentos que está tomando su padre son para paliar los efectos, peligrosos y dolorosos, de la radioterapia.

Rob ocultó el rostro entre las manos. Shannon se inclinó hacia delante.

—Díganos, Alistair, ¿qué podemos hacer?

Otra vez el plural, nosotros.

«¡Dios mío, cómo la amo!», pensó Tom. «¡Rob no podría haber encontrado otra esposa mejor! Estará a su lado, en los buenos tiempos y también en los malos. Ella no le abandonará nunca. Rob no estará solo cuando sea viejo, como yo…».

—¿Hay medicamentos contra el cáncer? —preguntó Shannon—. ¿Alguna terapia con infusiones?

Alistair sacudió la cabeza despacio.

—No podemos hacer nada más que paliar los dolores.

Shannon resopló.

—¿Inyecciones de morfina?

—Me gustaría poder ahorrarte eso —asintió Alistair con la cabeza y el semblante serio—. Tú ya tienes lo de Skip. —Se pasó la mano por la frente—. Una cosa más: si Tom empeora… En un hospital le pueden cuidar mejor que en casa.

Shannon sacudió enérgicamente la cabeza.

—Ni hablar. Tom vivirá con Rob y conmigo. Nos ocuparemos de él. Nos las apañaremos.

—Como quieras. —Alistair asintió con la cabeza—. ¿Qué dice usted, Tom?

—Me gustaría quedarme con Rob y Shannon. Y con… —luchaba visiblemente con los sentimientos que afloraban desde su corazón—. Con mi nieto. ¿Cuánto tiempo me queda aún? ¿Podré tener en brazos al bebé?

Los ojos de Alistair buscaron los de Shannon. Titubeó unos instantes; era evidente que no sabía qué decir.

—Haré lo que esté en mi mano, Tom. Quiero que sienta ilusión por esa criatura.

—¡La siento, sí!

Alistair bajó la vista, y Tom supo que sus posibilidades eran escasas. Pero ¡con qué placer le gustaría escuchar los chillidos del bebé de Rob y de Shannon! ¡Eso significaba tanto para él! ¡Con qué placer le gustaría contemplar al bebé en la cuna agarrándole de la manita y haciéndole reír con un sonajero! ¡Cómo le gustaría verlo alborotar por el jardín riendo alegremente! Se lo imaginó sentado en la hierba arrancando las flores de los bancales para ganar espacio para las vías de su tren de juguete, lo vio subiendo al eucaliptus o trotando a lo largo de la playa sobre el poni que Tom pensaba regalarle. Con qué placer le regalaría esa infancia despreocupada que no pudo darle a Rob porque eran pobres y no poseían nada más que la ropa que llevaban puesta. Con qué gusto se sentiría orgulloso del niño porque quería emular a su madre y quería estudiar en Stanford para hacerse cargo algún día de la Conroy Enterprises. Sin embargo, nada de todo eso llegaría a vivirlo él.

Sus ojos nadaban en lágrimas, y tuvo que inspirar profundamente para dominarse.

Shannon se sentó a su lado y lo abrazó con cariño.

—¡Oh, Tom!

Él presintió lo que pasaba por el interior de ella en esos momentos. Iba a volver a perder a un padre.

«Una segunda oportunidad… ¿Qué no daría yo por eso?», pensó él. «¡Volver a ser un buen padre! Tener más tiempo para mi hijo. Tener más conversaciones con él que nos emocionen a los dos. Estar simplemente ahí, por él. Y por ella, porque amo a Shannon, igual que amo a Rob. ¡Cómo me gustaría hacer de padre cariñoso que ella no tuvo nunca…!».

Tom se pasó los dedos por el cabello.

—¿Shannon? —Ella se incorporó y se lo quedó mirando—. Llévame a casa.

—Voy a llevarte a nuestra casa, Tom. Luego mandaré que traigan tus cosas del hotel. Te mudas con nosotros hoy mismo.

Él presionó la mano de ella.

—Sé que es algo desacostumbrado antes de la boda, pero… ¿podrías venirte a vivir algunos días con Rob y conmigo en la casa de la playa?

Ella esbozó una sonrisa triste.

—No voy a dejarte solo, Tom.