13

A pesar de haberse quedado sin aliento en la salvaje carrera de caballos por la playa, Shannon y Skip subieron atropelladamente las escaleras. Mientras ella desaparecía en su dormitorio para cambiarse de ropa, Skip sacó un cajón de la cómoda de su habitación en el que guardaba el atlas y las cartas, las postales y los telegramas que ella le había escrito desde todos los lugares del mundo. Con el cajón lleno a rebosar se dirigió a la habitación de ella. La puerta estaba abierta de par en par. Él metió la cabeza en la habitación.

—¿Shannon?

—Enseguida estoy. —La voz que procedía del baño sonó ahogada.

Entró en la habitación y se puso a escuchar con atención. Pudo oír un suave susurro en las baldosas, pero también algo diferente. Ella jadeaba como si le costara respirar. Se oyó el vaciado de la cisterna del retrete.

«¡No, por favor, otra vez, no!». Intranquilo, Skip colocó el cajón encima del escritorio y se sentó. Entraba una brisa fresca en la habitación a través de las ventanas abiertas, una agradable refrigeración en este mes de mayo desacostumbradamente caluroso. Se abanicó con una postal.

Shannon salió del baño. Se había quitado la camisa, los pantalones y las botas de montar, y ahora llevaba puesto un elegante vestido de verano que se había comprado la semana pasada. ¡Estaba muy pálida y temblorosa! ¡E iba dando tumbos como si estuviera mareada! ¿Qué es lo que tenía? La visita de esa mañana a Alcatraz, ¿le había afectado más de lo que era capaz de admitir?

Durante la excursión a caballo, ella le había hablado de Aidan. Este se puso triste al ver llegar a Shannon sin Claire, quien no había recibido el permiso de visita. Ella le contó a Aidan que había viajado a Washington para rogarle al presidente una amnistía para él. Shannon le mostró la carta de McKinley en la que expresándole sus respetos rechazaba estrictamente un indulto. ¡Cadena perpetua! Shannon había intentado consolar a Aidan a través de las rejas. No se había calmado todavía cuando el teniente, que había estado presente todo el tiempo, la escoltó de vuelta a la embarcación de regreso.

La visita a Alcatraz la había agobiado mucho; fue por esta razón por la que Skip le propuso la excursión a caballo. Le invadió un sentimiento opresivo de vergüenza y de culpa al pensar en lo mucho que ella se ocupaba de Aidan y de él. Pero ella era así de empática, de persona entregada y sacrificada. Al igual que Caitlin, ella tenía por un deber mantener la honra y el nombre de la familia.

«Y yo no se lo estoy poniendo realmente nada fácil», pensó. «Shannon ama a Jota, pero yo le estoy impidiendo estar el mayor tiempo posible con él». No sabía cómo podría recompensarle algún día todo lo que estaba haciendo ella por él. Ella le salvó la vida, saltó del barco a las frías aguas para sacarlo de la corriente. Nadie le tendía a ella una mano de auxilio, ni siquiera Caitlin. Y ella estaba desgastando incesantemente sus fuerzas.

Exactamente ese era el aspecto que mostraba en esos momentos. Estaba agotada, pálida y temblorosa.

—Skip, ¿puedes ayudarme? —Se acercó al escritorio y le dio la espalda.

Él se puso en pie de un salto y le abrochó los botones de su vestido.

—¡Shannon, eres guapísima! ¡Y hueles tan bien!

Ella se volvió a mirarlo y forzó una sonrisa.

—Es un perfume nuevo. Me lo ha regalado Jota. ¿Te gusta?

Ella no podía darle gato por liebre, se conocían demasiado bien para una cosa así. Ella no se había puesto el perfume porque estuviera pensando en Jota, sino porque había vuelto a vomitar como había hecho antes entre las dunas…

—Skip, ¿qué sucede? ¿Estás soñando despierto? —Tiró de él hacia los baúles roperos que ella iba a deshacer con él cuatro meses después de su llegada a la casa. Shannon quería demostrarle que los largos años pasados dando la vuelta al mundo se habían acabado y que se iba a volver sedentaria. Este gesto de ella emocionó a Skip, pero al mismo tiempo le causó una punzada en el corazón, pues no renunciaba a su libertad por Jota o por Rob, sino por él.

Igual que en los días de su infancia, estaban sentados en el suelo uno al lado del otro sacando las cosas de las maletas. Él había seguido su ruta de viaje gracias a las cartas, postales y telegramas de ella, y había ido anotando los lugares en su viejo atlas. Era una experiencia excitante oler los aromas de los que había hablado ella en sus cartas y que ahora emanaban de las maletas, sacar los souvenirs y compartir con ella los recuerdos de una época feliz. Ella estaba compartiendo con él los años más bellos de su vida.

¡Y qué de experiencias había vivido ella, las tempestades en alta mar, las expediciones a la jungla, la sabana o el desierto, y el transporte a través de los puertos de montaña! ¡Y cómo le brillaban los ojos como si lo estuviera contemplando todo de nuevo! Eran maletas llenas de sueños, llenas de luz, llenas de aromas y llenas de recuerdos alegres. Le enseñó una foto de Connemara, en el oeste de Irlanda: unas suaves colinas verdes, un río en el que se reflejaba el cielo, y al fondo unos montes cubiertos por la niebla. Shannon había dado comienzo a su viaje allí donde Caitlin había partido anteriormente medio siglo antes.

Y de pronto él fue consciente de lo similares que eran en el fondo Shannon y Caitlin. Ambas tuvieron el valor de atreverse a todo, con audacia y valentía, sin tener nada en mano, para salir ganadoras al final. La suerte. Y la libertad. Y, sin embargo, eran diferentes, no en su pasión ni en su voluntad para imponerse, sino en su carácter. ¿Quién de las dos acabaría ganando esa batalla, Caitlin o Shannon?

Cuando él dejó esa foto a un lado, ella extrajo los siguientes objetos del baúl. Detrás de cada uno de ellos se ocultaba una historia sentimental que ella le relataba, una aventura o un deseo.

—¿Y qué es esto? —preguntó al extraer Shannon de la maleta un pedazo de madera con un bonito veteado y acariciar su superficie lisa con los dedos.

—Es un trozo de madera de la raíz de una secuoya —dijo ella—. Un pedazo de California, un recuerdo de mi tierra natal.

—¿Lo has tenido contigo todo este tiempo?

Ella asintió con la cabeza, con aire meditabundo.

—Nunca se te pasó por la cabeza no regresar jamás.

—No. —Su mirada adoptó un aire nostálgico—. De Hawái quería dirigirme al sur, a Tahití, luego seguir hasta Australia pasando por Nueva Zelanda. Para después no tenía todavía ningún plan. ¿Quizás un viaje a la Antártida? —dijo, sonriendo con reservas.

¡Qué pálida estaba! ¿Estaría enferma? ¿O tan solo estaba agotada?

—Shannon… —Al mirarlo ella, le dijo con dulzura—: Gracias por este maravilloso regalo, por dejarme tomar parte en todas tus cosas. No hay nada más valioso que compartir contigo tus recuerdos y tus sueños.

—¿Te encuentras mejor ahora?

—Me encuentro bien —asintió él con la cabeza—. Hoy todavía no he sentido los síntomas de la abstinencia. Me siento a gusto y duermo por las noches. Alistair ha reducido un poco más mi dosis diaria de opio. Dice que está contento conmigo. Pero dime, ¿cómo te encuentras tú? —Al bajar ella la mirada, preguntó él—: ¡Shannon, mírame, por favor, a los ojos! Desde hace unos días estás muy agitada. Dime, ¿qué pasa contigo? —Supuso que se trataba de Jota—. Le echas de menos, ¿verdad?

—Le extraño mucho.

—¿Cuándo vais a veros de nuevo?

—Él espera que sea este próximo fin de semana.

—¿Y otra vez para unas pocas horas? —preguntó él con dulzura.

Ella asintió con la cabeza y comenzó a llorar convulsivamente.

—Eso si viene y no me toca esperarle en vano todo el día.

Su conversación con Claire y la visita a Aidan le habían costado muchas energías. La campaña electoral de Eoghan a quien había apoyado con sus discursos en Sacramento y en Oakland había exigido el máximo de ella. Sin embargo, el enfrentamiento verbal con Caitlin, que recelaba que ella tenía un lío que podía poner en peligro el trato con Tom y su boda con Rob, ¡había sido simplemente demasiado para ella! Las dos se habían enzarzado de tal manera que Eoghan tuvo que intervenir. Shannon, con un tono resuelto en su voz, había exigido que Caitlin pusiera fin a la importación ilegal de opio procedente de China; no en vano era el opio el que había arruinado la vida de Skip. Caitlin se puso hecha una furia y se opuso enérgicamente a que Shannon se inmiscuyera en su manera de hacer negocios. Eoghan, que quiso mediar entre las dos, sufrió en el fuego cruzado de ambos frentes que disparaban a conciencia y con mucha puntería.

¡Y ahora que Shannon le habría necesitado con tanta urgencia, no estaba Jota allí para echarle una mano!

—Estoy preocupado por ti —dijo él en un tono serio.

Ella apoyó la frente en el hombro de él y lloraba y reía al mismo tiempo.

—Skip, tú sabes verdaderamente cómo darme ánimos y cómo enderezarme —dijo ella entre sollozos—. Desearía que pudieras hacer lo mismo por ti.

Él la rodeó con los brazos.

—¡Chsss! —la consoló con dulzura—. Siempre estaré aquí para ti, Shannon. Todo el tiempo que me quede de vida.

Ella se sorbió los mocos, se inclinó hacia delante y se quedó apoyada en él.

—Y yo para ti, Skip.

A primera hora de la mañana reinaba un silencio profundo interrumpido únicamente por el gorjeo de los pájaros y el murmullo de las copas de los árboles al viento que traía la niebla desde el Pacífico. Josh arreó su caballo. ¡Había que irse de allí a toda prisa!

Cuando pasó trotando junto a la hacienda, vio a través de las ventanas abiertas a los ilustres invitados desayunando. Unos criados servían tostadas, jamón y huevos, mientras las damas casaderas y sus padres ingerían la comida con ademán serio y las espaldas bien rectas. Charlton estaba bebiendo una taza de café y soportaba con gesto avinagrado las sandeces de una dama que presumiblemente estaría preguntándole en ese momento dónde estaba Josh, pues no había nadie en la silla que estaba junto a ella y en la que él debería estar sentado ahora en realidad.

Arrancó a cabalgar al galope por los jardines, saltó un bancal de rosas con un salto imponente de su caballo, y desapareció entre la niebla del bosque. Disfrutó de la fresca brisa de la mañana resbalando en su rostro, escuchó con atención los chasquidos familiares de su montura y siguió un sendero que volvió a dejar al llegar al primer vallado para correr a galope tendido y entre arres animosos por una pradera segada. ¡Qué maravilloso era el olor a hierba! ¡Y cómo revoloteaban las aves en lo alto!

Josh atravesó claros del bosque cubiertos de flores, saltó arroyos rumorosos y se encaminó hacia el norte, en dirección al valle de Sonoma. Con el silencio del entorno volvió a él la paz interior. Era reconfortante percibir los pensamientos propios después de las chácharas de los últimos dos días, y también lo era volver a decidir por sí mismo dónde pasar las siguientes horas después de haber sufrido tantos tirones en las mangas. Le ponían bastante enfermo los fines de semana en las haciendas de los amigos y socios comerciales de Charlton.

El bosque se fue haciendo más espeso, pero había pocos arbustos, de modo que podía trotar por encima del suelo blando del bosque por entre los árboles y los helechos. Se dejó resbalar de la montura al llegar a un manantial y se echó en tierra para mojar toda la cara en aquella agua fría y calmar su sed. Cuando se incorporó para enjugarse el rostro escuchó el martilleo de un pájaro carpintero. ¡Qué belleza de lugar, qué tranquilidad y qué soledad! ¡Era embriagadora la sensación de libertad absoluta!

Agarró las riendas y se subió de nuevo a la montura. Pronto comenzó a disiparse la niebla, y en los claros se estiraban las flores hacia un cielo cristalino. Ascendió la cadena montañosa y descendió del otro lado hacia un valle en el que destellaba un arroyuelo rumoroso. Las mariposas danzaban en remolinos, los pájaros gorjeaban en el follaje, y al acercarse saltó una liebre y desapareció entre las hierbas. En un paso de ganado superó otra elevación y durante media hora siguió su camino por un cañón angosto.

Sobre una pradera descubrió una cabaña de madera con el establo desmoronado y un huerto asilvestrado ya con unas vistas maravillosas al valle de Sonoma. La cabaña estaba abandonada, y no tardaría la vegetación mucho tiempo más en cubrirla por entero. Por detrás había unos árboles caídos y cubiertos de musgo que las tormentas del invierno habían arrancado de raíz.

Josh saltó de su montura, dejó a su semental pacer en la hierba y se encaminó al porche con las alforjas sobre el hombro. Allí se sentó en un banco de madera y extendió sobre la mesa sus utensilios para escribir. Estuvo un rato disfrutando de aquel ambiente matinal. Luego desenroscó su pluma.

Ian:

Estoy en plena fuga. Esta mañana me he ido de la hacienda mientras desayunaban todos. Ensillé un caballo y desaparecí entre la naturaleza para reencontrar mi paz interior.

En mi última carta te escribí que entre Charlton y yo estaban saltando las chispas. Hace unos pocos días volvimos a tener un altercado. Se ha enterado de que Gwyn se ha enamorado de Eoghan. Y se puso hecho una furia cuando ella le confesó que no quería casarse conmigo sino con él. Charlton pegó un puñetazo en la mesa, y Gwyn se fue llorando a la habitación de Sissy buscando refugio y consuelo por su parte. Él se sentía como si yo le hubiera engañado. Me amenazó con impedirme por todos los medios mi relación con Shania, si no me busco ya una esposa por fin. Este fin de semana me ha acompañado para que no me vuelva a escapar de las reuniones de sociedad para encontrarme con Shania. ¡Ian, está llegando demasiado lejos! Está intentando hacer todo lo posible para distraer mi atención de ella, pero se esfuerza por no provocar entre los dos más disputas que pudieran poner en peligro nuestra relación de confianza. Se las da de dulce y comprensivo, pero yo percibo por completo su impaciencia, no solo conmigo sino también con las damas que me presenta y que a él le gustan tanto como a mí, es decir, nada de nada. No hace ningún comentario sobre las maneras que tienen de querer ligar conmigo, pero bien veo cómo pone los ojos en blanco por la crispación que le produce escuchar tanta sandez y tanta falta de ingenio mientras yo lo soporto todo con una sonrisa dental, de fotografía. Ian, estoy harto de pasarme los fines de semana levantando pañuelos que las damas dejan caer intencionadamente y decidiendo a qué dama le entrego un ramo de flores y en qué baile de gala tengo que inscribirme. El aburrimiento me está volviendo pendenciero. Esto lo percibe Charlton, quien no se encontraba muy bien ayer, se quejaba de unos ligeros pinchazos en el pecho y se fue a refugiar a un sillón del porche mientras los demás dábamos un paseo a caballo. Cuando regresé, me enteré de que había llamado a un médico. ¡No, claro, no iba a decírmelo Charlton por sí mismo! ¡Tuve que preguntarle primero cómo se encontraba antes de que él se dignara mover la lengua! Creo que me entiende porque está muy reservado y no me sigue provocando. He entendido lo que quiere decirme: ¡Cásate!

Me ha asustado la fibrilación cardíaca de Charlton. Son las primeras grietas en el duro bloque de granito, y se están quebrando los cimientos que parecían indestructibles. Tengo miedo de que puedan abandonarle las energías vitales propias de él. Todavía no deseo asumir la responsabilidad en solitario, y mucho menos no estando tú aquí a mi lado. Todavía no quiero renunciar a mi libertad, a la aventura de cabalgar a través de la naturaleza virgen sin saber dónde montar el campamento. Y no quiero pensar qué ocurrirá cuando Charlton deje de existir algún día y me toque contemplar la oficina vacía desde mi escritorio.

Ian, cuánto me gustaría hacer el equipaje y marcharme a Alaska contigo para confiarte mis cosas y pedirte consejo de amigo sobre lo que debo hacer. Charlton quiere que me busque una esposa con la que pasar el resto de mi vida, pero yo ya hace tiempo que la he encontrado. Shania tiene corazón y cabeza, y la amo. Con ella soy feliz pese a lo infeliz que me hace precisamente verla en tan contadas ocasiones. Pasa mucho tiempo con su hermano, quien hace algunas semanas sobrevivió a un intento de suicidio. Shania me deja asombrado y atónito, y la admiro por la ingente energía con la que se ocupa de él y por la paciencia y el cariño con que intenta devolverle la alegría de vivir.

Cada instante con ella es un regalo, y vivo por ello. Es una sensación arrebatadora y bella tenerla entre mis brazos y obsequiarle con la protección y el amor que tanto necesita ella en estos instantes. No hablamos sobre este asunto, pero tengo la impresión de que ella está en la misma situación que yo. Le han ordenado que se case por fin. Ian, tengo un miedo terrible de perderla por el otro, el tipo con corazón y cabeza cuyo anillo lleva ella puesto cuando no está conmigo.

Deseo amarla con ternura y con pasión y pasar con ella el resto de mi vida. Me da igual lo que diga Charlton. Desearía que estuvieras aquí ahora y que me dijeras con tus palabras sentidas y tus silencios comprensivos que en el fondo de mi corazón yo ya he tomado una decisión hace mucho tiempo. Ian, ¿debo atreverme a dar el paso?

Josh

P. D.: Ha llegado el ópalo del Ártico. Charlton quiere enseñarle la piedra a un australiano que posee las mayores minas de ópalo en Nueva Gales del Sur. No, no es quien tú piensas, sino su hijo, que llegará en los próximos días a San Francisco. ¡Y ni una palabra a Colin! ¡Dale saludos míos de todas formas!

Con aire meditabundo, Ian bajó la carta de sus ojos y se quedó mirando fijamente las aguas oscuras del fiordo y las montañas cubiertas de nieve de Valdez. ¿Qué cosas podían haber sucedido en la última semana desde que esta carta se puso en camino?

Rusty, su perro guía, un husky blanquinegro de ojos azules, colocó su morro en el pliegue del codo de Ian y le miró con la cabeza inclinada de tal manera que él no pudo menos que echarse a reír. Rusty había estado muy alocado ese día. Cuando llegó el vapor de San Francisco anunciando su llegada con la atronadora sirena de niebla, se había puesto a ladrar con ganas, de modo que los pasajeros se agolparon con curiosidad en la borda y emitían sonidos para llamar su atención. Rusty se sentó, sonrió a Ian con la lengua fuera y se puso a golpear el suelo con su rabo peludo.

Él se puso a hacer el loco con él, cosa que hacía que el husky mostrara su disfrute regañando los dientes y emitiendo un gruñido de satisfacción. En cuanto se separaba de él, Rusty volvía a golpear con el rabo. Cuando Ian se dispuso a leer la carta por segunda vez, dio un salto y desapareció entre las provisiones apiladas y los montones de cajas con equipamiento de los cheechakos que habían estado antes en la borda. En ese barco había llegado también la carta de Josh.

—¡Eh, Ian!

Él se volvió a mirar.

Colin, vestido con tejanos y una camisa abierta, se estaba acercando a él, en el muelle del puerto, acompañado de uno de sus perros de trineo. El husky blanco como la nieve que corría a su lado ladró a Ian como si no tuviera derecho a estar aquí. Rusty, que en ese momento estaba olisqueando con entusiasmo uno de los montones del equipaje, se apresuró a acudir en auxilio de Ian. Se movió como un rayo entre las cajas y fardos, regañó los dientes y se puso a gruñir de una manera amenazadora.

Colin soltó un taco, se adelantó corriendo unos pasos y agarró en el último instante el collar de su husky, que daba unos saltos y unos ladridos enloquecidos.

—¡Rusty! ¡Vamos, ven aquí!

El husky obedeció con desgana. Ian lo sujetó firmemente mientras Colin se acercaba arrastrado por los tirones violentos del collar de su perro.

En tanto no se calmaran los dos huskys era imposible cualquier forma de comunicación humana.

—¡Rusty! ¡Cierra el pico! —vociferó Ian para hacerle callar, y Colin se partió de la risa cuando Rusty paró en efecto de ladrar.

Colin se levantó las gafas de sol.

—Eh, Ian.

—Eh, Colin —saludó él con la cabeza mientras mantenía sujeto a Rusty.

—¿Una carta de casa?

Era evidente que Colin le había observado sentarse en una de las cajas del muelle y leer el escrito.

—Josh ha escrito. Te envía saludos.

—¿Cómo se encuentra?

—Tiene nostalgia de Alaska. Creo que lo único que le retiene es su amor.

Colin rio con sequedad mientras porfiaba con su husky, que se movía para todos los lados intentando soltarse. Le dio un golpecito amistoso a Ian en el hombro.

—Hace calor hoy. ¿Te apetece una cerveza fría? ¿Y una partida de póquer?

—Vale.

—Bueno, ¡vamos entonces! Me toca a mí invitarte a comer.