Sus huskys corrían a un ritmo constante por delante del trineo desde que había abandonado al alba el campamento de Håkon Thorvaldsen y Arne Sørensen. En las últimas horas no había podido descubrir ninguna huella en la nieve, ni de lobos, ni de trineos, ni de personas. Ante él se extendía, intacta, la vasta soledad. Y de una manera edificante se sintió infinitamente lejos de todo y, a pesar de ello, a salvo, con la cabeza llena de pensamientos, olvidado de sí mismo, feliz.
Con las manoplas de piel se apartó las gafas de sol por debajo de la capucha de su parka. Ante él se hallaba la ascensión suave y reverberante por la nieve que conducía a Valdez a través de los Montes Chugach. Las cimas de las montañas estaban iluminadas por la luz del sol crepuscular, y la vasta llanura brillaba en aquel aire cristalino. Su mirada se desplazó lentamente por la majestuosa cadena montañosa que se extendía en dirección al este. Había todavía unas veinticinco millas hasta el comienzo de la senda que atravesaba las montañas. Los huskys no estaban todavía exhaustos, pero él tenía hambre y estaba que se caía de cansancio a pesar de que la nieve, ahora en abril, estaba bien firme, de modo que no tenía que preparar el camino a sus seis huskys con las raquetas para la nieve, sino que podía ir montado en el patín del trineo.
Se sacó de la parka el reloj de bolsillo. Las nueve menos cuarto. Llevaba catorce horas en marcha. Ya era suficiente por hoy. Tenía todavía un montón de trabajo que hacer antes de poder meterse en su saco de dormir confeccionado con pieles de conejo. Allí enfrente, en medio de aquel silencio gélido había un abeto rojo achaparrado. Sus ramas darían un confortable fuego de campamento.
—¡Boaa! —exclamó a voz en grito; los perros se detuvieron en el tiro del trineo y volvieron la cabeza para mirarle—. ¡Boaa! Se acabó por hoy, chicos.
Caminó por la nieve rodeando el trineo, desunció a los huskys, que de inmediato se escondieron en los hoyos de nieve que excavaron con toda rapidez, y rodearon con sus rabos peludos las heridas de las patas y los hocicos. ¿Habría peleas juguetonas esta noche? No, los huskys esperaban pacientemente su cena. Fue a buscar la bolsa con el salmón desecado, dio de comer a los perros, los acarició, y les untó las patas con aceite de foca antes de retirar su equipamiento del trineo, cortar unas ramas del abeto rojo achaparrado y montar su campamento nocturno.
Agarró una bola de nieve con las manos, la vertió en una olla y en la cafetera, y pronto quedó fundida por las llamas de la fogata. De la ración congelada de judías con tocino cortó con el hacha un pedazo del tamaño de un puño y lo arrojó a la olla. Mientras las judías iban descongelándose lentamente, ensartó en palos las ardillas que había matado y destripado el día anterior para hacerlas al fuego. Todo el día había estado pensando en ese disfrute.
El café expandió pronto un aroma irresistible. Dio un sorbo de la taza caliente y casi se quema los labios prácticamente insensibilizados. A continuación se puso a montar la tienda de campaña y a colocar su saco de dormir confeccionado con pieles suaves de conejo sobre las ramas del abeto rojo.
Pilló a Orlando, el perro blanco de guía, antes de que este se le comiera la cena. Se arrojó encima del husky, y los dos se pusieron a juguetear a lo bestia en la nieve. Orlando gruñía, y jadeaba y gemía, le mostraba los colmillos y simulaba al lobo indómito que no se sometía al ser humano. Era el más fuerte de sus huskys. Un mordisco de él en la garganta podía matarlo, pero le gustaba luchar una y otra vez con él para mostrarle quién era allí el jefe. Los ojos de color azul claro de Orlando fulgían, y se le quedó mirando con la lengua fuera colgando de un lado. Finalmente el husky se largó, se enrolló como una bola en su hoyo, colocó el rabo sobre las patas y deslizó el hocico debajo.
Entretanto eran ya las nueve y media. Los primeros velos de la aurora boreal ondeaban en el cielo estrellado. Un fantástico espectáculo natural de luz verde pálida.
Iba a retirar la primera ardilla del fuego cuando los huskys se pusieron a aullar inquietos. Saltaron de sus hoyos en la nieve, dirigieron la mirada al norte con los rabos levantados y se pusieron a ladrar. No obstante, no era la aurora boreal lo que les cautivaba.
Se levantó, agarró el Winchester del trineo y se puso a cubierto por detrás del tronco del abeto rojo. Un trineo movido por perros se acercaba a gran velocidad. Solo había un hombre detrás, sobre el patín. Cargó el arma, le quitó el seguro y apuntó. El forastero llevaba una parka con bordado de perlas, pantalones forrados de piel y unos mocasines flexibles. Hizo que sus huskys se detuvieran a una distancia segura de los otros y se bajó del patín para acercarse prudentemente al otro trineo.
—¡Yo no haría eso! —avisó al forastero.
El otro se quitó inmediatamente las gafas de sol y se echó para atrás la capucha de piel para que se le pudiera ver la cara.
—¿Colin? ¿Eres tú? —Tenía el rostro poblado por una barba en la que centelleaban los cristales helados producidos por su aliento.
—¿Ian? —exclamó.
—¡Hombre, tú, oso polar! —Ian Starling se dirigió a él pateando en la nieve para abrazarle y darle unas palmadas—. ¿Cómo estás, Colin?
—Magníficamente. ¿Y tú? ¿Cómo estás, Ian?
—Estupendamente también. A la luz del sol crepuscular vi destellar ante mí el metal de tu patín. No quería pasar solo otra noche más ante un fuego.
—¿Cuánto hace que estás por aquí?
—Hace algunas semanas.
—¿Qué tal por la gran ciudad de los peligros?
—Sí, San Francisco es de verdad más peligrosa que esta naturaleza indómita de aquí. La zona que está alrededor de California Street esquina Sansome es de lo más insegura.
—Ya lo creo. ¿Por dónde anda Josh?
—Gozando de las vistas sobre el Golden Gate desde el último piso del edificio Brandon.
Colin esbozó una sonrisa.
—¿Ha superado el shock de la civilización?
—Josh se ha enamorado. Está a gusto en San Francisco y disfruta de la vida.
—¡Caramba, eso significa que le ha dado muy fuerte! Y aún te digo una cosa más: ¡No leas Orgullo y prejuicio!
Ian sonrió con gesto satisfecho.
—Antes de partir desde Valdez recibí una carta de él. Es muy feliz con ella, pero echa de menos Alaska. Josh adora esta vida solitaria, igual que tú y que yo. Esta frialdad cristalina, el silencio profundo de la tundra y la libertad ilimitada…
—He oído decir que tú estás haciendo ahora su trabajo. Eres el vicepresidente de Brandon Corporation, ¡estoy impresionado! Charlton, ¿ha mandado tan solo que te impriman nuevas tarjetas de visita o te ha dado también el sueldo de Josh?
Ian se pasó la mano por la barba helada.
—Gano más que Josh, pero mejor no te digo lo que me dan, porque de lo contrario me dejarías enterrado en la nieve y te irías a solicitar mi puesto.
Colin dio un empujoncito a Ian, quien contraatacó de inmediato dándole un puñetazo en el hombro que a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio.
—Ven junto al fuego, y cuéntame tus excitantes aventuras por los cuarenta y ocho estados.
—Hablamos en cuanto me haya ocupado de los perros. —Colin ayudó a Ian a desenganchar y dar de comer a sus huskys y a descargar su equipamiento del trineo.
—Puedes dormir en mi tienda. Arroja tu saco dentro y ven al fuego. Hay ardilla a la parrilla.
Ian fue a buscar un saco de provisiones y una sartén, se sentó al lado del fuego y con el hacha cortó un pedazo de un bloque helado. A continuación colocó la sartén en las brasas. Colin contemplaba cómo las patatas asadas con tocino se iban descongelando en la sartén.
Después de la cena y del café se tumbaron junto al fuego y se pusieron a mirar las estrellas que temblaban y centelleaban en aquella frialdad gélida, y contemplaron la ondulante aurora boreal. Los aullidos de sus huskys resonaban en la noche.
—Todavía me quedan galletas de almendra en el trineo —le vino a la memoria a Ian. Se sentó de golpe—. ¿Quieres algunas?
Colin se incorporó.
—¿Tienes también algo para canjear?
Ian, que se estaba inclinando en ese momento sobre su trineo para rebuscar la caja de galletas entre los sacos de provisiones, se volvió a mirarlo.
—A ver, dime, ¿qué necesitas?
Colin se acercó a él. Ian abrió la caja de galletas y se la tendió. Colin agarró una galleta. Entretanto, Ian extrajo una botella fina y se la mostró.
—Amaretto —dijo Colin, descifrando la etiqueta italiana a la luz de la hoguera. Luego sacó el corcho de la botella y olisqueó en ella—. ¡Huele que es una delicia!
—Y sabe de igual manera. ¿La quieres?
Colin puso la botella en la nieve.
—¿Qué más?
—Carne de alce.
—Me la quedo también. En estos últimos días solo he visto ardillas. Y una liebre polar, pero los huskys la espantaron y la perdimos en un torbellino de nieve.
Ian arrojó en la nieve un saco con asado de alce congelado.
—¿Qué más necesitas?
—¿Papel?
—¿Le viene bien el San Francisco Chronicle, señor Tyrell? ¿O insiste usted en el Wall Street Journal, señor?
—Cortados a tiras cumplen la misma función los dos. No, el Journal tiene un papel más blando y menos tinta de imprenta.
Ian esbozó una sonrisa insolente. El periódico del que ya había arrancado algunas tiras fue a parar también al montón, así como dos paquetes de Chesterfield y una tableta de chocolate Hershey’s. Colin estaba saqueando el trineo de Ian en toda regla.
—¿Tienes libros también?
—Solo Moby Dick. Me lo acabé anoche. Novecientas páginas de pura aventura.
—Te lo compro. Tengo suficiente polvo de oro para…
—Olvídalo. Dame otro libro a cambio.
Ian le siguió a su trineo y se apoyó en la barra de dirección mientras Colin extraía un paquete de libros y los colocaba sobre sus provisiones. Ian retiró la piel en la que estaban envueltos los libros y hojeó el Madame Bovary, de Gustave Flaubert. Iba a cerrar el libro y a ponerlo en su montón cuando descubrió un nombre en la parte interior de las tapas. Se lo enseñó a Colin.
—Este libro es de tu hermanita.
—Shannon no está aquí —dijo, haciendo un gesto negativo con la mano.
—Sí, ha regresado.
—¿A San Francisco? —preguntó Colin con gesto de sorpresa.
—Desde las Navidades.
«¿Cómo es que había regresado?», pensó titubeando.
—No lo sabía —dijo finalmente con un murmullo—. Bueno, dime, ¿quieres el libro o no?
—Vale. —Ian hizo un cálculo breve—: Tres libras de carne de alce, los cigarrillos, el chocolate y Moby Dick…
—¡No te olvides del amaretto!
—Lo compartiremos ahora mismo junto al fuego. —Ian miró su montón—… a cambio de Madame Bovary y una cena con un buen amigo. Es un buen trato.
—No lo es. Pondré además un poco de oro en polvo.
—¡No tienes por qué hacerlo!
—¡Pero quiero hacerlo!
—Colin…
—¿Buscas pelea, Ian? La tendrás.
—¡Qué tozudez la de estos Tyrell…! —dijo Ian gruñendo.
Colin estiró la mano. Ian se la agarró y le dio al mismo tiempo un golpe en el hombro que estuvo a punto de hacerle caer de rodillas. A continuación sacó la balanza para el oro, mientras Colin llevaba hasta la hoguera uno de los sacos con oro en polvo.
—Dime, ¿de dónde has sacado tanto oro? —preguntó Ian con gesto de sorpresa mientras montaba la balanza.
—Lo he ganado al póquer. Allá arriba, a orillas del Yukon, pero esto es solo la mitad porque no podía transportarlo todo con el trineo.
—¿Dónde está el resto?
—Enterrado.
—¡Estás chiflado! ¡Los demás vienen a Alaska para desenterrar el oro, y tú vas y lo entierras de nuevo! —dijo Ian riendo—. ¿Quién es el tipo al que le has limpiado el oro?
—El tipo es una dama. Se llama Sherrie y es de Flagstaff, Arizona. Vino a Alaska después de la muerte de su marido ocurrida hace dos años.
—¿Hicisteis algo más que jugar al póquer?
—Bebimos whisky y bailamos.
—¿Y luego?
—Luego me agarró de la mano y me subió al piso de arriba por las escaleras.
—¿Estuvo bien?
—Sí, mucho.
—¿Volveréis a veros?
—Es posible.
Ian frunció los labios.
—Bueno, dime, ¿cuánto ganaste?
—Todo excepto su derecho de propiedad. Y algunas provisiones.
—Y entonces la consolaste con abnegación.
—Eso es.
—Eres un auténtico caballero. Bueno, ¿cuánto significa ese todo?
—Ni idea, todavía no lo he pesado.
—¿Me dejas? —Ian no esperó la respuesta. Se dirigió al trineo de Colin y regresó arrastrando todas las sacas de oro que pudo encontrar entre las provisiones. Luego se puso de nuevo en movimiento en busca de un cuaderno y de un lápiz, y pesó el oro. En la penúltima bolsa encontró Ian las piedras azules y verdes que Colin había recibido de Håkon y Arne, y contempló aquellos fragmentos con atención por todos los lados—. ¿Qué es esto?
—Ópalos del Ártico, creo.
—Pensaba que solo había ópalos en las antípodas.
—Parece ser que aquí arriba también.
—¿De dónde los has sacado?
—Te lo cuento enseguida. Dime, ¿qué valor tiene todo ese oro?
Ian anduvo haciendo garabatos en su cuaderno durante un rato. Finalmente lo cerró y se lo quedó mirando.
—No está nada mal para una sesión de póquer con una dama, pero los métodos de hacer negocios de Tyrell & Sons siempre han sido de lo más aventurero.
Colin puso los ojos en blanco.
—¡Vamos, dilo!
—Doscientos cuarenta y ocho mil dólares, algunos billetes de cien más o menos. —Se cayó de espaldas en la nieve y dijo quejándose en un tono melodramático—: ¡Puf! ¡Para llegar a esa cantidad tengo yo que trabajar un año entero!
Colin tiró de él para levantarlo entre risas.
—¿Tanto ganas?
—Pues sí.
—Mañana temprano iré a Valdez y le enviaré a Caitlin un telegrama con mi dimisión.
—Charlton hará descorchar unas buenas botellas de champán. ¿De cuánto tiempo es tu plazo de anticipación para rescindir el contrato?
—De cadena perpetua —dijo Colin seco.
Ian se echó a reír a carcajadas. Durante un rato estuvieron departiendo los dos alegremente entre risas, bebieron amaretto en sus tazas para el café y disfrutaron de la noche juntos. A eso de la medianoche se levantó Colin de un salto y fue a buscar los dos sacos de dormir del interior de la tienda. Se metieron en ellos para estar todavía un poco al lado del fuego y hablar a pesar del frío glacial.
—Ibas a contarme dónde encontraste los ópalos. —Ian repartió el resto de la botella en las tazas—. Si me lo dices, no tendrás que rescindir tu contrato porque Caitlin te echará sin aviso previo. Pero yo hablaré bien de ti a Charlton, si le enseñas tus ópalos.
Los dos volvieron a echarse a reír a carcajadas.
—Eso es lo que yo llamo amistad.
—Y a un buen amigo le puedes contar dónde has encontrado los ópalos…
Colin se rio sarcásticamente de la descarada manera que tenía Ian de obtener informaciones sobre los negocios de Tyrell & Sons.
—Primero me dices dónde has estado tú. ¿Trato hecho?
Ian se sentó y se subió el saco de dormir hasta las axilas.
—Trato hecho.
—He cerrado un acuerdo de caballeros con Josh…
—Y ahora vas a cerrar uno conmigo. —Ian extendió la mano y Colin golpeó en ella.
—¡Vamos, desembucha!
—¿Qué voy a hacer si de todas formas pasará de boca en boca como ocurre con todos los descubrimientos que se producen en Alaska? He estado a orillas del río Tanana buscando un lugar apropiado para un nuevo emplazamiento comercial de Brandon Corporation.
—¿Y ahora regresas a Valdez?
—Necesito algunos hombres que construyan una cabaña y lleven allí las provisiones antes de que se derrita la nieve dentro de algunas semanas y que se rompa el hielo de la superficie del Tanana. Tenemos el mes de abril; a mediados de mayo comienza la primavera. Luego se producen las inundaciones. Y los mosquitos.
—¿Habéis encontrado oro allá arriba? —preguntó Colin con un deje tirante.
—No.
—¿Para qué entonces el emplazamiento comercial en mitad de la naturaleza?
—Porque creo que encontraremos oro allí algún día. Los yacimientos de oro a orillas del Klondike están prácticamente agotados. Los chicos de las bateas para lavar el oro nos venderán la mayoría de los derechos de propiedad para que nosotros, es decir, tú y yo, explotemos a gran escala esas propiedades. De todas maneras, los buscadores no podrán realizar su labor en invierno porque el suelo queda congelado y duro como el granito, tanto en las raíces de las hierbas como en las rocas, y los ríos forman una gruesa capa de hielo que se resiste a cualquier pico y pala. Solo las máquinas pueden descongelar el suelo con vapor caliente y excavar el oro; para un buscador, la excavación de un filón con ayuda de fuego es una verdadera prueba de paciencia: cuatro horas para cada pulgada de excavación, sin contar el tiempo para los duros trabajos preliminares. ¿De qué te sirve que la veta de oro esté a quince o veinte pies de profundidad? Ahí no llegas como buscador, ni siquiera empleando dinamita. Y en el suelo ya no hay mucho oro, apenas más que algunos millones de dólares. Ha pasado ya la época en la que se encontraban las pepitas entre las hierbas a orillas de los ríos. La mayoría de las bateas salen vacías porque hace ya tiempo que se bateó todo el oro. Sin embargo, siguen afluyendo cada vez más cheechakos enloquecidos a Alaska, que creen que tienen que prestar atención por donde pisan para no tropezar sin querer con las pepitas que piensan que afloran por doquier.
»Pronto vendrá una nueva hornada de buscadores. —Ian se golpeó la rodilla con el puño—. Y yo voy a apostar por ella.
—Pero ¿en el río Tanana? —dijo Colin con expresión incrédula.
—Posee todos los requisitos para encontrar grandes yacimientos de oro.
—Cierto, pero cuando estuve explorando el río el año pasado no encontré nada.
—¡El oro está allí! —le aseguró Ian—. ¡Tiene que estar allí!
Colin asintió con la cabeza con aire meditabundo.
—Y cuando lo encuentren, Brandon Corporation estará ya in situ con un emplazamiento comercial que provea a los buscadores de oro con el equipamiento necesario. Con leñadores que talen árboles para las cabañas. Con tramperos que cacen alces y caribús. Con conductores de trineos que traigan las cargas de champán y ostras en cajas. Y con unos buenos fajos de dólares en tus bolsillos para que puedas comprar y explotar las propiedades que posean oro.
—Exactamente.
—Una idea estupenda.
—A Charlton también se lo pareció.
—Ahora entiendo por qué te paga ese salario.
—Para que no me establezca con mi batea en el río Tanana y al final encuentre ese oro del que estoy seguro que existe.
—¿Te deja las manos libres?
—Eso es.
—Qué generoso.
—Y si tengo razón de que algún día se encuentre oro en el Tanana, me pagará una gratificación.
—No me atrevo a preguntar por el montante de esa gratificación.
—Entonces no lo hagas.
—¡Ian!
—Mío será el primer millón que ganemos en el río Tanana o en el Nenana, independientemente de si las ganancias proceden de la extracción de oro en el río, del comercio con mercancías, del negocio de los préstamos, de la compra y venta de propiedades o de la especulación con los precios de los terrenos en una población emergente.
—Y para mí solo será lo que gane en el póquer. ¡Un millón de dólares! ¡Charlton es verdaderamente generoso!
—Sí. Sería un loco de atar si me pusiera a buscar oro, porque de esta manera puedo ganar mucho más dinero. —Ian bebió un sorbo—. Te toca a ti. ¿De dónde has sacado esos ópalos?
—De los Montes Chugach, al oeste de aquí.
—¿Los has encontrado tú?
—No, fueron Håkon Thorvaldsen y Arne Sørensen, dos noruegos que trabajan para mí como prospectores. Encontraron estas piedras en una expedición a las montañas.
—Los conozco a los dos, me los encontré el año pasado en el bar de Valdez. ¿Siguen teniendo su cabaña en Moose Creek?
Colin describió a Ian el campamento de los dos noruegos: la cabaña, el almacén de existencias en el tronco de un árbol alto para que los osos, los lobos y los huskys no saquearan las provisiones, y el vehículo entoldado, junto con el remolque, hundido en la nieve con el que Arne y Håkon habían llegado en su día por la ruta de Valdez.
—Esta mañana he desayunado con los dos.
—Y ahora quieres ir a Valdez para enviar los ópalos a San Francisco. —Ian sostuvo una de las piedras a la luz de la hoguera—. En los cantos tiene un fulgor apagado, pero carece del resplandor brillante de los ópalos australianos que parece proceder de su interior. ¿Qué aspecto tendrá cuando esté tallado? —Giró la piedra por todos los lados—. Tiene diminutas inclusiones metálicas brillantes. ¿Es oro en polvo?
—No lo sé. Por esta razón quiero enviarlo a San Francisco para que tasen su valor. De ópalos entiendo tan poco como Håkon y Arne.
—¿Crees que podríais encontrar más allá arriba?
—Esos dos han descubierto toda una ladera de una montaña que destella en colores azules y verdes como los pastos de alta montaña.
—¿Cuántas botellas de anticongelante se habían cascado?
—Los dos estaban sobrios. Y yo también lo estaba cuando después me llevaron allí y lo vi todo con mis propios ojos.
—Colin, ¡estás loco! ¡Toda la ladera de una montaña! Eso sería más grande que Lightning Ridge.
—Tú lo has dicho.
—Sería el yacimiento de ópalos más grande del mundo.
—Cierto.
—Y en una cantera a cielo abierto, no en minas quebradizas que pueden irse abajo como le ocurrió a Tom Conroy.
—Eso es.
—Tendríais que construir una línea de ferrocarril propia. —Colin puso morros—. Quizás incluso un puerto para los cargueros de San Francisco.
Ian expulsó el aire de sus pulmones y una nube blanca de aliento le envolvió.
—Y yo te estoy apartando de tus sueños aquí con mi cháchara sobre unas cuantas pepitas en el Tanana.
—Puede que esas piedras no tengan ningún valor.
—¡No digas disparates, Colin!
—De verdad, lo digo en serio, quizá no sean ni siquiera ópalos. Voy a enviar las piedras a San Francisco, a Caitlin.
—Colin, dime, ¿qué te parece si mañana temprano viajamos juntos a Valdez?
—Te lo iba a preguntar yo también, Ian.
—Ciento veinte millas las podemos recorrer holgadamente en dos días, a no ser que quieras organizar una carrera de trineos de perros para estar en Valdez antes que yo. —Ian se rio con satisfacción, como si se alegrara de una carrera a través de los Montes Chugach—. Y cuando lleguemos te invito a cenar en el bar, y celebramos tu hallazgo.
—No, Ian…
—¿Buscas pelea, Colin? —le interrumpió Ian—. ¿Quieres pegarte conmigo? ¿El ganador paga la cena?
—No…
—Entonces no te metas conmigo. He dicho que te invito yo. ¿Es que los Tyrell no tenéis buenos modales?
Colin no pudo menos que echarse a reír de corazón.
—Bueno, vale, como quieras.
—Así me gusta. Los Tyrell sois unos tozudos de mucho cuidado. Y ahora deberíamos planchar la oreja. Ya es tarde, dentro de cuatro horas comenzará a clarear.
—Aún tengo que saldar mis deudas —le recordó a Ian.
—No me debes nada.
—Claro que sí; por los cigarrillos, el chocolate y el libro…
—Olvídalo, Colin, hazme ese favor.
—¡Ni hablar!
—Colin, no comiences ahora también a compensar la ardilla a la parrilla con las patatas asadas con tocino, anda…
—¿Cuánto? —preguntó Colin con tozudez.
Ian estaba ofendido.
—Dime, ¿te falta un tornillo? No quiero que me des oro.
—¿El qué entonces?
Ian titubeó durante unos instantes y transigió finalmente.
—Vale, hombre, si insistes de esta manera…
—¡Insisto, sí! Por nuestra amistad.
—… entonces dame uno de esos ópalos del Ártico.
—¿Y si no tienen ningún valor?
Ian se encogió de hombros con desenvoltura.
—Entonces habremos perdido los dos. Yo, una piedra, y tú una montaña entera.