Josh, vestido con tejanos y un jersey, estaba recostado en la puerta del despacho de Charlton tamborileando con los dedos en el marco de la puerta y perturbando por consiguiente el silencio interrumpido de tanto en tanto por los crujidos de la leña en la chimenea. En la pared de enfrente estaba colgado el equipamiento de buscador de oro con el que Charlton había amasado su fortuna. Después de quedar noqueado por Caitlin, ella se quedó, además, con la mitad de su oro.
Charlton levantó la vista de sus documentos.
—Josh. ¿Qué hay de nuevo?
—Un telegrama de Rob Conroy desde Ciudad del Cabo.
—¿Qué quiere?
—Negociar con nosotros las condiciones.
Su abuelo frunció las cejas en un gesto de asombro.
—Pensaba que su abuelo había rehusado nuestra oferta…
—No creo que Tom sepa lo que Rob está tramando a sus espaldas.
Charlton alargó una mano y chasqueó impaciente con los dedos. Él le entregó el telegrama, y su abuelo pasó la vista por el breve texto mientras fruncía las cejas.
Josh se dirigió a la puerta.
—¡Adiós! Que pases una buena tarde. —Estaba casi fuera cuando Charlton le llamó:
—¡Eh! ¿Adónde vas?
Se detuvo.
—Me voy.
Su abuelo le miró con expresión perpleja.
—De fin de semana —explicó él—. Hoy es viernes. Me tomo el día de mañana de asueto.
—¡Ajá! —Charlton se retrepó en su asiento—. ¿Quiere eso decir que no vas a venir a la cena?
—No, señor —replicó él con aspereza—. Tengo planes.
—¡Anda, mira este! ¿Y qué planes son esos?
—¿Y a ti qué te importa?
—Ian se ha embarcado para Valdez.
Se echó a reír.
—¡También sobreviviré solo, créeme! Dime, ¿sabes dónde puedo conseguir una de esas bolas de nieve?
—En San Francisco nieva en muy contadas ocasiones. Si tienes ganas de hacer batallas con bolas de nieve, tendrás que ir al valle de Yosemite. O irte con Ian a Valdez. Allí dicen que la semana pasada cayeron cuarenta y siete pulgadas de nieve en tan solo veinticuatro horas. Con esa nevada no se les ve a los huskys ni las orejas.
Josh se echó a reír.
—E Ian estará hasta aquí —dijo Charlton con guasa imitando a Ian cubierto de nieve hasta el cuello.
Josh soltó una carcajada y tardó un buen rato en sosegarse de nuevo.
—Una bola de nieve es… ¡Bah, es igual, olvídalo!
Charlton tamborileó con los dedos en el tablero de la mesa. Entonces se acordó de algo, agarró un puro habano y lo encendió echando grandes bocanadas de humo. Se quedó mirando fijamente a Josh, que estaba apoyado indolentemente contra el marco de la puerta.
—¿Quieres uno?
Él negó con la cabeza, extrajo un paquete de Chesterfield del bolsillo del pantalón y encendió un fósforo.
—¿Tienes una cita?
Dio una calada a su cigarrillo y expulsó el humo.
—Sí.
—Ya iba siendo hora. —Charlton dio una calada a su habano—. ¿Quién es ella?
—Ni idea. Solo la he visto una vez.
—¿Y dónde ha sido eso? ¡En estas últimas semanas no has salido ni una sola vez!
—En el bar del hotel Palace. Bebimos un café capuchino y conversamos un rato.
—¿Café capu…?
—… chino. Es un café italiano con leche con espuma en la superficie.
—¿Y cuánto rato?
—Una media hora.
—¿De qué hablasteis?
Se encogió de hombros.
—Bueno, estuvimos hablando de nosotros.
—¿Y qué pasó luego?
—No responderé a más preguntas sin la presencia de mi abogado.
—¡Vale! ¡Llámalo! —Charlton señaló con el dedo el teléfono que estaba encima de la mesa—. ¡Dile que venga inmediatamente! Tengo todavía algunas preguntas que hacerte. —Al reírse Josh, preguntó—: Bien, te lo pregunto de nuevo: ¿Qué pasó luego?
—Se marchó.
—¿Te comportaste mal?
—No.
—¿O estropeaste la escena? Has estado demasiado tiempo en plena naturaleza, tratando de tú a tú a los osos grizzlys.
—No, tampoco fue eso.
—¿Cómo os despedisteis?
—Nos besamos.
—¿Quién a quién?
—Ella a mí.
—¿Un beso corto, largo?
—Muy intenso, muy apasionado.
—Entonces es evidente que no lo estropeaste para nada. ¿En el bar, dices?
—No, en el vestíbulo. —Charlton tragó saliva con satisfacción.
—¿Y bien? ¿Fue bonito?
—Excitante. —Su abuelo asintió con la cabeza en señal de reconocimiento.
—Estás enamorado.
—Sí, y no sabes cómo.
—¿Es algo serio de verdad?
—Creo que sí.
—¿Te hace feliz ella?
—Sí, así es —confesó con una sonrisa boba.
—¡Bien, por fin! Me alegro mucho por ti, chaval. —Charlton dio una larga calada a su habano—. ¿Estás nervioso?
—Un poco —admitió él.
—Disfruta de la velada con ella. —Charlton agarró el telegrama—. Le enviaré una respuesta a Rob.
—¿Qué respuesta?
Josh iba en su Duryea entre sacudidas del motor atravesando la zona despoblada del distrito de Sunset. Las hierbas de la playa se mecían suavemente en las dunas. El aire olía a algas y a arena. A la luz de la puesta de sol subió a toda mecha una colina y descendió por el otro lado. ¡Allí había huellas de neumáticos! Las siguió. En la playa situó su Duryea junto al de ella y se bajó del automóvil.
Ella estaba sentada en la orilla con los brazos rodeando sus rodillas y disfrutando de la puesta de sol. Él se detuvo unos instantes para observar cómo ella hacía un rectángulo con las manos colocadas frente a los ojos y miraba a través de ellas. ¿Quería hacer una fotografía de la puesta de sol y estaba buscando el mejor encuadre? Ella se apercibió de su presencia pues se volvió hacia él, se levantó de un salto, dirigió su cámara ficticia hacia él y apretó el disparador imitando el clic con un guiño sonriente. La foto debería sacarla él a ella en realidad porque tenía un aspecto fantástico con unos pantalones blancos de deporte, un jersey azul y el pelo sin recoger, desmelenado por el viento.
Josh fue a su encuentro. Se miraron a los ojos, y él no supo cómo comenzar. No tenía experiencia en situaciones como esta.
—Señorita Ghirardelli.
Ella sonrió con gesto de satisfacción.
—Señor Chesterfield.
Se cogieron de las manos y las mantuvieron firmemente unidas. Ella fue quien primeramente empezó a tirar de ellas. Se acercaron el uno al otro hasta tocarse. Él la rodeó con sus brazos, y se besaron. Él acarició la mejilla de ella con la nariz.
—¡Eh!
—¡Eh! —Ella le dio un beso cariñoso en la mejilla y le pasó la mano por el pelo—. ¿Cómo estás, Jota?
—Siento palpitaciones.
—Yo también, y no veas cómo. —Con toda naturalidad introdujo ella los dedos por debajo del jersey de él, y este pudo percibir que no llevaba ningún anillo de compromiso. Ella tiró de su camisa para sacársela de los tejanos y llevó su mano al pecho desnudo de él, un gesto sensual que le hizo respirar profundamente y hundir su rostro en el cabello de ella—. Tu corazón se acompasa a mis latidos, y mi corazón a los tuyos —dijo ella—. Los corazones enamorados palpitan al compás, ¿lo sabías? Siempre es así.
Él la besó.
—¿Y bien? ¿Qué sientes?
Ella sonrió.
—Solo confianza. Y amor. —Ella retiró su mano y volvió a ponerle la camisa por dentro de los tejanos. La encontró un poco tosca en sus movimientos, pero le gustó aquello. Josh rio en voz baja y se esforzó por dominar sus sentimientos vertiginosos, su deseo de ternura y su apetito de más. Finalmente, Shania le cogió de la mano. Estrechamente abrazados fueron caminando a lo largo de la playa.
Era como si ya no pudieran separarse. Entrelazados con los brazos se iban rozando con los cuerpos, con las manos, con los labios. Una y otra vez se detenían para mirarse a los ojos y besarse. El paseo por la playa, las carreras repentinas en la arena para esquivar la espuma de las olas de la marea, la risa de felicidad mientras iban abrazados, los roces sensuales, las palabras de cariño, la luz suave sobre la piel de ella… Era una maravilla estar así con ella. Y el champán, que ella había enterrado en la arena mojada para que se refrescara, despertó las travesuras de los dos. Mientras Josh abría la botella, ella se fue a buscar las copas que había escondido detrás de una duna. Luego disfrutaron del burbujeo del champán ligeramente salado por el agua de mar, un sabor que recordaba al de las ostras.
Durante un rato estuvieron los dos muy pegados el uno contra el otro sentados en una duna y observando la puesta de sol, de la cual ella dijo con los ojos resplandecientes que parecía que los girasoles de Vincent van Gogh echaran pétalos en el agua. Ella era muy sensible y muy sensual, y Josh disfrutaba estando sentado a su lado en la arena, escuchando el ritmo de las olas y mirando el Pacífico con ella en sus brazos. El sol tocaba el horizonte, y el mar reflejaba el azul profundo del cielo en el que brillaban ya las primeras estrellas.
—Jota, ¿ves las estrellas? ¿Y el resplandor claro encima de nosotros? —Shania se recostó en él y señaló arriba—. Vincent van Gogh. La noche estrellada sobre el Ródano. Los mismos colores, la misma atmósfera, el mismo resplandor en el cielo.
—Me recuerda a una aurora boreal que vi en el Círculo Polar Ártico. Un remolino ondulante de luz.
Ella se acurrucó contra su hombro.
—Eso debe de ser una visión fascinante.
—Lo es. —Josh la rodeó con un brazo—. Van Gogh, ¿es tu pintor favorito?
—No tengo ningún favorito. Paul Gauguin me interesa como persona, no como pintor.
—¿Quién es?
—Un pintor de París, extravagante y sin éxito. Un eterno buscador, un viajero entre los mundos. Ahora vive en Tahití y pinta como un poseso, pero no con los colores de los mares del Sur; en sus cuadros no hay arena blanca, ni lagunas azules, ni un sol abrasador. Gauguin busca en Tahití el paraíso perdido, la vida llena de amor y de felicidad que no pudo encontrar en París. Está enfermo, tanto física como psíquicamente. Hace algunos años intentó matarse, y ahora ahoga su melancolía con pinturas de colores apagados. Me imagino sus inspirados cuadros de personas con flores en el pelo bajo el sol radiante de Tahití, en donde los ha pintado rodeado de flores tropicales ante una montaña escarpada de color verde esmeralda, mecido por la brisa suave de la laguna de color azul marino intenso, y entonces me entra una tristeza infinita. Él me da pena como persona. Me apena no encontrar nunca lo que uno busca, no experimentar nunca esa alegría que se siente cuando se cumple el deseo formulado al ver una estrella fugaz, esa felicidad cuando se realiza el sueño de tu vida, esa satisfacción, esa serenidad del alma.
—¿Se han cumplido todos tus sueños?
—Sí.
—No hay muchas personas que puedan decir eso de sí mismas.
—Cierto.
—¿Qué buscabas tú?
—A ti.
Josh buscó una sonrisa picarona que se deslizara por el rostro de ella, un destello travieso en sus ojos, pero ella le estaba mirando sosegadamente a los ojos. Había hablado en serio.
—Shania, te amo —susurró él emocionado.
Las lágrimas destellaron en los ojos de ella mientras le acariciaba suavemente el rostro y le daba un beso.
—Y yo te amo a ti, Jota.
Ya era de noche cuando siguieron caminando. Ante ellos tenían las luces centelleantes de San Francisco, y en la playa se reflejaban las luces de Carville en las olas que casi bañaban sus pies al llegar a la arena. Cuando se acercaron a Carville cogidos del brazo, el rumor del embate de las olas se había vuelto más suave, y el ambiente era hermoso, de ensueño. Shannon estaba feliz de que Jota fuera tan espontáneo como ella, tan abierto y sensible, y que los dos estuvieran haciendo ahora algo que no se habrían imaginado ni en sus sueños más románticos.
—¿Cenamos en Carville? —Ella asintió con la cabeza, dirigiendo la mirada hacia las luces.
—Sí, ¿por qué no?
—¿Te gusta el pescado crudo?
—En Alaska me como siempre el salmón crudo, recién pescado en el Yukon. —Jota esbozó una sonrisa juvenil—. Como los grizzlys.
—¿Qué tal entonces un sushi? ¿Y un sake caliente para entrar de nuevo en calor?
—¿Tienes frío?
—Un poco.
Jota se detuvo y la envolvió con sus brazos en un caluroso abrazo.
—¿Mejor así?
Ella no pudo menos que echarse a reír, se recostó en él y aspiró profundamente el aroma que despedía. Olía muy bien.
—Mucho mejor.
Era una sensación incluso muy buena para el tacto porque en sus brazos se sentía protegida y amada. Era una sensación embriagadora de la que no podía llegar a hartarse. Y luego estaba ese deleite agradable en su cuerpo que se iba haciendo cada vez más intenso. Solo podía imaginarse una cosa que fuera mejor aún…
Se entregaron a sus sentimientos sin trabas. Estrechamente abrazados se besaban con toda pasión sin preocuparse de si alguien los estaba observando.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó él en voz baja.
—Como en una bola de nieve con polvo centelleante de estrellas.
—Qué bueno, entonces ven. —Le tomó de la mano entre risas y la condujo caminando por la arena hasta los cars.
Carville parecía un lugar en el que un niño hubiera jugado con su tren de juguete en la playa. Se componía de más de cien viejos carruajes movidos en su día por caballos. Hacía décadas ya que los tranvías habían sustituido a estos antiguos carruajes. Y a estos se les había dado otra función, la de simpáticos bares. El restaurante japonés se componía de seis carruajes apilados uno encima de otro, que estaban unidos por escaleras y pasarelas exteriores de madera. Enfrente había otros dos carruajes que hacían de pabellones de playa. La gente podía sentarse frente a frente en diminutas mesitas.
Jota tuvo quizá la misma idea porque la condujo a uno de los carruajes de enfrente que tenían para ellos solos. Se instalaron dentro, se deslizaron en los asientos y se cogieron de las manos hasta que vino alguien a tomarles nota.
—¡Y no pidas palillos! —dijo ella riendo—. ¡El sushi se come con los dedos en Japón!
Tras la cena regresaron abrazados. La brisa nocturna era fresca, el viento hacía revolotear el cabello de ella, y los dos estaban solos. Una y otra vez sus miradas coincidían, una y otra vez se detenían y se besaban, y Shannon tenía la sensación de que Jota había encendido dentro de ella una chispa, un fuego ardiente que hacía tiempo se había extinguido en su interior. Ese fuego había estado prendido por última vez en Roma cuando vivió con Marcantonio. Y ahora llameaba y crepitaba de pronto en llamaradas. Sentía deseos de entregarse a él, esa misma noche. Y creía que él sentía de manera similar porque se fue volviendo cada vez más desasosegado cuanto más se acercaban a sus automóviles.
Finalmente ella se detuvo. Había llegado el momento de la despedida.
—Esta noche es maravillosa.
—A mí también me lo parece —confesó Jota en voz baja.
—No quiero que se acabe ya. Me gustaría estar contigo todo el fin de semana.
—Sí, eso estaría muy bien —dijo él con dulzura y le dio un beso.
—Y me gustaría mucho acostarme contigo, Jota, pero no en el vértigo de la pasión aquí abajo, en la playa. Eso… no estaría a la altura de mis sentimientos por ti.
—No. —La voz de él sonó ronca, y tuvo que llenarse profundamente los pulmones. ¿Estaba decepcionado?—. ¿Conoces el barrio de Russian Hill? —Él dio una dirección—. ¿Puedes estar allí dentro de dos horas?
El viaje a casa duraba media hora si tomaba el atajo por la playa hasta Cliff House y luego rodeando Land’s End hasta llegar a Presidio. Habría metido sus cosas en una bolsa en cinco minutos. Y hasta Russian Hill había otra media hora.
—Puedo estar antes.
—Pero yo no. Primero tengo que ordenar un poco la casa.
Ella sonrió con cara de satisfacción.
—Bueno, entonces nos vemos a medianoche. Siento mucha ilusión por ti.
Shannon circulaba a gran velocidad a través del Presidio Forest. Iba a llegar muy tarde porque Skip la había retenido mucho tiempo. Volvía la vista una y otra vez, pero no vio los faros de ningún automóvil detrás de ella. No la seguía nadie.
Siguió a lo largo de la avenida Marina en dirección al este. Por encima de las oscuras aguas flotaban las luces de Alcatraz. Shannon tuvo que pensar forzosamente en Aidan. Y en Claire, a quien había ido a ver el día anterior para llevarle un ramo de rosas y una postal que ella había firmado en nombre de su hermano. Claire, que hacía meses que no tenía señales de vida de su prometido, rompió a llorar de la emoción cuando Shannon le rogó que la acompañara en su próxima visita a Alcatraz. Su padre había guardado únicamente las apariencias. Aidan había deshonrado a Claire, pero una boda no entraba en los planes de los Tyrell ni de los Sasson, y menos aún en los de Claire y Aidan.
Pasado el puerto deportivo giró en Fillmore Street y media milla más adelante por Lombard Street. Ante ella se elevaba Russian Hill. Fue mirando una y otra vez los letreros con los números de las casas adosados a las casitas de estilo victoriano. La casa descrita quedaba en la parte más empinada de Lombard Street y ofrecía unas vistas extraordinarias a Telegraph Hill y a la bahía sobre la cual destellaban las luces de Oakland.
Lombard Street era tan empinada que tuvo que conducir muy despacio. A media altura había una casa con una cascada de buganvillas de color púrpura entre los postigos oscuros; las dos ventanas de abajo estaban iluminadas por un fuego llameante de chimenea; las tres ventanas de arriba parecían estar alumbradas por velas. Unos pasos más allá estaba aparcado el Duryea negro con las iniciales de Jota en la matrícula: JB. Skip, que antes había entrado en la habitación de Shannon para molerla a preguntas, se fue inmediatamente al cuarto del teléfono y trajo el listín telefónico para consultar, pero bajo la letra B había innumerables personas con el nombre de pila con J. Y a ella le daba absolutamente lo mismo si él era John Balfour de Pacific Heights o Jake Byrne de Richmond o Jared Bryce de Nob Hill.
Aparcó su Duryea junto al de él, cogió la bolsa del asiento, se bajó y subió los empinados escalones.
Jota abrió la puerta antes de que ella fuera a llamar, la estrechó impetuosamente entre sus brazos y la besó.
—Eh.
—Eh.
Él tomó su mano y la condujo a la sala de estar, que era la confortable madriguera de un soltero. En ella había una chimenea en la que crepitaban los haces de leña, una estantería con algunos libros, un cómodo sofá de piel, un sillón junto al gramófono y un único disco de goma laca… ¿Dónde estaban los demás?
—¿Qué quieres beber? —preguntó Jota, mientras ella contemplaba la funda del disco.
Los Preludios de Franz Liszt. Volvió a dejar el disco en el suelo al lado de la mesita.
—¿Qué tomas tú?
—Un viejo whisky escocés de quince años. —Le mostró la etiqueta de la botella—. No, no es cierto. Aquí pone 1882. Ya tiene dieciocho años, hay que dar cuenta de él antes de que se ponga malo. —Él esbozó una sonrisa, y sus ojos centellearon.
—Ponme uno también a mí, sin nada. —Mientras Jota abría el Laphroaig, ella echó un vistazo a la estantería. Sacó el Anna Karenina, de Leo Tolstoi, y se lo mostró a Jota—. ¿Lo has leído?
Él se volvió hacia ella.
—Sí.
Al dejar la novela en su sitio descubrió Orgullo y prejuicio de Jane Austen. Abrió esta novela ya muy manoseada y pasó con los dedos la primera hoja, que crujió ligeramente con el contacto. El libro había estado mojado, pero lo reconoció enseguida por las tapas desgastadas, y seguía estando también la esquinita doblada que a ella le había servido de señal de lectura. Con el corazón palpitante siguió hojeando el libro que hacía años había leído ella. Sí, no había duda, era el suyo. ¡Qué extraño reencontrarlo en la estantería de otra persona! Se volvió.
—¿Y este de aquí?
Jota ladeó la cabeza para descifrar el título del lomo.
—Ese también.
—¿Te gustó?
—Sí, mucho. —Ya iba ella a cerrar el libro y devolverlo a su sitio cuando leyó un nombre en la cara interior de la tapa.
Ian Starling. Fort Yukon. Y por debajo, apenas legible con la tinta desleída: Intercambiado tras duras negociaciones por un caribú cazado, diez salmones congelados, una libra de harina, una libra de azúcar, un paquete de café, ocho cigarrillos y un ejemplar de la National Geographic. El vendedor no quiso que le diera polvo de oro. Birch Creek, Círculo Polar Ártico, 23 de diciembre de 1898.
Shannon sabía quién era el vendedor: su hermano Colin. Y también conocía el nombre de Ian Starling. Le había dado su tarjeta de visita, se trataba del joven que quería rescatarla en el caso de que se perdiera de camino al hotel Palace. Ahora le vino su imagen a la memoria: Ian Starling era vicepresidente asistente de Brandon Corporation. Así pues, la casa era suya. Pero ¿dónde estaba Ian? En Alaska. De ahí la estantería prácticamente vacía y el gramófono sin discos. Y por esa razón Jota había necesitado una hora para ir a buscar la llave y ordenar la vivienda.
Con aire meditabundo cerró el libro y lo devolvió a su sitio. Jota le puso el vaso de Laphroaig en la mano. Tenía un aroma a turba y al rudo mar de Escocia, y ese era también su sabor.
—Te he traído algo. —Extrajo un disco de su bolsa y se lo dio a Jota—. Un pequeño obsequio.
Él miró la funda.
—Franz Liszt. Sogno d’amore.
—Tú escuchas a Liszt, ¿verdad?
Jota asintió con la cabeza.
—Los Preludios es mi pieza favorita. —Volvió a la funda y leyó el dorso con fascinación—. Sogno d’amore. Sueño de amor, de Franz Liszt. ¿De dónde has sacado el disco?
—De una tienda pequeña que está cerca de la plaza Navona en Roma.
Los ojos de Jota brillaron.
—¿Sabes cuánto tiempo hace que ando buscando esta grabación? —preguntó con emoción—. ¡Adoro esta pieza! —Abrió el gramófono, puso el disco y colocó el brazo encima del surco ligeramente oscilante. Sonó un crujido y un ruido de fondo, y a continuación comenzó la música de piano, suave y apasionada. Jota le quitó el vaso de la mano y la rodeó con su brazo para pegarse a ella estrechamente, la sujetó con firmeza y comenzó a bailar con ella muy despacito.
La mano de ella en la de él, cuerpo con cuerpo, corazón con corazón… Se besaron como embriagados mientras giraban en su propio sueño de amor. La melodía del piano se fue haciendo cada vez más apasionada, cada vez más ávida y desafiante. Finalmente, al cabo de cinco minutos demasiado cortos, se fue diluyendo en una serie delicada de tonos para acabar en los crujidos y ruidos de fondo del disco de goma laca.
—¡Qué noche! —dijo ella con un suspiro—. Un sueño de amor que no debe acabar jamás. —Jota la besó fervientemente, y ella lo rodeó con sus brazos—. Vamos arriba.
Él rio suavemente, y su voz sonó áspera y ronca. Estaba extremadamente excitado, ella lo había notado durante el baile.
—Tú llevas el gramófono; yo, los vasos.
Jota movió el brazo del gramófono a un lado, detuvo el plato giratorio y levantó con gran esfuerzo el gramófono. Con los vasos de whisky escocés en la mano y con el disco de Franz Liszt bajo el brazo, ella lo siguió escaleras arriba hacia el dormitorio de Ian, en donde había prendidas un mar de velas. ¡Qué mágico y qué romántico! Y una cama con dosel llena de cojines, ¡qué hermoso!
Mientras Jota levantaba la tapa del gramófono, ella puso Los Preludios, colocó el brazo de la aguja sobre el disco ligeramente ondulado. Cuando tras los crujidos y el ruido de fondo comenzó a sonar la delicada melodía, Shannon rodeó a Jota con sus brazos y tiró de él hasta la cama. Hacía tres años que no se había acostado con un hombre, y lo echaba de menos, ¡y de qué manera!
—Diecisiete minutos y ocho segundos. ¡Vamos, Jota, eso lo conseguimos con toda calma!
Él se rio de la impaciencia de Shannon, pero ella sabía perfectamente que a él le gustaba no tener que atosigarla. Él disfrutaba con que fuera ella quien lo sedujera, que lo llevara contra los cojines y que lo desnudara mientras se retorcía por debajo de ella resoplando de placer intenso. Y a ella le gustaba cómo él estaba continuamente por ella, cómo intentaba tocarla una y otra vez mientras se inclinaba riendo encima de él, y cómo la acariciaba con las puntas de los dedos, como si él no pudiera sustraerse de ninguna de las maneras a ese pequeño roce fugaz.
Jota era muy diferente a sus hermanos y primos que practicaban el sexo como un deporte de competición, se medían entre ellos como en las carreras de caballos y luego iban pavoneándose de sus conquistas. Se habrían partido de la risa y se habrían golpeado mutuamente en el hombro si se les hubiera mencionado el ideal romántico de amar a una sola mujer. Jota era mucho más delicado y tierno.
Ella se desnudó a toda prisa y se tumbó encima de él para sentir la calidez de su cuerpo. A ella le encantaba la sensación de verse rodeada por los brazos de él, de que él alzara la cabeza de la almohada para besarla, y le gustaba cómo las manos de él se movían por sus nalgas y su espalda. Estrechamente abrazados se besaron a la luz de las velas como si los dos hubieran estado esperando toda su vida este momento de felicidad. Ella acarició su pecho musculoso, tan duro y terso como sus muslos. Él suspiró en voz baja y se entregó a las tiernas caricias de ella, que se inclinó sobre él para besarle en el pecho, en la nuca, en el rostro. El pelo de él brillaba tenuamente a la luz de las velas, y el tacto de su piel era blando y tierno. Al incorporarse ella y encoger las piernas, él se sentó, la rodeó con los brazos y la sujetó mientras inclinaba la cabeza para besar sus pechos.
Con el inicio de la melodía apasionada, sus sentimientos y sus sensaciones se arremolinaron y su respiración se fue haciendo cada vez más pesada y jadeante. Jota se adaptó involuntariamente a aquella música arrebatadora y primero la acarició lenta y delicadamente, luego otra vez apasionada y salvajemente. Sin embargo, independientemente de si la rozaba con ternura, de si la acariciaba con sensualidad, de si la besaba con ímpetu o la mordía con suavidad, él encendía en el interior de ella una pasión salvaje y unas ansias indómitas que ella creía perdidas hacía mucho tiempo. Y cuando él la volvió y la empujó contra los cojines para echarse encima y deslizarse suavemente en su interior, ella no deseaba otra cosa que eso.
Él adecuó su ritmo a los ímpetus de la fanfarria, se dejó arrebatar por la melodía y la llevó hasta alturas largamente anheladas. Con los ojos cerrados, el rostro tenso, los labios ligeramente abiertos, él se inclinó sobre ella.
—Perdona, ya no puedo aguantarme más…
—No pasa nada. ¡Sigue, queridísimo mío! ¡Yo estoy también a punto! —Ella encogió las piernas por detrás de la espalda de él para recibirle todavía más profundamente en su interior.
Mientras él se alzaba para obsequiarle con la medida máxima de placer, los dos se movían en consonancia total con la melodía, que fue ralentizándose para alcanzar un final triunfal con golpes de timbales y trompetas. Jota se desmoronó encima de ella con un jadeo, rodó a un lado y se quedó exhausto junto a ella. Los suspiros de él salían de lo más profundo de su corazón, y las ansias de él y de ella se fueron extinguiendo entre los crujidos y el ruido de fondo del disco.
—Justo a tiempo —bromeó él con un tono apagado.
Ella se rio con satisfacción, se colocó de costado y apoyó la cabeza en el hombro de él.
—Ha sido precioso.
Él se repantingó en los cojines y la rodeó con el brazo.
—Me alegro de que te haya gustado.
—Me ha parecido magnífico.
—A mí también. —Él suspiró lentamente.
—¿Jota? —Ella se pegó del todo a él—. ¿Sabes qué significa Los Preludios?
Él rio con aire de satisfacción.
—Sí, lo sé.
Ella le dio un beso.
—¿Y qué es lo que viene después del preludio?
Con la Patética, de Chaikovski, que ella había traído también consigo, se amaron por segunda vez, con más calma, suavidad y ternura que la primera vez. Eran ya casi las dos y media de la madrugada. Jota dejó correr el agua caliente en la bañera y se fue a buscar toallas limpias mientras ella revolvía en su bolsa buscando el aceite de baño. Se dirigió al baño con el frasquito y dejó que Jota lo olfateara. Un aroma intenso a aceite de almendras dulces revoloteó en torno a su nariz.
—Muy sensual.
—Si después del baño hueles así, no podré resistirme y querré echar otro polvo.
Le quitó de la mano el frasco con una sonrisa audaz, vertió la esencia en el agua y se metió en la bañera.
Mientras yacían relajados dentro del agua gozando de la cercanía del otro, se acariciban con cuidado, se besaban suavemente y se decían palabras de amor entre susurros. Jota estaba recostado detrás de ella, quien tenía la cabeza apoyada en el hombro de él mientras le acariciaba los pechos y el vientre plano. Cerró los ojos profiriendo un suspiro y gozó indolente de sus tórridas caricias.
Tras el baño se secaron el uno al otro y cayeron agotados en la cama. Jota se pegó a ella y la rodeó con el brazo. Ella llegó a sentir todavía el aliento de él en su cara, luego se quedó placenteramente dormida pegada a él.
Al amanecer, ella abrió los ojos soñolientos y se volvió, pero el otro lado de la cama estaba vacío. Metió la mano por debajo de la colcha. La sábana estaba caliente todavía. Agarró la almohada sobre la que había descansado él, se la llevó a la cara y aspiró profundamente su olor.
De abajo llegó un matraqueo metálico. El aroma de café recién hecho se expandió por la casa. Se levantó, reunió las prendas que había esparcido el día anterior por el dormitorio, y bajó.
Jota, en tejanos y camisa, estaba poniendo en ese momento dos filetes de salmón en la sartén. Junto a la cocina había un cesto con pan ácimo caliente y una fuente con salsa de arándanos rojos. Se volvió hacia ella.
—¡Eh!
Ella le abrazó y le dio un beso.
—¡Eh!
—El café está listo. —Restregó la nariz en la mejilla de ella—. ¿Qué te parece un desayuno como en Alaska?
—Con mucho gusto, pero después. —Se apoyó cariñosamente en él para besarle. Entonces le desabotonó la camisa—. ¿Jota?
—¿Hummm? —dijo él, emitiendo una especie de gruñido entre dos besos.
—¡Saca la sartén del fuego!
El fin de semana con Shania fue hermoso, de ensueño. La casa de Ian se convirtió en el mundo encantado de una bola de nieve en la que solo vivían ellos dos. Felices y enamorados se pasaron la mayor parte del tiempo retozando en la cama, disfrutaron de la sensación de protección y de la calidez de los abrazos, bromearon, se rieron distendidos y volvían a ponerse serios, se amaron y hablaron durante horas de ellos, de sus esperanzas y sueños. Al mediodía descendieron cogidos del brazo hasta el Fisherman’s Wharf, donde comieron gambas en mantequilla derretida. La cena la fueron a buscar a Chinatown. En el camino de vuelta a la casa de Ian, Josh descubrió una tienda de música en la que compró toda una pila de discos de goma laca. De pronto sintió unas ganas incontenibles de bailar con ella antes de subir atropelladamente escaleras arriba sin apenas aliento.
El domingo se quedaron en la cama hasta el mediodía, abrazados. Estaban poseídos el uno del otro, se amaron, durmieron juntos, se bañaron juntos, se acurrucaron frente a la chimenea y sencillamente no podían separarse ni un momento. El pensamiento de que Shania le dejaría al amanecer y que no volvería a verla hasta transcurrida una semana entristeció a Josh. Quedaron en pasar el siguiente fin de semana en la embarcación de ella para hacer un poco de vela o dejarse llevar simplemente por las corrientes hacia el sur, hasta los acantilados del Ciprés solitario en las cercanías de Monterey. Ella había bautizado su embarcación con el nombre de ese árbol sacudido por los vientos. Josh se levantó en mitad de la noche, vagó sin rumbo por la casa preguntándose cómo podría sobrellevar cinco días sin ella… y sin Ian, pero finalmente regresó a la cama, se acurrucó pegado a Shania y la abrazó fuertemente. Con una sonrisa de felicidad ella se estrechó contra él, y él se quedó por fin dormido.