19

Con los ojos enrojecidos, Josh miraba fijamente la hoguera que Colin y Rob habían encendido en la orilla del río Klutina, por debajo del largo glaciar. Percibía las miradas compasivas de ellos a través de las llamas, y leyó una vez más las líneas que había escrito después de la cena.

Mi amada Shania:

La desesperación y la pena me desgarran el corazón. Hoy ha muerto mi mejor amigo cuando se disponía a salvarme la vida. Además de a ti, ahora he perdido también a Ian, que era como un hermano para mí. Solo me queda Randy entre aquellos que he amado alguna vez…

El husky posó la cabeza en la rodilla de él y gimió. Josh le acarició entre las orejas.

Colin volvió a la hoguera, se sentó a su lado sobre los cantos rodados cubiertos de musgo y le tendió a Josh una taza de café. Rob le había vendado la herida de su frente después de sacar a Colin y a Josh de la grieta que había acabado convirtiéndose en la tumba de Ian.

—¿Josh? —Colin le miró de lado—. Rob me ha contado lo que ayer había hablado con Ian.

Josh asintió con la cabeza en silencio. Bebió un sorbo de aquel café que sabía fuertemente a whisky.

—Josh, no os separasteis sin reconciliaros. Ian buscó una vía para que pudierais seguir siendo amigos para siempre…

—Lo he perdido todo. A Shania, a Ian, a Will, a mi familia… —Se vio incapaz de continuar hablando.

Colin le puso la mano en el hombro, pero sin pronunciar palabra.

Josh sabía también lo que quería expresarle con ese gesto consolador: «No podré sustituir a Ian jamás, pero soy tu amigo y tú lo eres mío».

Cuando Skip volvió a sacudirse de un lado para otro en su sitio en el campamento, Shannon apartó el lápiz y el cuaderno. El primer artículo estaba ya casi terminado. Le puso a su hermano la mano en la frente. Estaba helado y sudaba al mismo tiempo.

—¿Skip?

Miró fija y apáticamente al techo de la tienda de campaña y escuchó el sonido de la lluvia, que ya lo había empapado todo desde que Shannon había montado el campamento en el cañón de Keystone. La lluvia tormentosa había provocado peligrosas crecidas del río. El camino por la angosta garganta se había convertido en un arroyo torrencial de montaña. Ella habría preferido continuar cabalgando porque si seguía lloviendo de aquella manera se temía inundaciones, aludes de barro o caídas de rocas, pero Skip se encontraba demasiado débil como para aguantar media hora más de camino. Cuando se detuvieron, él había estado a punto de caerse del caballo.

Extendió la manta y el saco de dormir de ella por encima de él. A pesar de que estaban mojados, las capas adicionales de ropa podían darle algo de calor. Sin embargo, los temblores y las convulsiones terribles no cesaban, y Skip continuaba dando patadas contra el saco de dormir.

Su estado fue empeorando con el paso de las horas. En la ruta se había sentido débil y tembloroso, pero descargar el equipamiento y desensillar los caballos había sido un esfuerzo excesivo para él. Se introdujo en la tienda montada con toda rapidez e intentó abrir con el machete y una piedra una lata de conserva de carne de ternera, pero sus esfuerzos fueron en vano. Ni para eso le llegaban las fuerzas ahora. Ya durante la comida se vino abajo.

Skip estaba enfermo de muerte, igual que hacía unos días en el velero. Alistair se lo había advertido. Con una pequeña dosis de opio o una inyección de morfina, Skip volvería a encontrarse mejor de inmediato.

Shannon respiró profundamente.

«No tengo ni idea de las torturas que está sufriendo por fuerza», pensó angustiada. «No puedo permitirme un debate sobre la vida y la muerte en estos momentos». No, no podía seguir contemplando por más tiempo los terribles sufrimientos que él estaba padeciendo. Tenía miedo por él. No se trataba de ella, ni de Jota ni de su hijo en común. Lo importante aquí era Skip. La vida de él.

—Skip, no sé si puedes oírme, pero tengo que decirte una cosa. Siento lo que ha sucedido. Sé lo mal que te sientes. Y sé que te estarás echando en cara que me estás reteniendo en mi búsqueda de Jota.

Iba a continuar hablando, pero él dijo entre sollozos:

—Me siento tan débil, Shannon. ¡Soy un fracaso de persona!

«¿Y yo?», pensó ella con desesperación. «¿No he fracasado en mis esfuerzos por salvarte? ¿No ha sido en vano todo lo que he hecho hasta el momento por ti?».

Tiró de sus alforjas para acercárselas y buscó en ellas la lata que le había dado el médico del campamento militar. Extrajo la primera de las diez inyecciones de morfina que contenía. Skip la observaba hacer con la mirada afiebrada. Vio cómo encendía un fósforo para desinfectar la aguja. Le retiró las mantas de encima. Con el cinturón le comprimió la circulación del brazo, tanteó la vena y le inyectó la morfina que necesitaba con tanta urgencia para vivir y que, al mismo tiempo, le acercaba un paso más a la muerte.

A la mañana siguiente, Rob siguió a sus amigos en dirección al norte. Dejaron atrás el trineo y pasaron a montar a caballo. Dos empleados de Tyrell & Sons de Valdez les habían traído caballos y mulos para llevar su equipamiento. Se habían puesto en marcha ya hacía unos días, cuando Rob telegrafió desde San Francisco, y habían llegado por la ruta de Valdez.

En compañía de los huskys de Colin y de Josh, que brincaban alrededor de los caballos, siguieron el amplio valle del río Klutina, y Rob estaba sobrecogido por la cantidad de embarcaciones y balsas desvencijadas en la orilla del caudaloso río helado. Colin le contó que los buscadores de oro talaban los árboles de las laderas que tenían sobre ellos para construir las embarcaciones y las balsas con las que transportar su equipamiento por el río. Las primeras tres millas del Klutina transcurrían con una placidez ilusoria, de modo que los hombres movían las embarcaciones por las aguas sosegadas, pero tras un recodo del río les esperaba el infierno: rápidos rugientes de aguas encrespadas, angostos meandros, bancos de arena y rocas en el río contra las que se desmembraban las embarcaciones. Cuando poco después llegaron a las aguas blancas, Rob vio los restos de las balsas encajadas en las rocas. Algunos objetos de los equipos flotaban en las aguas en lugares inaccesibles. Había ropa en jirones colgando de las ramas de árboles caídos en la orilla. ¡Cuántas tragedias humanas se ocultaban tras una bala de tela desgarrada, tras una carga perdida de provisiones o tras una embarcación desmembrada en medio de la naturaleza indómita de Alaska! Ese era realmente un lugar del horror. El capitán Abercrombie y sus hombres habían dado sepultura a los muertos. Los supervivientes, que vagaban sin provisiones por las orillas buscando a sus seres más queridos, eran transportados de vuelta a Valdez por la ruta terrestre. De los tres mil buscadores de oro que habían desembarcado allí el año anterior, solo doscientos habían superado la prueba del Klutina. Colin se preguntó cómo un puñado de cheechakos había conseguido llegar al Tanana atravesando los frondosos bosques de coníferas.

Josh estaba ensimismado. Una y otra vez se volvía a mirar el glaciar que para Ian se había convertido en su gélida sepultura. Tampoco pronunció apenas alguna palabra cuando divisaron el lago que irradiaba una luz de color azul turquesa. ¿Se estaba culpabilizando de la muerte de Ian? Rob no se atrevía a preguntárselo. ¿Qué podría decirle para consolarle?

¡El almuerzo fue toda una experiencia! No lejos del lago, una alemana regentaba un albergue con restaurante. En los últimos años, este restaurante en medio de la naturaleza se había convertido en un punto de encuentro de tramperos y buscadores de oro. La comida estaba deliciosa: Charlotte sirvió sus filetes de oso con salsa de arándanos. Colin puso los ojos en blanco con un gesto de placer y enseguida pidió otra ración para él.

Al tomar el café, Charlotte se sentó en su mesa y les habló de su aldea en la Selva Negra, de su partida hacia Alaska, de su lucha con el Klutina y de la muerte trágica de su marido, a quien había conocido en Seattle. Charlotte lo había enterrado y había construido esa cabaña. Con su servicio de alojamiento con desayuno, ropa de cama limpia y sabrosas comidas se ganaba la vida mucho mejor que buscando oro. No regresaría nunca a casa. En Alaska podía ser lo que ella quería ser: una mujer valiente, una tiarrona. Charlotte, con su valentía, su seguridad en sí misma y su afán aventurero, le trajo a Rob el recuerdo de Shannon, y no pudo menos que volver a pensar en ella como había estado haciendo casi permanentemente en los últimos días. No se sorprendió ni le pareció chocante que ella agarrara la mano de Colin con toda naturalidad y desapareciera con él escaleras arriba en dirección a su habitación, mientras Josh y él se comían sus tortitas de arándanos y se servían otra taza de café. Transcurrió una hora hasta que los dos volvieron a bajar, y los ojos de Charlotte resplandecían como si se lo hubiera pasado muy bien. Colin, todo un caballero, no la ofendió poniéndole el dinero en la mano. Aprovechando un momento en que ella no miraba, deslizó un billete de cien dólares por debajo de su plato y se metió con un talego de café y un saco de harina en la cocina para regresar poco después con los sacos de lino vacíos, que volvió a apilar en las alforjas.

Después de un abrazo cordial siguieron su camino hacia el lago. Cabalgaron a lo largo de la orilla, se metieron por entre nubes densas de sanguinarios mosquitos, hasta que torcieron en dirección al oeste y comenzaron a ascender por un angosto valle boscoso. El zumbido de los pequeños e insidiosos insectos fue dando paso poco a poco al alegre gorjeo de los pájaros.

El paseo a caballo por el bosque fue magnífico. El mito del majestuoso silencio de la naturaleza indómita quedaba rebatido por una verdadera sinfonía de sonidos, desde crujidos y susurros, hasta gorjeos y silbidos que hacían que los huskys subieran como locos a toda velocidad por aquellas empinadas laderas. Cazaron martas cibelinas, visones y zorros. Por todas partes verdeaba y florecía todo, y los animales salvajes, nada temerosos de los seres humanos, corrían casi hasta los pies de los jinetes. Colin disparó a tres marmotas, cuya carne quería cocinar a las hierbas valiéndose de piedras calentadas.

Cuando alcanzaron la cima, volvieron a ver los Montes Chugach que ahora, a comienzos de junio, seguían estando muy nevados. Se dirigieron hacia el norte y volvieron a pasar otra estribación montañosa. En los campos de nieve endurecida se vieron obligados a desmontar y a conducir los caballos por las riendas. Como los animales resbalaban continuamente con sus herraduras, Josh desgarró los sacos de lino vacíos para convertirlos en trapos, con los cuales Colin y Rob envolvieron las herraduras. Los huskys se lo estaban pasando en grande. Corrían aullando de un lado para otro y jugaban a pelearse en la nieve.

Descendieron del otro lado en sus monturas hacia un valle, a través del cual murmuraba un arroyo de montaña. A última hora de la tarde se echaron en la hierba, metieron la cabeza en el agua helada y bebieron con avidez. Tras el respiro volvieron a montar porque Colin quería alcanzar el siguiente valle antes de hacer el campamento para pasar la noche.

En los frondosos bosques de las laderas de las montañas silbaban los azores. El bajo monte denso y cubierto de musgo hacía imposible penetrar por él, de modo que se mantuvieron en un angosto sendero natural que serpenteaba entre las rocas. Las marmotas se avisaban unas a otras de la presencia de los huskys, que corrían a toda velocidad por encima de los prados de montaña para cazarlas. Finalmente montaron el campamento a orillas de un lago de montaña de un color azul oscuro.

Como solo tenían una tienda de campaña para dos, Josh arrojó junto al fuego la manta en la que quería envolverse. Colin y Rob se miraron, dejaron que se desmoronara la tienda y arrojaron sus sacos de dormir al lado de la manta de Josh.

Después de cenar, Josh se sentó con Randy apartado del fuego de campamento. Era su manera de llorar la muerte de Ian. Estuvo un rato sentado, luego se fue a por su recado de escribir para redactar una carta como cada noche. Rob se preguntó cómo se sentiría él si perdiera a Evander. O a Tom.

Durante aquella breve noche, Josh se despertó sobresaltado y gritando, se desembarazó aterrado de la manta de Ian y se dirigió dando tumbos hacia la oscuridad iluminada tan solo por la aurora boreal. Cuando Rob se estaba incorporando para seguirle, Colin le agarró del brazo.

—Déjale, Rob. Tiene que arreglar este asunto, que es personal, y solo podrá hacerlo él a solas.

Pudo oír a Josh llorando en un tono muy bajo. Se recostó de nuevo lleno de tristeza y se puso a observar la aurora boreal que ondeaba y centelleaba en el cielo de color gris apizarrado. Transcurrió un buen rato hasta que Josh regresó y se deslizó bajo la manta. Rob creyó que se quedaría despierto el resto de la noche. Cuando Colin y él abrieron los ojos, Josh estaba preparando el desayuno: tortitas de arándanos y café.

Randy y Shorty estaban disparatados aquella mañana e intentaban animar a Josh. Los perros sensibles sufrían por su tristeza; sin embargo, Randy consiguió hacer reír a Josh con sus trastadas. Después de haber vuelto a hacer una de las suyas, se sentó erguido con las patas firmes en el suelo, y meneando el rabo le enseñó los dientes. ¡Cómo resplandecían sus ojos en ese momento! ¡Su jadeo con la lengua fuera sonaba como si estuviera burlándose alegremente! Y cuando Josh le reprendió, se acurrucó muy pegado a él y lo miró con gesto cándido. Toda la pandilla de canes traviesos, que estaban observando atentamente cómo se iluminaba el semblante de Josh, arrugaron la nariz, le enseñaron los dientes y le dirigieron una sonrisa. Josh acarició a los cinco perros, les acarició la panza y se revolcó con ellos en la pradera. ¡Los perros ladraban, aullaban, gruñían, movían el rabo y reían! Randy emitía unos sonidos que parecían los gorgoritos de un bebé satisfecho. Los huskys riendo… ¡Rob no había visto una cosa así en su vida!

Sin embargo, lo mejor estaba por llegar: Josh dijo «I love you», y Randy respondió con un aullido que sonó a «Ay-ouw-you» seguido de un largo y sentido gemido. Como es natural, Randy no sabía hablar en realidad, pero repetía las palabras de Josh siempre con un «Ay-ouw-you» tan gracioso que a Colin y a Rob se les saltaron las lágrimas de la risa. Ya serios de nuevo, Rob pensó en lo mucho que debió de dolerle también a Josh la pérdida de su fiel Will. Y lo terrible que habría sido para él, si hubiera perdido también a Randy.

Josh se incorporó finalmente entre jadeos, se quitó a Randy de encima y se puso en pie para ayudar a Colin y a Rob a ensillar los caballos. Al ir cabalgando cuesta arriba por un cañón y por la cresta rocosa de un monte hacia el siguiente valle, el paisaje iba cambiando continuamente. Laderas boscosas y desplome de rocas, terrenos de acarreo de rocalla, cascadas, lagunas de montaña, arroyos y cenagales. El descenso al siguiente valle era muy empinado y peligroso, pero Josh consiguió abatir un carnero para la cena con el Winchester de Ian. Desde la siguiente cima divisaron ante ellos una gran extensión de cantos rodados. Se trataba del delta de la desembocadura del imponente glaciar del río Tazlina que iba a morir a un lago destellante. Montaron su campamento nocturno allá abajo, en la orilla. Rob y Josh, que además del trineo habían perdido su equipamiento, tomaron un baño resoplando en aquellas aguas gélidas y lavaron sus cosas, que se fueron secando junto al fuego mientras entraban de nuevo en calor metidos en los sacos de dormir. Entretanto, Colin preparó el carnero. Sazonó la carne con hierbas frescas. La metió en una olla junto con las piedras calientes y puso la olla en las brasas de la hoguera.

Después de cenar, Rob probó suerte como buscador de oro. Se acuclilló con la sartén en el río Tazlina y encontró en efecto un poco de polvo aurífero. Colin le dio unos golpecitos amistosos en el hombro y le ayudó a ponerse en pie: cuando dentro de unos pocos días regresara a Valdez, podía solicitar el registro de propiedad. De todos modos, el oro de la sartén, que tenía un valor de unos dos dólares, alcanzaba para una cena y una noche en el albergue de Charlotte. Mientras tanto, Josh buscó ramas entre las piedras con las que Rob podía acotar su propiedad. Al golpear Rob las estacas con la sartén y anunciar en broma la fundación de la Conroy Alaska Gold Mining and Trading Company, Colin y Josh prorrumpieron en unas sonoras carcajadas, se agarraron del brazo y se troncharon de la risa sobre el cauce del río. Rob soportó la broma de sus amigos con una sonrisa porque estaba contento de que Josh hubiera vuelto a mantener su equilibrio emocional. Luego, en la ronda alegre de póquer, que duró hasta la medianoche, perdió el oro que había encontrado.

A la mañana siguiente, un cañón los condujo cuesta arriba hasta las cimas nevadas. Volvieron a descender al trote a través de un valle con praderas repletas de flores de color púrpura hasta alcanzar el glaciar del Nelchina, cuya morrena siguieron durante una hora antes de atravesar con grandes esfuerzos el torrencial río Nelchina para subir de nuevo a las montañas.

Al día siguiente, por la cara sur de las Montañas Talkeetna, dieron finalmente con el imponente río Matanuska. Una manada de bueyes almizcleros muy peludos pacía con toda tranquilidad a la orilla del río; unas águilas de cabeza blanca flotaban en aquel aire nítido como el cristal, y un oso quedó engullido en el frondoso bosque de coníferas. A la luz deslumbrante del sol, el valle poseía una incandescencia luminosa y llena de un colorido tal que Rob pensó que había comenzado el indian summer tiñendo las hierbas, hojas y flores.

Durante el tardío atardecer, el sol de poniente sumergió las montañas en una luz mágica. Rob no podía apartar la vista de ellas mientras descargaba el equipamiento, desensillaba los caballos y daba de comer a los huskys.

Esa noche, la aurora boreal se deslizaba rápidamente por el cielo en jirones finos como cabellos que arremolinaba el viento. La salida del sol, cinco horas después, fue aún más espectacular si cabe. A Rob le pareció estar mirando en lo más profundo de un ópalo. Un relámpago deslumbrante de luz verde centelleó súbitamente en el cielo oscuro antes de que el sol naciente sumergiera aquella redecilla de nubes en una tonalidad roja incandescente que hizo palidecer la estrella polar. ¡Qué hermosa era Alaska!

Rob bajó el libro que estaba leyendo cuando Josh se puso a tararear una melodía sentado en la cama que estaba al lado de la suya. Cerró el libro que había encontrado hacía unos días en la cabaña, y se volvió a mirarle. Para no despertar a Colin, que dormía en la litera que estaba encima de la suya, preguntó en voz baja:

—¿Es el Sueño de amor, de Liszt?

Josh estaba sentado apoyado con la espalda en la pared, y escribía de nuevo una carta. Randy estaba tumbado entre ellos todo lo largo que era.

—¿Es vuestra canción? —preguntó Rob.

Josh volvió a asentir con la cabeza y siguió escribiendo. Desde que se habían perdido sus cartas a Shania con el trineo, ya había vuelto a escribir toda una pila. Después de una cena le había hablado a Rob de su amor, y también Rob se le había sincerado y hablado de sus sentimientos por Shannon y Sissy. Esa conversación de hacía algunos días les había emocionado mucho a los dos. Esa noche intimaron.

Rob se echó hacia atrás en la cama y fijó la vista en el techo de la cabaña en la que Colin, Josh y él estaban encerrados desde hacía días porque fuera llovía a cántaros. No se les pasaba por la cabeza una ascensión a las montañas donde Håkon y Arne tenían instalado su campamento.

La cabaña pertenecía a una oficina comercial de Brandon Corporation a orillas del Matanuska. Josh los había conducido hasta allí porque esperaba poder completar en ella sus provisiones. Sin embargo, hacía poco que habían atracado y saqueado la oficina comercial.

Era muy dura la vida de un comerciante en mitad de la naturaleza indómita. El verano en Alaska duraba desde finales de mayo hasta comienzos de septiembre. Entonces caían las primeras nieves, y se hacía más difícil procurarse nuevas provisiones o mercancías. Al final del largo invierno, muchas oficinas comerciales poseían solo escasas existencias que había que reponer tras el deshielo: víveres, latas de conserva, ropa, telas, herramientas, equipamiento, armas. Todo lo traían desde San Francisco vía Valdez, el único puerto sin hielo de Alaska. Los comerciales cazaban para su propio consumo; sin embargo, no ponían trampas, pues las pieles las suministraban los tramperos e indios del territorio. Las relaciones amistosas eran vitales si se quería comerciar y sacar provecho del comercio. Josh explicó que los indios se quejaban a menudo de los precios que les ofrecían los comerciantes por las pieles. Más de una vez se habían producido tiroteos por este motivo.

Colin, Josh y Rob se instalaron en la cabaña, vaciaron las escasas provisiones que habían quedado y completaron su equipamiento: mantas, sacos de dormir, tiendas de campaña, ropa, fusiles y munición. La mayor parte de las cosas era para Josh, que solo quiso conservar algunos objetos personales que habían pertenecido a Ian.

¡Qué bueno que era poder lavarse y afeitarse! Tras un corto descanso partieron en busca del comerciante. Como es natural, no lo encontraron en los extensos bosques del valle Matanuska, pero, en cambio, dieron con una manada de caribús. En pequeños grupos habían cruzado a nado el Matanuska, y allí por donde miraran había caribús. Estos renos salían de las aguas frías del río, se sacudían el agua de la piel y permanecían tranquilos ante ellos, sin intentar huir a los bosques. Los grandes machos de ostentosas cornamentas pacían en los prados de la orilla, rodeados por sus hembras y sus crías. Cada vez era mayor el número de ejemplares que salían de los bosques de la orilla de enfrente con gran crujido de ramas, con los mugidos de las hembras y los berridos de las crías. Se metían en el Matanuska y con las cabezas tiesas cruzaban nadando hasta la otra orilla. Como es natural, los perros estaban por completo fuera de quicio. Shorty andaba dando saltos de inquietud y estuvo a punto de tirar al suelo a Rob de las prisas que tenía por lanzarse a la caza de los caribús. Los disparos de sus Winchester pasaron casi desapercibidos en el estruendo de las pezuñas de los caribús batiéndose en retirada y de los crujidos de las ramas pisoteadas.

Abatieron dos caribús y los transportaron a la cabaña. Allí los abrieron y destriparon, y a continuación despedazaron la carne para secarla. Como ya se había puesto a llover a cántaros, no la colgaron como era habitual en las copas de los árboles para dejar que el viento la secara, sino en las vigas del tejado de la gran cabaña de la oficina comercial. Cortaron los perniles en tiras estrechas que colocaron sobre varas de madera para secar encima de la cocina. Al cabo de tres o cuatro días estarían duras y quebradizas, y aguantarían varios meses. Colin y Josh necesitaban la carne seca para el viaje que tenían por delante hasta Nome. Si tenían que ir primero en canoa remando por el río Tanana hasta su desembocadura en el Yukon, tendrían pocas oportunidades para dedicarse a la caza.

Desde ese día llovía a cántaros y estaban sin poder salir de la cabaña. Al cabo de cuatro días de encierro en aquel estrechísimo espacio comenzaron a sentir los primeros síntomas del mal de la cabaña. La presencia permanente de los demás conducía a que se enervaran fácilmente. Un gesto incomprensible, unas palabras mal dichas que estaban pensadas en realidad como una broma amistosa, el cierre demasiado ruidoso de la puerta de la cabaña, todas esas cosas les hacían saltar con facilidad. Colin y Josh conocían los peligros del mal de la cabaña, que ya había provocado alguna que otra tragedia, pero para Rob fue una experiencia nueva ese refunfuñar y estar de morros de los demás. El estrépito con la sartén y la olla, y el estallido de la puerta al cerrarse de golpe le asustaban un poco. Sus movimientos eran discretos y tensos. No discutían entre ellos porque eran conscientes de las trágicas consecuencias que podía tener. Trataban simplemente de permanecer tranquilos y conservar la paciencia. Sin embargo, no paraba de llover.

Josh cerró la estilográfica y se la devolvió a Rob.

Este le hizo un gesto negativo con la mano.

—Quédatela. Has perdido la tuya.

—Gracias. —Josh se la guardó en el bolsillo de su parka.

Rob se incorporó.

—¿Qué le has escrito?

Josh le tendió la carta sin decir palabra.

—Josh, no puedo…

—¡Lee! Y dime si he sabido encontrar las palabras adecuadas. No quiero hacerle daño.

Rob se echó hacia atrás en la cama y leyó la carta que iba a entregarle a Hamish como todas las demás. El anunciante callejero podría entregarle a ella algún día quizá las cartas de Josh. Sus líneas estaban llenas de sentimiento. Era una carta muy triste. ¡Cuánto la extrañaba!

—Tu carta es tremenda. —Rob se la devolvió—. ¡Qué gran amor!

Josh asintió con la cabeza con aire meditabundo.

—¿Y tú? Shannon o Sissy… Serás o cuñado de Colin o cuñado mío. ¿Has decidido ya con cuál de ellas vas a casarte?

Él esbozó una sonrisa apagada.

—Sí.

Josh se incorporó.

—¿Y bien? ¡Vamos, dímelo!

Con todo cuidado, Shannon le quitó el bebé de encima a Bessie, que estaba apoyada en una roca. Tenía la carita todavía aplastada por el parto. El delicado vello de los cabellos había quedado desgreñado después del lavado en el río helado. La pequeña la miraba aturdida. Hacía ruiditos con la boca. A Shannon le entró una cálida sensación en el pecho. En seis meses tendría ella también a su criatura en brazos.

De manera inconsciente se llevó la mano al vientre como si quisiera sentir si había alguien ahí pataleando. Naturalmente no podía percibir nada porque estaba tan solo en el tercer mes de gestación. Sin embargo, sentía que allí había alguien. No estaba sola.

Sujetándolo con ternura en su brazo, acarició a aquel lindo bebé que alargaba sus diminutos puños por el pañal que Shannon había confeccionado desgarrando una de las blusas de Bessie.

—¡Pero qué mona es! ¿Cómo la vas a llamar?

—Bonnie —dijo Bessie sonriendo, exhausta por el parto.

Apoyada sobre una manta enrollada, Bessie se había recostado contra una roca y había rodeado las rodillas con sus brazos al empujar. De esa manera había podido recostarse y descansar entre los dolores de las contracciones. Y cuando apareció la cabecita de Bonnie, Bessie pudo tocar a su hija, antes de que Shannon tirara de ella y se la pusiera encima del vientre. Ese momento fue incomparablemente hermoso y muy emotivo. Shannon había pensado en el próximo nacimiento de su propia criatura, y su corazón se había puesto a latir salvajemente. Las dos mujeres compartieron las lágrimas de alegría y la sensación avasalladora de alivio. Shannon se colocó al lado de Bessie y abrazó a las dos. A continuación cortó el cordón umbilical con su machete, lavó a la niña en el río y la envolvió en una manta caliente. Después dejó solas a la madre y la niña para que las dos pudieran descansar. La inyección de morfina que le había dado a Bessie por los intensos dolores de espalda que sufría, seguía haciendo efecto. Bessie había cargado en la ruta con su máquina de coser Singer junto con el costurero y el pedal, cuando de pronto comenzó a sentir las contracciones del parto. Shannon desmontó inmediatamente del caballo cuando vio caer a Bessie con su pesada máquina de coser a la espalda, y la auxilió en el parto.

—La has tenido estupendamente, Bessie. Incluso sin papá.

—Shannon, espero que encuentres a un papá para tu hijo.

Ella asintió con la cabeza, emocionada.

—Gracias, Bessie. Es muy amable de tu parte.

—Deseo de todo corazón que encuentres al adecuado y que seas muy feliz con él. Y muchas gracias por todo. Has hecho mucho por mí… por nosotras.

—No es nada. —Tras el parto estaba ella tan exhausta como Bessie porque en las últimas cuarenta y ocho horas no había podido pegar ojo. Skip la había tenido en vilo.

—Y dale a tu hermano las gracias por la morfina. Sé lo que ha hecho por mí dándome una de sus ampollas.

—Se lo diré. Se alegrará. —Se inclinó sobre Bessie y le puso a la niña en el brazo—. ¿Me dejas que os saque una foto a las dos? —Sacó varias fotos de Bessie con Bonnie en brazos—. Te enviaré una copia de las fotos. Y también el artículo, claro, en cuanto salga publicado.

—En Nueva York, Chicago y San Francisco —recordó Bessie—. La modista de Seattle que se halla de viaje a Dawson City con su máquina de coser, sus balas de tela y sus revistas de moda para introducir la alta costura en la «París del norte». Y que pare una niña por el camino.

Bessie había llegado a Alaska después de que su prometido la dejara plantada para casarse con otra. Cerró su tienda de Seattle, hizo su hatillo y partió hacia Dawson. A causa de los descubrimientos de oro en el Klondike, esta ciudad situada a orillas del Yukon, la más grande al norte de San Francisco, pasaba por ser una ciudad rica y elegante. Había casinos, salas de baile, teatro e incluso una ópera. Los muebles se importaban desde Inglaterra, la moda venía de París. De todos modos, esta París del norte quedaba sumergida hasta las rodillas en el barro cuando el Yukon se salía de cauce por el deshielo.

En Valdez, Bessie se dirigió a un grupo de buscadores de oro que iban de camino al norte. Los hombres se mostraron dispuestos a llevarla consigo si Bessie cocinaba y lavaba para ellos. Shannon mostró su admiración a Bessie por el valor de encaminarse sola hacia Alaska y de confiar por el camino en un grupo de hombres, de quienes no sabía nada más que sus nombres. Bessie le quitó importancia a este hecho haciendo un gesto negativo con las manos. Cuando un indio que se encontraron en la ruta preguntó a los hombres si les podía comprar a la mujer en avanzado estado de gestación, se quedaron absolutamente perplejos. Un canadiense, Jean Lafleur, procedente de Toronto, explicó al indio que Bessie era una esposa y que por eso no estaba en venta. Shannon conoció a Jean durante el parto, cuando este vino preocupado a ver cómo le iba a Bessie. Jean había servido en el cuerpo de la Policía montada del Canadá, pero sin su chaqueta roja del uniforme ni sus pantalones azules de montar tenía también una buena planta. Era un tipo simpático y un verdadero caballero. ¿Quién sabe? A lo mejor se estaba formando entre ellos un romance aventurero. ¿Llegaría Bonnie a llamarlo algún día «papá»?

—Shannon, te deseo mucha suerte en el parto de tu hijo. Y en la búsqueda de un papá que lo quiera de todo corazón.

Shannon asintió con la cabeza, llena de emoción.

—Cuida bien de tu pequeño tesoro.

—Bonnie es lo más valioso de mi vida.

Shannon besó a Bessie en la frente y acarició delicadamente el cabello sedoso de Bonnie, que estaba durmiendo; luego se irguió.

—Adiós.

Se volvió y se marchó al campamento que habían montado ella y su hermano. Allí estaban los caballos y los mulos, todavía sin desensillar, un montón de equipaje y equipamiento, y su hermano, que la miraba expectante.

Se sentó con gesto de cansancio sobre el tronco de un árbol caído junto a la pila de los sacos de las provisiones. Le dolía la cabeza, y también la espalda. Hacía tres días se había descoyuntado los hombros al cargar las albardas. Skip se encontraba sumamente débil para ayudarla, de ahí que ella tuviera que ocuparse cada día del equipamiento, de dar de comer y de ensillar a los caballos, cargar los mulos, montar la tienda, lavar la ropa, cocinar la comida y fregar la vajilla. Hacía un par de días, el caballo de Skip perdió una herradura, y ella tuvo que herrársela de nuevo. El día anterior se le desgarró una cincha, y ella tuvo que repararla. Con gesto de abatimiento pensaba ahora que lo único que quería era echarse para acurrucarse en la manta, relajar los miembros doloridos y dormir el resto del día. Suspiró cuando Skip se le acercó.

Venía con la camisa arremangada y un brazo completamente estirado. Se sentó en el tronco del árbol junto a ella profiriendo un suspiro, y con la jeringuilla de morfina preparada en la otra mano. Estaba pálido y sudoroso, y le temblaba todo el cuerpo. Había sufrido el último ataque hacía treinta horas, y por lo visto estaba a las puertas del siguiente.

—No logro hacerlo yo solo. No me encuentro la vena.

—¿Cuántas veces lo has intentado?

—Cinco veces.

—Prueba en el otro brazo —dijo ella en tono cansino.

—Ya lo he hecho, ocho veces.

—Déjame ver. —Shannon se deslizó por el tronco del árbol, se arrodilló frente a él y le desató la correa de su brazo derecho. Le arremangó el brazo izquierdo y contempló la curva del codo llena de pinchazos y que presentaba ya varios hematomas. Le ajustó la correa y la apretó de un tirón. Skip presionó los labios—. Bessie te da las gracias por la morfina. —Ella le tanteó el antebrazo con los dedos—. Dame la jeringuilla.

—Ya la he desinfectado yo hace un momento.

Ella buscó a tientas la vena en silencio pero no logró encontrarla. Skip había pinchado ya demasiadas veces con la aguja. Ella le agarró una mano y se la puso sobre la rodilla. Con la mano plana golpeó en el dorso de la mano de él.

—¿En la mano? —preguntó él en voz baja.

—Eso es. —Introdujo la aguja por debajo de la piel con todo cuidado, para no causarle ningún dolor innecesario. Con mucha suavidad preparó la jeringuilla y se divisó un poco de sangre a través del cristal, que se mezcló con el analgésico. Así pues, había dado con la vena. Con cuidado presionó la morfina con el émbolo de la jeringuilla.

Skip se relajó al instante porque sabía que sus dolores cesarían ya muy pronto.

—Gracias.

—No hay de qué. ¿Necesitas algo más? —Él sacudió la cabeza y ella se levantó entonces—. Una pausa breve para tomar un respiro. Cinco minutos. Quiero estar sola.

—Está bien.

—Échate, Skip. Regreso enseguida. —Dejó la jeringuilla vacía encima del tronco del árbol y dio unos pasos. Con las rodillas temblorosas se dejó caer encima de una roca, ocultó el rostro entre las manos y se puso a sollozar desesperadamente. Luego inspiró profundamente y dirigió la vista al norte.

Las nubes habían desaparecido, y por encima de los frondosos bosques de coníferas que se extendían hasta el horizonte, el cielo se hallaba sumergido en la luz dorada de la puesta de sol. La lluvia de ayer había liberado una multitud de fragancias en el aire, el aroma de flores y hierbas y el olor a tierra húmeda. A lo lejos se alzaba la cordillera de Alaska. Por detrás de aquellas montañas discurría por un extenso valle el río Tanana, que desembocaba al norte en el Yukon. Suspiró a la vista de la extensión inconmensurable de Alaska.

En los últimos días había preguntado por Jota a todo buscador de oro que se encontraron en la ruta hacia el norte, pero nadie recordaba haberlo visto. Habían recorrido setenta y cinco millas a caballo, lo cual se correspondía con setenta y cinco días de marcha de los buscadores de oro, ¡y ninguno de ellos había visto a Jota! ¿Acaso no había tomado él esta ruta a caballo?

«Jota, ¿dónde estás? ¿Cómo voy a encontrarte en esta soledad infinita?».

Las pocas perspectivas de éxito en su búsqueda la paralizaron. Luchó desesperadamente por contener las lágrimas cuando se sumió en los recuerdos. ¡Qué enamorados y dichosos habían sido! Pensó en Jota al lado de ella en la cama de Ian, abrazándola y pegándose a ella estrechamente. Podía percibir su aliento en la piel y oler su aroma. Podía sentir cómo le ponía la mano sobre el vientre y decía: «Es nuestro hijo».

Otras imágenes cubrieron este sueño de felicidad. Una manita de bebé agarrándole un dedo a ella, sujetándolo con firmeza y sin soltarlo. Una sonrisa radiante de niño que hacía latir su corazón con más fuerza. Un pataleo enérgico bajo la mantita de la cuna. Berridos y chillidos de felicidad.

Se imaginó a Jota inclinado con cara de orgullo sobre la cuna y sujetando un animal de peluche en la mano. Y vio a Jota tomando a su hijo en brazos y sentándolo sobre sus hombros.

«Bessie tiene razón», pensó ella. «Mi hijo necesita un padre».

Arrojó una última mirada a los bosques infinitos de Alaska, luego regresó donde Skip, que la miraba con consternación después de haber escuchado sus sollozos.

—¿Cuántas inyecciones de morfina nos quedan aún?

—Solo una.

—Eso son treinta y seis horas sin ataques. —El recorrido a caballo, a través del paso de Thompson, rodeando el lago Blueberry y el glaciar Worthington, y atravesando el cañón de Keystone, duraba cuatro o cinco días si se daban prisa y no hacían demasiadas paradas para descansar. Una tortura mortal para Skip. Su hermano necesitaba una cama, un médico y suficiente morfina. Shannon se pasó la mano por la cara—. ¿Cómo te encuentras?

—Ya mucho mejor —dijo él, forzando la voz.

—¿Puedes montar?

Él asintió con la cabeza.

—¿Aguantarás una o dos horas antes de caerte de la montura?

Él volvió a asentir con la cabeza.

—Vamos a regresar —dijo ella en tono decidido—. Vamos de vuelta a Valdez. Caitlin tenía razón: soy egoísta. Perdóname por haber llegado a pensar que serías capaz de soportar la dureza de este recorrido. Me he excedido en mucho.

—¡Oh, por Dios, Shannon! —exclamó él, sacudiendo la cabeza—. ¿Y qué pasa con Jota?

—Puede que no vuelva a verle nunca.

—Me da mucha pena eso.

—Vamos a dejar aquí todo lo que no necesitemos.

Pese a sus preocupaciones y pese a su tristeza por el fracaso de ella en la búsqueda, el rostro de Skip parecía expresar alivio por la decisión de regresar.

—¿Cuándo partimos?

—Ahora mismo.

Josh deambulaba por la cabaña de los dos noruegos con una taza de café en la mano. Las ventanitas tenían vistas al glaciar situado más arriba de la cabaña, y se reflejaba en un lago de montaña. El rumor del río del glaciar penetraba en la cabaña. Una de las ventanas estaba destrozada. ¿Cómo era posible que el oso hubiera entrado por ella?

Josh bebió un sorbo de café. El oso había causado bastantes estragos ayer, mientras estaban en las montañas. Håkon y Arne habían llevado a Colin, Rob y Josh valle arriba para enseñarles la ladera de la montaña que resplandecía en una tonalidad azul y verde, y que, según la apreciación de Rob se trataba de cobre puro con trazas de plata y de oro. ¡Qué hallazgo! Después de estar inspeccionando el lugar durante dos horas por aquella ladera empinada, recogiendo muestras de piedras, Rob estaba ahora completamente seguro de que los prospectores de Tyrell & Sons habían dado con el mayor yacimiento de cobre del mundo. En el camino de vuelta, Rob había hablado con Colin sobre la explotación y el transporte del cobre a San Francisco. En verano serían los caballos de carga los encargados de transportar el mineral hasta el puerto de Valdez, y en invierno los trineos de huskys, puesto que la construcción de una línea de ferrocarril se demoraría algunos años. Cuando regresaron al campamento a última hora de la tarde, echaron de la cabaña al oso que, entretanto, la había desolado por completo.

Josh miró a su alrededor. La cocina de hierro colado del rincón estaba por los suelos y el tubo de la chimenea arrancado. Los mapas que Håkon y Arne habían fijado bajo la viga estaban arrancados y los jirones, diseminados por el suelo al igual que las latas de conserva que el oso había aplastado con los dientes sorbiendo su contenido. Solo las fotos colgadas de las paredes habían quedado intactas en el lugar.

Durante un instante creyó que Colin había gritado su nombre, pero sus huskys aullaban de tal manera ante la inminente partida hacia Nome, que probablemente se había tratado de una ilusión acústica. Se puso a escuchar con atención. No, había oído mal. Quizás había oído a Randy, que no podía contenerse de la alegría de jugar con Rob.

Se detuvo ante la pared de las fotografías y dio un sorbo a su café. Håkon y Arne habían dado muchas vueltas por el mundo. De ello no solo daban prueba las banderolas tibetanas de plegaria desplegadas desde el tejado de la cabaña y tendidas hacia unos montones de piedras del exterior, sino que las fotos y las postales corroboraban también sus viajes a lo largo y ancho de este mundo. En una de las instantáneas podía verse a Håkon montado en su bicicleta por encima del Matanuska helado. Y allí colgaba una foto de San Francisco.

Sacó sus cartas con semblante nostálgico. Desplegó la última y volvió a leerla una vez más.

«Voy a darle las cartas a Rob con la esperanza de que Shania las reciba algún día», pensó con tristeza. «Mis sentimientos por ella son tan fuertes como en aquel entonces en el vestíbulo del hotel Palace, cuando la perdí por primera vez. La llevaré siempre en mi recuerdo a pesar de no tener de ella nada más que el pañuelo con sus lágrimas y un puñado de recuerdos de la época más feliz de mi vida, un puñado de sentimientos, un puñado de lágrimas».

Volvió a plegar la carta.

—¿Josh? —Rob apareció por el vano de la puerta—. ¡Aquí estás! —Él se volvió a mirarle. Rob resopló—. Lo siento, no sabía que…

—No pasa nada. —Puso la taza sobre la mesa de la cocina.

—Colin quiere partir ya. ¿Estás preparado?

«No, Rob. Preferiría regresar contigo a San Francisco. Pero Ian está muerto, y yo tengo que quedarme en Alaska…».

Josh empujó a Rob para salir de la cabaña.

—Anda, si estás aquí. —Colin se lo quedó mirando de arriba abajo—. ¿Todo bien?

—Por supuesto.

Mientras Rob se despedía de los huskys, él dio un abrazo a Håkon y luego otro a Arne.

—¡Que os vaya muy bien, muchachos! ¡Y llevad a Rob a Valdez por caminos seguros!

—Han saqueado la oficina comercial de allá abajo, a orillas del Matanuska, así que de todas formas tenemos que procurarnos nuevas provisiones. Pero no será esta vez en Brandon Corporation. —Arne le dio un empujoncito amistoso a Josh para apartarlo un poco a un lado y se quedó mirando a Colin—. Eso no me lo permite mi jefe.

Josh le agarró de los hombros con tal fuerza que Arne tuvo que arrodillarse profiriendo un gemido. Todos se echaron a reír.

Colin abrazó a Rob.

—Tomarás la decisión acertada.

—Ella no ha dado todavía su «sí».

Colin le dio unos golpecitos en el hombro.

—Lo hará.

Josh le puso la pila de cartas a Rob en la mano.

—Gracias, Rob. Por todo. —Se abrazaron—. Cuando regrese a la gran ciudad del mal, te iré a hacer una visita.

—Y yo te invitaré entonces a una cerveza. Buen viaje, Josh.

Siguió a Colin hasta donde estaban los caballos y se subió a su montura. Hizo un gesto de despedida con la mano, luego hizo girar la montura en medio de los huskys, que saltaban presos de la agitación, y cabalgó al trote con Colin por los prados de montaña, descendiendo por el valle en dirección al norte.