Tras la silueta del árbol de la copa plana, el cielo vespertino ardía en los colores de las rosas y del espliego. La tierra estaba oscura hasta el horizonte al igual que las hierbas altas y el extravagante tronco de árbol que parecía calcinado por un incendio en la estepa. Tan solo el arroyo, que se abría paso por la tierra a algunos pasos de distancia, destellaba en colores brillantes. Los colores terrosos de África habían absorbido el ardor del sol y parecían prender en llamas. Ahora, en febrero, el aire era cálido y suave, y Rob aspiró profundamente el aroma de la tierra tórrida y de la hierba seca. Colocó la pierna herida encima de la silla plegable, se recostó y cerró los ojos unos instantes. Estaba exhausto de las muchas horas de caza, y el analgésico que se había tomado con la cena le había dejado aturdido.
Se escuchó el ruido de pasos por entre las hierbas altas, y el canto de las cigarras enmudeció para volver a sonar transcurridos unos breves instantes. Probablemente se acercaba uno de los sirvientes negros para recoger la vajilla. Rob murmuró sin abrir los ojos:
—Me apetecería otra cerveza fría.
Los pasos se alejaron en dirección a la tienda del safari. Rob, medio adormilado, pensaba en la desagradable conversación de hacía dos días en Johannesburgo. La participación en acciones en el grupo De Beers, la Conroy Enterprises en los últimos meses…
Un disparo repentino hizo que se sobresaltara. En la mesa plegable que estaba frente a él había una botella abierta de Guinness que escurría agua. Al lado estaba Evander Burton, vestido con ropa de safari y con una segunda botella en la mano.
Rob pestañeó con gesto de sorpresa.
—¿Evander?
—He oído decir que te las tuviste con un león. —Con la botella señaló en dirección a la pierna herida. Evander se puso a mirar buscando otra silla plegable, pero no pudo descubrir ninguna con el resplandor de la hoguera del campamento. Con todo cuidado agarró la pierna herida de Rob por la bota de montar, la alzó, se sentó en la silla y colocó la pierna encima de su rodilla—. ¿Está bien así?
Rob se deslizó en su silla para adoptar una posición cómoda, y se quedó mirando fijamente a Evander que inspeccionaba en ese momento la bota mordida. Se vislumbraba el vendaje a través de las grietas en la piel.
—Bueno, se trata tan solo de un arañazo.
—¡No digas disparates! Me han dicho que el león te mordió en la pierna para tirar de ella, pero que tú pudiste zafarte y ponerlo en fuga con un disparo. —Evander tomó un trago, luego reposó la botella encima de su rodilla—. Rob, si durante el safari arriesgas tu vida con tamaña temeridad —le reconvino Evander enérgicamente—, entonces ya le puede legar Tom ahora mismo todo a Shannon.
Rob agarró la botella y bebió un sorbo.
—¿Por qué estás aquí, Evander? ¿Por qué me has seguido hasta Johannesburgo y más allá, en mitad de la naturaleza?
—Porque Tom quiere que cuide de ti.
Rob puso los ojos en blanco con un ademán de hartazgo y se amorró de nuevo a la botella. Con un gesto desenfadado señaló a la escopeta de caza cargada que estaba apoyada en la mesa plegable al alcance de la mano. El león había chupado sangre. Su sangre.
—Además ha llegado un telegrama de San Francisco —dijo Evander.
—¿De Charlton Brandon?
—Eso es. —Evander le tendió el telegrama. A la luz de la hoguera del campamento, Rob echó una ojeada al breve texto. Con una sonrisa satisfecha se lo devolvió, luego quitó la pierna de la rodilla de Evander y se incorporó.
—Y ahora me voy a «planchar la oreja».
—Pero si ni siquiera es de noche.
—Estoy bastante cansado y mañana partimos al alba. Quiero echarle el guante al león. —Rob miró de arriba abajo la ropa de safari de su amigo—. ¿Qué dices, te vienes también tú?
Se levantó balanceándose mientras Evander permanecía sentado con las piernas cruzadas y mirándole con los labios contraídos.
—¿Rob?
Este se agarró a la mesa para no caer al suelo.
—¿Qué?
—¿Cuándo vas a ir a San Francisco?
Tom miraba boquiabierto a las secuoyas cuyos troncos macizos solo podían verse vagamente entre la niebla matinal y cuyas elevadas copas desaparecían en las nubes.
—¡Como si los árboles soportaran el cielo! —exclamó fascinado. Se apoyó en Shannon cuando el mozo de cuadras y ella lo sentaron sobre el blando suelo del bosque frente al tronco de una secuoya caída—. ¡Sensacional! ¡Maravilloso! ¡Espectacular!
—Tom, si ni tan siquiera hemos llegado al bosque donde están las secuoyas verdaderamente altas —dijo ella, riendo y arrodillándose a su lado.
El mozo de cuadras se fue a buscar el caballo para Tom. Shannon había elegido Princesse, sobre la que había cabalgado en otro tiempo. Con ella se las apañaría bien él. Era una yegua sin tantos pájaros en la cabeza como Chevalier, sobre el cual montaría Shannon en esa pequeña expedición al bosque de las secuoyas. Tom dio a la yegua un puñado de crujientes cortezas de pan, y Princesse resopló con satisfacción. El mozo de cuadras obligó a la yegua a echarse, la sujetó por el ronzal y le dio unos golpecitos en el cuello. Shannon ayudó a Tom a doblar su pierna izquierda en forma de ángulo frente a la montura y a poner la pierna derecha sobre el vientre de la yegua. Se sujetó con las dos manos al cuerno de la silla de montar. Ella agarró a Tom por los hombros y sostuvo su pierna doblada. En el caso de que él resbalara, ella podría interceptar su caída.
—¡Venga, vamos!
Mientras la yegua se levantaba con brío, Shannon movió con ímpetu a Tom en la montura e introdujo su pie en el estribo. Princesse permaneció parada con toda tranquilidad mientras Shannon daba la vuelta a su alrededor para introducir el otro pie. Tom tomó las riendas con una sonrisa de felicidad y la miró desde lo alto.
—¡Ah, Shannon, no sabes qué alegría me das con esta excursión a caballo! No había vuelto a cabalgar desde mi accidente.
—Y yo me alegro contigo, Tom. —Se dirigió a Chevalier, que levantó traviesamente la cabeza para agitar su larga melena, y se montó en él. Una ojeada rápida al Winchester junto a la silla de montar: el fusil estaba cargado y con el seguro puesto. Detrás de la montura había una manta de lana atada y las alforjas estaban llenas de provisiones para el picnic. Ella asintió con la cabeza con un gesto de satisfacción, a continuación se volvió al mozo de cuadras—. Estaremos de vuelta dentro de seis horas. —Señaló con la barbilla hacia el carruaje en el que habían llegado desde el embarcadero del puerto de Sausalito—. Luego viajaremos hasta nuestra casa de campo en San Rafael donde cenaremos y pasaremos la noche. Regresaremos a San Francisco mañana al mediodía. —Se volvió a mirar atrás—. ¿Tom?
—Por mí podemos partir cuando quieras.
Cabalgaron a través de la espesa niebla adentrándose cada vez más en el bosque. Tom se exponía a desnucarse mirando aquellos impresionantes troncos elevarse en las alturas, hasta las nubes que se introducían en la bahía procedentes del Pacífico; apenas podían divisarse las copas.
—¡Qué maravilla! —dijo él entusiasmado—. Al lado de las secuoyas me veo muy pequeño. ¡Esto es impresionante! ¿Has estado muchas veces aquí?
—De niña, con mi padre y mis hermanos. De niños aprendimos en los campos de oro el profundo respeto ante el poder del ser humano que se somete a la naturaleza y a la que transforma con violencia. En la Sierra Nevada se socavaron las escombreras al pie de la montaña con enormes mangueras y el agua brotaba a una presión bárbara, de modo que las laderas de las montañas se resquebrajaron y el oro era arrastrado a los ríos por las aguas. El potente chorro de agua trazaba un amplio arco de hasta ciento cincuenta yardas y era tan fuerte que allí donde removía la gravilla con gran estruendo era capaz de matar a una persona. Así que en California podía encontrarse oro efectivamente «al final del arco iris» como dice la canción. —Shannon esbozó una sonrisa apagada—. Pero fue terrible la destrucción en las montañas por la codicia del oro que nos ha hecho ricos. Mi padre nos predicó el deber y la responsabilidad. Autodisciplina, carácter decidido y valentía. El respeto a la naturaleza y a su majestuosa grandeza nos lo enseñó aquí, a la sombra de las secuoyas. Estuvimos muchas veces aquí, seguimos los senderos silvestres y montamos nuestras tiendas de campaña en estos lugares. No muy lejos de aquí me topé con mi primer oso.
La mirada de Tom se deslizó rápidamente hacia el Winchester que llevaba ella junto a su silla de montar.
Cuanto más se adentraban en el bosque, mayor era la densidad de árboles entre los cuales proliferaban los helechos. La niebla venía desde el Pacífico, se quedaba prendida de los árboles y seguía ascendiendo hacia las cimas de las montañas.
Tom la miró de lado.
—Tienes la mirada de quien está soñando.
—Entre las secuoyas he tenido siempre una poderosa sensación de seguridad, serenidad y felicidad.
Él asintió con la cabeza con aire meditabundo.
—Sí, yo estoy sintiendo lo mismo en este lugar tan pacífico y tranquilo.
—En tres semanas, cuando florezcan las amapolas, la atmósfera aquí en el bosque será una delicia.
—Shannon, me alegra que me muestres todo esto. Entiendo lo que significa para ti este lugar.
—Y yo me alegro de que te sientas feliz aquí.
—¡Así me siento! Y también Rob se sentirá aquí a gusto si vienes con él. —Al levantar ella las cejas como dibujando un signo de interrogación, dijo él—: Ha respondido.
—¿Y bien?
—Está desfogándose en mitad de la naturaleza africana y ha abatido un león. Ya sabes cómo son los chicos grandes. Fue una aventura bastante peligrosa.
—¿Está herido? —Tom negó con la cabeza.
—Anda cojeando un poco.
—¿Y qué más? —preguntó ella con tensión.
—Está ilusionado contigo. Quiere conocerte.
Ella pensó en Jota, y se le contrajo el corazón.
—Todavía tiene algunas cosas que hacer en Ciudad del Cabo, pero en los próximos días partirá hacia Sídney.
Ella bajó la vista. Tom notó su azoramiento, pero no dijo nada. Shannon levantó la mirada.
—Yo también tengo que decirte algo. —Él la miró con gesto expectante, y ella prosiguió—: ¿Recuerdas que te conté que William Randolph Hearst me pidió que realizara una expedición a Alaska? Ayer recibí un telegrama de Nueva York.
—¿Y qué ponía en él?
—Ni una palabra. Tan solo un signo de interrogación.
—¿Y qué le respondiste?
—Con un signo de admiración. En mayo partiré para Valdez.
—¿Y Rob?
—Iré a Alaska. Con o sin él.
—Comprendo.
—¿De verdad lo comprendes? —preguntó ella con suavidad.
Tom asintió con la cabeza con aire reflexivo.
—No quieres depender para nada de sus humoradas. —Se refería al safari de Rob en Sudáfrica.
—No, Tom, ni antes ni después de la boda.
Él se llenó despacio los pulmones. Parecía estar pensando que él había acordado con Caitlin que ella y Rob se casarían, pero que ni su futuro esposo ni ella tenían intención de casarse. Al parecer, ambos tenían en mucha estima su libertad.
—Iré a Nueva York para hablar con Hearst sobre la expedición al Yukon. Tomaré el tren pullman de Caitlin, y me gustaría llevarte conmigo. Nos instalaremos en el Waldorf Astoria. Mientras tengo la entrevista con Hearst, tú podrías pasear por Manhattan. Central Park no es tan espectacular como este bosque —dijo, describiendo un amplio arco con el brazo—, pero también es muy bonito. Por la tarde iremos a la Met. Tengo dos entradas para Aida. Y te presentaré a mi madre Alannah O’Hara, divorciada de Tyrell, viuda de Stanhope. ¿Qué me dices a esto?
Una cálida sonrisa se dibujó en el rostro de él.
—Gracias por preguntarme, Shannon. Verdaderamente me gustaría ver Nueva York. Y naturalmente me gustaría conocer a la señora Stanhope. —Sonrió con gesto satisfecho—. ¿Cuándo vamos para allá?
—El tren está todavía en Sacramento. Eoghan lo está utilizando para su campaña electoral. En noviembre serán las elecciones al Senado; mi primo me acompañará a Washington.
—¿Y qué vas a hacer allí?
—Hablar con el presidente.
—¿De la National Geographic Society?
—De los Estados Unidos de América.
—Me dejas impresionado.
—Eoghan ha fijado la cita. McKinley le aprecia como futuro candidato a la presidencia. Le he prometido a Eoghan mi apoyo durante la campaña electoral. Mi primo cayó en Cuba bajo las órdenes del futuro vicepresidente Roosevelt. Así pues, tengo abiertas las puertas de la Casa Blanca.
Tom no preguntó sobre lo que tenía que hablar ella con McKinley, y ella se sintió aliviada de no tener que confiarle ese asunto. Además, ¿qué habría podido decirle? Ella misma no comprendía lo que Aidan le había contado…
Siguieron cabalgando, atravesaron Redwood Creek y contemplaron entre risas las graciosas ardillas que saltaban con toda rapidez de un árbol a otro. La luz del sol penetraba por entre las secuoyas, el aire era cálido, y la niebla fresca había desaparecido. Se fueron sintiendo cada vez más alegres cuando hacia el mediodía se aproximaron al claro donde iban a hacer el picnic: jamón de oso y vino tinto procedente del valle de Sonoma.
Ya casi habían alcanzado el lugar para descansar cuando de pronto los caballos se intranquilizaron. Chevalier aguzó el oído y se puso a relinchar y a dar escarceos. Y también Princesse intentó ponerse sobre dos patas de modo que Tom estuvo casi a punto de caer de la silla de montar. Shannon saltó al suelo y extrajo el Winchester de la funda de piel junto a su montura. Luego dejó correr a Chevalier, que partió en cuanto ella soltó las riendas. Agarró a Princesse por el ronzal y le acarició los ollares hinchados.
—¿Qué sucede? —preguntó Tom intranquilo en medio de aquel silencio repentino.
No se oía ningún sonido, ni de ardillas ni de pájaros gorjeando. Aquella calma era alarmante.
—¡Chsss!
Tom enmudeció, y ella se puso a escuchar con atención. Princesse alzó la cabeza y agitó entre relinchos la melena, pero Shannon la mantenía firmemente sujeta. Si Tom caía y se quedaba su pie colgando del estribo, Princesse lo arrastraría tras de sí a través de la maleza. Tom no tendría oportunidad de liberarse, y un choque con toda violencia contra las raíces podría desnucarle.
—¡Hay que bajar del caballo! —Shannon tiró de Princesse, que alzó la cabeza, resopló con furia y obedeció muy de mala gana para doblar las rodillas para que Tom pudiera deslizarse a tierra desde su montura. Tom se apoyó en los codos ya en tierra y boca arriba, mientras la yegua volvía a ponerse en pie con toda agilidad. Tom miró a su alrededor con inquietud.
—¿Un oso?
Ella cerró los ojos y acechó aquel silencio amenazador. El corazón le latía salvajemente.
«¡Tranquila!», se exhortaba a sí misma, «¡Tom te necesita!».
Con un relincho temeroso, que resonó entre las secuoyas, Chevalier se puso a galopar de pronto y desapareció en el bosque. Princesse levantó una nube de pedazos de tierra y de agujas de las secuoyas, y le siguió. Se fue extinguiendo el sonido del trote, y se hizo de nuevo el silencio. Shannon respiró profunda y lentamente para sosegar a su corazón enloquecido. Estaba al acecho y sentía la tensión reinante…
—¡Shannon! —exclamó Tom, y el tono de su voz sonó inquieto—. ¿Qué es…?
En ese instante comenzó la tierra a temblar ligeramente y se oyeron crujidos y susurros entre los árboles que fueron intensificándose hasta convertirse en un fragor seco, amenazador, un zumbido estruendoso que hizo empalidecer a Tom por el miedo.
Ella se arrojó a su lado en el suelo, le pasó el brazo por encima y sintió las sacudidas del temblor en todo el cuerpo.
—Estate tranquilo, Tom. Pasará pronto.
Las agujas de las coníferas que cubrían el suelo del bosque comenzaron a crepitar. En torno a ellos se oían crujidos y chasquidos, como si el bosque se estuviera incendiando. Los árboles vibraban y oscilaban, y las piñas de las coníferas llovían sobre Tom y Shannon. En efecto, al cabo de menos de un minuto se había acabado el temblor. Una última piña se desprendió desde lo alto de una secuoya, cayó al suelo y rodó un poco hasta quedarse parada.
Tom se incorporó con un gemido, y Shannon le ayudó a deslizarse un poco más para apoyarse contra el tronco de un árbol caído. Estaba pálido y temblaba.
—¿Te encuentras bien? —preguntó ella preocupada.
—En perfecto estado —contestó él, moviendo los brazos.
Ella le dio el Winchester.
—Hay osos aquí.
Cuando se levantó, la miró Tom a lo alto.
—¿Y tú?
—Yo voy a buscar los caballos. Si necesitas ayuda, dispara tres tiros al aire y enseguida estaré de vuelta.
—Entendido.
—Y cuando regrese haremos un picnic con toda comodidad —dijo para animarle—. Espero que no se haya roto la botella de vino.
Él le dirigió una mirada atónita.
—¡Qué narices tienes!
Josh se encendió un cigarrillo y se metió el paquete de nuevo en el bolsillo de los tejanos. Se marchó de su despacho a paso ligero. Se detuvo en la puerta de enfrente y llamó golpeando con los nudillos en el marco de la puerta. Cuando Charlton levantó la vista, ondeó el telegrama de Ian desde Valdez.
—Nuestro cheechako quiere partir hacia el río Tanana y encontrarse con Colin Tyrell, que debe de andar con su trineo de huskys, según dicen, en alguna parte por los Montes Chugach, pero Ian no ha podido enterarse de lo que anda buscando Colin por esos parajes. —Dejó el telegrama encima del escritorio de Charlton—. Me voy de fin de semana.
Charlton se recostó en su asiento.
—¿Adónde vais a ir?
—A hacer un poco de vela.
—¿Adónde?
—Hacia el sol, a Monterey. Allí ya hace bastante calor.
—Bueno, entonces, ¡que os divirtáis!
Josh sonrió con satisfacción.
—¡Que te vaya bien, chaval! —Y a continuación, sin tomar aire—: Dime, Josh…
Este se detuvo en la puerta y se volvió.
—¿El qué?
—¿No la vas a traer siquiera a una cena?
—¿Para que le hagas algunas preguntas con tu Colt sin el seguro puesto?
Charlton resopló con aire divertido.
—¿Es guapa?
—Sí.
—¿Y rica?
Josh esbozó una sonrisa.
—Sí.
—¿Tiene buenos modales?
No pudo menos que reír.
—Sí.
—Y tú la amas.
—Sí, mucho —confesó Josh con una voz suave.
—¿Cómo es ella? ¡Anda, cuenta!
—Me hace muy feliz.
—¿Habéis hablado de casaros?
—No.
—¿Y por qué no?
—No creo que quiera hablar de ello.
—¿Y tú?
—Nos amamos. No hay nada más que decir.
—Yo pienso que sí.
«¡Así que era esto!».
—¡Ya hemos hablado nosotros dos al respecto!
—¿Lo hemos hablado de verdad? —preguntó Charlton enarcando las cejas—. Cuando te hice socio mío te dije lo que pensaba acerca de ese asunto. Tengo la esperanza de que te lo tomes bien en serio.
Él gimió con aire de crispación.
—Josh…
—No tengo ganas de ponerme a discutir contigo sobre ese asunto.
Charlton se calló y lo observó un rato; pero de pronto dio un manotazo en el tablero del escritorio.
—Me había olvidado por completo de decírtelo: Lance viene a San Francisco la semana que viene.
—¿Lance Burnette? —preguntó Josh.
—Está vagabundeando por algún lugar del sur. Creo que pretende ir al Valle de la Muerte, pero no estoy seguro. Quizá quiso decir al Monte Diablo. Bueno, da lo mismo, en cualquier caso, Lance estará aquí el lunes. Quiere hablar con los dos.
—¡Ajá! —exclamó Josh en tono de sorpresa—. ¿Y sobre qué?
Ella lo esperaba ya y estaba preparando la embarcación para zarpar cuando llegó él al muelle con su Duryea para aparcarlo al lado del de ella. La embarcación se deslizaba ya a lo largo del muelle cuando él arrojó su bolsa a bordo para saltar dentro a continuación.
—Eh —exclamó ella con desenvoltura—. ¡Yo me quedo al timón, ve tú a las velas!
Con toda suavidad se deslizaron por el puerto deportivo en dirección a la bahía, pero al poco rato navegaban ya a toda velocidad por encima de las aguas agitadas en dirección al Golden Gate, cuyas rocas brillaban a la luz de la puesta de sol. La barca se movía con tal velocidad e ingravidez por las aguas, que Josh se puso a dar gritos de júbilo. Ella se rio de su alegría desbordante, le rodeó con un brazo y lo atrajo al timón. Se besaron ardientemente.
—Oye, ¿adónde le dices a tu familia realmente que te vas a pasar el fin de semana? —preguntó él cuando regresó de nuevo al timón tras el siguiente giro hacia el sudoeste.
—Que me voy a hacer vela.
—¿Sola?
—Sí.
—¿Y te creen?
—No lo sé, pero me resulta completamente indiferente —dijo ella con rostro serio—. Tú eres más importante para mí que todo lo demás.
Emocionado, la rodeó con los brazos y se pegó a ella.
—Tú también eres más importante para mí que todo lo demás. Te amo.
—Yo te amo también. —Su beso fue intensamente hermoso.
Pasado el Golden Gate viraron hacia el sur, y el oleaje pronto se hizo más bronco. Shania pilotaba el velero y pasó peligrosamente cerca de las rocas de las focas. Iba a tanta velocidad por encima de las olas que la embarcación crujía en las crestas haciendo salpicar la espuma; el velero estaba tan escorado que él tuvo que agarrarse firmemente para no saltar por la borda.
Las gaviotas planeaban por encima de la embarcación, el sol se sumergía en el Pacífico y se hacía de noche; sin embargo, ella no quiso ponerse a la capa y echar el ancla para pernoctar allí. A pesar del viento racheado que empujaba a la embarcación en una dudosa posición oblicua, ella la tenía por entero bajo control. Delante, en las velas, no había ya nada más que hacer para Josh, así que se sentó detrás de ella en el banco del timón y apoyó un pie en el canto. Tiró de Shania hacia él hasta que la tuvo acuclillada entre sus piernas abiertas sobre el canto del asiento, y la rodeó con su brazo. Ella se recostó contra él, reposó la cabeza en su hombro y le besó traviesamente. En ningún momento dejó suelto el timón.
—¿Tienes hambre? —preguntó ella al cabo de un rato—. En el cesto hay unos bocadillos. Después de comer te echas y duermes un poco… En el camarote hay almohadas y mantas. Quiero navegar toda la noche. Cuando me eche yo, te encargarás tú del timón. Mañana al mediodía llegaremos a Monterey.
—¿Un almuerzo en el Fisherman’s Wharf?
—Eso es lo que había pensado.
—¿Y después?
—¡Déjate sorprender!
Josh sonrió. También él tenía un regalo para ella, un mensaje enrollado en una botella arrojada al mar, y esperaba darle una alegría con él.
Disfrutaron en silencio, completamente pegados los dos, del turno riguroso de la noche incipiente. Ella estaba tan pegada a él que podía sentir los latidos de su corazón.
El beso ardiente de él despertó a Shannon.
Las gaviotas chillonas seguían planeando por encima del velero; las olas rompían en las rocas con estruendo, la espuma salía salpicada a lo alto, y el viento susurraba en las ramas de los cipreses. Shannon se desperezó profiriendo un suspiro entre las almohadas y mantas que habían extendido en la cubierta para remolonear tumbados al sol después del almuerzo romántico en Monterey, después de amarse en el velero que se balanceaba con suavidad y de quedarse dormidos estrechamente abrazados.
¡La comida con el rústico saludo de «¡hola, amigos!» y la parrillada de pescado fue simplemente algo sensacional! La brisa suave trajo jirones de una melodía mexicana. Ondeaban al viento las velas de los pesqueros que entraban a puerto, y los pescadores daban voces y se golpeaban mutuamente en los hombros y se reían de los dos enamorados cogidos de la mano. Shannon y Jota les recompensaron con un beso ardiente subidos a la mesa, que provocó una salva atronadora de aplausos: «¡Qué suerte! ¡Disfrutad de vuestra estancia en Monterey! ¡Buena suerte, amigos! ¡Gozad de las dulces delicias del amor!».
Justo ese placer sensual fue el que disfrutaron un poco después. Después de comer navegaron hasta Pebble Beach, echaron el ancla al agua a la sombra del Ciprés solitario y se amaron apasionadamente. Jota se quedó profundamente dormido después, con el brazo encima de su cintura, su aliento en la mejilla de ella, y el suave balanceo del velero empujaba una y otra vez su cuerpo relajado contra el cuerpo de ella. Una sensación placentera de calidez, seguridad y amor recorrió el interior de ella antes de quedarse dormida en los brazos de él sintiendo la suave brisa en su piel desnuda. ¡Qué fin de semana de ensueño y lleno de ternura, pasión y felicidad! Navegar con Jota y estar con él en aquel lugar tan fantástico y tan romántico, haciendo el amor sobre la cubierta del velero que los mecía, ¡era algo indescriptiblemente hermoso!
«Pero lo mejor está por venir», pensó ella con alegría. «Una cena en las rocas con vistas al Ciprés solitario y a la puesta de sol. Cuando estemos junto a la fogata tomaré su mano y le diré lo que tengo que decirle. Sufrirá una decepción, pero yo…».
Jota se inclinó sobre ella y volvió a besarla.
—Eh.
—Hummm… —murmuró ella como en sueños. A pesar de que tan solo estaban en el mes de febrero, el sol ardía en su piel y calentaba su cuerpo.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Jota con dulzura—. Mira, tenemos visita. —Shannon se incorporó sobre los codos y parpadeó a la luz de la última hora de la tarde. Jota señaló con el dedo las rocas cársticas de Pebble Beach. Allí arriba, entre los cipreses, un pintor había montado su caballete.
—Está pintando el Ciprés solitario, el mar y la puesta de sol.
—Y a nosotros —dijo Jota, asintiendo con la cabeza—. Tu velero bajo el ciprés es una vista romántica. Y el modo como hemos hecho antes el amor en la cubierta fue seguramente muy estimulante también… —dijo en un tono seco, poniéndose en pie de un salto y embutiéndose en sus tejanos.
—¿Quieres decir que nos ha estado observando? —Al asentir él con la cabeza, preguntó ella—: ¿Y qué te propones ahora?
—Llevamos nuestra cena a las rocas, subimos hasta donde está él y le decimos «hola».
—Quieres ver su cuadro —supuso ella.
—Sería un bello recuerdo de este fin de semana, y quizá nos lo venda.
Ella se puso rápidamente los pantalones y un jersey. Luego, Jota y ella llevaron su picnic y su equipamiento a las rocas. No fue fácil porque tuvieron que nadar con el cesto y las bolsas por entre el oleaje. Cuando se hubieron cambiado de ropa, subieron por las rocas en dirección al ciprés. Planeaban encender más tarde la fogata en la cresta, entre las rocas y la costa.
El misterioso pintor debió de haberles visto porque cuando alcanzaron lo alto de las rocas por encima de la bahía, este había desaparecido. No había caballete, ni cuadro, solo las vistas románticas al ciprés sobre las rocas embestidas por el mar, y la puesta de sol por detrás del velero.
Durante un rato gozaron de aquellas vistas sobre el Pacífico, luego regresaron a su campamento. Jota se fue a cortar leña con el hacha, y ella ensartó las sardinas en palos.
Al poco rato ya crepitaba la hoguera y ellos se acurrucaron bajo una manta, asaron las sardinas, se las comieron con las manos con sal marina y jugo de limón, y bebieron cerveza mexicana. De pronto, Jota se puso en pie y miró en dirección al oleaje.
—Pero ¿qué es eso?
Y nada más decirlo se puso a bajar por las rocas hasta alcanzar el agua. Ella no podía ver lo que había encontrado porque desapareció brevemente tras una roca, pero cuando regresó a la luz de la hoguera él le mostró una botella vacía, con corcho y un mensaje enrollado y atado con un cordel.
—¡Una botella arrojada al mar con mensaje! —El corazón de ella se puso a palpitar de pronto a una velocidad mayor.
Jota quitó el corcho a la botella, dejó que resbalara el papel y se llevó la botella bajo el brazo para leer el mensaje. Esbozó una sonrisa y le tendió la nota:
—Aquí pone: «Shania, amor mío». Es para ti.
Riéndose le quitó la botella de las manos, desenrolló el papel —el envoltorio arrancado de un paquete de Chesterfield, ¿qué otra cosa podía ser si no?— y comenzó a leer. Se trataba de una invitación a viajar con él el próximo fin de semana al valle de Yosemite completamente cubierto de nieve. Ella bajó el papel. No sabía qué decir.
—Jota…
—Una cabaña de madera en el valle de Yosemite con vistas a las cascadas. Los dos solos, una semana en el valle. Podríamos salir un poco de excursión con el calzado para la nieve, cabalgar o disfrutar de la magia de la bola de nieve dentro de la cabaña.
Era el momento que tanto se había temido Shannon. No le quedaba otro remedio que desilusionarle.
—Jota, lo siento. —Él se sentó a su lado, y ella le tomó una mano—. El fin de semana que viene no puedo ir contigo al valle de Yosemite.
—Pero ¿por qué no?
—Tengo que ir a Nueva York. Me voy pasado mañana.
—¿Qué vas a…? —Él enmudeció inmediatamente cuando ella le puso un dedo sobre los labios.
—Nada de preguntas, Jota. Solo confianza. Y amor.
Pero a todas luces le resultaba difícil resistirse a preguntar.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó en voz baja.
—El viaje de ida pasando por Chicago dura una semana. Luego pasaré algunos días en Nueva York. Estaré fuera casi tres semanas.
Él se llenó despacio los pulmones.
—¡Tres semanas!
—¡En el valle habrá suficiente nieve todavía en marzo para hacer una batalla de bolas de nieve! Iremos allí en cuanto regrese.
Él asintió en silencio con la cabeza.
—¿Jota? —Ella le presionó la mano—. Me hace mucha ilusión hacer el loco contigo en la nieve. —Le dio un beso con suavidad, y él reaccionó a su caricia si bien un poco cortado. Estaba desilusionado.
—Quiero verte más a menudo, no solo los fines de semana.
—Eso es lo que yo quiero también, Jota. Te extraño cuando no estás a mi lado. —Él asintió con la cabeza, y cuando volvió a alzar la vista para mirarla, dijo ella—: También tengo una sorpresa para ti.
—¿Y cuál es?
Ella sonrió.
—Un poco de centelleo de las estrellas fugaces.
Tras la sesión de fuegos artificiales, después de que las chispas llovieran sobre ellos como el oropel dentro de una bola de nieve y después de que confiaran sus buenos deseos a las estrellas fugaces, regresaron al velero.
Mecidos por el suave mar de fondo se pasaron toda la noche tumbados en íntimo abrazo entre las mantas revueltas, mirando el cielo estrellado, escuchando el oleaje que embestía en las rocas y acariciándose y besándose con ternura para quedarse finalmente dormidos.
Mientras Josh la tenía entre sus brazos, tuvo la sensación por unos instantes de que ella estaba con la mente en otra parte. ¿Estaba pensando en su prometido? ¿Y qué era del anillo en su dedo que le venía un poco estrecho y que por esta razón le había dejado una marca en la piel? ¿Se lo volvería a colocar en el dedo cuando regresara a San Francisco? ¿Lo llevaría puesto en Nueva York? Josh respiró profundamente. Le hacía daño pensar que ella pudiera casarse con él, con el tipo con corazón y cabeza.
No obstante, ese tirón de melancolía se extinguió cuando ella se volvió a mirarle con una sonrisa, le rodeó la nuca vehementemente con los brazos y lo atrajo hacia sí para besarle con pasión.
—¡Jota, este día de hoy contigo ha sido tan maravilloso! —susurró ella—. Y la noche está demasiado hermosa como para irse a dormir ahora…
—Josh. —Lance Burnette se puso en pie como una marioneta que levanta el titiritero, y así estaba él ahora como oscilando por hilos invisibles y con los miembros bamboleantes frente a Josh, que acababa de entrar en el despacho de Charlton. «Es una marioneta con la que se juega y que tiene que desempeñar un papel que no le corresponde y que le supera, eso es lo que es el pobre Lance», pensó Josh con un asomo de compasión. Estrechó la mano del hombre que quería convertirse en su cuñado.
—Disculpen ustedes mi retraso. Un telegrama de Alaska. ¡Qué bueno volver a verle a usted, Lance! ¿Qué tal le fue en el sur?
—¡Oh, genial, una maravilla! —Lance se alisó el pantalón de su traje de trabajo y volvió a sentarse.
Josh se acercó una silla.
—¿Y dónde ha estado? —preguntó, cruzando desenfadadamente las piernas.
—He estado subiendo a lo largo de la costa de Los Ángeles. He visto el Monte Diablo, el Ciprés solitario. Todo eso, ya sabe usted…
Josh asintió con la cabeza en silencio y se puso a pensar si Lance no habría visto el velero de ella antes de levar el ancla la mañana del domingo para regresar a San Francisco.
—Bueno, ahora estoy aquí —dijo Lance haciéndose el remolón y dirigiendo la mirada a Charlton—. He estado hablando con su abuelo sobre la hermana de usted… sobre mi propuesta de matrimonio…
Josh ni se inmutó.
—¡Ah!
—Aunque Sissy y yo nos tenemos mucho cariño… —Lance se estaba poniendo cada vez más nervioso—… su abuelo me ha hecho saber ahora mismo que… —Josh asintió con la cabeza, y Lance dejó la frase inacabada.
Así pues, Charlton le había dicho que naranjas de la China, pues quería presentar a Sissy ante Rob, quien dentro de algunas semanas iba a llegar a San Francisco para negociar sobre una cooperación.
Frunciendo la frente contempló Josh cómo Lance extraía una foto del bolsillo de la chaqueta y se la tendía a él.
—Mi hermana Gwyn… La señorita Gwynevere Burnette.
El nombre le iba de perlas, pensó Josh con aire meditabundo contemplando la foto de tonalidad sepia que le traía recuerdos de un cuadro de John William Waterhouse. Gwyn estaba ligeramente inclinada hacia delante como si el fotógrafo la hubiera sorprendido al levantarse de su asiento. Con una mano se plisaba la falda de su vestido blanco de seda, la otra reposaba en el brazo del asiento y sostenía una rosa. Era una fotografía del todo encantadora. Gwyn tenía el mismo donaire ingrávido que Waterhouse confería a sus heroínas, y el mismo encanto: dulce e inocente.
—Su hermana es una belleza.
Josh iba a devolver la fotografía a Lance, pero este le hizo un gesto negativo con las manos.
—Quédesela. Gwyn se sentiría muy halagada. ¿Me permite que le transmita lo que ha dicho usted sobre ella? —Con cara de asombro, Josh trasladó la mirada de Lance a Charlton, que le había estado observando por encima de sus manos dobladas. ¿A qué se estaba jugando realmente aquí? Lance, que notó su enojo, dijo tartamudeando—: Josh… El señor Brandon y yo… quiero decir, su abuelo… bueno, pues… acabamos de hablar ahora de ello… —Su mirada se deslizó rápidamente hacia Charlton, que se compadeció de él.
—Lo que quiere decir Lance es que su hermana Gwyn es un buen partido. Es guapa, rica, no es tonta, y tiene modales. Como socio gerente de Brandon Corporation y como heredero mío necesitas una esposa y un hijo. Quiero que conozcas a Gwyn.
«¡Me van a vender como a Rob!». Josh sintió cómo ascendía dentro de él una rabia ardorosa, y cerró los puños sobre el brazo del sillón para dominarse.
—¿No está Gwyn en Nueva York?
—Esporádicamente se aloja en Park Avenue, pero la mayor parte del año vive en nuestra finca en Oyster Bay, en la Gold Coast de Long Island. Mi padre importó de Francia hace algunos años el castillo, y lo mandó reconstruir piedra a piedra. La otra mansión queda cerca de Los Hamptons en la playa de Long Island —explicó Lance, quien con Charlton a su lado recuperó su tono de Harvard y su carácter autocomplaciente oriundo de Nueva Inglaterra, exhibiéndolo con toda candidez—. Pero Gwyn vendrá en breve a San Francisco para que ustedes dos se conozcan.
Josh agitó enérgicamente la cabeza.
—No.
Charlton dio un puñetazo en el tablero del escritorio.
—Ya lo creo que sí.