Por el sudeste siguió oscureciéndose el cielo por encima de las Montañas Costeras canadienses y el Pasaje Interior norteamericano, pero Shannon mantuvo imperturbable el rumbo al nornoroeste. Habían alcanzado ya Alaska. Hasta Sitka quedaban tan solo dos o tres horas. Miró a su alrededor con cara de preocupación. Se les echaba encima una tempestad, las nubes tenían un aspecto amenazador, el mar de fondo siguió aumentando, y la vela, tensada al límite del desgarro, capturaba las ráfagas impetuosas. Desmelenada por la tormenta, ella se encontraba en la cubierta, esparrancada, agarrando el timón con las dos manos. No iban a conseguir llegar al puerto de Sitka, tenían que buscar refugio antes. El viento cambió repentinamente y la vela tableteó con tal fuerza que ella temió que se rompiera. ¡Nubes negras al sudoeste!
Se abalanzó sobre el timón y vociferó contra el rugido atronador de la tormenta y del mar:
—¡Skip! —Esperó dos minutos. Tres. Cuatro. Pero él no subía a cubierta—. ¡Skip! ¡Tenemos que dar bordadas! ¡Te necesito en las velas!
La embarcación se escoraba bajo el embate de las impetuosas ráfagas con tanta fuerza que era imposible que él pudiera estar durmiendo en su camarote. ¡Y las olas grandes hacían temblar el velero!
Profiriendo maldiciones dio la vuelta al timón sin soltarlo pero resbalando en la cubierta mojada con las olas. Se inclinó hacia el hueco de entrada al camarote y vociferó:
—¡Skiiiiip!
Le escocían los ojos con la sal de la espuma, y ella no podía hacer nada más que parpadear contra el viento impetuoso. Con una ráfaga de viento que hizo crujir la embarcación al embate de una ola y amenazó con volcarla, estuvo a punto de resbalar por los tablones de la cubierta. Comenzó a llover. Primero envolvió la embarcación una fina llovizna, luego descargó un potente chaparrón. Por el este destellaban ya los primeros relámpagos atravesando el cielo oscuro.
Le costaba mucho esfuerzo mantener bajo control la embarcación con aquellas ráfagas impetuosas procedentes de todos los puntos cardinales. Tenía que dar bordadas y realizar rápidas maniobras de giro, y por esa razón necesitaba a Skip en las velas. ¡Ella sola no podía conseguirlo! Si dejaba el timón, el velero podía zozobrar y naufragar en unos pocos instantes.
—¡Skiiiiip!
El golfo de Alaska se estaba agitando cada vez más, y la embarcación de Shannon crujía entre las olas, cuyo color pasó enseguida del gris pizarra al negro oleoso. Los relámpagos iluminaban el cielo. No podía escuchar los truenos a causa del estruendo que había a su alrededor. ¿A qué distancia podía estar aquella tormenta? Abrazó fuertemente el timón vibrante y dirigió la vista a la punta del mástil parpadeando con la lluvia que caía a cántaros. Una luz azul flameó en torno a la punta del mástil. ¡Un fuego de san Telmo! ¡Aquello no era nada bueno, nada bueno!
—¡Skiiiiip! —vociferó ella con desesperación y se apostó con todas sus fuerzas contra el timón. ¿Estaría herido? ¿O borracho? ¿A qué altura estaría ya en la cabina el agua que había entrado? La embarcación se estaba volviendo más pesada y tarda.
No le quedaba otro remedio que ir a ver qué le ocurría a Skip, pero no podía dejar la embarcación a merced del viento. El Lone Cypress crujía pesadamente, las velas estaban tensas al límite, la proa se estrellaba con violencia contra las olas negras espumosas, pero ella tenía que ir por fuerza donde su hermano. Algo tenía que haber sucedido. La lluvia y la espuma de las olas le azotaban el rostro cuando sujetó el timón con una soga y descendió al camarote dando tumbos.
Resbaló en los escalones y se precipitó abajo en el camarote que estaba fuertemente inclinado y en donde el agua hacía olas de un lado a otro. Skip yacía encorvado en la parte exterior de su litera, que se encontraba por debajo de la línea de flotación. Tenía los ojos cerrados y los labios abiertos. Parecía estar inconsciente.
Shannon avanzó con dificultad hacia él y tiró al suelo los objetos del equipamiento que por el movimiento del velero habían sido arrojados por todo el camarote. Exclamó aterrorizada de pánico:
—¡Skip!
Él no se movió. Ella le agarró de los hombros y le sacudió. La cabeza de él se tambaleó hacia atrás y se dio contra la pared con el embate de una ola que hizo temblar la embarcación. A pesar del terror que sentía se conminó a la calma y a la sensatez. Ella le puso la mano en la frente. Skip estaba completamente frío. Le buscó el pulso pero no llegaba a percibirlo. ¿Era demasiado débil, demasiado lento? O… ¡No, eso no!
Le examinó la nuca. No la tenía rota. Tampoco estaba herido, pues no encontró rastros de sangre en su ropa, pero, en cambio, descubrió un frasquito de heroína.
Alistair McKenzie le había proporcionado suficiente opio para mitigar los síntomas de abstinencia. Confiaba en que ella tendría controlado a su hermano. Skip le había dado el opio antes de zarpar para que ella le administrara su dosis diaria, pero la había engañado. Había entrado heroína a bordo a escondidas.
El corazón de ella se contrajo dolorosamente, y ella luchó contra las lágrimas de la decepción, de la desesperación y de la rabia. «¡Oh, Dios mío, Skip! ¿Qué has hecho?».
Ella se guardó el frasquito, agarró a su hermano de los hombros sin contemplaciones y le puso derecho de un tirón. La cabeza de él bamboleaba de un lado a otro. Le alzó la barbilla y le miró a la cara.
—¿Skip? —gritó airada con los dientes prietos.
Los párpados de él revolotearon. Shannon levantó el brazo y le propinó un bofetón que hizo que se golpeara la cabeza contra la pared. Él suspiró suavemente. Y ella volvió a abofetearle. Skip resbaló en el friso de tablas, cayó en la cama y se contrajo entre gemidos con las piernas encogidas, pero Shannon le agarró de nuevo y lo levantó con ímpetu.
—¡Skip! ¡Tengo que hacer girar la embarcación! ¡Te necesito en las velas! —gritó, y su voz revelaba tensión y pánico. Llevaba demasiado rato ya bajo la cubierta. Una ráfaga intensa, una ola grande, y la embarcación podía zozobrar—. ¡Skip! ¡Vas a venir ahora mismo conmigo arriba! ¿Me has entendido? ¡Skip! ¡Vamos, levántate!
Se echó el brazo de él por encima de los hombros y lo levantó de golpe. Al chocar contra ella estuvo a punto de caer al suelo. Paso a paso luchaba ella arrastrándolo hacia la escalerilla.
—¡Skip! ¡Ayúdame un poco, con esta marejada no puedo llevarte a cubierta! ¡Vamos, muévete!
Remolcar a Skip para subir la escalerilla fue un trabajo duro. Shannon jadeaba por el esfuerzo, pero finalmente lo llevó allí donde quería que él estuviera: junto a la vela. Lo aseguró con una soga para que no saltara por la borda, y regresó dando tumbos al timón para dominar de nuevo la embarcación.
Cuando una ola golpeó con estruendo por la borda salpicando, Skip se bamboleó y tuvo que sujetarse firmemente para no caer a la cubierta inclinada. Ella lo observaba con cara de preocupación. Los movimientos de él eran tardos, le temblaban intensamente las manos pero consiguió ajustar de nuevo la vela. Luego se desplomó junto al mástil y permaneció echado bajo la lluvia torrencial mientras las olas rompían continuamente por encima de él amenazando con arrastrarlo por la borda.
Las olas empinaban la embarcación antes de caer en la siguiente ola haciéndola crujir peligrosamente. El casco vibraba con los empellones de las masas de agua. La tormenta arrancaba la espuma de las olas azotando con dureza el rostro de Shannon. Las islas cubiertas de cedros y las montañas nevadas hacía mucho rato que habían desaparecido tras el horizonte ondulante, y ellos estaban navegando a toda velocidad por la amplitud del golfo de Alaska. «¡No pienses en eso! ¡Mantén solo el rumbo!».
La tempestad duró hasta el crepúsculo. Tras casi cuatro horas de lucha denodada y agotadora por la supervivencia contra las fuerzas de la naturaleza, el viento y el mar de fondo cedieron finalmente, y el Lone Cypress recuperó lentamente la verticalidad. Shannon respiró profundamente, pero para ella no habría todavía ningún descanso en las siguientes horas. Skip se encontraba todavía demasiado embriagado para hacerse cargo de la embarcación. Estaba sentado en el banco de remo detrás de ella y resoplaba exhausto.
Shannon sostenía el timón con los brazos doloridos y miró hacia atrás.
—¿Te encuentras mejor?
Skip asintió avergonzado con la cabeza.
—Lo siento.
Ella respiró profundamente para tranquilizarse, y se volvió de nuevo hacia el timón.
—¿Qué quieres que te diga? —La voz de él sonó débil y temblorosa—. Sé que he puesto en peligro la embarcación. Y que he puesto en juego mi vida y la tuya… y… —Enmudeció.
Shannon se volvió a mirarle. Se sacó del bolsillo el frasquito de heroína y se lo mostró. A continuación lo arrojó por la borda trazando un amplio arco.
—¿Skip? Ahora vas a ir bajo la cubierta y me vas a traer todo el opio, el láudano o la heroína que has traído a bordo. Y la botella de bourbon que está debajo de tu litera. ¿Me has entendido?
—Shannon…
—¿Me has entendido? —le gritó con enfado.
Él se debatió con las lágrimas, pero finalmente asintió con la cabeza.
—¡Tú mismo lo arrojarás todo por la borda! ¡No lo haré yo por ti! ¿Lo has entendido? ¡Tú eres responsable de ti mismo!
Él titubeó unos instantes, pero cedió.
—¡A la orden, capitán!
La aurora boreal fue palideciendo progresivamente a la luz del amanecer, y los icebergs ya no brillaban con una tonalidad verde sino blanca. Era poco más de la una de la madrugada, pero Rob, bien abrigado con su parka de piel, seguía sentado en su litera en la cubierta. Era incapaz de separarse de la visión de los icebergs. ¡Alaska era fascinante!
El frente tormentoso en el golfo de Alaska se había desplazado hacia el oeste. En el cielo brillaban las estrellas por detrás de la aurora boreal, y a pesar del frío gélido se prometía un día bonito y veraniego en Valdez, con temperaturas de unos pocos grados por encima del punto de congelación. El calor abrasador del Outback australiano no afectaba para nada a Rob, pero no estaba acostumbrado al frío gélido de Alaska.
Cuando súbitamente emergió la aleta caudal de una ballena entre los icebergs, él saltó de su asiento y se apresuró a acceder a la borda. ¡La de cosas que había por ver! Rob no podía dejar de mirar con cara de asombro hasta que el barco viró para entrar en el fiordo de Valdez. El capitán apareció en la cubierta para comunicar que llegarían a Valdez hacia las tres de la madrugada, poco antes de la salida del sol. Rob sonrió con gesto satisfecho:
—Entonces sacaremos a Colin, Josh e Ian de sus camas. En cuanto lleguemos a Valdez daremos la señal con la sirena de niebla.
Observó a unos delfines mulares en la proa que nadaban a toda velocidad junto a la embarcación, a leones marinos en las rocas escarpadas de la orilla, y a osos en el litoral por debajo de los frondosos bosques. Un águila de cabeza blanca siguió al barco y voló hacia una cima por encima del fiordo. Pasaron junto a la majestuosa pared de hielo de un glaciar que se partía en el agua. El estruendo de las masas de hielo precipitándose y haciendo borbotear el agua atravesó aquel silencio cristalino. Rob estaba muerto de cansancio, pero se sentía feliz. ¡No eran momentos de pensar en dormir!
Rob comprendió por qué a Valdez la llamaban la «Suiza de Alaska» cuando divisaron finalmente la ciudad a los pies de las montañas cubiertas de nieve. Las cabañas de madera, rodeadas por cascadas rumorosas, recordaban realmente un pueblo de montaña de los Alpes suizos.
Tres hombres esperaban en el muelle a que atracara el yate. Le hicieron señales, acercaron la rampa de acceso a la borda y le saludaron.
—Señor Conroy, bienvenido al otro extremo del mundo. Hay un buen trecho desde las antípodas a este confín del norte.
—Rob. —Conroy le estrechó la mano que le tendía.
—Colin. ¿Qué tal el viaje?
—Fantástico. —Rob señaló al cielo—. La aurora boreal es una belleza impresionante.
—Y este año está más impresionante que nunca. En verano no se la suele ver apenas porque los días son tan largos que el cielo no oscurece del todo.
—Shannon os manda saludos cordiales.
—Así que los dos os habéis conocido —exclamó Colin.
—Estuvimos tres días juntos en la naturaleza.
Le tendieron otra mano, y Rob la estrechó.
—Soy Josh.
—Recuerdos de Sissy.
Josh rio.
—¿No has estado ni seis días en San Francisco y ya has conocido a Shannon y a Sissy? ¡Vas directo al grano!
Su amigo lo apartó a un lado y tendió la mano.
—Soy Ian. —Se rio con sarcasmo—. Y no tengo hermanas.
—¡Eh, Ian! Me alegro de conocerte.
Colin le puso a Rob la mano en el hombro.
—Bueno, entonces vamos a enseñarle Alaska a este australiano. Josh e Ian nos acompañarán a las montañas. Los caballos ya están ensillados, y van a descargar tu equipamiento ahora mismo del barco. ¿Qué tal un desayuno antes de partir? ¿Filetes de reno con patatas asadas y tocino a las tres y media de la madrugada? ¿Con un café? De postre, pastel de arándanos que hizo Ian ayer.
—Perfecto, eso suena muy bien.
Colin le sacudió por los hombros.
—¡Vamos pues!
Después de desayunar, Josh agarró al australiano y lo condujo hasta el trineo con sus perros, que ladraban y saltaban a su alrededor.
—Rob, voy a presentarte de manera oficial. —Silbó entre los dientes—. ¡Randy, ven acá! —Cuando el husky blanco se acercó trotando y se detuvo ante él, Josh hincó una rodilla en tierra y señaló a Rob a su lado—. ¿Me permitís las presentaciones? Randy es mi perro guía. Un tipo estupendo y un buen amigo en quien confiar. Corre hasta desplomarse. Vamos, sé cortés, Randy, y da la patita.
Rob se echó a reír al estrechar la pata del husky, que le miraba con sus grandes ojos azules.
—No me ha ladrado.
—Porque estoy yo. Soy su jefe. Y tú eres un amigo mío. Eso lo percibe él. Cuando no estoy yo, él es el jefe y entonces te lo expresa también de una manera clara y ruidosa.
—Y me tumba a ladridos.
Josh se rio.
—Tiene sangre de lobo en las venas. Si te metes en una pelea en broma con él, puede ocurrir que te dé un mordisco por el entusiasmo con que lo vive, pero no lo hace con mala intención. —Josh tendió a Rob un pedazo de salmón desecado—. ¡Dáselo! Los perros solo reciben comida por las noches, cuando montamos el campamento, pero hoy vamos a hacer una excepción.
Observó cómo Rob daba de comer al husky, luego gritó:
—¡Will, ven acá! —Acarició al husky blanquinegro—. Rob, te presento a Will, que corre por detrás de Randy. —Rob se acercó al perro y le acarició suavemente entre las orejas al tiempo que le daba un pedazo de pescado desecado. Al ladear Will la cabeza, Rob se le acercó más y lo abrazó. Randy saltó irritado y curioso y se acercó a ellos; entonces Rob soltó al husky y le tendió la mano a Randy—. ¡Vamos, ven acá!
Josh se sorprendió mucho al ver que Randy se dejaba abrazar y golpear en los costados por Rob.
—No suele hacer eso. Le gustas.
Colin e Ian se les acercaron.
—Deberíamos partir —dijo Ian con apremio—. El sol se está elevando, se está caldeando el ambiente y se irá fundiendo el hielo del glaciar. Hasta nuestro campamento allá arriba en el hielo hay veinticuatro millas.
—¿Es peligroso el camino? —preguntó Rob, levantándose.
Josh dio de comer a los demás perros y se levantó también.
—Transitar a finales de mayo por un glaciar te puede costar la vida —dijo con gesto serio—. A finales de mayo o primeros de junio siempre hay avalanchas. Hay sol ahora diecinueve horas al día, y el hielo de la superficie del glaciar se funde. En cuanto se oculta el sol en el horizonte, las temperaturas descienden y vuelve a congelarse el agua derretida en la superficie del hielo. En algunos casos, las grietas de los glaciares están cubiertas únicamente por una capa de nieve helada. El camino sobre el glaciar es ahora muy peligroso.
Rob no dio ninguna impresión de estar atemorizado. Preguntó con toda la calma del mundo:
—¿Me dejas que vaya en tu trineo?
—En eso había pensado yo precisamente. Ian viaja con Colin.
—Pues estupendo. ¿Partimos entonces?
Rob se montó en su caballo. Y también Josh se subió a su montura.
—¡Vamos, Randy, Will, Shorty, Jack, Jessy y Jamie! —gritó a los perros, que saltaban y ladraban, presos de la agitación, en torno a los caballos—. ¡Al glaciar!
Trotaron a lo largo del fiordo en dirección al este, pasaron junto a cascadas murmurantes que destellaban a la luz del sol. El aire era fresco, y Josh disfrutó de la cabalgada de dos horas. Una y otra vez atravesaban arroyos que desembocaban en el fiordo, y esquivaban rocas que se habían precipitado montaña abajo. Josh se volvió a mirar desde su montura, y Rob, que había estado hablando un rato con Ian, se le unió. Hasta alcanzar la morrena a los pies del glaciar, Rob le contó sobre sus caminatas de iniciación por la naturaleza indómita de Australia. Josh se quedó fascinado cuando Rob le informó de cómo había dejado absolutamente todo tras él: su equipamiento, su brújula, su reloj. Provisto de una navaja y de un rifle atravesó durante semanas el Outback, cazó canguros y cocodrilos y se alimentó de frutas, frutos secos, gusanos e insectos. De esa manera había atrevesado media Australia a pie, hasta el monolito del Ulurú.
Al pie del glaciar esperaban dos empleados de Tyrell & Sons con los trineos ya cargados y les ayudaron a enganchar los perros. Esos dos hombres llevarían los caballos de vuelta a Valdez.
Josh le tendió unas gafas de esquiador a Rob, quien tomó asiento en el trineo.
—Debido al fuerte reflejo de la luz en el glaciar deberías llevarlas siempre puestas, de lo contrario arriesgarás la vista.
Rob echó un vistazo a los perros que saltaban inquietos y tiraban de las cuerdas de tracción del trineo.
—¿No sería mejor que corriera a un lado?
—¿Por el glaciar arriba? ¿Por la nieve y por el hielo sobre el que corre el agua fundida en algunos tramos? ¡No aguantarías el ritmo de los perros ni cinco minutos! No, siéntate, ponte cómodo sobre los sacos de las provisiones, y disfruta del trayecto. Los huskys lo lograrán, no te preocupes.
—Podríamos turnarnos en la barra de dirección. Colin e Ian también se turnan.
Josh asintió con la cabeza.
—Vale, si quieres…
—Por supuesto que quiero.
—De acuerdo, nos turnamos cada dos horas. —Esbozó una sonrisa—. Pero no te vas a escaquear de cocinar.
Rob rio alegremente.
—No tengáis miedo, tendréis vuestros filetes de canguro a la parrilla.
—Pensé que había cocodrilo para hoy.
—Eso será mañana, para cenar, una vez que hayamos atravesado el glaciar.
—Así se habla —dijo Josh, esbozando una sonrisa—. ¡Randy! ¡Will! ¡Vamos, chicos!
Los huskys se lanzaron con todo su peso contra la correa pectoral, el trineo se movió y comenzó a deslizarse por la nieve cuesta arriba. Josh agarró la barra de dirección, saltó sobre los patines y puso un pie junto al freno. Se mantuvo en el centro blanco del glaciar porque en las márgenes grises que estaban por debajo de las pendientes rocosas había demasiada rocalla en la nieve que se estaba derritiendo. Por allí no quedaba ya ningún paso más en época tan cercana al verano.
Sin embargo, tampoco era fácil el camino a través de la nieve endurecida. Una y otra vez tenían que detenerse y mover con gran esfuerzo los trineos por encima de todo tipo de obstáculos: rocas, rocalla, troncos de árboles, así como dislocaciones de hielo y resquebrajaduras del glaciar. Era una tarea agotadora, y Josh estaba contento de que Rob colaborara. Mientras realizaban esos esfuerzos apenas hablaban entre ellos. Se entendían también sin palabras, y Josh estaba asombrado de lo bien que se comunicaba Rob con los perros cuando conducía el tiro empuñando firmemente la correa de Randy, mientras Josh empujaba el trineo con todas sus fuerzas. Randy parecía haber aceptado a Rob, pues una y otra vez miraba dónde estaba él, y le dirigía una sonrisa alegre cuando lo veía.
A pesar de todos los esfuerzos apenas conseguían avanzar más de una milla o dos por hora. Hacia el mediodía se volvió más transitable la vía hacia el norte. Tan solo les bloqueó el camino un bloque helado, y Rob pudo subirse al trineo y descansar un poco. Se había pasado la noche en blanco y se encontraba ya bastante cansado.
Poco después, el terreno se volvió más llano y el trineo más rápido. Solo los crujidos de los patines, las pisadas en la nieve endurecida y el jadeo de los huskys quebraban el silencio entre las pendientes cubiertas de nieve a ambos lados del glaciar. Rob tenía la cabeza ladeada y presumiblemente tenía los ojos cerrados por detrás de sus gafas para la nieve. ¿Se había ovillado? Josh se volvió a mirar atrás, al otro trineo que conducía Ian. También Colin se había acurrucado delante de él por encima de los sacos con las provisiones y dormía. Colin y Rob no se despertaron hasta que se puso a nevar ligeramente un poco más arriba en el glaciar.
Rob se incorporó y miró con curiosidad a su alrededor.
—¿Has dormido bien? —preguntó Josh.
Rob se volvió a mirarle.
—Lo siento.
—¿Y eso? Estabas agotado. Un conductor de trineo no debe mostrar ninguna debilidad. Los perros le ven como al jefe, y cuando está cansado, poco atento o se muestra inseguro, los perros se dan cuenta inmediatamente y se confunden y no reaccionan entonces a las órdenes. Eso puede ser un peligro mortal en mitad de la naturaleza. Así que duerme si estás cansado.
—¿Quieres que nos turnemos?
—Una pausa breve para darme un respiro no estaría nada mal.
—Para entonces.
—¡Boaa! —vociferó Josh, y los huskys se detuvieron. Randy se volvió a mirar con curiosidad cuando Rob saltó del trineo y se montó encima del patín, mientras Josh se acomodaba en su lugar en el trineo.
—¡Mush! —Cuando Rob soltó el pedal del freno, los huskys se arrojaron hacia delante para tirar. Ladrando saltaban por encima del hielo que ahora estaba cubierto con una fina capa de nieve.
—¡Lo haces estupendamente! —exclamó Josh hacia atrás.
Rob se inclinó a un lado, se puso las gafas de esquiador en la frente y parpadeó. En aquella luz difusa, entre las nubes de nieve, el glaciar destellaba deslumbrando.
—¡Ponte de nuevo las gafas! Esta luz es cegadora. Te arriesgas a quedarte ciego de por vida. —Cuando Rob volvió a colocarse inmediatamente las gafas de esquiador, preguntó Josh con inquietud—: ¿Qué sucede?
—Uno de los huskys se está desangrando. Me parece que es Will.
—Para.
—¡Boaa! —vociferó Rob, y los huskys ralentizaron la marcha hasta detenerse por completo.
Josh saltó del trineo y se dirigió hacia los perros entre la ventisca. En efecto, los rastros de Will estaban ensangrentados. Se arrodilló al lado del husky que gemía y le examinó las patas.
—En el trineo hay una lata de aceite de foca. ¡Tráemela, por favor!
Rob regresó al trineo y volvió poco después con la lata.
—¿Esta de aquí?
—Sí. —Josh cogió el aceite de foca que le tendía Rob y frotó las patas de Will que el hielo endurecido del glaciar había desgarrado. A continuación tendió a Rob la lata abierta—. Continúa tú. A todos los perros. Voy a por los botines.
—¡Boaa! —Ian detuvo su trineo junto al de ellos, y Colin y él saltaron—. ¿Qué pasa?
—A Will le sangran las patas.
También Colin se puso a buscar en su trineo los patucos de piel para las patas de los perros, mientras Ian avanzaba examinando a los huskys, que gemían agitadamente.
Josh arrojó el saco con los patucos al lado de Rob.
—Encárgate de Randy, Will y Jack, yo me ocupo de los demás. —Rob pilló algunos patucos para el perro guía. Josh se arrodilló a su lado y le puso a Shorty el primer par de botines—. Mantienen calientes las pezuñas sensibles y les protegen de la dureza cortante del hielo del glaciar.
Ian se les acercó cuando estuvieron listos. Miró a Rob a la cara y le quitó la capucha de la cabeza. Sin pronunciar palabra, agarró la lata de aceite de foca y le untó a Rob la cara quemada por el sol.
—En Australia quizá pueda pasarse uno sin protección solar —dijo, repartiendo generosamente la grasa por la frente de Rob—. Pero en Alaska, no.
—Es que soy un cheechako —dijo Rob.
—¡Bah, bobadas! —Ian cerró la lata—. Te entiendes con los perros, y sabes manejar el trineo. Además eres un tío cojonudo.
—Tú también, Ian.
Josh se preguntó de qué habrían hablado Rob e Ian mientras cabalgaban en dirección al glaciar. Le puso a Rob la mano en el hombro.
—¿Quieres seguir?
—Por supuesto. Descansa, Josh.
—¡Pues adelante entonces!
Rob montó sobre los patines, mientras Josh se acomodaba en el trineo.
—¡Mush! ¡Randy, Will, Jack, vamos, vamos!
La ascensión a la cima era muy empinada, y el viento les soplaba de cara en forma de tormenta de nieve gélida. Los cristales de la nieve se les quedaban pegados en las cejas y las barbas insensibilizándoles las caras. Josh extrajo uno de los sacos de dormir de piel de conejo de entre el equipamiento y se embutió en él.
—¿Va todo bien? —exclamó hacia atrás.
—Perfectamente.
—¿Cómo te sientes?
—Como un congelado.
Josh se echó a reír.
—¡Oye, esto es el verano aquí! ¿Qué dirás cuando sea invierno? Entonces hará frío de verdad.
—¿Cuánto frío?
—En Fort Yukon vivimos Ian y yo una vez sesenta y dos grados bajo cero. Aquello sí que era frío. Con esa temperatura te quitas los guantes y se te congelan los dedos, la piel te arde como si estuviera en llamas, y te duele al respirar. En verano, en cambio, hace calor. Se llega hasta los treinta y ocho grados a la sombra.
—Bueno, eso puede aguantarse sin problema —dijo Rob con guasa—. Cuando estuve en el Ulurú, teníamos cincuenta y ocho grados a la sombra, solo que no había ninguna sombra por los alrededores.
A última hora de la tarde llegaron finalmente al campamento, que estaba montado a la altura del glaciar.
—¡Qué vistas más buenas! —exclamó Rob con tono de asombro al contemplar las cimas nevadas.
Luego ayudó a Josh a ocuparse de los perros que de inmediato se agazaparon en una hondonada y se taparon los hocicos con los rabos peludos. Todos juntos montaron las tiendas y sacaron las mantas y los sacos de dormir de los trineos. Valiéndose de un pedazo de corteza, Josh encendió el fuego de campamento con la leña que apilaron enseguida, y se arremolinaron todos en torno al fuego para la cena. Rob asó unos filetes de canguro y unas patatas con tocino, y Colin se fue a buscar cuatro botellas de cerveza de su trineo. Más tarde, tomando ya café y pastel de arándanos, Ian sacó su baraja, y estuvieron jugando al póquer y charlando hasta que los huskys comenzaron una pelea violenta. El tono de los ladridos aumentó cuando Orlando y Randy se enzarzaron. Josh y Colin no daban abasto para tranquilizar a los perros. Cuando finalmente se calmaron de nuevo, los hombres se tumbaron otra vez junto al fuego, se embutieron en sus sacos de dormir y siguieron hablando todavía un rato antes de meterse en sus tiendas. El sol seguía estando muy alto en el cielo.
En cuanto Shannon maniobró el Lone Cypress hacia el muelle, Skip bajó la vela y la embarcación redujo velocidad. Virando el timón, hizo girar la embarcación para abarloarla. Mientras el velero estaba aún deslizándose lentamente hacia el muelle, su hermano saltó a tierra para amarrar los cabos a proa y a popa. ¡Valdez, por fin!
Arrió con gesto alegre la vela ondulante, cogió su Winchester y saltó también a tierra. Skip la elevó entre sus brazos, le dio unas vueltas entre risas alegres y la dejó de nuevo en el suelo. Después de nueve días en el mar, dio tumbos como si estuviera borracha al tocar de nuevo la tierra firme con los pies. Tuvo que sostenerse en Skip para no caerse.
Ella miró atentamente a su alrededor después de haber divisado anteriormente el yate de Rob en el puerto. Sin embargo, no conocía a ninguno de los hombres que les miraban con cara de curiosidad. ¿Se habrían puesto Colin y Rob de camino a través de los Montes Chugach? Y otra pregunta la tenía también en vilo: ¿seguía Jota en Valdez? ¡Esperaba tanto encontrarle!
A grandes zancadas siguió a Skip a lo largo del muelle y entregó un puñado de monedas a un chico que haraganeaba por allí para que vigilara la embarcación y las provisiones. A continuación se dirigió con su hermano hasta el puesto comercial de Tyrell & Sons, que no se encontraba ni a cien pasos de distancia. El edificio tenía dos plantas, igual que todas las casas en Valdez. La nieve solía rebasar los diez pies de altura en Valdez, y por este motivo solo podía salirse de las casas por la puerta situada en la planta de arriba en el caso de una gran nevada. Entonces había que excavar todo un laberinto de túneles en la nieve entre las casas.
La tienda y la estafeta de Correos estaban cerradas. Un letrero colocado junto a la puerta aclaró a Shannon los horarios de apertura.
—¿Qué hora es realmente? —preguntó ella.
Skip sacó su reloj del bolsillo del pantalón del uniforme de Aidan. Al igual que ella, llevaba por encima una parka con flecos y bordado de perlas.
—Van a ser las diez.
—¿De la mañana o de la noche?
Skip se echó a reír.
—De la noche.
—¿Es viernes? Desde la tempestad ando un poco despistada con los días y las horas.
Skip asintió con la cabeza, pero prefirió no hacer ningún comentario al respecto.
—¡Introduzcámonos en la emocionante vida nocturna de esta localidad! Vamos al bar del pueblo. —Ella señaló una casa grande con el tejado cubierto de vegetación por detrás de la oficina comercial de Brandon Corporation.
A algunos pasos de distancia estaba el gigantesco campamento de los buscadores de oro que iban a partir hacia el norte por la ruta de Valdez. Una brisa suave esparcía el humo de las hogueras por las calles. En algún lugar aullaba un husky a la luna, que estaba saliendo en esos momentos, y toda una jauría se añadió a los aullidos que resonaban por las laderas de las montañas y que rebotaban en la superficie del fiordo.
El bar del pueblo estaba tan lleno que tuvieron que entrar abriéndose paso a empujones. Shannon dejó vagar la mirada por el local en busca de Jota. En la barra se concentraban docenas de hombres, la mayoría de los cuales hacía bastante rato que habían dejado de estar sobrios. En el otro extremo del local, más allá de las mesitas redondas, había unas mesas en las que se estaba jugando al póquer y a la ruleta. Encima de ellas había saquitos con polvo de oro junto a las balanzas. Los gritos de los espectadores que se apiñaban al lado de las mesas de póquer delataban que los envites se situaban ya entre los diez mil y los veinte mil dólares. En la pista de baile se arremolinaban los hombres con exclamaciones de alegría bailando al son de un piano ligeramente desafinado. Como había poquísimas mujeres, algunos de los caballeros se habían atado unos trapos de colores en el brazo y figuraban entonces, durante el baile, que eran damas.
Jota no estaba allí.
—¡Sentémonos! —Había tanto ruido que ella tuvo que decirlo a voz en grito. Señaló una mesita cerca de la barra.
Mientras se dirigían para allí, ella tuvo que rechazar a una horda de hombres que le pedían un baile. A nadie le importaba nada aquí que ella llevara pantalones y una chaqueta con flecos; daba igual, ¡era una mujer y punto! La aglomeración en torno a su mesa era tal que era inminente que se produjera alguna pelea.
Skip, que observaba aquel tumulto con cara de preocupación, se quitó la parka y la colgó del respaldo de la silla. Se sentó frente a Shannon con el uniforme de comandante del ejército de Estados Unidos con un Colt en la cartuchera, se cruzó de piernas con desenvoltura, balanceó la bota colgante y miró a su alrededor. El revólver causó sensación. La calma volvió a reinar ipso facto.
Mientras ella se desabrochaba la cartuchera con su Colt para dejarla enrollada encima de la silla que tenía a su lado, el camarero se abrió paso por entre la multitud.
—Un bourbon —pidió Skip, y Shannon añadió:
—Un café.
Poco después regresaba con el bourbon para Skip y el café para Shannon. Sin mediar palabra se acercó el bourbon para ella y desplazó el café al sitio de Skip.
—¡Oye! —dijo él en tono de protesta.
—Me lo has prometido.
Skip puso los ojos en blanco un momento con aire agitado y dio un sorbo al café.
Un hombre uniformado se acercó a su mesa.
—¿El comandante Aidan Tyrell del ejército de Estados Unidos?
Skip levantó la vista.
—¿Sí?
—Capitán Abercrombie de la sección de pioneros, señor. —Saludó militarmente en seco. A continuación tendió la mano a Shannon—. Señora.
Ella le hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza.
—Capitán.
Skip señaló la silla que quedaba libre.
—Siéntese, por favor.
—Gracias, señor. —El capitán Abercrombie tomó asiento en el canto de la silla con la espalda tiesa—. Por desgracia no ha llegado usted a tiempo de ver a su hermano Colin, señor. Ha partido esta mañana a las cinco con sus huskys hacia los Montes Chugach.
—¿Por la ruta de Valdez?
—Eso no lo sé, señor.
«¡Colin y Rob no estaban ya en Valdez!».
El capitán Abercrombie carraspeó.
—Señora, el comandante Tyrell me ha puesto en conocimiento de que usted desea realizar una expedición para la National Geographic Society.
Ella asintió con la cabeza.
—Al río Tanana.
—Están listos los caballos, los animales de carga, la tienda y el equipamiento que su hermano solicitó, señora. ¿Cuándo desea partir?
—Mañana al mediodía, creo. Mi hermano y yo tenemos todavía algunos asuntos que resolver en Valdez.
—¿Necesitan una habitación en el hotel?
—No, dormiremos a bordo.
—¿Puedo hacer algo por usted, señora?
—Sí, capitán, por favor. Estoy buscando a una persona…
No se había puesto todavía el sol, y dentro de la tienda había todavía luz cuando Josh se introdujo en ella trayendo detrás de él a Will.
Rob ya se había acurrucado dentro de su piel de conejo. A su lado estaba sentado Randy encima del saco de dormir de Josh. El perro guía que estaba acostumbrado a dormir junto a él miró con gesto algo irritado al verle entrar con otro perro en la tienda. Le ladró con enfado.
—¡Cierra el pico, Randy! Tú duermes conmigo. Will dormirá con Rob. —Al incorporarse este con gesto perplejo, dijo entonces—: Va a hacer frío esta noche. Te mantendrá caliente. Si le rodeas con tu brazo, se quedará echado completamente quieto. Y si te ocupas de las heridas de sus patas, será tu mejor amigo.
—Lo haré. —Rob quitó los patucos al husky y le examinó la pata herida. Al gemir suavemente Will, Rob le dio unos golpecitos en los costados, y el perro volvió a tranquilizarse.
Josh se quitó los mocasines y se embutió en el saco de dormir. Nada más levantar el brazo, Randy posó el hocico encima de su estómago sin perder de vista un solo instante a Rob y Will.
—¿Cómo estás? —preguntó Josh.
—Estoy muy cansado —dijo Rob, bostezando con ganas—. Alaska es maravillosa. Comprendo que te hayas marchado de San Francisco y que hayas regresado aquí.
—No ha sido una decisión fácil —confesó él, y le contó a Rob la noche de su partida, el infarto de corazón de Charlton y las lágrimas de Sissy. Siguieron hablando un rato sobre los sentimientos de Rob por Sissy, que eran intensos y confusos, pero su lengua se fue haciendo cada vez más pesada y sus pensamientos más lentos. Acabó quedándose dormido.
Randy saltó con gesto irritado cuando Josh se tumbó boca abajo y se puso a buscar en su bolsa los utensilios para escribir. Acarició al husky.
—Buenas noches, chaval. Que duermas bien.
Y comenzó entonces a escribir otra carta. Era ya la sexta.
Mi amada Shania:
Me encuentro ahora de camino hacia el norte, hacia la naturaleza indómita. No me queda ya ninguna esperanza de volver a verte. Pero esta no es ninguna carta de despedida, sino que no quiero que pienses que te he olvidado. Te escribiré todavía muchas cartas, como he hecho en estos últimos seis días, pero no llegarán a tus manos y no las leerás jamás. Shania, me siento solo y perdido en esta inmensidad, y no sé cómo resistiré los próximos años sin ti. Te veo cuando cierro los ojos antes de quedarme dormido. Te siento a mi lado, huelo tu aroma, pero cuando extiendo la mano hacia ti, tú no estás. Shania, ¡te extraño tantísimo! Lo que queda son los recuerdos de la época más hermosa de mi vida, la que he pasado contigo. Me acuerdo de…
Se había consumido la tinta de la estilográfica. Josh la desenroscó. Estaba vacía. Y el frasquito con la tinta helada estaba fuera, en el trineo. Josh puso a un lado la pluma y removió entre sus cosas en busca de un lápiz.
—¿Josh?
Se incorporó y miró en dirección a Rob.
—¿Qué haces?
—Estoy escribiendo una carta. ¿Me puedes prestar un lapicero?
Rob desplazó a Will a un lado para acercar su saco. Finalmente le tendió su estilográfica y observó a Josh, que dirigía la atención de nuevo a la carta.
—¿A quién estás escribiendo?
¿Cómo debía definir a Shania? ¿Su novia, su amada, su mujer? Ninguna de esas designaciones haría justicia a su relación con ella. Ella era todo eso y mucho más todavía.
—El amor de mi vida.
—¿El amor que has dejado en San Francisco? —preguntó Rob en un tono suave—. Ian me lo ha contado.
Josh no pudo sino asentir.
Rob pudo imaginarse lo que se estaba cociendo en su interior.
—Lo siento.
—No pasa nada.
—¿Quieres hablar sobre eso? —preguntó Rob al cabo de un rato.
Lo que necesitaba en esos instantes era un amigo que sencillamente le escuchara. Un amigo como Ian. Le contó a Rob su primer encuentro frente al hotel Palace, su búsqueda y la correspondencia a través del anunciante callejero. Y mientras hablaba le fueron viniendo todos aquellos maravillosos recuerdos, todas las hermosas vivencias que habían compartido juntos, todos los sentimientos entre ellos, el deseo, el amor y la felicidad. Y luego la amarga decepción cuando ella no aceptó su proposición de matrimonio, se levantó llorosa y lo abandonó. Le contó a Rob su desesperación por haberla perdido frente a él, el tipo con corazón y cabeza, y Rob permaneció en silencio, emocionado. Al cabo de un rato murmuró con aire meditabundo:
—¡Perder un amor así! ¿Sabes quién es él?
—No.
—Ella no leerá jamás estas cartas. —Rob se volvió de costado y apoyó la cabeza en la mano—. ¿Y si se las entrego yo a Hamish? Estoy alojado en el Palace.
—¿Lo harías? —preguntó Josh con emoción—. Quizá regrese ella allí y él pueda darle las cartas. Sería tan importante para mí que ella pudiera leerlas. —Ya no podía pronunciar ninguna palabra más. Giró la cara hacia la carta para que Rob no viera lo emocionado que estaba.
Shania, un buen amigo se me ha ofrecido para llevarse a San Francisco las cartas que te he escrito y entregárselas a Hamish. No soy capaz de expresar lo feliz que me hace esto. Cuando él regrese dentro de unos días, le daré toda la pila de cartas y seguiré camino hacia el norte.
Josh devolvió a Rob la estilográfica.
—Gracias.
—Si necesitas a un amigo con quien hablar…
Josh permaneció en silencio unos instantes.
—Se está quebrando mi amistad con Ian —dijo finalmente.
A primera hora de la mañana, Ian y él habían vuelto a tener un rifirrafe en el bar del pueblo. Ian estaba en el muelle aguardando la llegada del barco de Rob, que acababa de entrar en el fiordo. Ya se podían distinguir sus luces de posición. Ian había hablado con el capitán de un barco que poco antes había llegado procedente de Nome, y se enteró de que habían encontrado más oro en la playa de Nome. Regresó al bar en el que, todavía a las dos de la madrugada, se seguía bebiendo, riendo, jugando y bailando animadamente, e informó a Colin y a Josh sobre los hallazgos de oro. Josh decidió partir con Colin hacia Nome justo después de mostrarle a Rob el yacimiento de cobre en las montañas. Ian debía acompañar a Rob de vuelta a Valdez. Ian se enfadó con ese plan porque en realidad era él quien debía acompañar a Colin a Nome, pues era él quien ahora hacía el trabajo de Josh, él era el responsable de la Brandon Corporation en Alaska. Ian había alzado mucho la voz, y Josh había dado un puñetazo en la mesa haciendo sonar los vasos:
—¡Ya basta, Ian! —Colin intervino pidiéndole un baile a Ian. Con una danza se le bajarían los humos a Ian antes de que la discusión de los dos amigos desembocara en una pelea. Ian, sin embargo, replicó en tono insolente:
—¡Antes tengo que pedirle permiso a mi jefe!
El rifirrafe con Ian afectó mucho a Josh. Sabía que iba a perder a su amigo.
—Lo sé —confesó Rob—. Ian y yo estuvimos hablando durante la cabalgada al glaciar. Ian me confió que no se encuentra a gusto en esta situación.
—¿Le has ofrecido algún trabajo?
—Él me preguntó y yo le dije que no le pagaría más del salario que tú le das: un millón en cuatro años y otro millón más si él tiene razón y encuentra oro en el Tanana. Josh, me habría gustado pagarle más a Ian para incitarle a trabajar para mí, pero eso no me habría parecido muy limpio. Quiero que Ian, independientemente de su salario y de su carrera, pueda tomar una decisión de cómo va a comportarse frente a ti. Él ha decidido trabajar para mí para salvar su amistad contigo.
Josh tuvo que respirar profundamente antes de poder responder.
—No sé qué decir —salió de sus labios—. Sé que le voy a perder, pero quizás esa sea la única vía para salvar lo que todavía puede salvarse.
—Esas mismas fueron sus palabras —dijo Rob en un tono suave—. Ian me ha pedido que hablara contigo. Él tenía la sensación de no poder conseguirlo. Creo que sabes lo que quiero decir.
—Ian y yo estábamos muy unidos.
—Como hermanos, dijo él.
—Cierto. —Josh recordó cómo Ian le había salvado la vida cuando se precipitó al agua del Tanana por una resquebrajadura del hielo y estuvo a punto de ahogarse. Ian lo había sacado de las aguas heladas con su trineo de huskys. Fue él quien le arrancó las ropas congeladas del cuerpo y quien le calentó con el calor de su cuerpo. Fue él quien habló constantemente con él para que, a pesar de su agotamiento, permaneciera en vigilia, le dio de comer una sopa caliente y no se separó de su lado ni un momento. ¿Podía un amigo hacer algo más por el otro?
—Ian quiere regresar conmigo a San Francisco —dijo Rob, arrancándole de sus pensamientos—. Tom y yo tenemos muchas cosas que hablar con él.
—Está bien.
—Mañana por la noche quiere hablar largo y tendido contigo de todo esto. Quiere decirte lo importante que es para él la amistad que te profesa. Le duele lo que ha sucedido entre vosotros estos últimos días. Quiere reconciliarse contigo antes de marcharse.
Josh asintió despacio con la cabeza.
—Y yo con él.