7

A Shannon le temblaban las piernas cuando se bajó del Landauer que la había llevado del puerto deportivo al hotel Palace. Mientras Wilkinson le pedía al cochero que los esperara a los dos, ella se dirigió al anunciante callejero que la estaba mirando.

—Señora —dijo, llevándose la mano a la gorra.

Ella le saludó con una inclinación de la cabeza.

—Hola, Hamish.

—No hay ninguna carta para usted, señora. Él no ha estado aquí.

A ella le sobrevino una oleada de tristeza, de desesperación, por haberlo perdido. Necesitó unos instantes antes de poder replicar. No es que se hubiera esperado algo diferente, pero había puesto tantas esperanzas en que él recibiera su nota, y había deseado tantísimo volver a verle. No había estado allí en tres días. No la estaba buscando.

¿Y por qué había de hacerlo? Ella había tropezado con su bastón, él la había invitado a un café, habían conversado, y eso era todo. Inspiró profundamente. No, ¡la cosa no había sido de esa manera! Entre ellos había habido química, una química suave, poderosa, y en la voz de él había habido algo, un sentimiento de una bondad impresionante que le había llegado a ella hasta lo más profundo. ¡Él tenía que haberlo notado por fuerza! ¡Y además estaba el beso fervoroso de despedida que a él le había excitado tanto!

«Pero me ha olvidado», pensó ella con tristeza, «y yo debería hacer otro tanto con él».

—Lo siento mucho, señora —murmuró consternado Hamish, el anunciante callejero. Shannon contempló en su rostro que toda aquella historia le afectaba mucho. La carta a un desconocido le había parecido algo muy romántico—. Me habría gustado entregarle una respuesta de él. Usted la esperaba tanto…

Ella se obligó a mostrar una sonrisa.

—Me importaba mucho, Hamish. Él era una persona muy importante para mí.

—Sé lo triste que está usted en estos momentos. Cada día se ha pasado usted por aquí a informarse, a veces hasta dos veces en un mismo día…

Ella le puso un billete en la mano.

—¡No, señora, se lo ruego! ¡Esto es demasiado!

—Está bien así, Hamish. —Le cerró los dedos en torno al billete—. ¡Devuélvame, por favor, mi carta!

—Pero ¿y si me encuentro con él mañana o pasado mañana?…

—¡Por favor, Hamish! —Le resultaba difícil mantener la compostura y fingir una serenidad que no sentía. Y es que habría preferido decirle: «Sí, Hamish, consérvela usted, désela cuando le vea». Pero no podía ser de esa manera. Ella había tomado una decisión.

Hamish extrajo el papel del envoltorio de la chocolatina y se lo entregó. Ella desplegó el papel, leyó el texto y lo rompió en pedazos.

Hamish se quedó consternado.

—¡Era tan bonita!

—¿La ha leído usted?

—Todos los días, señora. Era una carta maravillosa.

—El recuerdo lo era también, Hamish. Él lo era.

Wilkinson esperaba a Shannon en el vestíbulo del hotel. Tenía a un lado la bolsa con la ropa de ella.

—¿Todo bien, señora? Está usted muy pálida…

—Estoy bien —dijo ella con la voz ahogada.

El mayordomo la miró a los ojos.

—No, señora, no es verdad. No está usted nada bien, en absoluto. —Ella le puso una mano en el hombro pero sin decir nada. Él asintió con la cabeza despacio—: ¿Quiere que suba también yo, señora?

—Sí, Wilkinson, por favor. Sea usted tan amable de echar una mano al señor Portman. Le cuesta trabajo llevar al señor Conroy en su silla de ruedas por las escaleras del portal.

—Por supuesto, señora. —Agarró la bolsa y la siguió al ascensor. Subieron a él y los pensamientos se dispararon por la cabeza de ella. «¡Componte, Shannon! No permitas que los demás te noten lo que pasa dentro de ti, y piensa en lo que decía siempre papá: ¡el deber, la responsabilidad y la autodisciplina! ¡Lo puedes conseguir, Shannon! ¡Conseguirás todo lo que te propongas, y eso es algo que sabes muy bien! ¡Siempre lo has hecho así!».

Cuando llegaron arriba, Shannon había recuperado de nuevo su sonrisa y sintió ilusión de pasar la tarde con Tom.

El señor Portman abrió la puerta, y entraron. Wilkinson deseaba hablar con él sobre la tarde y sacar las cosas de la bolsa de ella. Shannon se dirigió a la sala de estar de la suite.

Tom salió a su encuentro en su silla de ruedas.

—¡Shannon! ¡Qué alegría!

Ella se inclinó sobre él y le besó en la mejilla. Los ojos de él destellaron.

—Ha tomado usted una decisión.

Ella sonrió débilmente.

—He tomado la decisión de invitarle a cenar. ¿Tiene ganas de salir conmigo?

—¿Adónde vamos?

—El señor Portman le ayudará a vestirse adecuadamente para nuestra excursión.

—Shannon, ¿qué planes tiene? —Sus ojos emitían un destello de satisfacción—. ¿Qué ropa he de ponerme?

—Sus viejos tejanos, si los tiene a mano.

—¿Significa eso que no vamos a ir a un restaurante fino y después a bailar? —le preguntó, tomándole el pelo.

—Sea como sea, lo cierto es que no bailaremos ningún boston…

—¡Qué pena! ¡Me habría gustado verdaderamente arremolinarla a usted un poquitín!

Ella se echó a reír.

—Seré yo quien le arremoline a usted un poquitín, Tom.

Él sacudió la cabeza.

—Shannon, pero ¿qué planes tiene?

—¡Espere y verá!

Mientras Tom se retiraba a su dormitorio, donde el señor Portman iba a ayudarle a cambiarse de ropa, Shannon abrió la bolsa que había traído consigo, se puso el pantalón blanco, se vistió por encima el jersey azul y se calzó las alpargatas planas de lona.

Al verla Tom en pantalones largos, se le escapó:

—¡Eh, tiene usted una pinta fantástica!

—¡Usted también, Tom! ¡Con sus tejanos parece usted un buscador de ópalos! Por cierto, hoy tendrá que demostrar su habilidad para separar los ópalos de la roca. Tengo una ocupación para usted.

Él se la quedó mirando perplejo.

—¿Una ocupación?

—Tiene que ganarse la cena. —Sonrió con aire pícaro—. Pero quedará ahíto, no se preocupe.

Él sacudió la cabeza.

—¡No entiendo ni jota!

—¡Confíe en mí!

—¡Eso hago!

—Bueno, entonces, ¡vámonos!

El Landauer llegó hasta el muelle. Wilkinson y el señor Portman levantaron a Tom hasta su silla de ruedas y le empujaron hasta la borda del Lone Cypress. La mirada de Tom se deslizó llena de admiración por todo el casco y ascendió por las jarcias.

—Una hermosa embarcación.

—Así es —asintió Shannon con la cabeza—. ¿Qué tal si se enrola como grumete?

Tom dirigió la vista al muelle.

—¿Quién es el capitán?

—Yo.

Él rio con satisfacción.

—¿Y los marinos?

Ella señaló con el dedo unos cubos de madera con una costra de sal y algas que había a bordo.

—Una comida frugal.

Él contempló los cubos con recelo.

—¿Quién cocina?

—Yo —dijo Shannon—. Bueno, ¿qué pasa? ¿Sube usted a bordo o tengo que fustigarle primero?

Él se rio y continuó con su broma.

—¡A la orden, capitán, prefiero ir voluntariamente!

A una señal de ella, los dos mayordomos lo alzaron de su silla de ruedas, lo llevaron a bordo y lo ayudaron a sentarse en una silla fija en la popa. Nada más acomodarse, Shannon se inclinó sobre él y le abrochó el cinturón.

—Solo por seguridad —le tranquilizó—. Cuando yo esté al timón o manejando las velas tendré las dos manos muy ocupadas. ¿Todo claro para zarpar?

Tom sonrió enseñando los dientes y con aire ilusionado.

—¡A la orden, capitán!

Ella dirigió la vista al muelle.

—Wilkinson, por favor, adelántese y suelte las amarras de popa.

Mientras Shannon se ponía los guantes para poner las velas, Tom preguntó:

—¿No vienen con nosotros?

—No, Tom. Pasarán una buena tarde en el Fisherman’s Wharf y nos esperarán.

Shannon maniobró la embarcación para que saliera del puerto deportivo en dirección a la bahía. Las velas captaron el viento de noreste, y la embarcación se puso en marcha en dirección al Golden Gate. Shannon se tranquilizó finalmente, aspiró profundamente el aire salado y escuchó con atención aquella melodía de crujidos, chirridos y susurros que la envolvía y que le era tan familiar.

—Yo pensaba que hacer vela era una ocupación tranquila y contemplativa —exclamó Tom mirando la ciudad que se deslizaba lentamente por su lado—. No sabía que hacer vela en una embarcación grande fuera un trabajo tan duro.

—Por eso solo subo a bordo a tipos duros que puedan ser útiles a bordo.

—¿Puedo serle de ayuda en algo?

—No, disfrute usted del viaje. Y hágame el favor de no distraerme cuando esté delante manejando las velas. Con el viento lateral de popa, las velas tiran violentamente y giran de un lado al otro. En el mejor de los casos pueden tirarme por la borda y usted no podría maniobrar para regresar y sacarme de nuevo de las aguas. Entonces quedaría la embarcación a merced del viento y zozobraría.

—¿Y en el peor de los casos?

—Si me pillan de pleno me pueden desnucar. Así que quédese donde está, no toque nada y confíe en mí. Yo lo haré todo.

—Volviendo de nuevo a lo de los tipos duros…

Ella se echó a reír.

—Usted es el primero, Tom. Siempre navego sola.

—Es todo un honor para mí.

—Para mí es un placer.

Durante el trayecto veloz hasta el Golden Gate percibió que él la observaba al timón cómo iba trasladando su peso de pierna en pierna en cada embestida de las olas. Tenía la embarcación perfectamente controlada.

—¡Lo hace excelentemente, capitán! —exclamó él desde atrás, y al volverse ella añadió en tono de broma—: Ojalá haga usted su trabajo después igual de bien. El aire de mar me despierta el apetito.

—A mí también.

—¿Hacia dónde navegamos?

Ella señaló al frente.

—¿Al Pacífico? —preguntó él, y al asentir ella con la cabeza, agregó—: ¿Qué distancia?

—Poco antes de Alaska daremos la vuelta.

Él se echó a reír.

—¿No utiliza usted cartas marinas?

—Para trayectos cortos, no. Conozco la costa con exactitud. Además, estaremos en todo momento teniendo a la vista la costa rocosa.

Él permaneció en silencio mirando todo a su alrededor mientras atravesaban el Golden Gate. Solo podían escucharse los crujidos de los tablones de la embarcación y los bramidos de las olas. Shannon se volvió a mirarlo.

—¿Qué tal?

—Muy bien, estoy disfrutando muchísimo. No se me habría ocurrido que pudiera ser tan divertida la navegación. Estoy contento de que me haya traído con usted.

—¿Aguanta usted una navegación un poco más ruda?

—¡Por supuesto! —exclamó él con una alegría desbordante.

—¡De acuerdo entonces! Ahí enfrente comienza el Pacífico. ¡Vamos hacia Alaska!

—Verdaderamente no necesita usted a bordo a ningún tipo duro. —Se rio él.

Ella volvió la cabeza hacia él y dijo:

—No. —Después miró de nuevo al frente.

Se adentraron a gran velocidad en el Pacífico dejando atrás las grandes olas espumosas que rompían en los arrecifes rocosos próximos al Golden Gate. La superficie del Pacífico estaba lisa, y el mar de fondo que los arrastraba desde distancias infinitas era suave.

Al cabo de cinco minutos, Shannon viró y navegó hacia el norte, con el viento de estribor y las olas de babor, a lo largo de la costa del condado de Marin.

—¿Queda mucha distancia? —gritó Tom, que observaba por detrás de ella cómo la espuma salpicaba en las rocas escarpadas.

—Tres o cuatro millas marinas. Enseguida llegaremos.

—¿Justo para la puesta del sol? ¡Qué romántico!

Pronto alcanzaron el fondeadero de una tranquila bahía. Ella viró la embarcación con la proa orientada al oeste, bloqueó el timón, arrió las velas y arrojó el ancla al agua. La embarcación quedaba protegida del viento por la costa rocosa, y Tom disfrutó de las vistas de la costa escabrosa y del sol candente sobre el horizonte ondulante.

—¡Es sencillamente una gozada! —exclamó con entusiasmo—. ¿Qué lugar es este?

Ella señaló con el dedo por encima de los hombros de él.

—Detrás de esas rocas hay un valle con un bosque de secuoyas gigantes que me gustaría enseñar a Rob cuando venga. Es un paraje muy bonito.

Tom no respondió inmediatamente y se la quedó mirando mientras ella se inclinaba sobre él para desabrocharle el cinturón.

—Así que ha tomado una decisión —dijo él con emoción.

—Sí, Tom. Quiero conocer a su hijo.

—No sabe la alegría que me da. En este viaje veloz, mientras estabas ahí al timón como si ninguna ola pudiera barrerla de la borda, me he dado perfecta cuenta de que no necesita a un tipo como Rob.

Ella no replicó nada.

—O al otro —dijo en voz baja.

Ella lo miró con expresión de sorpresa.

—¿Ha vuelto a verlo? —preguntó él.

—No.

Él inclinó la cabeza despacio en señal de aprobación.

—¿Va a volver a verlo?

Ella negó con la cabeza.

Tom se quedó mirándola con atención, mientras ella se apartaba repentinamente para montar la mesa plegable para la cena. Acaso percibió lo que estaba pasando por el interior de ella, pues no siguió preguntando. Ella abrió la caja que Wilkinson había llevado a bordo por la tarde, y extrajo el mantel adamascado. Dos candeleros de plata impedían que el viento se lo llevara al mar.

—¿Una cena a bordo, a la luz de las velas? —preguntó Tom con satisfacción mientras la miraba poner la mesa con platos de cerámica Wedgwood, copas de cristal, cubiertos de plata y servilletas—. ¡Qué lujo!

—Es mi ajuar. Caitlin eligió la vajilla. Y las copas. Y la cubertería. Y el mantel.

—Entiendo. —Tom la observaba—. ¿Ha elegido ella también el vestido de boda? ¿Y los anillos?

Ella no pudo evitar reírse en contra de su voluntad.

—¡Venga aquí, Shannon! —Tom se echó hacia atrás y extrajo algo del bolsillo del pantalón—. ¡Deme su mano!

Ella le tendió la mano, y él deslizó el anillo con el ópalo Laguna de Tahití en su dedo anular.

—Quedamos en que se la devolvería cuando hubiera tomado una decisión.

—Tom…

Something old, something new, something borrowed, something blue. («El ópalo es antiguo, el engaste es nuevo, se lo confío, y es azul»). Si al final no se decidiera por Rob, cosa que espero que no ocurra, puede devolvérmelo cuando quiera. Pero si se pusiera de acuerdo con Rob, cosa que creo que va a suceder, y allí arriba en las montañas, junto a una fogata, sucede algo bajo la manta que les procure diversión a los dos, entonces consérvelo como anillo de compromiso.

—Tom…

—Shannon, les deseo a los dos que les pille de verdad, que se enamoren uno del otro.

—Tom, no sé qué decir.

—Entonces no diga nada. —Él estaba igual de emocionado que ella y le estrechó la mano—. Ya sabe que la entiendo incluso en una situación así. —Entonces sonrió burlonamente y le guiñó un ojo—. Además, me alegro sin reservas por haberme adelantado a Caitlin con el anillo.

Ella le dio un beso en la mejilla.

—Lo llevaré hasta que Rob llegue a San Francisco.

—Mañana mismo le telegrafiaré para que venga. Estará aquí en algunas semanas. —Tom extrajo una hoja de papel sin apenas espacios en blanco—. Lea esto.

—Mientras usted trabaja. Tengo hambre.

—¿Qué tengo que hacer?

—Abrir ostras. —Agarró el cubo y le enseñó cómo debía sujetar las conchas, mientras hacía palanca con un cuchillo largo para abrirlas—. Con tacto, y luego con fuerza. Así, ¿ve?

—Como con los ópalos. —La primera ostra se le escurrió, pero con la segunda aprendió cómo debía sujetarla mientras hacía palanca.

Mientras Shannon descorchaba una botella de champán, leyó el borrador de su telegrama a Rob. Luego colocó la botella encima de la mesa y volvió a plegar la hoja de papel.

—¿Cómo reaccionará Rob?

—¿Dicho con sinceridad y franqueza? —Tom reflexionó unos instantes—. ¡Se pondrá hecho una fiera, ya lo creo! No sabe nada de usted, no tiene ni idea de que va a tener que casarse, pero en cuanto se haya sosegado hará las maletas y se vendrá para acá.

Ella extrajo un papel doblado.

—También he escrito a Rob algunas líneas. ¿Quiere leerlas?

—Shannon, no es necesario…

—Sea bueno. —Le tendió el texto que había escrito a su vuelta de Alcatraz.

Él puso las ostras y el cuchillo a un lado para leerlo.

Al cabo de un rato alzó la vista y dijo:

—Muy amable lo que ha escrito sobre mí, gracias. Me gustaría telegrafiar su texto junto con el mío.

Ella sirvió el champán en las copas.

—Eso es justamente lo que había pensado yo.

—Estupendo. —Él cogió la copa que ella le ofrecía y brindaron. Tom brindó por ella—. Señora Conroy.

—Señor Conroy —dijo ella, bebiendo un sorbo de champán.

A continuación atacaron las ostras que Tom volvió a sorber a la manera californiana, por el lado opuesto de la concha. Arrojaban las conchas vacías por la borda entre risas.

El deslumbrante sol se hundía en un mar en llamas, y las nubes ardían por completo sobre la línea del horizonte. En un momento de calma del viento, Shannon encendió las velas.

—Un ambiente completamente mágico. —Relajado, Tom se recostó para disfrutar de la puesta de sol, mientras Shannon preparaba el siguiente plato: salmón ahumado procedente de Kodiak, con salsa de arándanos.

Cuando lo probó, Tom puso los ojos en blanco en señal de deleite.

—El salmón es de Alaska.

—¡Delicioso! ¿Tiene más?

—Tom, ¡esto solo son los entremeses!

—¡Es igual, sáquelo!

Entre risas le puso en el plato una segunda porción y se quedó mirándolo gozar de la comida. En cuanto estuvo listo retiró los platos, los apiló en el borde de la embarcación y puso nuevos platos sacándolos de su baúl del ajuar. Los bueyes de mar, que el mayordomo había comprado en un chiringuito del Fisherman’s Wharf, estaban todavía calientes. Acompañando este plato había mantequilla salada derretida y un vino blanco seco.

Tom se quedó mirando desconcertado el buey marino en su plato hasta que Shannon le mostró cómo podía abrir el caparazón para llegar a la carne tierna y de sabor dulce del cangrejo.

—¿Puedo comer con las manos? —preguntó él.

—¿Y si me empeño en que utilice los cubiertos?

—¿Para que el cangrejo salte de mi plato por la borda y se ría usted de mí a carcajadas? ¡Olvídelo!

Le dio un martillo pequeño y unas tenazas que formaban parte de la extensa cubertería de plata.

—¡Inténtelo con esto!

Los dos se divirtieron mucho manipulando entre risas los martillos y las tenazas en la mesa haciendo tintinear las copas de cristal fino al abrir los caparazones de los cangrejos que luego arrojaban por la borda. Tom siempre estaba dispuesto a secundar cualquier travesura.

Shannon retiró los platos y le puso delante un bizcocho de chocolate con cerezas con un toque de marrasquino. Tom lo saboreó, lamió la cucharita y sonrió con embeleso.

—¡Dígale a la cocinera que tiene un sabor divino!

—A la cocinera le ha llegado el recado.

—¿Ha hecho usted los bizcochos? ¡Olvide a Rob, cásese conmigo!

Shannon sonrió con gesto satisfecho.

—Ese sería un mal negocio, Tom, porque casándome con Rob, les tengo a ustedes dos. Dos por el precio de uno.

—Es verdad; no hay réplica para eso.

—¿Lo ve?

Y la tarde transcurrió así en una atmósfera relajada; los dos disfrutaron al máximo de la fiesta.

Con las últimas luces del crepúsculo, Shannon se puso en pie de un salto.

—Es el momento de fregar la vajilla.

—Puedo encargarme yo de esa tarea —se ofreció Tom, pero ella hizo un gesto negativo con las manos, agarró el primer plato y lo balanceó con desenvoltura.

—Lo mejor siempre se deja para el final.

Tom frunció las cejas.

—¿Qué pretende hacer?

—¿Qué parece que vaya a hacer? —Tomó impulso y lanzó el plato al agua, que chapoteó en la cresta de una ola y se hundió.

—¡Eh, el plato es de buena porcelana Wedgwood! —protestó Tom, simulando un enfado.

—Y así de bueno es volando también. —Shannon arrojó el siguiente plato al mar—. Se adapta realmente bien a la mano. ¿Quiere probarlo usted también?

Tom se recostó y se echó a reír con sonoras carcajadas.

El siguiente plato botó varias veces por encima del agua hasta pegar en una ola espumosa y desaparecer en las profundidades.

—Este alegre diseño floral es horrible, pero sus cualidades para volar son verdaderamente extraordinarias. —El siguiente plato voló por encima de la borda—. En memoria del Tea Party de Boston voy a bautizar esta tarde como la San Francisco China & Silver Party.

Tom no pudo permanecer tranquilo por más tiempo y participó activamente en aquella declaración personal de independencia de Shannon. Al final fue a parar al fondo del Pacífico todo su ajuar, la vajilla, la cristalería fina y la cubertería de plata que Caitlin había comprado para ella. Tom y Shannon entrechocaron sus copas con las últimas gotas de champán y arrojaron después las copas y la botella con mucho estilo por la borda.

Todavía entre risas ella levó el ancla. Mientras Tom se abrochaba el cinturón, ella izó las velas y se puso al timón para poner rumbo a San Francisco.

Poco después de las dos y media de la madrugada acompañó a Tom a su suite en el hotel Palace. Ella le abrazó cordialmente para despedirse, y él le dio un beso cariñoso en la mejilla, le retiró un mechón de la frente y le preguntó:

—¡Me gustaría tanto bailar con usted, Shannon! ¿Cuándo volverá a por mí?

Josh dirigió una rápida mirada a Ian, que se había quedado parado junto a la puerta. También a él se le veía afectado por la decisión de Tom. Tras su visita en Brandon Hall de hacía unos días, habían contado con una respuesta afirmativa de su parte.

—Brandon… —volvió a decir Tom—. Tengo hacia él el mayor de los respetos. Sus trabajos en Alaska son verdaderamente impresionantes; he echado un vistazo al desarrollo del negocio en estos últimos años. Josh… —Una amable sonrisa se dibujó en su rostro—. Le tengo mucho aprecio a usted, pero muy a pesar mío no puedo aceptar su generosa oferta.

Josh se llenó los pulmones.

—¿Por qué no, señor? ¿Ha sido por mí? ¿O por mi hermana? ¿Dijo o hizo Sissy algo que le movió a usted a irse de la fiesta tan temprano?

Tom levantó la mano.

—Por supuesto que no. Sissy es una persona maravillosa, y le deseo de todo corazón que encuentre un marido que la haga feliz.

—¿Me permite que se lo comunique?

—Con mis mejores deseos. —Tom le miró a los ojos—. Voy a ser completamente franco: tengo una oferta mejor que me gustaría aceptar. Sin embargo, las negociaciones se prolongarán algunas semanas todavía, y no sería correcto por mi parte pedirle a usted un tiempo de reflexión para darle largas y hacerle esperar. Ese no es mi estilo. La decisión se tomó anoche; de ahí que le haya llamado esta mañana a primera hora.

—¿Me permite preguntarle con quién ha cerrado el trato?

—No soy yo únicamente quien toma la decisión. En su momento se enterará usted por la prensa con quién va a cooperar Conroy Enterprises.

—Todas las demás empresas con las que usted podría colaborar en Alaska son más pequeñas que Brandon Corporation.

Tom sonrió débilmente.

—Toda otra empresa es más pequeña si se la compara con Conroy Enterprises. Incluida Brandon Corporation.

—Tyrell & Sons es más grande.

—Cierto.

—¿Está usted negociando con Caitlin Tyrell? —Ahora quedaba dicho ya.

Tom se rio.

—Caitlin no podría seguir el ritmo de ustedes. He encontrado algo diferente que me interesa.

Se quedó mirando fijamente a Tom, que tenía pinta de haber trasnochado pero parecía feliz.

—Hay sentimientos en juego, ¿verdad?

Tom le miró a los ojos:

—Sí.

—¿Se ha enamorado usted?

Tom sonrió con aire meditabundo.

—Sí, así lo podríamos llamar. Me he enamorado.

Era hora de marcharse, todo estaba dicho y hecho. Josh se levantó del sofá.

—Entonces le deseo felicidad de todo corazón, señor. ¡Que se cumplan todos sus deseos!

Tom se le acercó en su silla de ruedas, agarró la mano de él y se la estrechó.

—Le deseo lo mismo a usted. Su nombramiento como socio de Charlton es un gran paso. —Llamó al señor Portman—: Sea tan amable…

El mayordomo entregó a Tom una caja forrada de terciopelo negro, que él entregó a su vez a Josh.

—¿Me haría usted el favor de entregar este pequeño presente a Sissy?

Abrió el estuche que también estaba forrado de terciopelo por dentro.

—¡Un collar de diamantes! —exclamó en tono de sorpresa—. Señor, esto es…

—Lo apropiado para una dama como Sissy. Por favor, transmítale a su hermana mis mejores deseos.

—Así lo haré. Muchas gracias.

—¿Señor Portman? —Tom retiró de las manos enguantadas de su mayordomo un talego de terciopelo como los que se usan para guardar grandes cantidades de diamantes. En su interior parecía ocultarse un objeto estrecho con una extraña curvatura—. Y esto de aquí es para usted, señor. Espero que tenga sus alegrías con este juguete. No es fácil encontrar un regalo para alguien que ya lo posee todo.

—¿Me permite abrir el talego? —preguntó Josh con curiosidad. Al asentir Tom con la cabeza, desató los cordones, extrajo el objeto y lo contempló perplejo: una manivela de latón con un asa de madera.

Debió de mostrarse estupefacto, porque Tom se echó a reír.

—El Duryea que va con esta manivela para arrancar el motor está aparcado frente a la entrada lateral del hotel. Carrocería negra, barra de conducción de latón brillante, neumáticos con llantas de color blanco. Espero que le guste.

—No sé qué decir…

Tom sonrió con gesto satisfecho.

—Pues lo suyo sería: «¡Un regalo estupendo, Tom!».

Josh sacudió la cabeza.

—No lo entiendo. ¿Por qué hace usted esto?

—Me alegraría mucho que Conroy Enterprises y Brandon Corporation permanecieran unidas amistosamente pese a todo. Rob llegará dentro de algunas semanas, y me resulta muy importante que se entienda usted bien con él. Quizá podrían jugar juntos al polo.

—¿Por qué no?

—Usted participa también en competiciones hípicas, ¿no es cierto? Rob cabalga en Sídney y en Melbourne. —Tom respiró hondo—. Josh, le digo las cosas tal como son. Si tuviera una hija se la habría presentado a usted, pues me encantaría tenerle de yerno. Pero no tengo ninguna hija sino un hijo a quien quiero mucho y para quien solo deseo lo mejor. Me haría muy feliz que ustedes dos se llevaran bien. Conroy Enterprises no solo tiene representación en Alaska… ¿Entiende usted lo que quiero decir?

—Le entiendo perfectamente, señor.

—Llámeme Tom, se lo ruego.

—Le entiendo perfectamente, Tom. Está usted pensando en Japón, China, Hong Kong, India, Sudáfrica y Australia.

—Y en Europa. El año que viene voy a abrir una sucursal en Londres. ¿Y quién sabe? Al año siguiente quizás otra en París o en Roma. Guille y su primo Nico han mostrado también interés.

Josh no pudo menos que esbozar una sonrisa.

—¿Está usted hablando del emperador alemán y del zar de Rusia?

—Eso es, de Guillermo y de Nicolás.

—¿No contradice una cooperación de ese tipo entre la Conroy Enterprises y Brandon Corporation las negociaciones con… con quienquiera que sea?

—Yo hago negocios con quien quiero.

—¿Qué piensa Caitlin al respecto?

Tom se rio con satisfacción.

—Muy bueno ese intento, Josh. —A continuación volvió a poner un rostro serio—. No estoy negociando con Caitlin. Voy a cerrar el negocio con alguien diferente, pero que no le va a la zaga en valor y firmeza.

—Entiendo.

—Vale, entonces. ¡Vaya de una vez a por su Duryea, y dé con él una vuelta para probarlo!

No pudo menos que sonreír.

—Gracias, Tom.

—De nada, Josh.

Tom le tendió la mano.

—Nos vemos.

—Con toda seguridad. Adiós.

Portman acompañó a Josh y a Ian a la puerta. En el pasillo Ian se detuvo y le miró.

—Un Duryea. Un lindo juguete.

—Cierto.

—¿Con quién está negociando?

—Ni idea. Ha tomado una decisión, pero está esperando todavía la decisión de alguien más.

—¿Rob?

—No —contestó—. Bueno, Ian, vamos al bar, necesito un café.

Su amigo le siguió hasta el ascensor, y los dos descendieron al vestíbulo. El bar estaba a reventar de gente por todas partes; la víspera había arribado a puerto un barco procedente de Alaska, y al parecer los buscadores de oro que regresaban del Yukon pagaban sus bebidas con polvo de oro.

—Una horda de cheechakos que quieren buscar oro —dijo Ian—. Siéntate en el vestíbulo, pediré yo dos cafés en la barra.

—Para mí un capuchino con amaretto.

—¿Qué es eso?

—Ya lo verás.

—Regreso enseguida.

Ian se abrió paso hacia el interior del atiborrado bar a través de las hileras de curiosos, y Josh se dirigió al vestíbulo para sentarse junto a la ventana con el Chronicle. Pasó las hojas del periódico y leyó un artículo de Jack London, un joven aventurero a quien había conocido hacía algunos meses en mitad de la naturaleza indómita, a orillas del Yukon. Jack no había encontrado oro y había regresado a San Francisco con una ilusión menos en el equipaje. Al parecer se estaba abriendo camino ahora como periodista.

Al cabo de unos minutos regresó Ian con una bandeja.

—En el bar impera el estado de excepción.

Tomó de la bandeja una taza y una copita.

—¿Y eso?

Ian se dejó caer en el sillón que estaba a su lado.

—Han encontrado oro en Nome. Los hombres enseñan sus pepitas por todas partes.

—¡Ah!

—Unos cien dólares por pepita. Los pedazos yacen esparcidos por las orillas, solo hay que levantarlos del suelo. Por lo visto, los títulos de propiedad se están convirtiendo en un negocio muy lucrativo.

—Hummm.

—¿No hay demanda?

—Ian, ahora es tu trabajo. Serás tú quien parta en unos pocos días hacia Alaska, no yo. Habla con él, y compra títulos de propiedad si lo consideras apropiado.

Su amigo bebió un sorbo de su capuchino, removió la cucharita en la taza, probó la espuma de leche y no dijo ni una palabra.

Josh echó mano a sus Chesterfield, pero la cajetilla estaba vacía. Hizo una bola con ella y la arrojó encima de la mesa. Sin decir nada, Ian se puso en pie de un salto, se acercó al portal y salió del hotel. A través de la ventana vio a Ian comprarle una cajetilla de Chesterfield al anunciante callejero y luego regresar al hotel. Ian se la arrojó y volvió a sentarse a su lado.

—Gracias. —Se encendió un cigarrillo y dio una larga calada.

Ian bebió un sorbo de su amaretto.

—Verdaderamente delicioso —dijo—. Creo que me llevaré una caja a Alaska.

—Hazlo —murmuró Josh, ensimismado.

—¿De qué conoces el amaretto?

»Por ella —dijo Ian, observando a través de la ventana al anunciante callejero que estaba explicando a una horda de cheechakos cómo se llegaba al almacén de Tyrell & Sons en el puerto, en donde iban a equiparse para una nueva estampida hacia Alaska. La noticia de los nuevos hallazgos de oro se estaba expandiendo al parecer como un reguero de pólvora. Vació su copita y añadió—: Josh, si quieres hablar de eso…

—No.

—Josh, hemos hecho todo lo posible para encontrarla.

Josh no respondió. Ian expulsó lentamente el aire de sus pulmones y dijo:

—Ve a ver tu nuevo juguete, pruébalo, y piensa en otros asuntos.

Josh asintió con la cabeza sin pronunciar palabra.

—No estás bien, Josh —prosiguió Ian—. No te había visto nunca así de desesperado. Escucha, puedo retrasar unos días mi partida hacia Valdez y quedarme contigo…

—No. Ya me las arreglaré.

Ian permaneció en silencio un rato, al cabo del cual preguntó:

—¿Deseas estar a solas?

«Deja que me quede aquí sentado un rato», pensó Josh. «Deja que me quede aquí pensando».

—Entonces me iré ahora al despacho. Todavía hay muchas cosas por hacer antes de largarme de nuevo a tierras salvajes. —Ian se puso en pie de un salto—. ¿Nos vemos esta noche?

Josh asintió con la cabeza.

—¿B & B?

—Yo llevaré las cervezas. Y la comida, de Chinatown.

—Esas son palabras mayores. Hasta la noche, Josh.

Nada más quedarse solo le sobrevino de nuevo la tristeza callada. La nostalgia de ella le cortaba el aliento cada vez que pensaba en ella. Y pensaba frecuentemente en ella, casi a todas horas. Al despedirse, ella había dejado algo al marcharse, un leve dolor que no se le iba y que en los últimos días se había ido intensificando al buscarla con tanta desesperación.

Un camarero vino a llevarse las tazas, y él pidió otro capuchino con amaretto para quedarse un poco más allí sentado y soñar con ella. Era un disparate, lo sabía muy bien, pero era bonito revivir en su imaginación la sensación de tocarla, de abrazarla y de besarla, sentir de nuevo la excitación que se había desatado en él, la pasión, el deseo de más.

Finalmente apuró su amaretto, dejó un billete encima de la mesa y se dirigió al portal. Frente a la puerta de cristal sacó las gafas de sol y se las puso porque le deslumbró la intensidad de la luz del sol. Saludó con la cabeza al anunciante callejero que seguía rodeado de cheechakos muy animados, y se dirigió a la calle lateral en la que estaba aparcado el Duryea. Estaba a punto de doblar la esquina cuando de pronto oyó pasos a su espalda.

—¡Espere, un momento, señor!

Se volvió y se quitó las gafas de sol. Tenía enfrente al anunciante callejero, que se llevó la mano a la gorra.

—¡Buenos días, señor! —dijo el hombre, jadeando y sin aliento porque había corrido con todo su pesado equipamiento encima—. Tengo algo para usted, señor.

Él extrajo un puñado de monedas para un paquete de Chesterfield, pero el anunciante callejero hizo un gesto negativo con las manos.

—No son cigarrillos. Lo que tengo para usted es una carta.

—Una… —Se interrumpió—. ¿De ella?

El anunciante callejero asintió con la cabeza. Daba la impresión de estar aliviado, como si se alegrara de haberse topado con Josh.

—Sí, señor. Hace cuatro días me entregó una carta para usted, pero ayer por la tarde me pidió que se la devolviera y la rompió. Se puso muy triste cuando le dije que no había tenido oportunidad de entregarle la carta a usted.

Su corazón se desplomó.

—¿Dice que la rompió?

—Sí, señor. Pero yo lo sentí mucho porque era una carta muy bonita. —El anunciante callejero extrajo del bolsillo el envoltorio de papel de una chocolatina, lo desplegó y se lo entregó.

Miró, desconcertado, el papel de la compañía chocolatera Ghirardelli con sede en la plaza Ghirardelli de San Francisco.

—En el dorso, señor. —Giró el papel. Sus manos comenzaron a temblar, su corazón se puso a latir salvajemente, y perdió la razón.

»Esa es mi letra, señor —dijo el anunciante callejero—. La señora rompió en pedazos su carta, pero yo pensé que a usted le gustaría saber qué figuraba escrito en ella. Me sabía la carta de memoria…

—¿Sabe usted quién es ella? —le interrumpió Josh, hecho un manojo de nervios.

—No, señor, lo siento.

—¿Y ella rompió en pedazos su carta?

—Estaba muy triste porque pensó que no volvería a verle a usted. Ella… bueno, creo que se puso a llorar.

—¿Y cuándo fue eso?

—Ayer a primera hora de la tarde.

Expulsó el aire lentamente de sus pulmones.

—Le estoy muy agradecido, señor…

—Llámeme solamente Hamish, señor.

—Gracias, Hamish. —Su voz sonó ronca de la agitación que sentía en su interior.

—Lo he hecho con mucho gusto, señor. Me pareció muy romántico.

Él asintió con la cabeza, todavía como si estuviera atontado.

Regresó al vestíbulo sintiendo una blandura en las rodillas. Se dejó caer en un sillón de piel y alisó el papel de la chocolatina en sus piernas.

Estimado señor:

He intentado olvidarle un centenar de veces, y un centenar de veces he vuelto a acordarme de usted. Quiero pedirle disculpas, no por el beso que ambos disfrutamos con fruición, sino por mi huida precipitada ante mis propios sentimientos. Y ante los suyos que me parecieron grandiosos. Al despedirnos expresó usted la esperanza de que pudiéramos tropezar el uno con el otro algún día. Si desea que nos demos una segunda oportunidad, entonces conteste por esta misma vía. Yo recibiré su nota.

Atentamente, S.

Se le cayó la carta al suelo, embargado como estaba por la emoción. Aunque no era la letra de ella podía percibir lo que había sentido al escribir esas líneas: un deseo de amor y una esperanza de felicidad.

Leyó la carta una segunda vez y siguió pareciéndole increíble todo aquello. Una oleada de felicidad desgarró su interior. No la había perdido. Volvería a verla.

Leyó una tercera y una cuarta vez la carta, como si estuviera embriagado.

«¿Quién eres? ¿Y dónde estás?».

Las manos le seguían temblando cuando sacó la estilográfica y se puso a buscar un trozo de papel en los bolsillos. Nada. Miró en el vestíbulo a ver si encontraba un pliego de papel, pero no pudo encontrar ninguno.

Tomando una decisión rápida volcó los cigarrillos en el bolsillo de su americana y desplegó el envoltorio del paquete de Chesterfield hasta convertirlo en una superficie para escribir. Desenroscó la estilográfica. ¿Qué escribir, y cómo dirigirse a ella? Sus ojos fueron a parar a la carta de ella. Compañía chocolatera Ghirardelli. ¡Sí, ahí lo tenía! Con una letra diminuta redactó su carta sobre el envoltorio de los cigarrillos:

Estimada señorita Ghirardelli:

Tampoco yo puedo olvidarla a usted. El beso de despedida fue grandioso, y no hay ningún motivo por el que debiera usted disculparse por haberme deparado un regalo tan increíblemente hermoso. Me sigue afectando todavía muy profundamente la desesperación de usted por tener que dejarme en aquel momento. Así es como me la imagino cuando la recuerdo: con lágrimas en los ojos. Sin embargo, me gustaría tener otro recuerdo de usted en mi corazón: en el delirio del amor, con los corazones ardientes y una risa de felicidad en los labios.

Creo en el amor a primera vista, en los pensamientos que solo valen para la persona amada, y en los días de embriaguez por el enamoramiento en los que nos convertimos en la burla de nuestros mejores amigos. Soy muy feliz de tener a un amigo que me soporta en este estado de agitación y que en los últimos días me ha ayudado a buscarla.

Sé que usted rompió la carta que me había dirigido, y eso me entristece. Sus lágrimas me animan, no obstante, a escribirle. Deme… ¡Démonos una segunda oportunidad!

Le saluda atentamente, J.

El envoltorio de los cigarrillos rebosaba de sus sentimientos. Leyó la carta otra vez, luego la plegó y salió a la calle en dirección al anunciante callejero.

—Hamish, ¿sería usted tan amable de entregarle esta carta?

—Por supuesto, señor. —Quiso ponerle un billete en la mano, pero Hamish lo rechazó—. ¡No, señor, no es necesario! ¿Me permite leer la carta en lugar de eso?

No pudo menos que sonreír.

—¡Adelante!

Hamish desplegó el envoltorio de los cigarrillos y se puso a leer. Josh observaba atento sus reacciones. Finalmente el anunciante callejero levantó la vista y sus ojos resplandecieron.

—¡Genial!

—¿Le parece que he encontrado las palabras correctas?

—Ya lo creo que sí —le aseguró Hamish, guardándose la carta—. Espero de verdad que ustedes dos vuelvan a encontrarse.

Josh asintió con la cabeza.

—Eso es lo que espero yo también de todo corazón.