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—… ¡y por este motivo, señoras y caballeros, decídanse por el progreso! Decídanse por Eoghan Tyrell como senador por California, porque…

La ovación atronadora del público que agitaba banderitas ahogó las palabras de Shannon. La gente agitaba carteles de cartón y estandartes de tela con la leyenda: ¡Votad a Eoghan Tyrell para el Senado! Una banda de música del ejército de Estados Unidos tocaba una marcha animada con timbales y trompetas. Y algunos tipos duros sacaron sus Colt y se pusieron a disparar alegremente al aire.

Al lado de ella, junto a la plataforma trasera del tren pullman en el que había regresado de la costa este hacía tres semanas, estaba Eoghan. Con las manos levantadas pedía calma para que ella pudiera proseguir su discurso de campaña electoral. Pese al atentado que había sufrido él hacía unos días y del que salió ileso, no ofrecía la menor señal de apocamiento.

—… ¡porque Eoghan Tyrell se comprometerá en favor de los derechos de las mujeres! —exclamó Shannon—. Ha elaborado un proyecto de ley que será adoptada en la Constitución de California: ¡el derecho de votar para nosotras, mujeres!

Se desencadenaron los gritos enardecidos de júbilo.

Las mujeres estaban rendidas a Eoghan, a quien un periódico de Nueva York hacía no mucho tiempo le había elegido como al soltero más atractivo de Estados Unidos: encantador, rico, de buen ver y exitoso en la política. Sus innumerables líos, en los que él se dejaba atrapar como un pillo con los dedos metidos en el tarro de la miel, lo convertían a ojos de sus admiradoras en un hombre aún más bribón e interesante. Eoghan se sometía a las mujeres, y tal cosa llegaría a notarlo también Gwyn, la hermana de Lance, que había compartido con ellos el viaje a San Francisco…

Shannon dirigió la mirada abajo, hacia Gwyn, que estaba al lado de dos damas mayores, Phoebe Hearst y Jane Stanford, sufragistas comprometidas las dos, que aplaudían a rabiar. Su consejera hizo un círculo con los dedos pulgar e índice indicándole a Shannon que había estado muy brillante. Durante su carrera universitaria, Jane Stanford había desempeñado el papel de su abuela. La mirada de Jane se dirigió fugazmente hacia su amiga Caitlin, que estaba situada detrás de Eoghan, y que estaba disfrutando a todas luces de su triunfo.

En ese momento descubrió Shannon a Wilkinson entre la muchedumbre apiñada. Este se abrió paso hacia ella y le hizo señales con las manos. Ella asintió con la cabeza y prosiguió su discurso:

—Eoghan Tyrell combatirá los mitos que a vosotros, hombres, os sirven como argumentos legítimos para proscribirnos a las mujeres de las universidades, para prohibirnos el acceso al trabajo y para mantenernos lejos de la política. ¿Cómo es posible que os creáis seriamente que una mujer es moralmente inferior a un hombre? ¡No lo es de ninguna de las maneras! No, chicos, ¡yo tengo derecho a cometer mis propias faltas! ¡En serio, no os necesito para eso! —Carcajada general—. ¿Cómo es posible que vosotros, hombres, os creáis que las mujeres somos física y psíquicamente inferiores a vosotros? ¿Cómo es posible que afirméis que llevar una casa, parir y educar a los hijos no requiere de una formación superior?

Uno de los presentes la interrumpió a voz en grito.

—¿Cuándo se casará usted y tendrá hijos, Shannon? —berreó un hombre joven con un tono ofensivo en su voz, las piernas cruzadas y los hombros tensos.

—¡Cuando haya encontrado al tipo adecuado!

—¡Tómeme a mí! —se ofreció con una sonrisa burlona al tiempo que movía las caderas para que todo el mundo se enterara de lo que quería decir.

Ella sacudió la cabeza. Consideró ridículos y estúpidos aquellos ademanes arrogantes y ofensivos.

—¡Eso será si puede usted medirse conmigo, señor! —le espetó ella—. Yo he estudiado en Stanford… ¿Y usted?

Carcajadas alegres y maliciosos golpecitos en los hombros entre los asistentes. Jane, la viuda del gobernador Leland Stanford, estiró los dos puños al cielo con gesto triunfador. Y Phoebe, la viuda del senador George Hearst y madre de William Randolph Hearst, aplaudió la capacidad de réplica de Shannon con tanta efusión que debían de estar doliéndole las manos.

El apoyo de las dos damas que estaban de pie envalentonó a Shannon:

—Fueron mujeres quienes exploraron y poblaron el lejano y salvaje Oeste como pioneras. Fueron mujeres quienes plantaron y urbanizaron California. Fueron mujeres quienes buscaron y encontraron oro aquí. Fueron mujeres quienes comerciaron aquí, quienes fundaron una universidad e industrializaron este estado. Y fueron mujeres quienes lo convirtieron en lo que es hoy en día: el estado más rico, progresista y moderno de Estados Unidos… ¿qué digo?, ¡del mundo entero! ¡Y de ahí que, amigos míos, las mujeres tengamos el derecho inapelable… —pausa teatral—… a gobernar también este estado!

El grito colérico de un hombre fue acallado en el acto por los silbidos y los gritos de júbilo de centenares de mujeres: «¡Exigimos el derecho de voto!». «¡Mujeres al poder!». «¡Queremos gobernar!».

—¡Vamos a ganar! —dijo Shannon en tono conjurador, levantando las dos manos:

—¡Dios las bendiga a todas! ¡Dios bendiga este país!

Dejó al criterio de los espectadores si se refería al estado de California o a Estados Unidos en su conjunto, porque en ese momento la banda de música comenzó a interpretar con brío el himno nacional. De nuevo volvieron a escucharse disparos de revólver acallando los flashes de las cámaras de los reporteros del Chronicle y del Examiner. Gracias a la señora Phoebe Hearst, que disponía de una horda de reporteros, su hijo garantizaría un buen espectáculo mediático en San Francisco, Chicago y Nueva York.

Eoghan, que la aplaudió al igual que sus votantes, le pasó el brazo por el hombro y le estampó un beso en la mejilla entre los fogonazos de las cámaras. Como era habitual en él, ocultaba sus sentimientos detrás de la pose. Había asistido en Nueva York a clases de interpretación teatral y en Broadway aprendió cómo ganarse a las personas para su causa.

—¡Damas y caballeros! —berreó desbordante de alegría—. ¡La señorita Shannon Tyrell!

Wilkinson se encontraba ahora junto a Jane y Phoebe en la primera fila y hacía señas para atraer la atención de Shannon. Esta asintió con la cabeza. A continuación se liberó del abrazo de Eoghan, dio un paso a un lado y se volvió hacia Caitlin. Su abuela le tomó la mano con una amplia sonrisa, un gesto protocolario que no iba a la zaga del beso de Eoghan en escenificación teatral.

Caitlin dejó que Shannon la llevara hacia delante para que los votantes de Eoghan le pudieran rendir homenaje.

—Un discurso sensacional, Shannon —dijo en señal de reconocimiento mientras levantaba los brazos hacia la muchedumbre—. Incluso lo que no has dicho permanecerá en la memoria. Cuando nosotras, las mujeres, nos impongamos aquí en San Francisco, y California modifique su Constitución, todos los demás estados nos seguirán. Me ocuparé de que eso salga impreso como te digo. —Señaló con el dedo a los periodistas que estaban disparando fotos de las dos—. Estoy orgullosa de ti, Shannon.

«Sí, estás orgullosa porque te crees que me he sometido a ti y porque piensas que soy fiel al lema que tu hijo Sean nos inculcó a palos cuando éramos niños: vas a hacer lo que te digo y vas a hacerlo con entusiasmo».

Shannon miró a los ojos a su abuela.

—Gracias, señora.

—De todas maneras tendrías que haberme presentado tu discurso, como lo hace Eoghan… —Caitlin señaló con la barbilla hacia él, que en ese momento había saltado del vagón de lujo para estrechar manos y dejarse tocar por la muchedumbre jubilosa.

Lo de estrechar las manos formaba parte de la campaña política de Eoghan: un buen apretón de manos con la derecha en señal de sinceridad y constancia, combinado con una mano izquierda que agarraba al otro por el codo o más arriba en el brazo, y que significaba: Eoghan te da su apoyo, Eoghan está a tu lado, Eoghan se interesa por ti y por tus cosas. El agarrón del hombro expresaba confianza y optimismo. Se trataba del mito puesto en escena de los Tyrell: entendimiento y sentimiento, un intelecto sensible y una acción campechana, una capacidad resolutiva católico-irlandesa que se había ido abriendo paso con obstinación desde un pedazo de tierra lleno de patatas podridas en Irlanda hasta lo más alto de la respetabilidad social en el boom urbanístico de California. ¡Ese era el sueño norteamericano! ¡Los Tyrell eran los Estados Unidos de América!

Las clases de interpretación teatral de Eoghan en el Broadway de Nueva York habían sido una tontería, pero producían su efecto.

—Su aparición en este espectáculo con una sorprendente sonrisa me parece más auténtica —dijo Shannon, rechazando la exigencia de Caitlin a acordar con ella sus discursos en el futuro—. Si valora usted que yo dé mi apoyo a Eoghan en su camino a la Casa Blanca, y si usted exige de mí que pronuncie discursos de campaña electoral, tendrá usted que contar con que yo utilizaré mi cabeza. ¿Para qué, si no, me envió usted a Stanford?

Caitlin miró a Shannon de reojo.

—El discurso de Eoghan no fue tan arrebatador ni provocador como el tuyo…

—Se lo acepto como un cumplido, señora.

—En ese sentido lo dije.

Pareció que se volatilizaba la tensión que había reinado entre ellas desde la llegada de la carta procedente de Washington y la visita de Shannon a Claire Sasson. Caitlin se había puesto hecha una furia porque Shannon no le había dicho lo que había hablado hacía casi cinco semanas con el presidente y lo que ahora, a comienzos de abril, le había respondido McKinley. Esta forma de proceder no iba con ella, de la misma manera que no aprobaba la autonomía y la libertad de Shannon, que esta defendió a capa y espada, cuando desapareció durante diez días para estar con Jota en el valle de Yosemite. Jota y ella habían regresado de allí hacía unos pocos días.

¿Por qué se había enfurecido Caitlin de aquella manera cuando le pidió a Eoghan que la dejara acompañarle a Washington para hablar con McKinley sobre la supuesta alta traición de Aidan y para tratar de conseguir un indulto por parte del presidente? ¿Y por qué razón se comportaba Caitlin de esa manera tan irreconciliable frente a Aidan, de quien decía que había ensuciado la honra familiar? Caitlin había perdido a dos nietos en esa guerra: a Rory, el valiente héroe de guerra que había caído en Cuba a las órdenes de Teddy Roosevelt, y a Aidan, el traidor cobarde, que era como ella lo llamaba, que había sido enterrado en vida ahora en Alcatraz. ¿Tenía miedo de los titulares de los periódicos si Aidan resultaba indultado? ¿O del escándalo que podría perjudicar a Eoghan en su camino a la Casa Blanca?

Shannon valoró muy alto el gesto de Eoghan de acompañarla a ver a McKinley para intervenir en favor de Aidan; era la primera vez que él se enfrentaba a Caitlin. McKinley le aseguró que apreciaba en mucho a Eoghan como futuro senador por California y como candidato a la presidencia. Y le prometió examinar la legalidad de la condena. Los despidió a ella y a Eoghan con un firme apretón de manos, y los dos regresaron a su tren para continuar el viaje con Tom y Lance hacia Nueva York.

El ex prometido de Shannon le había presentado sus respetos antes de partir de San Francisco y le había pedido permiso para acompañarlos a Nueva York. Lance había ido a hablar con Charlton sobre Sissy, pero este rechazó su propuesta de matrimonio. Cuando Lance dejó la foto de su hermana Gwyn encima de la mesa, se produjo una lucha de poder entre Charlton y Josh, un duro enfrentamiento verbal en el que, al parecer, Charlton había pronunciado la última palabra.

Cuando ya se marchaban de Nueva York, Lance le pidió que aceptara a su hermana para llevarla con ellos a San Francisco. Cuando él le explicó que Charlton había decidido que Josh y Gwyn se conocieran, ella no supo si echarse a reír o a llorar: Rob, Josh y ella se encontraban justo en la misma situación. Shannon había enviado a Lance de vuelta a Nueva York con calabazas y su anillo de diamante. Josh regalaría a Gwyn un collar de diamantes y probablemente haría lo mismo…

La sacudida con la que el tren iniciaba ahora su marcha arrancó a Shannon de sus pensamientos. Eoghan, que acababa de estrechar cientos de manos, se agarró de la barandilla y saltó con gallardía al tren en marcha, se colocó al lado de ella y se puso a saludar a la multitud jubilosa mientras terminaban los últimos compases del himno nacional. Wilkinson corría a toda prisa tras el tren.

—¡Señora! —exclamó enérgicamente. Shannon se inclinó hacia él. El mayordomo dirigió la mirada a Caitlin, pero esta no se había apercibido de su presencia—. Su Duryea está a punto. La espero a usted allí. Por favor, venga usted de inmediato. El asunto no admite ninguna demora.

Mientras Wilkinson se detenía para desaparecer entre la multitud que agitaba banderitas, Shannon se volvió a mirar a Eoghan.

—¡Por favor, discúlpame!

Su primo se la quedó mirando perplejo.

—¡Eh, pero espera! —dijo él, protestando cuando ella descendió los peldaños de la escalerita y saltó del tren—. Pero ¿adónde vas? ¡Shannon!

Mientras el tren aceleraba para dirigirse a Sacramento, ella se fue abriendo paso entre la multitud estrechando manos y recibiendo felicitaciones de la gente.

Wilkinson la estaba esperando junto a su Duryea.

—Señora, disculpe usted que le venga en estos momentos de euforia para traerle una noticia tan trágica…

Ella lo interrumpió alzando una mano.

—¿Qué sucede?

—El señor Skip… se encuentra muy mal.

«¡Skip, no! ¡Otra vez, no, por favor!». Respiró profundamente y preguntó con una serenidad que no sentía en su interior:

—¿Qué ha ocurrido?

—Recibí una llamada de Chinatown.

—¿Ha vuelto a ir a uno de esos fumaderos chinos de opio?

—Sí, señora. Fui inmediatamente allí.

—¿Cómo se encuentra?

Wilkinson titubeó unos instantes.

—Estaba inconsciente.

—¿Una sobredosis? —preguntó asustada.

El mayordomo asintió con la cabeza.

—Le llevé a la cama y llamé a Alistair McKenzie igual que la última vez. Sin embargo, el señor Skip despertó antes de que llegara el doctor. Estaba fuera de sí como un… ¡por favor, disculpe usted, señora! Skip se echó a llorar desesperadamente, luego agarró su bate de béisbol y se fue dando tumbos por la casa. Intenté disuadirlo de su actitud, pero él se defendió con el bate. Ha destrozado el despacho y el dormitorio de la señora Tyrell… Ha hecho pedazos el retrato de ella que estaba sobre la chimenea, ha desgarrado sus vestidos y destruido sus objetos personales… El doctor McKenzie llegó cuando él ya había regresado llorando a su habitación para ponerse otra sobredosis…

Ella se llevó la mano a la boca.

—¡Oh, Dios mío!

Pensó con desesperación en Jota, que esta noche la estaría esperando en vano. Agarró al mayordomo del brazo.

—¡Venga usted! ¡No hay tiempo que perder!

Se detuvieron en la gravilla rechinante de la entrada. Shannon saltó del vehículo, entró a toda prisa en la casa y subió jadeando las escaleras hacia los aposentos de Skip. Cuando abrió la puerta de golpe, se detuvo respirando con dificultad.

—¡Alistair!

El doctor McKenzie era amigo de la familia desde hacía algunas décadas. Este tipo raro y querido, de barba cana y rebelde y de rudo acento escocés, estaba sentado en un sillón al lado de la cama y vigilaba al durmiente. ¡Las piernas y los brazos de Skip estaban atados con correas de cuero a las patas de la cama, como si se tratara de un loco!

Ella se acercó visiblemente afectada mientras Alistair se levantaba y alisaba el traje. En ese momento vio el maletín del médico abierto sobre la mesita de noche.

—¿Cómo se encuentra?

Alistair McKenzie la agarró de los hombros y la empujó hacia el sillón en el que había estado sentado él.

—¡Siéntate, por favor!

Ella se sacudió las manos de él.

—¡Vamos, dígamelo ya!

—¡Siéntate!

Ella se sentó en el sillón mientras el doctor le agarraba las manos. No podía apartar la mirada de su hermano.

—Skip se encuentra en un estado de conmoción con riesgo para su vida —explicó—. Ha vuelto a tomar una dosis muy elevada, igual que hace unos días, cuando tú estabas en el valle de Yosemite y no pudiste regresar por la nieve. Skip estaba tan desesperado que no quería seguir viviendo sin ti.

Se le hizo un nudo en la garganta a ella.

—¿Piensa usted eso mismo?

Él asintió con la cabeza.

—Skip se puso muy enfermo cuando no te tuvo a ti cuidándole. Estaba triste y desesperado. No quería hablar con ninguno de nosotros. Se encerró en su habitación, se pasó el tiempo echado en la cama o apoyado en la ventana esperando durante horas a que regresaras por fin.

—¡Pero regresé! —dijo ella conmovida, incapaz de proferir algo más que un murmullo de su boca. Señaló con la barbilla en dirección a Skip, que yacía inmóvil en la cama con los brazos y las piernas extendidas—. ¿Pretendía suicidarse?

—No estoy seguro de tal cosa. La dosis que tomó en el fumadero no era suficiente, y él tenía que saberlo por fuerza por la experiencia que ya posee.

La voz de ella parecía no querer salirle.

—Así pues, ¿un grito de socorro? ¿Igual que el intento de suicidio que protagonizó durante las Navidades?

—No lo sé —confesó Alistair—. Skip se puso fuera de sí, como un loco, cuando despertó de pronto en su cama. Ese estado de enfurecimiento es un efecto secundario de la intoxicación con una dosis muy elevada de heroína.

—¿Heroína? —Le entró un mareo—. Pensaba que estaba tomando opio y láudano.

El doctor cogió un frasquito de la mesita de noche y se lo mostró. En efecto, era heroína tal y como podía comprarse en cualquier farmacia.

—La heroína es un analgésico que se aplica en enfermedades del pulmón y del corazón, y también ayuda en el tratamiento de los síntomas de abstinencia del opio.

—Así pues, ¿ha tomado Skip heroína en exceso?

—Todo el frasquito al parecer. Algunas gotas de heroína producen un efecto analgésico, sedante y ansiolítico, y en esas dosis dan una sensación de sosiego, despreocupación y satisfacción con uno mismo, pero ¿todo el frasco? El corazón de Skip late con demasiada lentitud y de manera muy irregular, su tensión arterial es demasiado débil, apenas es perceptible su pulso, y padece de apnea. Cuando despierte se sentirá como si estuviera asfixiándose. Quizá tenga una angustia mortal, una reacción desmesurada de miedo o pánico, que…

—Me quedaré a su lado —dijo ella al médico para tranquilizarle.

«Le daré la droga que anhela tanto cuando se consuela con el opio y la heroína como sucedáneos materiales», pensó ella con desesperación. «Le regalaré mi cariño, mi ternura, mis sentimientos. Le protegeré. Le proporcionaré un poco de autoestima, aunque de esta manera le haré todavía más dependiente de mí».

A su regreso de la excursión al valle de Yosemite, ella había hablado con Alistair McKenzie sobre Skip, a quien el doctor tildó de enfermo incurable. Le advirtió que con un abuso continuado de esas sustancias, tal como Skip estaba tomándolas desde hacía años, podía producirse una intoxicación crónica que le provocaría daños permanentes en el cerebro. Las consecuencias inevitables serían alucinaciones, una capacidad intelectual disminuida, un discernimiento menguado, falta de confianza en sí mismo y psicosis graves que irían acompañadas temporalmente de una pérdida completa de la realidad.

Alistair se la quedó mirando.

—Skip podría ponerse a dar golpes a diestro y siniestro.

—Le vigilaré. Y lo dejaré atado. —Aunque esas ataduras eran precisamente lo que más temían él y ella…

—Es mejor así, jovencita. He hecho lo que he podido por Skip para evitar una parada cardíaca o respiratoria, pero no le puedo dar más medicamentos. Más tarde me pasaré por aquí otra vez para ver cómo está.

—Muy bien.

—Y una cosa más: no estoy seguro de si Skip está verdaderamente inconsciente o si está percibiendo todo lo que sucede a su alrededor.

—Entiendo.

—Ahora tengo que marcharme, Shannon.

—Sí.

—Me llamas en el caso de que Skip…

Ella no permitió que Alistair pronunciara la expresión terrible mientras fuera posible que Skip estuviera escuchándoles.

—Yo me ocupo de él.

El doctor se incorporó y dirigió la vista hacia el durmiente. Sin que se notara apenas, rozó la mano atada de Skip sobre la sábana como si contara con que su paciente no viviría ya cuando él regresara, y abandonó en silencio la habitación.

Al quedarse a solas con Skip, ella se sentó en el borde de la cama. El rostro ovalado de él estaba pálido y empapado de sudor. Se le habían formado unas arrugas profundas en torno a los ojos y a la comisura de los labios que le procuraban un aspecto de congoja y de amargura. Le pasó la mano con ternura por el rostro y le desmelenó el cabello oscuro tal como había hecho siempre de niña.

—¿Skip? —Ni una señal de vida—. ¡Skip! Soy yo. Todo saldrá bien. Ahora estoy yo aquí contigo. —Con mucha suavidad deslizó la mano por debajo de la colcha, le desabotonó el pijama y puso su mano extendida sobre el pecho de él para sentir los latidos de su corazón y el ritmo de su respiración. ¡Era extremadamente débil, apenas perceptible!—. ¿Skip?

Nada.

—Tengo que decirte algo, Skip —dijo ella con dulzura—. Dijiste una vez que solo me tenías a mí y a mi cariño. Dijiste que sobrevivirías, aunque yo no estuviera cada día preocupándome por ti, que podías asumir la responsabilidad de tu propia vida y que no deseabas para mí esa carga. Me confesaste lo herido que estabas por haberte ocultado mis sentimientos por Jota. Y yo te prometí compartir mi felicidad contigo porque me dejaste creer que lo soportarías. Pero no has podido soportarlo. —Tras unos instantes de silencio dijo—: ¡No vuelvas a mentirme nunca más, Skip!

Tocó la mano atada de él y la acarició con dulzura, pero él no reaccionó. ¿La estaría entendiendo?

—Me has hecho mucho daño, Skip, al ocultarme tus sentimientos. Cuando hice mi equipaje para ir al valle de Yosemite creí que te alegrabas por mí porque soy feliz con Jota, pero me engañaste. Mi amor por él te sume en la desesperación porque te crees que te he abandonado a tu suerte. Skip, aunque amo a Jota, siempre estaré por ti en todo momento.

Le pasó las dos manos por la cara sudorosa. ¿Cuándo había sido la última vez que alguien había acariciado a Skip de esa manera? No había recibido ningún beso, ninguna caricia, ningún abrazo de una persona a la que él quisiera y que le tuviera cariño. ¿Cómo podía uno vivir sin todo eso y no irse a pique por el deseo de calidez y protección y por las ansias de cariño?

Esas caricias tiernas parecían gustarle, pues asomó una sonrisa a sus labios.

Ella dirigió la vista al reloj que estaba en la mesita de noche.

Jota la estaba esperando en la casa de Ian.

¿Había sido muy egoísta en su amor por Jota? Ella pensaba que se merecía un amor así, y pensaba también que ese amor se merecía la renuncia de todo lo demás. Pero ¿había sido ella verdaderamente egoísta? Estaba triste, y se sintió culpable. ¿Qué debía hacer? ¿Tenía derecho a que la amaran? ¿A que la amara Jota, a quien conocía desde hacía unas pocas semanas y a quien necesitaba como se necesita el aire para respirar? ¿O a que la amara Skip, a quien conocía de toda la vida y que la necesitaba a ella para sobrevivir?

Su corazón latía con tanta vehemencia que le producía dolor. Sentía su cuerpo como anestesiado, y estaba temblando. Jota o Skip, amor o pena, sentimiento o conciencia del deber y responsabilidad hacia una persona querida que necesitaba su ayuda. Estaba sentada allí y reflexionaba sobre cómo se habían desarrollado las cosas como para que Skip acabara desempeñando el papel trágico en este drama familiar. Skip era una persona muy sensible que sufría bajo la frialdad emocional y la violencia subliminal, pero era también muy abnegado y soportaba en silencio la amargura y la hipocresía familiares. ¿Lo habían forzado a él, al más débil, al más sensible y vulnerable, a adoptar el papel del loco que, en comparación con él, hacía aparecer a los demás razonables y en plena posesión de sus facultades mentales? Shannon volvió a dirigir la vista al reloj de la mesita de noche. Jota la estaba esperando, pero no podía dejar ahora a Skip. Durante un rato estuvo a su lado hablándole en voz baja porque creía que él podía oírla. Finalmente abrió la novela El pequeño lord que estaba sobre la mesita de noche y se puso a leérsela en voz alta. Una lágrima se deslizó por la mejilla de Skip. Así pues, podía entenderla…

Se escuchó una llamada suave y titubeante a la puerta. Ella bajó el libro entre sus manos. Caitlin estaba parada en la puerta abierta, con la mano en el picaporte y mirando en dirección a la cama con la cara muy pálida.

—Wilkinson me acaba de decir… —Enmudeció por la emoción de ver a Skip en la cama. Agitó la cabeza con tristeza, respiró exhalando un jadeo profundo de ahogo, se encogió de hombros y abandonó la habitación.

Shannon dejó el libro al lado de Skip.

—¡Regreso enseguida! —Entonces se puso en pie de un salto y siguió a su abuela hasta sus aposentos, que parecían devastados por un terremoto.

Caitlin estaba frente a la chimenea de mármol y contemplaba con la cara pálida y entre temblores el retrato suyo que Skip había destrozado con el bate de béisbol en su acceso de furia. Intentaba mantener la compostura, pero Shannon pudo percibir en ella lo conmovida que estaba. Le agarró de la mano el lienzo destrozado, lo colocó con todo cuidado en el suelo junto al marco hecho pedazos, agarró a Caitlin por un codo y la condujo suavemente hasta el sillón que estaba junto a su cama. A continuación regresó hasta la puerta abierta y llamó al mayordomo.

—La señora Tyrell no se encuentra bien. Hoy no debe haber absolutamente nada más que pueda irritarla. Debe quedar apartada de toda perturbación, así que nada de cartas, ni de visitas, ni de llamadas. Ni siquiera del señor Eoghan desde Sacramento.

—¿Quién va…?

—Yo me encargo. Y traiga a la señora Tyrell, por favor, una infusión que la tranquilice.

—Ahora mismo, señora.

Shannon regresó con Caitlin y cerró la puerta suavemente antes de dirigirse hacia ella.

—Así están las cosas. —Caitlin asintió con la cabeza, pero sin mirar a Shannon a la cara—. ¿Se encuentra bien, señora?

Ella levantó la vista.

—Sí.

—¿Por qué se marchó de la habitación de Skip?

—Porque pensé que no me necesitabas. —Shannon se quedó mirando fijamente a su abuela. Caitlin bajó la vista—. Y porque pensé que Skip me odia. —Hizo un gesto que abarcaba sus aposentos devastados, su retrato, sus joyas y sus vestidos que estaban dispersos por el suelo—. Skip me da miedo.

—¿Teme que un día pueda abalanzarse sobre usted? —Caitlin asintió con la cabeza tensa. La semana pasada había estado comentando que tenía la intención de declarar a Skip incapacitado mental y que iba a ponerlo bajo tutela—. A mí me da más miedo su peligroso estado de salud.

Su abuela cerró los párpados y no replicó.

—Sé lo difícil que le resulta a usted mostrar abiertamente sus sentimientos. Sin embargo, dignidad, autoridad y fuerza de voluntad no significan reprimir todo lo que es bello y bueno. Mi padre murió con los sentimientos helados en su corazón. —Caitlin la miró con cara de sorpresa—. Y también Skip se irá a pique de la misma manera. No puedo llevar yo sola la responsabilidad sobre él por más tiempo, señora, esa carga es excesiva para mí. Por favor, ayúdeme y alívieme una parte de este cargo de conciencia.

—¿Cómo?

—Quiero que usted esté mañana presente cuando hable con Alistair sobre cómo podemos ayudar las dos a Skip. No debe tener acceso al opio, al láudano o a la heroína, por muy graves que sean los síndromes de abstinencia para él. No debe salir de casa hasta que no haya mejorado su estado de salud. La tarea de las dos será hacerle su convalecencia lo más agradable posible. Mucha tranquilidad, buenos alimentos, buena música y largos paseos por la playa para que recupere sus fuerzas. Nada de sermones, ni de recriminaciones, ni de pullas, y nada de peleas. Solo confianza en que Skip lo conseguirá. Y cariño.

Caitlin asintió con la cabeza en silencio.

—Le dirá usted a tío Réamon que su amigo, el señor Jack, es alguien non grato en la casa a partir de ahora mismo. Si le pillo a él o a Eoghan en las próximas semanas con un vaso de bourbon, se las tendrán que ver conmigo.

Shannon puso una mano sobre el hombro de su abuela, un gesto al que Caitlin no estaba acostumbrada. Miró a su nieta con extrañeza, pero a continuación asintió con la cabeza.

—Somos una familia, señora, y deberíamos aprender a comportarnos como una familia, porque si no conseguimos dar a Skip esperanzas y librarlo de la muerte con confianza y amor, entonces nos iremos todos a pique.

Fueron apoderándose mansamente de él los recuerdos románticos de los momentos vividos en la nieve en el valle de Yosemite, mientras yacía despatarrado sobre el sofá de piel en la biblioteca de Brandon Hall.

Relajado entre los cojines, él la veía en sus recuerdos, la veía de pie como cada mañana en el porche de la cabaña de madera calentándose las manos con la taza de café y mirando con ojos ensoñadores en dirección a las cascadas de Yosemite. El rumor de las cataratas de agua podía percibirse con tanta claridad en aquel aire cristalino, que él creía notar el agua pulverizada azotando su rostro. Ella se daba la vuelta con una sonrisa, lo abrazaba y le daba un beso. Solo unas pocas horas después llegaba una tormenta de nieve, y ellos fueron muy felices en la cabaña. Fueron juntos a cazar con sus Winchester, y Josh descuartizó los animales cazados mientras ella apilaba la leña para el fuego sobre el que asarían los filetes. Acurrucados en las mantas hechas con pieles de conejo escuchaban por las tardes los discos de goma laca en el gramófono que habían traído consigo, hablaban durante horas y se amaban toda la noche. Esos diez días con ella en plena naturaleza habían sido hermosos como un sueño, y al recordarlos sintió que se le acaloraba el corazón.

Reflexionando en retrospectiva, se preguntó si había habido señales en las que él pudiera reconocer que algo no iba bien. ¿Le había enojado acaso su exigencia de verse más a menudo que solo los fines de semana? Cada vez que se encontraban sabían que sería tan solo por unas pocas horas. ¿Cómo iba a crecer y a madurar su relación de esa manera?

¿Por qué no había acudido ella esta vez? Estuvo esperándola durante horas en la casa de Ian. No había vuelto a saber de ella desde su regreso hacía unos cuantos días. ¿Qué había sucedido?

Josh dobló el Wall Street Journal que había estado hojeando cuando oyó de pronto que llamaban suavemente a la puerta. Charlton asomó la cabeza.

—¿Josh? —Entró con un periódico bajo el brazo—. Sissy me ha dicho que estabas aquí.

—Ella no ha venido.

Charlton señaló uno de los sillones de piel.

—¿Me permites que me siente?

—Vamos, siéntate. —Una vez que su abuelo hubo tomado asiento extendiendo el periódico vespertino por encima del brazo del sillón, le preguntó—: ¿Qué tal fue la cena con Tom en el hotel Palace?

—Hizo una barbacoa con filetes de canguro. El jefe de cocina tuvo que atar los filetes, de lo contrario se habrían ido dando brincos.

Josh se echó a reír a carcajadas.

—Tom había mandado traer la carne congelada desde Nueva Gales del Sur. —Charlton esbozó una sonrisa traviesa y se puso a dar brincos en su asiento—. Ahora ya no puedo permanecer quieto en ningún lugar.

Las carcajadas de Josh se hicieron atronadoras.

—Por lo visto lo pasasteis en grande… y está claro que tomasteis algunas Guinness de más.

—La próxima vez habrá cocodrilo de Queensland. Tom posee una granja de cocodrilos cerca de Cairns.

—¿Y cómo pretende entrar un cocodrilo por la aduana californiana?

—Pues de la misma manera que Caitlin importa su opio.

—¿Declarándolo como té? —Charlton se rio.

—No quería decir eso.

—Ya sé lo que querías decir. Mete al cocodrilo en una caja con unos buenos fajos de dólares… Entre los billetes nadie verá nada más.

—Sí, eso es, me parece que has entendido bien el funcionamiento.

—Volviendo otra vez al asunto de la cena… —Charlton se puso serio de nuevo—. Creo que Tom no tiene ni idea de lo que está tramando Rob a sus espaldas.

—¿Con quién está negociando Tom después de rechazar nuestra oferta?

Charlton se encogió de hombros.

—¿Con Caitlin?

—No lo sé. Tengo la sensación de que sigue a la espera de que una tercera persona tome una decisión.

—¿Shannon?

Charlton extrajo un puro habano de su bolsillo y le prendió fuego entre bocanadas de humo.

—Rob y Shannon. Una bonita pareja.

Josh se incorporó y bamboleó los pies en el suelo.

—¿Qué te parece a ti que están planeando los Conroy?

Charlton resopló por la nariz.

—Y a ti, ¿qué te parece?

—Pensaba que Tom quería cooperar con nosotros para absorber a Tyrell & Sons, pero ahora no lo tengo tan claro.

—¿Un ataque conjunto de los Tyrell y los Conroy sobre Brandon Corporation? ¿Es nuestra empresa el regalo de bodas de Tom para Rob y Shannon?

Josh asintió con la cabeza con aire meditabundo.

—Pero ¿qué papel desempeña Rob en todo esto?

—Dicho con toda franqueza, no entiendo lo que están maquinando esos dos. Tom es una persona leal, sea quien sea a quien otorgue su lealtad. Pero ¿y Rob?

—Quizá no tenga ningunas ganas de casarse…

—Igualito que tú.

—Exactamente.

—Y eso que Shannon es lo mejor que puede pasarle en la vida. —Charlton agarró el periódico vespertino doblado sobre el brazo del sillón, lo abrió y le enseñó a Josh los titulares de la primera plana—. Shannon pronunció un discurso en el acto de campaña electoral de Eoghan. —Dio unas caladas a su habano—. Caitlin reclama el derecho de voto, hace que Eoghan elabore un proyecto de ley para una enmienda de la Constitución californiana y envía a Shannon al frente. ¡Qué mujer! —Charlton expulsó el humo—. Sea como sea, Caitlin sabe perfectamente que no tendría la menor oportunidad de que la escucharan como a sus amigas Jane Stanford y Phoebe Hearst, quienes, por cierto, aplaudieron las dos. Shannon es atractiva, inteligente, y también sabe pronunciar discursos. Los hombres, los votantes de Eoghan, prestan atención cuando ella dice algo. Un discurso estupendo, con toda sinceridad. ¿Quieres leerlo?

—Ahora no.

Charlton giró el periódico.

—En la portada hay incluso una foto de Shannon. Es una belleza, y además es muy decidida. Apoya a Eoghan en su entrenamiento cuerpo a cuerpo en la política. Caitlin puede estar verdaderamente orgullosa de ella. —Charlton dobló el periódico y se lo tendió a Josh.

—¿Hay alguna nueva noticia sobre el atentado a Eoghan?

—Ni una sola palabra. —Su abuelo agitaba el periódico con impaciencia para entregárselo, pero Josh lo rechazó con un gesto de las manos. Se levantó, arrojó el Wall Street Journal sobre el sofá de piel y se estiró perezosamente. Charlton dirigió la vista hacia él—. ¿Te vas a la cama? Ya es más de medianoche.

—Voy a salir a dar un paseo.

—¿A la casa de Ian? ¡A estar con ella!

—Sí.

—¿Y qué pasa con Gwyn?

—Se marchó por la tarde y aún no ha regresado.

—No me refería a eso.

—¡Ya me lo pensaba yo!

—¡Josh, por favor, sé razonable! —le amonestó Charlton con un tono grave.

—¡Ya hemos hablado de eso!

—¡Sí, por eso mismo! Josh, escucha, tu papá murió hace muchos años. Yo te eduqué como si fueras mi propio hijo. Sé lo importante que es tener un heredero. Tú eres el último en nuestra saga, el último Brandon. Cuando se case Sissy, será una Burnette, o una Conroy, qué sé yo. Josh, sé bueno y reflexiona bien lo que haces. ¿A quién voy a confiar la obra de mi vida? ¿A Sissy quizá? Tu hermana tendrá su futuro asegurado —dijo Charlton en un tono enérgico—. No, Josh, tras la muerte de Jon tú eres como un hijo para mí, mi socio, mi sucesor, mi heredero. Por favor, entra en razón, chaval. Tienes que casarte, y necesitas un hijo. Brandon Corporation es la obra de toda mi vida, en la que he estado trabajando medio siglo. ¡Josh, sé razonable! ¡Solo te tengo a ti!

«¡Otra vez, no!». Josh hizo esfuerzos por permanecer sosegado.

—La amo.

Charlton dio una calada a su puro habano, expelió el humo con fuerza y sacudió la cabeza.

—No me entiendas mal, Josh. No tengo nada en contra de tu lío con ella. Te he dicho lo mucho que me alegra que seas feliz por fin. Y esto es lo que quiero decir, de todo corazón. Por mí puedes desfogarte lo que quieras antes de casarte, pero Gwyn…

—Ella no es ningún lío pasajero que vaya a olvidar transcurrido medio año.

—¿Y qué es si no?

—Los dos nos amamos.

—Gwyn es…

—Nuestro amor y nuestra felicidad son para mí lo más importante en mi vida. Quiero pasar el resto de mi vida con ella.

Charlton gimió con gesto de crispación.

—Pero ¿quién diablos es ella?

Josh deambuló por las calles respirando profundamente. Se encaminó en dirección a la bahía. A pesar de que podía entender los motivos de su abuelo para obligarlo a una boda, estaba triste y decepcionado de lo poco que Charlton daba cabida y comprensión a sus esperanzas y anhelos. ¿No era capaz Charlton de imaginar lo que significaba amar y cuidar de alguien de todo corazón, abrazarla y besarla, mirarla a los ojos y reventar de felicidad? ¿No había sido exactamente eso lo que había existido entre él y Caitlin?

Así que le endosaban a Gwyn. Desde que la hermana de Lance vivía en Brandon Hall, Josh había salido con ella en varias ocasiones. Una cena a la luz de las velas en la que no afloró ningún sentimiento romántico, una velada de baile en la que no se acercaron en ningún momento más de lo que permitían los ritmos bailados, un largo paseo por el Golden Gate Park en el que se esforzaron denodadamente por encontrar un tema de conversación que les interesara a los dos. La conversación se hizo más afectuosa y sincera cuando Gwyn se detuvo súbitamente, le cogió de la mano y le confesó que se había enamorado de Eoghan, con quien había llegado allí procedente de Nueva York. La excitante aventura amorosa de los dos había comenzado en el compartimento de ella en el tren pullman cuando pasaban por entre las gargantas salvajes y boscosas de las Montañas Rocosas.

«¡Ni una palabra a su abuelo, Josh, con la mano en el corazón!». «¡Mi palabra de honor, Gwyn!». Ella se lo agradeció con una sonrisa radiante y un beso amistoso en la mejilla. Seguiría desempeñando frente a Charlton el papel de futura señora Brandon y esperaba convertirse en señora Tyrell antes de las elecciones de noviembre. Caitlin había dado su bendición tácita a esa relación invitando al palacio a la amante de Eoghan. Y Gwyn estaba ilusionada con su vida en Washington al lado del floreciente senador.

Josh había llegado a la avenida Broadway. Mientras caminaba, iba disfrutando de la fresca brisa y de las vistas sobre la bahía centelleante. Al acercarse a Russian Hill, comenzó a acelerar sus pasos, luego giró en Lombard Street. Su mirada vagaba por las casas victorianas con sus jardines floridos en la parte delantera de la casa. Y fue entonces cuando la vio. Estaba sentada en los escalones de la puerta de entrada a la casa de Ian y tenía la cara apoyada en sus manos como si estuviera llorando. Finalmente ella se puso en pie como si absorbiera con una profunda inspiración la fresca brisa nocturna y volvió a expulsar el aire lentamente para calmarse. Josh echó a correr, subió a toda velocidad la cuesta y se detuvo ante ella.

Ella se enjugó las lágrimas y le miró entornando los ojos.

—Jota. —Él le tendió la mano, tiró de ella hacia arriba y la abrazó. Ella le pasó los brazos alrededor del cuello y se estrechó contra él—. Estaba a punto de dejarte una nota y de volver a irme porque tengo que regresar enseguida.

Josh le pasó la mano por el cabello y la besó con ternura en los labios. Las lágrimas de ella lo conmovieron mucho, y tuvo que tragar saliva.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué estás llorando?

Ella sollozó, agitó la cabeza con pesar y apoyó la frente en el hombro de él.

—¿Me soportas con la cara mojada por las lágrimas y llorando a moco tendido?

—Sí —se limitó a responder él.

—Te necesito, Jota.

—Ven, entremos —se limitó a decir él.

Ella se pasó la mano por la cara y asintió con la cabeza. Él cerró la puerta, la tomó entre sus brazos y la llevó hasta la sala de estar para sentarse en el sofá de piel con ella encima de su regazo. Tenía la cabeza de ella apoyada en el hombro, y respiraba profundamente, inspirando y expulsando el aire largamente.

—Es tan precioso sentirme protegida entre tus brazos y no tener que mostrarme fuerte durante unos instantes —dijo ella entre sollozos—. Simplemente sentirme querida, sin tener que pagar un precio demasiado caro por ello.

Sus labios la rozaron con dulzura.

—¿Qué ha sucedido?

—Mi hermano… —Se interrumpió en seco, como si estuviera pensando si debía contarle lo que le estaba removiendo las entrañas. Se sorbió los mocos—. Ha intentado suicidarse.

A Josh le afectó en lo más profundo lo que ella le contó entre lágrimas. Para una persona como ella, con una fuerza vital tan marcada, el estado de su hermano era una experiencia brutal. Estaba emocionado de que ella se lo hubiera confiado. La mantuvo estrechamente abrazada cuando se echaron después en la cama. Por fin, ya mucho más tranquila, se estrechó contra él mientras la lluvia golpeaba en los cristales de las ventanas.

Su relación adquirió esa noche una profundidad que él no habría creído nunca posible. Una confianza íntima que no se habría imaginado ni en sueños. Su amor había dejado de ser tan ingrávido como antes, pero gracias a la confianza mutua se había vuelto más profundo y ardiente, y él lo percibió como algo más bello y dichoso.

La despedida de Sídney dejó a Rob infinitamente triste. Antes de que lo embarcaran con la grúa de carga, Rocky, su caballo de polo, se mostró tan intranquilo como él. El paseo corto por el Circular Quay con los barcos amarrados no había tranquilizado ni al jinete ni al caballo. El semental dio algunos escarceos y relinchó de pánico cuando le pasaron las correas con las que iban a alzarlo a cubierta por sobre el abismo existente entre el Circular Quay y el barco.

—Discúlpame, Kiwi. —Rob dejó plantado a Evander y se dirigió a su caballo para acariciarle en los ollares hinchados, abrazarlo y tranquilizarlo.

»No pasa nada —le susurró al semental, acariciándolo mientras unos operarios fijaban a Rocky las correas por la panza. A unos pasos más allá estaban izando otro caballo, un regalo para Shannon, y Rocky volvió a tener otro ataque de pánico—. ¡Eh, tranquilo! —Rob le tendió un puñado de cortezas de pan que Rocky hizo crujir entre sus dientes. Dio unos golpecitos en el cuello al semental. Entonces dio la señal para que lo alzaran, y observó con preocupación cómo Rocky flotaba con las patas tiesas y la cabeza inclinada en dirección a la embarcación.

Evander se colocó a su lado.

—Tienes tu equipaje a bordo.

Rob asintió con la cabeza sin perder de vista a Rocky. El semental comenzó a patalear enérgicamente cuando se fue acercando a la cubierta del buque en la que iban a depositarlo.

Evander le puso una mano encima del hombro.

—Estás muy callado. ¿Qué te sucede, Rob? —preguntó moviendo un poco a Rob—. Eh, quizá te guste California —dijo intentando llevar a su amigo a otros pensamientos—. Ya has leído el telegrama de Tom. Ha encontrado una bonita mansión que está dispuesto a comprar. A tu padre le hace ilusión enseñaros todo a ti y a Shannon. Una vista de ensueño sobre el Pacífico, un precioso jardín con palmeras y arbustos en flor, una playa particular con un embarcadero para el velero de Shannon. El clima es como el de Sídney, y en San Francisco también hay una bahía. No en vano la denominan la Ciudad Imperial… —La sirena del barco ahogó sus palabras. Evander esperó a que mitigara el eco atronador sobre el Sidney Cove, y dijo a continuación—: Te deseo un buen viaje. Nos vemos.

Rob abrazó a su amigo.

—Que te vaya bien, Kiwi. Disfruta del tiempo con tu familia en Nueva Zelanda. Y ven pronto.

—Estaré allí para tu boda.

—No puedo casarme sin mi padrino de bodas.

Evander se echó a reír.

—Llegaré con antelación. Tata.

—Los yanquis dicen: bye.

Rob subió a bordo por la escalerilla en donde le saludó el capitán, como siempre, con un apretón de manos:

—Buenos días, señor Conroy. Bienvenido de vuelta a bordo. Le deseo una agradable estancia, señor. Rocky está bien alojado bajo la cubierta. Podemos zarpar de inmediato.

—Más tarde le echaré una ojeada.

—Ahora hay un mozo de cuadras con él, señor. No se preocupe, se encuentra bien. El semental de… —Titubeó brevemente—… la señora Conroy está completamente calmado.

Rob no pestañeó siquiera cuando el capitán nombró a Shannon como la señora Conroy.

—Estaré en la cubierta hasta que hayamos abandonado la bahía de Sídney y nos adentremos en el mar de Tasmania.

—Como usted desee, señor.

—¿Dónde está el señor Mulberry?

—En el camarote de usted. Su mayordomo se está ocupando de su equipaje. ¿Quiere que mande que le traigan un whisky?

En la cubierta, con los brazos apoyados en la borda, Rob disfrutó de las vistas sobre el Circular Quay, desde donde Evander gesticulaba en señal de despedida, y sobre Sídney. Mientras soltaban las amarras, dirigió la vista a la ciudad. Aquí había celebrado él sus triunfos en las carreras de caballos y había jugado alegremente al polo. Aquí, en la bahía de Sídney, una de las bahías más espectaculares del mundo, él había sido siempre muy feliz.

Mientras el yate se deslizaba por las playas pintorescas de la bahía de Sídney, Rob extrajo la foto de Shannon que Tom le había sacado. Desde que la encontró sobre su escritorio de Lightning Ridge hacía algunos días, la había contemplado quizás un centenar de veces ya. Ella era hermosa, con un aire distinguido. Encantadora. Fascinante. Rob se imaginó la dulzura de su voz, la gracia de sus movimientos, el destello de sus ojos al reír, y la seducción de su olor. ¿Qué perfume utilizaría? Se imaginó la sensación de tenerla en brazos, de bailar con ella y besarla.

Acarició suavemente con el dedo el rostro de ella y su cabello, luego se guardó la foto de nuevo, se dirigió a la proa, disfrutó del viento en su cara y miró al frente.

Nada más alcanzar la embarcación el encrespado mar de Tasmania, el capitán viró hacia el noreste y puso rumbo a Hawái.