Rob refrenó su semental, se quitó la camiseta de polo y disfrutó de la contemplación de las impresionantes vistas desde la Montaña de la Mesa. La niebla fluía majestuosa por el relieve nítidamente marcado y descendía en picado como una cascada de espuma finísima por las crestas rocosas. Ciudad del Cabo quedaba más allá de la Cabeza del León. Rob miró al frente en dirección a su magnífica residencia señorial en la ladera de la montaña. De las mansiones de los Conroy, que se extendían como un cordel de ensartar perlas desde Ciudad del Cabo pasando por Hong Kong y Sídney hasta llegar a Hawái, esta tenía la ubicación más espectacular de todas y se encontraba en las inmediaciones de una de las ciudades más bellas del mundo.
Mientras cabalgaba al trote sobre su caballo de la competición de polo empapado de sudor a través de los extensos jardines, dejó vagar la mirada por los Doce Apóstoles, en la cara sur de la Montaña de la Mesa. Por las empinadas rocas caían finos velos de niebla sobre el oleaje del Atlántico. Hacía tanto calor y había tanta humedad que las montañas del cabo parecían fundirse con el cielo y el océano. El paisaje producía la impresión de una acuarela pintada con un pincel muy empapado.
La casa, de estilo holandés del Cabo, recordaba una explotación vinícola de la cercana Stellenbosch. Las contraventanas que daban a los jardines estaban cerradas a causa del calor estival. Solo en el frontispicio bajo el tejado de caña había una ventana de travesaños abierta y proporcionaba una agradable corriente de aire en la casa. Sopló al encuentro de Rob una tentadora vaharada a filetes asados de avestruz y de antílope.
En la terraza con vistas al Atlántico, los empleados de la casa estaban preparando la velada para cien invitados. En una carpa abierta se estaba montando el buffet mientras el mayordomo colocaba sobre la mesa del banquete, adornada con flores, la vajilla, las copas de cristal y la cubertería de plata.
El mayordomo lo vio. Hizo una señal a un sirviente para que se encargara del caballo, y le salió al encuentro. Rob saltó de su montura.
—¿Señor Mulberry?
—¿Qué tal fue el campeonato de polo, señor Conroy?
—Hemos tenido que bregar mucho, pero hemos ganado al final.
El mayordomo le tomó el casco y el stick de polo.
—¿Una cerveza fría para celebrar la victoria, señor?
Rob se quitó los guantes y se los dio. Se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la mano.
—Un barril entero, señor Mulberry. Guinness. Helada.
—Al instante, señor.
—Tomaré un baño antes de cambiarme para la fiesta. Con los cubitos de hielo de las enfriaderas del champán en el agua.
Mulberry sonrió.
—El señor Burton le está esperando en su despacho, señor. Desea hablar con usted antes de que los invitados comiencen a llegar. Su padre ha enviado un telegrama.
—Lléveme la Guinness al despacho.
A grandes zancadas recorrió Rob el vestíbulo y entró en su despacho decorado con estilo africano. Frente al ventanal que daba al jardín, cuyos postigos estaban cerrados excepto una estrecha rendija, se encontraba el imponente escritorio: cuatro colmillos de elefante soportaban una losa de piedra clara. Evander Burton dejó a un lado el portaplumas y se puso en pie. Este espigado neozelandés, nacido en Auckland y de la misma edad que Rob, tenía la estatura de un jugador de rugby. Y con las mismas cualidades con las que practicaba este deporte, la rapidez, la dureza y la combatividad, coordinaba en todo el mundo en calidad de gerente las empresas que componían la Conroy Enterprises.
Evander Burton llevaba puesto ya el frac. No se había hecho todavía el nudo de la corbata, y tenía los botones de la camisa desabrochados. Tenía delante una copa de champán.
Rob le saludó con un gesto de la cabeza.
—Kia ora, kiwi.
—Eh, Rob. —Evander esbozó una sonrisa al escuchar el saludo maorí e hizo muestras de dejarle a Rob su sitio. Sin embargo, este hizo una señal negativa con las manos, se sentó en la silla frente al escritorio y cruzó sus largas piernas—. Tienes pinta de estar destrozado —añadió—. Completamente agotado.
—Deberías ver cómo han quedado los otros. —Se llevó las dos manos a la cabeza y se mesó el cabello completamente empapado de sudor. Su camiseta de polo estaba mojada por entero y la llevaba pegada al cuerpo musculoso—. Tengo ganas de un baño en agua fría.
Evander esbozó una sonrisa.
—Tienes ese aspecto, sí.
—Bueno, dime, ¿qué hay de nuevo?
—¿Te refieres a lo que hay aparte de las catástrofes habituales? ¿De las inundaciones en nuestras plantaciones de té en la India? ¿Del devastador incendio en nuestra granja de ganado lanar en Australia? ¿Del derrumbamiento de una mina de diamantes en Sudáfrica? ¿Del naufragio de uno de nuestros barcos al sur de Hong Kong?
Evander se echó a reír cuando Rob puso los ojos en blanco, y prosiguió:
—Hoy ha llegado una carta de Nathan Mayer Barón Rothschild de Londres. Natty escribe que él está financiando en Sudáfrica al grupo De Beers, quienes aspiran al monopolio de las minas de diamantes, pero no a la Conroy Diamond Mining and Trading Company, que bajo mano y a gran escala está acaparando participaciones de acciones de De Beers para preparar una oferta de adquisición hostil.
—Eso… ¿lo ha escrito Natty? —preguntó Rob.
—Esas han sido sus palabras.
—¿De dónde sabe Natty cuántas acciones estamos comprando? —Sacudió la cabeza—. ¿Qué más?
—Barón Rothschild no puede ser nuestro banquero por las razones expuestas si el año que viene abrimos una oficina en Londres. De ahí que no se sienta en condiciones de acompañar a Tom en su audiencia con la reina.
—¡Oh, no!
—¡Oh, sí! Cecil Rhodes pretende monopolizar la producción de diamantes y controlar el comercio mundial, para que el grupo De Beers pueda dictar los precios. Están disponiendo todo para que la Conroy Enterprises tenga que retirarse de Sudáfrica. Y para que no nos atrevamos a poner un pie en Londres.
Rob se golpeó con el puño en la rodilla.
—Iremos a Londres a pesar de todo.
—Natty intentará evitarlo.
Rob se encogió de hombros.
—¿Qué opinas? ¿Le invito a la inauguración?
—Irá con toda seguridad… para aguarte la celebración. —Evander torció el gesto—. Aparte de todo esto, la mayor catástrofe de todas es quizás el telegrama de tu padre.
Al enarcar Rob las cejas, Evander le explicó:
—Tom no sabía que habías viajado a Ciudad del Cabo. Redirigieron el telegrama desde Sídney. Le estaba informando antes que desde ayer estás en Sudáfrica, y que mañana te vas a Johannesburgo para negociar con De Beers.
—¿Qué quiere?
Sin pronunciar palabra, Evander le tendió un telegrama de dos páginas por encima del escritorio. Como Rob no se levantó para quitárselo de la mano, se lo contó:
—Tom quiere que te cases.
—¿Qué?
—Te ha encontrado una esposa.
—¡No puede hacer eso! —exclamó Rob con crispación.
—Lo ha hecho, Rob.
—Le dije que no me casaría.
—Pues escribe que espera un heredero de ti. Un hijo legítimo que lleve el apellido Conroy.
—¿Y si me niego?
—Entonces te desheredará.
—¡No seas bobo, Evander!
—Sí, en serio, Rob. Si no la desposas, será ella quien lo herede todo. Así que tendrás que desposarla.
—Por lo que parece está hablando en serio.
Evander asintió con la cabeza con gesto meditabundo.
—Lo siento, Rob, pero tus días de soltero están contados.
Expulsó el aire lentamente.
—¿Quién es ella?
—Shannon O’Hara Tyrell, de San Francisco. Una valiente aventurera que ya ha viajado por todo el mundo con un Winchester en su equipaje. De temperamento irlandés, combinado con el espíritu de independencia norteamericano y una seguridad californiana en sí misma. Por la forma en que tu padre escribe sobre ella, parece haberse enamorado de la futura señora Conroy.
—¿Por qué no se casa entonces con ella?
Evander soltó una risa por su rabia.
—Tu madrastra tendría un año menos que tú —dijo, abanicándose con el telegrama.
Rob se levantó de golpe echando pestes y le quitó a su amigo el papel de la mano. Luego se dejó caer nuevamente en la silla; cruzó las botas de montar con desenvoltura y comenzó a leer.
Mulberry entró en el despacho silenciosamente y le trajo una Guinness helada que Rob se bebió de un trago para enfriar su ira acalorada antes de poner el vaso vacío encima de la mesa dando un golpe en la piedra, y de leer el telegrama por segunda vez. Lo arrojó encima de la mesa de mala gana.
—Ha rechazado la oferta de Charlton Brandon de participar con nosotros en el comercio de Alaska, y renuncia a millones de dólares porque desea que me case con Shannon. ¡Es una locura!
Evander asintió con la cabeza.
—No conocía para nada a tu padre de esta manera.
—Yo tampoco. De vez en cuando tiene sus caprichos sentimentales, pero no se vuelve tan loco. ¿Qué planes crees que tiene?
Evander se encogió de hombros perplejo.
—Ni idea. ¿Y tú?
Rob le contó lo que pensaba hacer.
El neozelandés levantó las dos manos en tono conciliador.
—Antes de que la líes con tu padre, deberías leer el telegrama de Shannon.
Rob enarcó las cejas.
—¿Me ha escrito ella?
Su amigo le tendió una segunda hoja.
—Ella sabe cómo te sientes. Los dos os encontráis en la misma situación, no queréis casaros. Te pide que vayas a San Francisco para que os conozcáis y decidáis conjuntamente lo que vais a hacer. También está dispuesta a ir a Hawái, a Hong Kong o a Sídney para hablar contigo. Sin Tom, solo vosotros dos.
—Es valiente.
—Su manera de escribir es cautivadora. —Evander agitó el telegrama—. ¡Léelo tú mismo!
—Después. —Se levantó de pronto y agarró el telegrama de la mano de su amigo—. Voy a tomarme ahora un baño frío. La fiesta comienza dentro de una hora.
Rob salió del despacho y se dirigió a sus aposentos. De camino a la bañera se fue desnudando y dejando un rastro del sudado equipamiento de polo: botas de montar, rodilleras, pantalones, camiseta.
En la bañera flotaban efectivamente cubitos de hielo. Debido al frío repentino que penetró en sus miembros y que le cortó la respiración, se le rebajó la rabia iracunda sobre su padre. Durante un rato disfrutó del hielo derritiéndose en su piel; luego agarró el telegrama de Shannon del borde de la bañera.
«Estimado Rob». Le gustó que ella se dirigiera a él por su nombre de pila, con esa desenvoltura, como si fueran amigos íntimos; lo mismo ocurría con el tono ligero y desenfadado de su carta a él, el forastero de quien ella había escuchado tantas cosas y a quien le gustaría conocer.
Poco a poco fueron desvaneciéndose la confusión y la tensión dentro de él, y el hecho de que ya no se sintiera furioso no se debía al agua fría, sino a las cálidas palabras de ella. Le gustaba la cariñosa cordialidad de Shannon. Cuando plegó la carta después de leerla una segunda vez, no pudo menos que sonreír involuntariamente. Evander tenía razón: era una mujer encantadora.
Sin embargo, él había tomado una decisión.
Mientras se vestía después del baño, mandó llamar a Evander para dictarle un telegrama a San Francisco.
No iba dirigido a Tom.
El Landauer se detuvo dando una sacudida frente al portal del hotel Palace. El mayordomo abrió la puerta, descendió a la acera y desplegó la escalerilla para que Shannon pudiera bajar. Ella le tendió la mano y él la ayudó a bajar del automóvil.
—Señora.
—Gracias, Wilkinson.
Mientras se alisaba el vestido, le hizo una seña al cochero para que la esperara. En unos pocos minutos partirían de nuevo de vuelta al palacio con el señor Conroy para pasar la velada.
Shannon escuchó a sus espaldas un tableteo como de latón golpeando sobre la madera. Se volvió. Con el equipamiento de los buscadores de oro atado se le acercó el anunciante callejero con gesto dubitativo y la saludó llevándose la mano a la gorra. Ella lo saludó con una inclinación de la cabeza.
—Buenos días, Hamish.
—Tengo algo para usted. —Se metió la mano en el bolsillo de sus tejanos y extrajo un paquete vacío de Chesterfield. Hamish lo mantuvo de tal manera en su mano que nadie excepto ella podía verlo—. Una carta de él. Viene varias veces al día y pregunta si ha estado usted aquí.
Ella se puso a temblar de tal modo que se vio incapaz de arrancarle la carta de la mano. Wilkinson se acercó a grandes zancadas.
—¡Váyase ahora mismo! ¡No moleste usted a la señora!
—¡No pasa nada, Wilkinson! —exclamó ella—. No he comido nada todavía en todo el día, y la visita a la prometida del comandante Aidan me ha fatigado. Iba a comprar una tableta de chocolate.
Agarró del brazo al anunciante callejero y se lo llevó unos pasos más allá. Sin decir palabra Hamish extrajo una tableta de chocolate Ghirardelli y se la entregó junto con la carta doblada en el envoltorio del paquete de Chesterfield.
Los dedos de ella le temblaron cuando le puso un billete en la mano.
—Gracias, Hamish.
—Él estaba tan nervioso como usted cuando le entregué su carta.
Ella preguntó consternada:
—¿Usted le…?
—Lo siento, señora. Las lágrimas de usted al romper la carta me llegaron muy dentro del corazón. Igual que a él.
—¿Sabe usted quién es él?
—Sí.
A ella se le cortó la respiración.
—¿Y bien? ¿Quién es él?
—Es el correcto. Todo lo demás no es importante.
Ella asintió con la cabeza con aire meditabundo.
—Eso es cierto, Hamish. Todo lo demás no es importante. —Ella forzó una sonrisa que no diera una impresión de excesiva tristeza ni desesperación—. Gracias, Hamish.
Él se llevó la mano a la gorra.
—Señora.
Ella desgarró el envoltorio de la chocolatina y rompió un trocito de la tableta para llevárselo a la boca disimuladamente. Mientras el gusto delicadamente amargo se derretía en su lengua, se guardó la chocolatina y la carta y regresó adonde el mayordomo, que no la había perdido de vista en ningún momento. Una dama no andaba comiendo dulces en plena calle.
—No sabía que prefiriera usted la marca Ghirardelli, señora. —Él había observado cómo hacía tres días ella le había exigido la carta al anunciante callejero y la había roto. La había visto llorar. ¿Qué sabía él? ¿Y qué idea se había formado? ¿Y Caitlin? Su abuela la vigilaba, inspeccionaba sus habitaciones, hurgaba en su correspondencia con amigos de todo el mundo y leía su diario, o en todo caso eso que ella tenía por un diario. Wilkinson estaba obligado a ser leal con Caitlin. Así pues, ¿qué sabía ella?—. Desde hace algunas semanas mandamos que nos suministren el chocolate de la marca Hershey’s, de Filadelfia —aclaró el mayordomo—. Pero si usted…
—Prefiero Ghirardelli.
—Muy bien, señora. Lo hablaré con el ama de llaves. ¿Quiere que le encargue también cigarrillos Chesterfield? Acabo de ver que se guardaba un paquete…
—Una buena idea, Wilkinson. —Sonrió ella con gesto tenso—. Y ahora, vamos, el señor Conroy nos está esperando.
Abrió la puerta el mayordomo de Tom.
—El señor Conroy se está vistiendo todavía, señora.
Mientras los mayordomos hablaban del desarrollo de la velada en el palacio, ella se dirigió al dormitorio y llamó a la puerta.
—¿Tom?
—¡Shannon! ¡Entra! —Ella abrió la puerta y entró—. ¡Eh!
—¡Eh! —Él salió a su encuentro para darle un abrazo y un beso—. ¡Qué alegría verte, Shannon!
Ella señaló la corbata que llevaba colgada del cuello sin anudar. El frac estaba todavía encima de la cama.
—Tienes aspecto de querer ir a la ópera. ¿Quieres que te ayude?
—¡Oh, sí, por favor!
Ella se inclinó sobre él y le hizo el nudo de la corbata.
—¿Dónde has aprendido eso? —Tom la observaba en el espejo mientras ella le hacía el nudo.
—En Roma.
—¿Marcantonio? —Al asentir ella con la cabeza, preguntó él—: ¿Quién era?
Ella titubeó unos instantes.
—Marcantonio Colonna, Duca e Principe.
—Mi italiano de ópera alcanza para entender eso. ¿Dejaste plantado a un duque italiano?
—La historia «El príncipe y la norteamericana» habría sido un tema estupendo para una ópera italiana, pues no tuvo un final feliz.
Tom sonrió con aire de condolencia.
—¿Qué opinas? ¿Quieres que escriba a Giuseppe Verdi en Milán? ¿Quién sabe? ¡Quizá componga una última ópera! ¡Con Enrico Caruso en el papel del héroe trágico Marcantonio Colonna! Pero ¿quién cantará el papel de Shannon?
—¡Tom!
Él alzó las dos manos.
—¡Vale, está bien!
Ella se fue hasta la cama, agarró el frac y ayudó a Tom a ponérselo. Justo cuando ella se iba a volver para dirigirse a la puerta, él le agarró la mano y la apretó entre las suyas.
—Espera un momento, Shannon. He recibido un telegrama.
—¿De Rob?
—No, de Evander Burton, nuestro gerente. Me ha escrito que Rob llegó hace dos días a Ciudad del Cabo.
—¡Ciudad del Cabo!
—Evander, que es muy amigo de Rob, me envió otro telegrama tan solo unas horas después. Anoche en Ciudad del Cabo, es decir, ayer por la mañana temprano en San Francisco, Evander le entregó nuestras cartas. Rob estaba bastante furioso.
—No se lo puedo tomar a mal.
—Hizo sus maletas y se fue a Johannesburgo. Evander escribe que Rob por el momento no puede venir porque está negociando con De Beers. Esa es la razón de su viaje a Sudáfrica. El asunto va de extracción de diamantes, comercio mundial, cuotas de mercado, cooperación empresarial y participación en acciones.
—¡Ah!
—Y luego quiere irse Rob algunos días de safari. Rinocerontes, elefantes, leones. Dormir junto al fuego de campamento, caminatas por senderos sin marcar, unos cuantos disparos con el rifle… Ya sabes cómo son los chicos grandecitos.
—Entiendo.
—¿De verdad? —preguntó.
—Pues claro que sí. Puedo entender muy bien a Rob. Yo habría hecho lo mismo. Me habría tomado un tiempo para meditarlo todo bien en calma. Tom, las chicas grandecitas no se comportan de manera diferente a los chicos grandecitos. Tras la solicitud de matrimonio de lord Warburton en Calcuta, desaparecí en la jungla durante tres semanas y participé en una cacería de tigres. ¡Aquello sí fue una sensación de nervios y de tensión, te lo digo yo! No sé qué fantasía era más excitante, si la posibilidad de que me pillara el tigre o el señor Adrian.
—Espero que mataras a tiros al tigre, no al lord.
Ella esbozó una sonrisa.
—Tom, dale a tu chico ese período de reflexión que me concediste a mí. No le atosigues. Ya está todo dicho y hecho.
Tras su llegada al palacio y tras las salutaciones formales de Tom, el clan Tyrell se retiró al despacho de Caitlin, en donde esta pretendía impresionar a Tom con la galería de los antepasados tomando una copa de champán. Durante el viaje en el Landauer, Shannon le había contado que los agentes de Caitlin habían buscado en los sótanos de museos europeos los retratos convenientes, elegidos según la época, el estilo pictórico y el parecido fisonómico. Tom había prorrumpido en carcajadas muy sonoras.
Cuando la puerta del despacho se hubo cerrado tras Tom, ella se retiró a sus habitaciones para cambiarse de ropa para la cena. Y para leer por fin la carta. Se sentó sobre la cama y desplegó el envoltorio del paquete de cigarrillos.
«Estimada señorita Ghirardelli». No pudo menos que dibujar involuntariamente una sonrisa en su rostro. Sacudió la almohada y se tumbó en la cama.
Estimada señorita Ghirardelli:
Tampoco yo puedo olvidarla a usted. El beso de despedida fue grandioso… un regalo tan increíblemente hermoso…
¡Qué delicadas sonaban sus palabras, qué sugerentes! Sí, era así como se lo imaginaba ella, apasionado mientras se amaban, luego abrazado a ella en la cama, la cabeza de él en el hombro de ella, sintiendo la respiración de él en la piel y las manos en su cuerpo. Siguió leyendo con una sonrisa de ensoñación:
Creo en el amor a primera vista, en los pensamientos que solo valen para la persona amada, y en los días de embriaguez por el enamoramiento en los que nos convertimos en la burla de nuestros mejores amigos. Soy muy feliz de tener a un amigo que me soporta en este estado de agitación y que en los últimos días me ha ayudado a buscarla.
Se le hizo un nudo en la garganta, y sus ojos se llenaron de lágrimas. ¿Él la había estado buscando igual que ella a él?
Sé que usted rompió la carta que me había dirigido, y eso me entristece. Sus lágrimas me animan, no obstante, a escribirle. Deme… ¡Démonos una segunda oportunidad!
Le saluda atentamente, J.
Todas y cada una de sus palabras desprendían soledad. Ella notó la tristeza y el deseo de él, igual que sintió el dolor en su propio corazón, un dolor que desapareció cuando rompió su carta. Ahora regresaba ese dolor con una virulencia que le cortaba la respiración. ¿Podía llegar a imaginarse él lo perdida que se sentía ella sin él? ¡Él le hacía tantísima falta!
Se levantó con lágrimas en los ojos y se dirigió a su escritorio. ¿Cómo debía contestarle? Su mirada se posó en la chocolatina Ghirardelli que había abierto antes. Desplegó el papel.
Estimado señor Chesterfield:
¿O debo llamarte Jota? Pues es así como has firmado tu carta, con una J briosa.
¿Quién eres, Jota? ¡No, no contestes! Hamish tiene razón: no saber quién es el amado tiene un encanto irresistible. Nada de nombres ni de convenciones sociales, nada de exigencias al otro, ni de expectativas. Y sin atenerse tampoco a las consecuencias. Solo la persona y sus sentimientos. Tan solo ternura y pasión. Solo confianza. Solo amor. Solo la vida en la bola de nieve que nos creamos a nuestro alrededor para sentirnos protegidos en este pequeño y perfecto mundo hecho de brillantes motas centelleantes procedentes de las estrellas. Y solo Jota Chesterfield, quienquiera que sea.
En el distrito de Sunset, el viernes por la tarde a la puesta del sol. Te espero mañana, y me hace ilusión verte en tejanos con jirones. Y ardo en deseos de abrazarte y de besarte.
Con amor, Shania
Se sobresaltó cuando oyó que llamaban suavemente a la puerta de su habitación. Skip asomó la cabeza.
—Pero ¿dónde te has metido? —Entró, cerró la puerta y se apoyó en ella. Tenía una pinta deslumbrante embutido en su elegante traje de noche—. Si ni siquiera te has cambiado de ropa… Dime, ¿te sucede algo?
—Nada.
—¡Ay, qué bobada! Caitlin y tú os peleáis a todas horas. Bueno, vamos, ¿vas a responder a mi pregunta?
—Me encuentro bien, Skip.
—Entonces habrán sido las lágrimas de alegría por tu «compromiso matrimonial» con Rob las que te han estropeado la raya del lápiz de ojos —dijo él con un tono seco, trazando en el aire las comillas con ambas manos.
Ella se llevó involuntariamente los dedos a la cara para limpiarse.
Skip inclinó la cabeza y se la quedó mirando fijamente.
Entonces comprendió que la raya del lápiz de ojos estaba en perfectas condiciones.
—¡Qué canalla que eres!
—Lo siento. No es por Rob, ¿verdad? —Shannon se llenó lentamente los pulmones. ¿Debía confiárselo? Titubeó unos instantes—. No, no se trata de Rob.
—Entonces, ¿quién es?
—No lo sé.
—La cosa se pone interesante ahora. —Skip se acercó una silla, se sentó y la miró lleno de expectación—. Estoy preparado, soy todo oídos para ti.
—No hay muchas cosas que contar.
—Perfecto, los demás nos están esperando. La reina del hielo ha conseguido que la temperatura ambiente haya descendido al punto de congelación. Desde los candelabros de cristal destellan los carámbanos de hielo, y Tom espera anhelante a que le rescates antes de que ella transforme en hielo también su corazón. ¡No hay ningún final feliz a la vista!
—¿Qué ha sucedido?
—Tom ha informado que Rob se encuentra en Ciudad del Cabo y que no puede o que no quiere venir en los próximos meses…
—¿Y las palabras de Caitlin?
—Uff. La abuela quiere cerrar el negocio antes de que Tom se lo vuelva a pensar, pues sabe que la oferta de Charlton es mejor que la suya. Bueno, sea lo que sea, le reprochó a Tom que no tenga metido en cintura a su hijo. —Skip esbozó una sonrisa maliciosa—. Como si tú hicieras alguna vez lo que ella te pide.
Shannon permaneció en silencio.
Skip posó su mano sobre la de ella.
—Soy tu hermano. Puedes contármelo todo —dijo con una afectación tal que ella se echó a reír.
—Skip… —dijo ella por fin. Sin embargo, titubeó y volvió a quedarse callada.
Él le apretó la mano.
—Shannon, piensas que has asumido la responsabilidad sobre mí porque al parecer yo ya no puedo tenerla por mí mismo, porque yo no puedo vivir sin tu cariño, porque arruinaré mi vida con el opio si tú no te ocupas de mí.
Ella se disponía a retirar la mano, pero él se la sujetó con firmeza. Murmuró avergonzada:
—Skip…
—No, Shannon, déjame hablar a mí. Estoy tan solo como tú. Yo solo te tengo a ti. No necesito a ninguno de esos que están abajo luchando unos contra otros solo para constatar al final, como les ha pasado a Kevin y a Sean, que no eran ni los más fuertes ni los más decididos. Sobreviviré aunque tú no estés por mí todos los días. —Acarició la mano de ella—. Shannon, no quiero que estés triste por mí. Ni que renuncies por mí a algo que te importe de verdad. Tomando la responsabilidad sobre mi vida cargas a mis espaldas un peso que no quiero llevar, una culpa que jamás voy a expiar. No lo hagas. No lo soporto, igual que no soporto que me escondas tus sentimientos por… bueno, por ese, sea quien sea ese. Tu silencio me hiere. Pensaba que nos teníamos confianza.
—Lo siento —murmuró ella—. No quería hacerte daño.
—Lo sé. —Skip esbozó una sonrisa—. De todas formas me alegra mucho que te hayas enamorado. Te deseo felicidad en cada instante de tu vida y espero de todo corazón que se cumplan todos tus deseos. Pero ¿sabes qué deseo para mí? Que compartas tu dicha conmigo y que yo pueda recibir de esta manera un poco de felicidad.
Desplegó la carta de Jota y se la tendió a Skip. En pocas frases le informó de cómo había tropezado con su bastón y cómo la había invitado a tomar un café en el bar. Le habló de la conversación, del beso de despedida y de la correspondencia entre ellos a través del anunciante callejero.
Su hermano leyó la carta de Jota.
—¿Has llorado?
—Un poquito.
—¿Te sientes mejor ahora?
—Sí. —Entregó a Skip la carta que ella había escrito a Jota.
Él pasó la vista por encima de las escasas líneas.
—Así que te vas a ver con él mañana por la tarde. Y pasearéis a lo largo de la playa cogidos de la mano.
—Sí.
—Y os besaréis.
—Sí.
—Y os acostaréis juntos.
Ella titubeó, pero acto seguido asintió con la cabeza.
—¿Y Rob?