Shannon se movía entre risas y con los brazos extendidos por la pradera de la hacienda de San Rafael. Iba observando al mismo tiempo las mariposas que se arremolinaban unas alrededor de las otras a la luz de la puesta de sol. Bailaba con una ligereza ingrávida igual que bailó aquel día con Jota el Sueño de amor.
«Voy a viajar a Alaska», se decía a sí misma con alegría. «Voy a volver a ver a Jota. Le hablaré de nuestro hijo. Y le preguntaré si nos quiere tener a los dos con él».
La vela blanca que había divisado en el horizonte durante el crepúsculo enfiló directamente rumbo a la casa y se acercaba con mucha rapidez. Eso significaba que Skip había recibido su nota.
Tras el descenso del Monte Tamalpais pasó allí una tarde con Rob junto al fuego de la chimenea. Esa mañana él había regresado a San Francisco después de un apasionado beso de despedida. ¿Había escuchado él, como ella, durante la noche, un suave andar a tientas de unos pies descalzos frente a la puerta del dormitorio de él? Sin embargo, ninguno de los dos se había metido en la cama del otro. Durante el desayuno ella le había dicho que quería pasar unos días más en la cabaña, y le había dado una carta para Skip. Además del velero, su hermano le traía el equipamiento para Alaska. Shannon corrió al embarcadero para el amarre. Mientras Skip arriaba las velas, ella saltó a bordo.
—Eh.
Él se quitó los guantes.
—Eh.
—¿Lo tienes todo?
—He saqueado tu habitación. Ven bajo la cubierta.
La puerta de entrada al camarote era tan baja que había que agachar la cabeza para entrar. El equipaje estaba apilado entre las dos literas. Había objetos del equipaje apilados incluso en la mesa de navegación. Tan solo el lavamanos, la pequeña cocina y la diminuta nevera estaban libres de objetos.
—He cogido la vieja equipación de invierno de Colin. —Skip sacó una parka guarnecida de flecos y unos mocasines y volvió a meter las dos cosas a la vez en la bolsa. Shannon miró a su alrededor.
—¿Botas para la nieve? ¿Gafas para la nieve?
—Sí.
—El Winchester lo tengo yo aquí. ¿Te has traído mi Colt?
Skip señaló a la cartuchera que estaba encima de la colcha.
—Está todo ahí: el revólver, la munición, el machete, la cantimplora, la manta de lana, el saco de dormir, una mosquitera, una linterna, vajilla de hojalata, cubiertos, utensilios de costura, herramientas, mapas, una brújula. Las provisiones las he apilado debajo de las literas, ¿lo ves? Café, azúcar, harina, sal, latas de conserva. En Valdez nos aprovisionaremos en nuestro establecimiento comercial para el camino a caballo. Lo que no encontremos allí, nos lo podrá proporcionar Colin. Él está en Valdez y está esperando a Rob para conducirle a través de los Montes Chugach hasta el yacimiento de cobre.
Ella frunció la frente.
—¿Has dicho «nosotros»?
—No pude reservar ningún pasaje a Valdez para ti. Los barcos ya tienen todo el pasaje cubierto para las próximas semanas. Cada vez hay más cheechakos que quieren ir a Alaska a buscar oro. Así que tendremos que navegar hasta allí en tu velero. Y yo voy contigo.
—¡Olvídalo! —dijo ella, negando con la cabeza—. Puedo navegar sola.
—Ya sé que puedes. —Skip puso los brazos en jarras—. Sé razonable, Shannon. Son más de mil seiscientas millas marinas hasta Valdez. Nos turnaremos al timón cada tres horas. Con vientos buenos podemos llegar a Alaska en nueve o diez días. ¿Quién sabe si Jota se encontrará todavía en Valdez? ¿Qué ocurre si ya ha partido hacia el norte? ¿Tienes alguna idea de lo grande que es Alaska? Si colocas el mapa de Alaska por encima del de los demás estados norteamericanos, aquella naturaleza inexplorada e indómita alcanza desde Florida hasta Tejas y de Chicago hasta Nueva Orleans. He mandado un telegrama al capitán Abercrombie; es el oficial jefe del ejército de Estados Unidos estacionado en Valdez. Le he anunciado nuestra llegada para el próximo viernes. —Skip extrajo el uniforme de Aidan de un saco de viaje—. He firmado como comandante A. Tyrell.
—¿Y si descubre que Aidan está encerrado en Alcatraz?
—No se enterará —la tranquilizó Skip—. Me contestó que pondrá a nuestra disposición una tienda de campaña, dos caballos y cuatro mulas para el camino de Valdez. Y ha preguntado si necesitamos una escolta armada para nuestra expedición al servicio de la National Geographic Society…
—¡Skip! —Ella sacudió la cabeza. Hacía meses que había rechazado esa expedición al Klondike—. ¿Qué hay de William Randolph Hearst?
—Envió un telegrama de vuelta inmediatamente y aprobó la expedición. Diez reportajes sobre las Golden Ladies que han hecho fortuna en Alaska, a toda plana, con fotografías: las mujeres con sacos llenos de pepitas de oro que han encontrado allí, o con el tipo del corazón de oro. La serie aparecerá en julio, agosto y septiembre en sus periódicos de Nueva York y Chicago. Las fechas de aparición en San Francisco las convendrá contigo a tu regreso. La tirada total de los tres periódicos: más de dos millones de ejemplares. He metido también la cámara, los objetivos y la máquina de escribir en el equipaje.
—¿Y Colin? —preguntó ella tensa.
—A él no le he enviado ningún telegrama. ¿Qué habría debido escribirle? ¿Que vas a hacer una expedición al Tanana para la National Geographic Society? ¿Y que yo soy tu escolta armada? Pensé que era mejor que Colin y Rob no supieran que tú te estás moviendo por Alaska.
—¿Te ha preguntado alguien algo?
—Cuando estaba sacando las cosas de tu habitación, me encontré de pronto a Alistair en la puerta. Había visitado a Caitlin. Le he dicho que vamos a navegar algunas semanas porque quieres reflexionar en calma sobre tu matrimonio con Rob. Los fiordos y bosques de la Columbia Británica, tú ya sabes… Los osos y los alces…
—¿Y bien? —preguntó ella angustiada.
—Se quedó asombrado. Me preguntó: «¿En su estado?». —Al asentir ella con la cabeza, preguntó él—. Shannon, ¿cómo es que Alistair está tan preocupado por ti? ¡Venga, dímelo! ¿Estás embarazada?
A la luz crepuscular del sol de medianoche que hacía ya mucho rato que se había ocultado tras las montañas cubiertas de nieve del fiordo, Josh extrajo de la parka el pañuelo de ella. Se lo había guardado en el bolsillo cuando dejó la cabaña de Ian hacía una semana. Le resultaba difícil pensar con claridad, y se sentía como un ser compuesto únicamente por sentimientos que se arremolinaban en su interior. La mayoría de ellos eran pensamientos desesperanzados y tristes, pero los había también amargos y airados. Él mismo había destruido el mundo de bola de nieve brillante de ella.
Se convenció a sí mismo de que el pañuelo seguía oliendo un poco a ella a pesar de todos los días transcurridos, y escondió su rostro en él. Ella había llorado en ese pañuelito cuando su carta de amor la había emocionado hasta hacerle derramar lágrimas. Y cuando él pensaba cómo ella le había dejado, su corazón se le contraía compulsivamente. La estuvo esperando durante todo el día, pero ella no regresó. Y desde hacía cuatro días, desde que Ian lo había ido a buscar al barco, esperaba que ella lo hubiera seguido hasta Valdez para ir a por él. Esperaba que ella lo amara más que al otro, al tipo con corazón y cabeza. Pero ella no venía.
Titiritando de frío volvió a guardarse el pañuelo y se acercó más a Randy. El perro blanco que guiaba su trineo estaba a su lado tumbado en la hierba y le daba calor. Ahora se puso a mirar atentamente más allá de Josh con la cabeza ladeada. El barco procedente de San Francisco había entrado en el fiordo. A la luz de la puesta de sol apenas había podido distinguirse, pero ahora estaba cruzando el medio brazo de mar en cuyo extremo oriental se encontraba Valdez. Josh pudo escuchar el débil sonido de la sirena que resonó en el fiordo.
Después de llegar a Valdez había intentado retomar sus tareas cotidianas. Había estado trabajando para reflexionar y adaptarse de nuevo a su antigua vida en Alaska y para olvidarla a ella, y había tenido sus más y sus menos con Ian, que era quien ahora hacía el trabajo de él.
Cuanto más se sumergía el sol más allá del horizonte, más clara podía reconocerse la aurora boreal. Unas nubes de luz verde flameaban ondulantes en el cielo nocturno. En ocasiones, la aurora boreal era tan clara que toda la bahía, las montañas, el fiordo y la ciudad compuesta de tiendas y de cabañas de madera parecían estar revestidas de polvo brillante de estrellas. ¡Y qué claridad había entonces!
Randy se incorporó y se puso a mirar por la cuesta abajo hacia Valdez. Le temblaban las ijadas. Josh siguió la dirección de su mirada: Ian estaba subiendo la cuesta en dirección a ellos.
—Eh, Ian.
—Josh. —Se sentó junto a él en la hierba y dirigió la vista hacia el barco que se acercaba bajo ellos lentamente al puerto. Acarició a Randy—. Rob ha telegrafiado que llegará la semana que viene a Valdez. Se va a encontrar con Colin para echar un vistazo al yacimiento de cobre de los Montes Chugach. Quiere hablar con nosotros y pregunta si el viernes que viene estaremos todavía en Valdez.
—¡Ah!
—¿Estarás la semana que viene todavía en Valdez, Josh? —preguntó Ian con un tono evidente de irritación.
—Sí, seguro que sí. Si depende de Sissy, Rob se convertirá en mi cuñado. Quiero conocerle.
—Y él a ti. —Ian resopló—. Josh, ¿qué estás haciendo aquí?
—Estoy sentado esperando a ese barco que viene.
—No me refiero a eso —dijo con crispación.
—¡Ya me parecía a mí! —Josh extrajo el paquete de Chesterfield de su parka, pero estaba vacío. Hizo una bola con el envoltorio y la lanzó para atrás.
—Josh, eres el socio gerente de una de las mayores empresas del mundo…
—¡Ian, por favor!
—¿Qué? —gruñó Ian.
—Estoy aquí porque eres mi amigo, no porque yo sea tu jefe.
—¡Eso está muy claro! ¡Eres mi jefe! —Ian no se sentía cómodo en esa situación, se le notaba con claridad. Resoplaba una y otra vez, y estaba envuelto en la vaharada blanca de su aliento—. Pero ahora soy yo quien está haciendo tu trabajo.
«¿Qué voy a replicar a eso?», se preguntó Josh. «Es mejor no decir nada. No quiero provocar ninguna discusión. No quiero perder también a Ian. Él quiere hacer este trabajo. Y él quiere el dinero que le paga Charlton: dos millones de dólares en tan solo cuatro años, siempre que Ian tenga razón y se descubra oro en el río Tanana; y se descubrirá, no me cabe ninguna duda».
—¡Era completamente innecesario hacerme recordar nuestra amistad! —Ian se levantó de repente. Ahora sí estaba verdaderamente furioso—. ¡Sé cómo te sientes! Lo solo que te ves sin ella. Te sientes desesperado, pero ¿no te has parado a pensar ni siquiera un instante cómo me siento yo en esta situación? —Su amigo le dio la espalda súbitamente y comenzó a descender la cuesta.
—Ian, tú siempre has sido como un hermano para mí. —Se detuvo y apretó los puños—. ¡Maldita sea otra vez! Tiene que haber una vía para arreglar este asunto entre nosotros. Hablemos de ello. No de ti, ni de mí, sino de nosotros. Seguimos siendo amigos, Ian.
—No podrá ser nunca más como fue. —Ian volvió a ponerse en marcha.
—Eh, espera…
—Ya es tarde. Me voy a dormir. —Ian desapareció sin volverse entre las tiendas de campaña.
«Voy a perder a Ian», pensó Josh con preocupación. «Y no sé qué hacer para evitarlo».
Randy percibió lo mal que se sentía, y gimió ligeramente mientras le acariciaba Josh. ¡Cómo se había alegrado el husky al verlo de nuevo después de todos aquellos meses! Comenzó a dar saltos de un lado a otro como un loco, ladró y gimió y aulló, y no se tranquilizó hasta que Josh le achuchó y acarició con todo el cariño.
Randy se incorporó con las patas extendidas, se puso a golpear el suelo con el rabo y le dirigió una sonrisa. Siempre le mostraba los dientes cuando quería parecer especialmente simpático. Se alegraba al jugar a pelearse con Josh, volvía entonces la cabeza con los costados temblándole de entusiasmo, y le brillaban los ojos de color azul claro. Aunque podía ser salvaje e indomesticable como un lobo, sin embargo era completamente manso. A Randy le gustaba dormir acogedoramente y calentito, a ser posible pegado a Josh. Ese husky era todo un tipo, un verdadero amigo. Una persona que no haya experimentado por sí misma la soledad de las noches de invierno en el Círculo Polar Ártico, difícilmente podrá entender lo profunda que podía llegar a ser la amistad entre una persona y su husky. Estar sentado junto al fuego en una noche gélida y percibir cómo los perros observaban atentamente todo lo que hacía, proporcionaba a Josh una agradable sensación de recogimiento. Hablaba con los huskys, y estos parecían entenderle ya que conocían a la perfección el tono de su voz. Randy no le dejaría jamás como acababa de hacer Ian. Nunca le decepcionaría.
Josh dirigió la vista hacia el barco que ponía rumbo en ese momento hacia el muelle del puerto y atracaba poco después. Fijaron los amarres, echaron la escalerilla y los primeros cheechakos comenzaron a arrastrar su equipamiento a tierra, a depositarlo en el muelle y a mirarlo todo a su alrededor.
Josh enfocó sus prismáticos al muelle y observó los rostros iluminados por la luz de la aurora boreal. En el trajín de aquellas personas entre los montones de equipaje no habría tenido posibilidad de descubrirla.
Cada vez más hombres, muchos borrachos y todos solitarios, salían en tropel del bar del pueblo situado en al puerto y se dirigían a empellones hacia la embarcación para apiñarse todos del lado de proa. Esperaban con ansias las cartas procedentes de su tierra, que se repartían allí mismo, e intentaban recibir su correo esa misma noche. La estafeta de Correos situada en la tienda de Tyrell & Sons no abría hasta el mediodía, una vez clasificadas las cartas y los paquetes. El apiñamiento era entonces aún mayor. Muchos paquetes contenían fotografías de esposas y niños pequeños que se habían quedado en Seattle, Chicago o Nueva York. En otros había imágenes dibujadas por niños que extrañaban a su papá, o pasteles de chocolate hechos en casa que ya estaban duros y resecos cuando llegaban a Alaska.
La mayoría de los hombres y mujeres que descendían en esos instantes a tierra, llevaban puesta ropa sencilla de calle. No tenían ni idea de la aventura en la que se estaban metiendo en Alaska. Mañana o pasado mañana se pondrían en camino con su equipamiento desde Valdez hacia el norte, hacia los ríos Tanana y Nenana, tal como había predicho Ian, o por el Yukon arriba hacia los campos auríferos a orillas del Klondike. Algunos de ellos encontrarían oro. Muy pocos harían fortuna. Y ninguno de ellos permanecería allí más de un año; regresarían a casa más pobres que al principio, pero más ricos en experiencias.
Josh acechaba a través de los prismáticos, dejó vagar la mirada por entre los cheechakos y sus montañas de equipaje apilado, entre los caballos que relinchaban con agitación, los huskys que ladraban con furia y el grupo de los borrachos que ahora se estaban zurrando por el correo, pero no pudo descubrirla a ella por ninguna parte. Se le hizo un nudo en la garganta al sacar el pañueño y dejar que Randy lo oliera.
—¡Vamos! ¡Busca, busca!
El husky descendió alocadamente y a toda velocidad hasta el puerto. A través de los prismáticos observó Josh cómo se movía por todas partes olisqueando el equipaje y moviendo el rabo. Finalmente regresó donde Josh, se sentó a su lado entre jadeos y le obsequió con una sonrisa, como si quisiera consolarlo.
Josh se llevó la mano a los ojos, que le escocían.
Ella no había venido tampoco hoy.
Skip estaba muy silencioso cuando Shannon zarpó hacia la medianoche desde el embarcadero. La confesión de que estaba embarazada le había afectado gravemente. Realmente no debería habérselo dicho, pero el comentario de Alistair no le había dejado otra opción que confiárselo a Skip. A pesar del golpe reaccionó con una sensatez asombrosa y cambió la división del trabajo a bordo, de modo que ella pudiera dormir y descansar más tiempo. Él estaría catorce horas al timón, ella solamente diez. Y solo iba a despertarla en las maniobras de giro en las cuales la necesitaba encargándose de las velas.
Shannon se conmovió por la manera en que Skip se preocupaba por ella y por su hijo, y le estaba agradecida de que la acompañara a Alaska.
—¿Te acuerdas de cuando éramos niños? —le preguntó él—. Cuando Colin, Aidan o Eoghan me pegaban, tú venías a consolarme. Y me tranquilizabas cuando una tormenta me hacía tener miedo. Nos tenemos una confianza mutua. Prométeme que nunca más me ocultarás nada ni me engañarás. Shannon, espero de todo corazón que seas feliz con Jota y el niño.
Ella observó de arriba abajo y con toda atención a Skip, pero no vio señales en él que permitieran deducir que no había asumido esa nueva situación para él. Ella se sintió aliviada de que el futuro tío pareciera alegrarse del niño.
Puso rumbo al Golden Gate y escuchó con atención los familiares crujidos de las planchas de madera, el tableteo de las velas y el murmullo de las olas que se deslizaban a lo largo del casco. Las luces de San Francisco pasaron a su lado, y ella puso rumbo a la amplitud del Pacífico. Cuando giró hacia el norte con las velas ondeantes, la embarcación se desplazó sobre las olas en dirección a Alaska. El viento la desmelenaba, la espuma salada desprendida de las crestas de las olas chocaba en su rostro y le quemaba en los ojos, pero ella gozaba de aquella velocidad elevada con una sonrisa. La estrella polar fulgía en el cielo estrellado y cristalino, cuando Skip se sentó en el banco de remeros para sacar la cena tardía de la bolsa: sándwiches con rosbif, y una botella de cerveza para cada uno.
Skip se hizo cargo del timón cuando finalmente ella se fue bajo la cubierta para dormir algunas horas. El viento era fuerte, pero constante, y los llevaba a una velocidad elevada por sobre el océano agitado. Después de desayunar, ella envió a Skip a su camarote y se puso a estudiar al timón los mapas que ondeaban con el viento. Aumentó el mar de fondo, y las velas estaban al máximo de su tensión en aquella brisa inflexible. Cada vez que la proa crujía con las olas, el casco vibraba con el embate de las masas de agua, y las ráfagas de viento lanzaban la espuma de las crestas que golpeaban sobre la cubierta. El viento se fue haciendo cada vez más frío, y ella se puso un jersey de lana sin soltar el timón. Necesitaba las dos manos para mantener la embarcación en su rumbo.
¡Por la mañana llegó la sorpresa! ¡Un lomo curvo emergió de entre la espuma del oleaje! ¡Una gran aleta caudal! ¡Y un chorro de agua como el de una fuente! Sin quitarse los prismáticos, Shannon exclamó:
—¡Skip, despierta! ¡Tenemos una ballena al frente!
Su hermano llegó a toda prisa con cara de sueño desde su camarote.
—¿Dónde?
Shannon le tendió los prismáticos y señaló al frente con nervios.
—¡Allí, mírala!
Él se colocó junto al timón y se inclinó a un lado para dejar el mástil fuera del campo de visión mientras graduaba los prismáticos.
—¿Ves algo?
—Aún no. —Entonces divisó las ballenas—. Espera… sí, ¡ahora las veo! Son diez, doce… ¡no, son muchas más! ¡Qué impresionante!
¡Se estaba cruzando en su camino una bandada de rorcuales que, como cada año por primavera, hacían su ruta migratoria desde Hawái a Alaska! Las ballenas rodearon la embarcación con curiosidad y la siguieron durante más de una hora en dirección norte. Skip se hizo cargo del timón mientras Shannon, completamente entusiasmanda, se lanzaba hasta la proa y comenzaba a disparar una foto espectacular tras otra de las ballenas saltando y arrojándose con energía sobre las olas y haciendo salpicar la espuma. ¿Estaría interesada quizá la National Geographic en un reportaje sobre ballenas? ¡Y, entonces, desde el oscilante bauprés sacó la foto! Apenas a cinco yardas de distancia se elevó una imponente aleta caudal al tiempo que una ballena cercana al velero se sumergía, y Shannon, chorreando pero feliz, ¡apretó el disparador en ese preciso instante!
Después de encontrarse con las ballenas, navegaron a lo largo de los bosques de cedros de Oregón en dirección a la isla de Vancouver, a mitad del camino hacia Alaska.
Rob se inclinó sobre su padre y le abrazó con firmeza.
—¡Me voy entonces!
—¡Que te vaya bien, hijo mío! —Tom le acarició la espalda—. ¡Y que te diviertas de lo lindo esta noche!
Rob se incorporó y rio con satisfacción.
—¡Tata! ¡Y saluda a Evander de mi parte!
Tom esbozó una sonrisa.
—Está disfrutando con el surfing en Hawái. No creo que se dé prisa por venir a San Francisco. ¡No vuelvas a dejarme mucho tiempo solo, Rob! ¡Regresa pronto!
—¡Lo haré! —Rob se quedó mirando fijamente a su padre, pero Tom no permitió que se le notara cómo se sentía por dentro. «¿Qué es lo que le pasa?».
Portman lo acompañó a la puerta de la suite.
—¡Vigílelo! —rogó Rob al mayordomo en voz baja—. Si volviera a tener un desfallecimiento, telegrafíeme a Valdez. El señor Mulberry se cuidará de que yo reciba el recado donde quiera que me encuentre. Y regresaré de inmediato.
El día anterior por la tarde, su padre había querido visitar con él la mansión que deseaba comprarles a él y a Shannon. Durante el trayecto, Tom sufrió un desvanecimiento repentino. Jadeaba tratando de respirar, y su corazón se puso a latir a toda velocidad. Rob ordenó al chófer que diera la vuelta. Ya en el hotel llamó a casa de los Tyrell. Caitlin le recomendó al doctor Alistair McKenzie, un amigo de la familia, y le ofreció enviarle al doctor de inmediato al hotel.
El doctor McKenzie examinó a Tom, pero no encontró ningún síntoma del que pudiera deducirse un infarto de corazón. A pesar de que Tom se encontraba agotado y desanimado desde hacía semanas, el doctor no pudo realizar ningún diagnóstico. Tras despedirse, Rob no se separó del lado de Tom en toda la tarde. Con un vaso de vino estuvieron escuchando los nuevos discos de goma laca y se pasaron horas hablando. Portman tenía la tarde libre, de ahí que fuera Rob quien llevó a su padre a la cama y se quedó sentado a su lado hasta que se quedó dormido. Luego se echó junto a él en la amplia cama para estar inmediatamente preparado en el caso de que su padre tuviera otro ataque de pánico, pero Tom durmió plácidamente hasta la mañana.
—Muy bien, señor —repuso Portman, ahora con una cálida sonrisa—. No se preocupe, señor, ya me ocupo yo de su padre.
—Hable con Evander Burton. Llegará a San Francisco la semana que viene.
—Lo haré, señor. Su padre no estará solo en ningún momento.
Rob se dirigió en ascensor al vestíbulo y salió del hotel Palace. La brisa vespertina era fresca después de que se hubiera disuelto la niebla del Pacífico, y disfrutó del paseo por Market Street abajo. Al cabo de unos pasos dobló la esquina. A la sombra de las magnolias en flor caminó en dirección a Nob Hill. Allí había magníficas mansiones, y Rob pensó en la casa que Tom quería comprarles. La iría a ver con Shannon a su regreso de Alaska, una vez que los dos hubieran tenido tiempo para reflexionar.
Eran poco más de las ocho de la tarde. Rob dobló por la entrada de vehículos cubierta de vegetación. Brandon Hall era una de las casas más impresionantes que había visto jamás. Frente a la puerta de entrada estaba aparcado un Duryea negro, presumiblemente el coche que Tom había regalado a Josh y que ahora conducía Sissy mientras su hermano estaba en Alaska. Esta mañana le había llamado a la suite del hotel y le había ofrecido pasar a buscarlo por el hotel.
Rob ascendió los escalones hasta la puerta de entrada y llamó golpeando la aldaba. Sin embargo, no sucedió nada, nadie le abrió. Volvió a picar y esperó. Por fin se abrió la puerta, y apareció Sissy. Llevaba un jersey azul, pantalones blancos y zapatos planos… y estaba deslumbrante.
—Eh, Rob —le saludó con desenvoltura.
—Sissy.
¡Qué guapa que era! ¡Y cómo le brillaban los ojos! Se le acercó y le dio un beso en la mejilla. Una cálida y excitante sensación recorrió todo el cuerpo de él.
—¡Qué bien que haya venido usted! ¡Me alegra!
Rob no pudo menos que echarse a reír.
—¡San Francisco me encanta! ¿Saludan aquí a todos los forasteros con un beso?
—Usted no es ningún forastero, Rob. Usted es un amigo.
Rob la siguió al vestíbulo, y ella cerró la puerta tras él.
—El mayordomo tiene hoy la tarde libre —explicó ella—. Estaba en la cocina; por eso no oí el picaporte.
—Ah.
—Mi abuelo me pidió que le disculpara. Tiene algún asunto importante en el despacho, así que no nos acompañará.
«¡Por supuesto que no!», pensó Rob. «Charlton es un caballero. Sabe que esta noche no haría sino estorbarnos». Le tendió su regalo a Sissy.
—Una pequeña muestra de atención.
Ella abrió la cajita y puso cara de asombro.
—¡Un ópalo!
—Corazón en llamas es un ópalo de fuego.
Sissy sacó la piedra de la cajita con el semblante fascinado.
—Realmente brilla en todas las tonalidades del fuego. Llamea cuando lo hace girar, y tiene un tacto cálido, como si fuera una brasa. —Ella sonrió, y sus ojos brillaron como el ópalo tallado en forma de corazón que sostenía en la mano—. ¡Qué maravilla!
—No sabía cómo quería llevarlo usted, si colgado del cuello o en un dedo. Y un anillo… —Titubeó unos breves instantes—… no me pareció adecuado como regalo.
—No, claro que no. ¿Lo ha encontrado usted mismo? —Al asentir él con la cabeza, dijo ella—: Sin ningún género de duda es muy valioso.
—Los ópalos negros brillan en todos los colores. Las piedras más bellas y más valiosas refulgen en azul y verde, como una laguna en los mares del Sur. Pero el color rojo fuego es el color más raro. Corazón en llamas es único con su fuego vivaz.
—No sé qué decir —susurró Sissy conmovida—. Muchas gracias por este maravilloso ópalo. Lo llevaré con mucho gusto.
—Me gustaría ver cómo lo manda engastar.
—Le mostraré a usted el corazón llameante.
—Me alegraría mucho.
Con toda naturalidad se colgó Sissy de su brazo y lo condujo a la biblioteca.
—¿Quiere usted beber algo antes de comer?
—Con mucho gusto.
—¿Whisky?
—Por supuesto.
—¿Cómo quiere tomarlo? ¿Con agua o con hielo?
—Con más whisky. —Ella rio con aire picarón.
—Yo me tomaré uno también. —No le ofreció que se sentara cuando ella llenó las copas, cosa que le desconcertó. Nada era tal como se había esperado él. Rob esperó a ver qué era lo siguiente que se le ocurría a Sissy. Contaba con que le sorprendería. ¡Y así fue, en efecto! Cuando le tendió su whisky, le dijo—: Cenamos en la cocina.
Le puso la botella de whisky en la mano y le precedió. La cocina disponía de un mobiliario moderno. En una chimenea ardía un fuego de leña que estaba calentando una parrilla de hierro fundido. Era allí, al parecer, donde se iban a asar los filetes.
Sissy señaló la mesa grande con dos banquetas de madera que ocupaba el centro de la cocina.
—Siéntese. ¿Tiene hambre?
—Me ha prometido usted una libra de carne tierna.
Ella se rio.
—¡Y la tendrá!
—¿Tiene también el cocinero la tarde libre? —preguntó Rob abiertamente.
—Lo siento —dijo Sissy con gesto serio. Sin embargo, le brillaron los ojos.
—Comprendo. —No pudo menos que sonreír. Sissy quería estar esa noche a solas con él—. ¿Puedo ayudarla a preparar la cena?
—Si le gusta cocinar, adelante, pero también puede quedarse mirando sencillamente cómo pongo los filetes en la parrilla.
Él dejó su whisky en la mesa.
—¿Qué quiere que haga?
Ella señaló los utensilios que estaban debajo de los estantes llenos de especias.
—Puede pelar las patatas. ¡Pero tenga cuidado! Todavía están calientes.
Conversaron mientras ella ponía los filetes en la parrilla y él pelaba las patatas. Ella le preguntó qué le parecía San Francisco, cuánto tiempo tenía pensado permanecer en Alaska y cuándo se casaría con Shannon.
—¿Quiere usted una invitación a nuestra boda?
Ella negó con la cabeza, pero no dijo nada. Él se apercibió de que ella se había quedado mirando con aire meditabundo el ópalo, cuya cajita había dejado abierta encima de la mesa.
—¿Sissy? —Ella lo miró a los ojos, y él preguntó—: ¿Podemos dejar esto? Me gusta saber en qué posición estoy.
Ella titubeó, pero a continuación asintió con la cabeza.
—Te tengo mucho cariño.
—Yo a ti también.
—¿Te casarás con ella? —preguntó en voz baja.
—Todavía no he tomado ninguna decisión.
Ella asintió moderadamente y dirigió la atención a los filetes.
—¿Sissy? —Él se colocó detrás de ella, la agarró de los hombros y la volvió de cara a él. Al ver las lágrimas que arrasaban sus ojos, la abrazó y la besó con todas sus ansias.
Ella profirió un suave suspiro, le rodeó la nuca con los brazos y replicó a sus encendidas caricias de una manera muy apasionada.
Durante un rato estuvieron así, luego ella se desprendió de los brazos de él.
—Tengo que dar la vuelta a los filetes.
Él la observó en silencio.
—¿Quieres cerveza o vino para cenar?
—Una cerveza.
—Saca una botella de la nevera. ¿Puedes descorchar la botella de vino tinto que está encima de la mesa? He olvidado abrirla con tiempo.
—Ahora mismo.
—El sacacorchos está en el cajón de ahí enfrente.
Él lo encontró y abrió la botella, buscó una copa para el vino y le tendió la copa.
Ella olisqueó un poco y bebió un sorbo.
—¡Hummm, es delicioso! ¿Quieres probarlo?
Rob le quitó la copa de las manos y le dio un beso. A continuación probó el vino tinto.
—Magnífico. —Retiró a un lado la copa y volvió a besarla—. Pero así me sabe mucho mejor.
Ella apoyó la frente en el hombro de él.
—Rob, todo va muy rápidamente. No lo había planeado así…
—Yo tampoco —dijo él en voz baja—. Deja que pasen las cosas.
Ella asintió con la cabeza sin levantar la mirada.
—¿Lo vas a hacer?
—Sí. —Ella le miró a los ojos—. Te quiero.
Sissy era diferente de las mujeres con las que se había acostado hasta entonces. Sus amantes habían sido actrices y modelos que aparte de su buen tipo y de su elevada determinación a convertirse en la futura señora Conroy, todas tenían en común una banalidad que sacaba a Rob de quicio con bastante rapidez. La mayoría de las veces había dejado sus líos hastiado ya al cabo de unas pocas noches. Sissy era distinta, y eso le gustaba. Tom la había descrito como un diamante de cien quilates. ¡Y eso es lo que ella era! ¡Brillante, fascinante y deseable!
A él le entró una buena calentura al ocultar su rostro en el cabello de ella.
—Yo también te quiero.
Ligeramente aturdido por el hambre y por el whisky retiró él los filetes de la parrilla, mientras ella salteaba las patatas al romero en aceite de oliva. Se sentaron a la mesa muy juntos en la banqueta de madera.
Fue una cena sencilla pero deliciosa. Los filetes eran gruesos y tiernos, tal como le gustaban a él, y la cerveza estaba muy fría. Él se sentía bien, estaba relajado y un poco embriagado por el whisky. Y por ella.
—¿Quieres un café? —Sissy recogió los platos.
—Con mucho gusto.
—¿Sabrás llegar a la biblioteca de nuevo?
—La casa es bastante grande. ¿Hay mapas?
Ella se rio alegremente.
—Tu padre me ha contado que emprendes caminatas por los senderos de los aborígenes en sus ritos iniciáticos en el Outback. Estoy segura de que no te perderás. Yo voy enseguida con el café.
—Está bien. —Le dio un beso y se levantó.
En la biblioteca ardía ahora un fuego en la chimenea. Rob se sirvió un whisky más y se acomodó en un sillón. Entonces reflexionó, se puso en pie de un salto y se sentó en el sofá en donde podía rodearla con el brazo. Todavía deseaba besuquearla un poco.
Sissy apareció con una bandeja. Ella puso el juego de café sobre la mesa frente al sofá y se sentó con toda naturalidad a su lado. Ella le acarició la rodilla al volverse hacia él.
—¿Cómo vas a beber tu café?
—Igual que mi whisky. Sin nada.
Le sirvió el café y le tendió la taza.
—Me estás mimando mucho.
—¿Te resulta desagradable?
—No, para nada. Estoy disfrutando de la tarde contigo. Desearía que no acabara tan rápidamente.
—¿Cuándo tienes que embarcarte?
—Tenemos todavía un poco de tiempo.
—Después puedo llevarte en coche al puerto. Podríamos despedirnos en el muelle.
—Estaría bien. —Rob la rodeó con el brazo. Ella se pegó a él. La mano de ella estaba sobre la rodilla de él y se deslizaba cada vez más arriba. Él aspiraba el olor de ella.
Se bebieron el café, y Sissy fue a buscar un álbum de fotos en el que estuvieron hojeando los dos juntos. Una fotografía descolorida mostraba a Charlton con su legendaria sartén oxidada con la que había cribado y lavado oro. Rob se colocó el álbum en el regazo.
—¿Es esta la fotografía de la boda de Caitlin y Charlton? ¡Qué enamorados parecen los dos! —dijo con gesto de asombro y siguió pasando las hojas. En la siguiente encontró a Charlton con un pequeño mocoso de siete u ocho años de edad con unos pantalones de peto hechos jirones—. ¿Quién es?
—Su hijo Jonathan. Mi padre.
—Padre e hijo, del brazo, como dos colegas.
—Es lo que eran. Los dos eran inseparables. La muerte de Jon afectó profundamente a Charlton.
—¿Puedes acordarte de tu padre?
Sissy negó con la cabeza.
—Murió cuando yo era muy pequeña. Josh se acuerda todavía de que papá lo subió a su caballo. Por aquel entonces debía de tener cuatro o cinco años.
Rob contempló la fotografía.
—Tu abuelo estaba muy orgulloso de su hijo.
—Sí, lo estaba. Mira, aquí están las fotos de la boda de papá con mamá. —Sissy señaló con el dedo las fotos de Jonathan con la novia vestida de blanco y con un largo velo de encaje—. ¿Ves cómo le brillan los ojos a Charlton?
Rob asintió con la cabeza con aire meditabundo. Sissy le quitó el álbum de las manos y pasó algunas hojas.
—Mira, este es Josh, de bebé en la cuna. Tiene los puños cerrados y ha apartado la colcha pataleando.
—Un chiquito muy enérgico.
—Cierto. —Sissy le miró a la cara—. ¿Deseas tener hijos?
—Sí, algún día.
—¿Cuántos?
—Un chico y una chica —dijo Rob, señalando una fotografía—. Y mi hija tiene que ser igual de linda que esta chiquita.
Ella sonrió con gesto apagado.
—Esa soy yo.
Rob se recostó en el hombro de ella y contempló la foto: Sissy con cinco o seis años con un vestidito de volantes encantador.
—¡Qué sonrisa más bonita! —Le dio un beso en la mejilla—. Igual que ahora.
Ella dejó reposar la mano en la rodilla de él y le acarició suavemente.
Había todavía más fotos de ella. En una aparecía ella al borde de un campo de polo, riendo alegremente y haciendo señales a un jugador que al parecer era Josh. Otra había sido tomada durante la fiesta de graduación de la Universidad de Stanford; Josh se encontraba en esos momentos ya en Alaska. En esta fotografía parecía estar especialmente orgullosa.
Rob se quedó mirando fijamente la instantánea. Cerca de Sissy aparecía Shannon.
La foto le emocionó. No supo qué decir. No se le ocurrió ningún cumplido para Sissy que no hubiera sido válido al mismo tiempo para Shannon.
También Sissy permaneció en silencio un rato, como si presintiera lo que estaba pasando en su interior. Rob se puso a pensar en cómo podía continuar aquella velada: «¿Sexo o despedida?». Todavía no se había decidido cuando Sissy se derramó de pronto el café encima. Se pasó la mano por la mancha húmeda de su pantalón y sonrió con gesto de disculpa. Se levantó.
—Voy a cambiarme rápidamente de ropa.
Rob se levantó también y la miró marcharse un tanto insegura en dirección a la puerta. ¿Debía seguirla? No lo hizo. Mientras Rob la esperaba, se sirvió otro whisky. Pronto quedó vacía la copa, y ella no había regresado todavía. ¿Otro más? ¡No!
Se puso en pie de un salto y se dirigió a la escalera que conducía al piso de arriba. Allí titubeó unos instantes y respiró profundamente. ¿Debía hacerlo? Su cabeza le decía que no, pero su corazón le decía que sí, y la acalorada sensación de su bajo vientre le urgía impetuosamente: «¿A qué esperas? ¡Vamos, ve! La deseas y ella te desea a ti. ¡No hagas las cosas más complicadas de lo que son!».
Fue a la biblioteca a buscar la botella de whisky y dos copas y subió las escaleras. Todas las puertas estaban cerradas. Rob abrió una, la empujó con el hombro y espió dentro de la habitación que seguramente era la de Josh. La cama no estaba hecha, y los muebles estaban cubiertos con sábanas. Eso significaba que Josh iba a permanecer seguramente algunos meses en Alaska. Rob siguió adelante y llamó a la siguiente puerta.
—¿Sissy?
Ninguna respuesta. La puerta no estaba cerrada con llave, así que entró. En el baño contiguo sonaba el ruido del agua de la ducha. Puso la botella y las copas sobre la mesita de noche, se sentó en el sillón que estaba junto a la cama y la esperó.
Se paró la ducha. Sissy apareció envuelta en una toalla grande de baño. No se sorprendió de verlo allí.
—La toalla te queda bien. Tienes una pinta tremenda.
Ella se echó a reír.
—¿Quieres ducharte antes?
—Sissy… —Titubeó—. Sigo sin saber adónde conduce todo esto.
Ella le señaló la cama.
—Desnúdate y échate. Voy a explicártelo. Todo lo detalladamente que quieras.
Se pasó la mano por el rostro acalorado.
—Lo que quiero decir es… —Él respiró profundamente, ¡estaba claro que la deseaba!—. No sé si es una buena idea.
—¿Porque la quieres a ella más que a mí?
—No.
—¿Por qué entonces?
—Claro que quiero, Sissy, pero no lo voy a hacer porque me voy hoy mismo, porque no quiero dejarte en mitad de la noche después de haberme acostado contigo, porque me gustaría despedirme de ti en mi yate sin bajar la vista avergonzado como tras una aventura amorosa pasajera de una sola noche. Te amo, Sissy. Quiero hacerlo bien, como es debido. Quiero disfrutar.
Ella asintió con la cabeza, un poco decepcionada.
—Y tengo que pensar en nosotros dos.
—Comprendo —murmuró con la voz sofocada.
—Lo siento.
Las lágrimas asomaron brillantes a sus ojos.
—No pasa nada.
Él la abrazó y le dio un beso suave.
—Sissy, por favor, vístete, y llévame al puerto.
En la biblioteca se bebió una taza de café y la esperó. Con sexo o sin él, lo importante era que habían establecido una relación entre ellos y que estaban enamorados el uno del otro. Las semanas del alejamiento de Shannon y de Sissy decantarían la decisión de si se casaba o no, y con quién de las dos.
Sissy llegó. Llevaba ahora un vaporoso vestido blanco de verano. Se le acercó y le dio un beso amistoso en la mejilla.
—¡Vamos!
Él apartó la taza y se puso en pie de un salto. En el camino al exterior de la casa se tomaron de pronto de las manos, y a Rob no le resultó desagradable confesar así sus sentimientos.
Él accionó la manivela para arrancar el motor del Duryea, y los dos subieron al automóvil. Sissy descendió por la rampa de acceso. No pasó mucho tiempo hasta que volvieron a cogerse de las manos.
Ella presionó la mano de él.
—¿Rob?
Él la miró de reojo mientras ella conducía hacia el puerto.
—¿Sí?
—Lo sé, es una tontería, pero… —Ella no le miró a la cara sino que tenía la vista puesta al frente—. Me pone triste la idea de que tal vez te cases con Shannon.
—¿Estás celosa?
—Un poco.
—Yo no me caso por motivos sociales o económicos, sino solo por amor.
—Pero tú la amas.
—Sí.
—¿Y ella?
—Ella siente algo por mí, lo he percibido, pero sé que hay otro a quien ella ama más que a mí.
—¿Estás celoso?
—Un poco.
—Entonces, ¿hay algo serio entre vosotros?
Él no se paró a pensar ni un instante.
—Para mí es algo muy serio, y creo que ella siente lo mismo que yo.
Sissy asintió con la cabeza.
—¿Te sientes culpable por lo de esta noche?
—No ha sucedido nada.
—No, te comportaste como un buen niño.
—Sissy, ¿podemos dejar eso, por favor?
Ella asintió con la cabeza pero no le miró a la cara.
—Disculpa.
—No pasa nada.
—¿Me escribirás?
—Te enviaré un telegrama desde Valdez.
Rob vio que ella estaba pugnando con las lágrimas.
—Estaría muy bien eso.
Él le apretó la mano pero no supo qué decir. Los dos permanecieron en silencio hasta que llegaron al puerto. Sissy aparcó el Duryea ante el yate de él, y los dos bajaron del vehículo.
Él la abrazó firmemente y percibió que estaba temblando. Se besaron apasionadamente, con ansias.
—Regresaré pronto.
Ella le pasó la mano por el cabello y sonrió con nostalgia.
—Te esperaré.