6

Agarró con ambas manos los barrotes oxidados de la ventanita de su celda. A pesar del esfuerzo de estar de puntillas sobre el borde del retrete, y a pesar de los dolorosos calambres en sus piernas, disfrutó de las vistas al mar. Veía San Francisco al otro lado de la bahía que destellaba a la luz de la mañana. Se acercaba una embarcación desde los muelles. Presumiblemente traería a un prisionero, pero quizá también a un visitante, si bien estos no solían frecuentar Alcatraz.

Unos pasos de alguien que se acercaba resonaron por el suelo de hormigón del pasillo. Se bajó del retrete.

El capitán Myles se detuvo ante la reja de la celda que contenía una cama con una manta de lana, una mesa con una silla, y un estante por encima del lavamanos. No era precisamente ninguna suite del hotel Palace, pero era una buena celda. Cumplía su función. Deprimía al preso de tal modo que dejaba de malgastar sus pensamientos en una fuga. El capitán le saludó con un gesto gallardo con la cabeza. Llevaba en la mano una nota de papel doblada.

—¿Comandante Tyrell? Buenos días, señor.

—Buenos días, capitán. ¿Qué novedades hay?

—El correo, señor.

«Santo cielo», pensó Aidan, «todas las mañanas hace como si me trajera una pila de cartas».

—¿Es de mi familia?

—No, señor. Es un telegrama. De Washington. —El capitán Myles le tendió el papel a través de la reja sin mirarle.

Se quedó de piedra. Así pues, la respuesta era un «no». Se sintió incapaz de moverse.

Al no acercarse a la reja, el capitán retiró la mano.

—Lo lamento, señor, pero… —Por fin le dirigió la mirada—. Lo siento, se lo digo con sinceridad. Se mantiene la sentencia. Cadena perpetua.

«Cadena perpetua. ¿Cuánto tiempo era eso en realidad?», se preguntó. Su vida había llegado ahora ya a su fin. La parte que merecía ser vivida, llena de amor y de felicidad, había quedado relegada al pasado. El futuro solo era una espera indigna del final. Sentía desesperación por lo que había sucedido y tristeza por lo que había perdido. Y soledad, que era más fría que los húmedos muros de Alcatraz.

«No pueden hacerme nada más que esa sentencia», pensó con tristeza. Le habían quitado todo. Su honor como oficial y caballero, su libertad y su amor. No volvería a ver a Claire, no volvería a escuchar su risa, con ella no volvería a…

—¿Señor? —El capitán golpeó con su anillo de West Point contra los barrotes; por lo visto había intentado varias veces llamar su atención sin éxito—. ¿Comandante Tyrell?

Aidan levantó la mirada y respiró profundamente.

—¿Se encuentra usted bien? —preguntó el capitán en un tono compasivo.

Él asintió con la cabeza sin pronunciar palabra. Echaba tanto de menos a Claire que le dolía todo el cuerpo.

—Hay algo más, señor. Una joven viene de camino hacia aquí. —El corazón de Aidan se puso a palpitar con fuerza.

—¿La señorita Claire Sasson?

—No, señor. —El capitán negó con la cabeza con gesto compasivo. Sabía que Aidan y Claire estaban prometidos—. La señorita Shannon O’Hara Tyrell está a punto de llegar al muelle. Venga usted hasta la reja, señor. Le conduciré a la sala de visitas.

«¿Había regresado Shannon?». Aidan la había admirado por su valentía, por su lucha por la libertad, por haber dejado todo atrás y haberse marchado simplemente con un puñado de dólares en el bolsillo, menos de lo que llevaba Caitlin consigo el día que arribó al puerto de Nueva York.

La firme resolución de Shannon había dado alas a Aidan para quitarse el uniforme y declarar a su padre el amor que sentía por Claire. Se pelearon. Aidan reunió sus cosas y llamó a la puerta del despacho para despedirse. «¿Padre? ¿Puedo hablar con usted, señor?». Pero este ni siquiera alzó la vista cuando Aidan entró en el cuarto. Aquella conducta irreconciliable le conmocionó. Al igual que Caitlin, su padre no había podido tolerar la deshonra de la familia y de la empresa. Aquel día Aidan perdió a un padre, y este perdió a un hijo para quien habían existido grandes planes. No se trataba de que su padre no hubiera estado nunca por él, ni tampoco que jamás se hubiera sentido protegido dentro de la familia, pero no tener a nadie que se preocupara de uno, no tener a nadie que le quisiera, estar completamente solo en una roca en el mar, eso era muy difícil de soportar.

Aidan respiró profundamente. ¿Por qué habría regresado Shannon al cabo de cuatro años? ¿No había supuesto Skip por el tono de sus cartas que ella no volvería nunca más a casa?

Con un aire aturdido se acercó a la reja que el capitán Myles abrió produciendo un ruido metálico con su manojo de llaves, y se puso a un lado. Permaneció de pie sin moverse para que un guardia le pusiera las cadenas. Los grilletes le quedaron muy ceñidos en torno a la pernera de su traje de presidiario. Tener que presentarse delante de Shannon con esposas y grilletes era muy humillante. No, ya no quedaban muchas más cosas que pudieran hacerle.

Ella lo esperaba en la sala de visitas. Al levantarse de su taburete para saludar a Aidan puso la mano en la reja que estaba entre ellos.

—Hola, hermano mayor —dijo ella con tristeza.

—Hola, hermana pequeña.

Ella sonrió, pero sus ojos tenían una expresión apagada, sin brillo.

—Gracias por venir —dijo Aidan, y se tragó el amargo «gracias por ponerte de mi parte» porque no quería causarle daño. Era asombroso que le hubieran dado un permiso de visita, no solo el ejército sino también Caitlin.

—Me habría gustado venir antes. —Tenía la mano todavía en la reja como si estuviera esperando una reacción de él, así que él se limpió en el pantalón los dedos sucios del óxido de los barrotes y puso su mano sobre la de ella. Era extraño aquel roce. No habían hecho nunca nada igual, pero era bonito y consolador.

—¡Tienen media hora! —les advirtió en un seco tono militar un teniente que permaneció cerca de ellos.

La mirada de Shannon recayó en las esposas de él.

—Por favor, quítele a mi hermano las esposas, teniente.

—Son las normas, señora —dijo con voz gangosa.

Ella asintió lentamente con la cabeza, luego miró a su hermano a través de la reja.

—¿Cómo te va? Pareces triste.

—He recibido un telegrama de Washington hace un cuarto de hora. Pasaré el resto de mi vida en esta roca.

Conmovida, preguntó ella:

—¿Qué ha sucedido?

—Pregúntaselo a tu padre.

Una pequeña arruga se formó entre las cejas de ella.

—¿No era también tu padre?

Él resopló. Quizá sus palabras habían sonado en un tono muy amargo, el caso es que ella introdujo los dedos a través del enrejado para tocarle. Él no retiró la mano.

—¿Todavía no lo sabes? —preguntó ella perpleja—. ¿No te lo han dicho?

—¿El qué?

Shannon no respondió enseguida. Puso una mirada sombría.

—No sé cómo decírtelo sin que te duela…

—¿El qué, Shannon?

—Aidan… —Tocó la mano de él—. Papá ha muerto.

De repente asomaron las lágrimas a sus ojos, y se le hizo un nudo en la garganta.

—¿Qué dices?

—Murió en Navidades, de un ataque de apoplejía.

Aidan tuvo que llenarse los pulmones antes de poder decir nada.

—¿Estuviste presente?

—No, Aidan. Murió pocas horas antes de mi llegada a San Francisco. —Shannon le acariciaba suavemente, tratando de consolarle.

—Nos peleamos —dijo él con la voz quebrada.

—Lo sé, Aidan.

—Nos separamos sin habernos reconciliado…

—¡Chsss!

—… y ahora está muerto. —No pudo reprimir más sus sentimientos, y también Shannon sintió que le resbalaba una lágrima por la mejilla. Esperó pacientemente hasta que él se hubo serenado de nuevo.

—Aidan, ¿qué es lo que ocurrió entre vosotros?

Él le dirigió una mirada fulminante.

—¿No te ha contado nada Lady Macbeth?

—Conozco hasta el último dólar las repercusiones de tu proceso en el desarrollo del negocio. Y también conozco muy bien los comentarios despectivos de todos los tíos, hermanos y primos.

Él se rio, y su risa sonó a ofensa y a mucha amargura.

Shannon le miró de arriba abajo con suma atención.

—Pero quiero saber por ti lo que sucedió. Si quieres hablar de ello…

Él titubeó unos instantes, pero su silencio pareció no intranquilizarla. Acaso percibía con claridad la lucha interior que se estaba desatando en su hermano.

—Ahora estoy aquí, Aidan —dijo ella con tanta suavidad y cordialidad que él tuvo que batallar de nuevo con las lágrimas—. No sé si volveré a obtener nunca más un permiso de visita, ni cuándo…

—¡Veinte minutos, señor! —anunció el teniente.

Aidan se encomendó a Shannon quien, de pronto, ya no era su hermana pequeña, sino su gran hermana. Ella no comentaba ni juzgaba nada y, sencillamente, le dejaba hablar. Él le habló de la guerra contra España, en la que se disputó la hegemonía sobre Cuba y las Filipinas. Mientras Hearst, con sus titulares, inducía a Estados Unidos a la guerra para aumentar las tiradas de sus periódicos con informes aterradores del frente, Caitlin se preparaba tras el desembarco de las tropas norteamericanas para la batalla por la hegemonía en el comercio internacional. Ni siquiera a Charlton le arredró ganar dinero manchándose las manos con sangre.

—La guerra es un negocio sucio —dijo él—. Millones de dólares, millares de soldados… En comparación con los beneficios posibles, la cifra de pérdidas resulta escasa. Nuestro primo Rory, que iba para candidato al Senado y que ahora será sustituido por Eoghan, cayó en Cuba. Un héroe. El otro, el fracasado, el cobarde que sigue con vida porque no conoce la moral ni el honor, soy yo…

—Solicitaste la baja el día que recibiste la orden de movilización para las Filipinas. Esa decisión te costó tu honor como oficial y caballero. Te peleaste con papá, y al final te condenaron a cadena perpetua.

—¿Te ha dicho Caitlin por qué tomé esa decisión?

Shannon asintió con la cabeza.

—Pude percibir entre líneas la palabra «cobardía». Y el tono con el que habló era de desprecio.

Aidan negó con la cabeza.

—¿Tú crees que soy un cobarde?

—¿Crees que estaría aquí entonces para ayudarte?

—No —confesó él en voz baja.

—Pues sí. —Al mirarla él con ademán de sorpresa, dijo—: También habría venido en ese caso.

Él bajó la vista avergonzado.

Shannon rozó la punta de los dedos de él.

—¿Qué sucedió?

—Yo estaba en contra de que Cuba o las Filipinas se convirtieran en colonias norteamericanas. O que los Estados Unidos de América, tal como reclaman los amigos de partido de Eoghan, se conviertan en la potencia mundial hegemónica. Pero la bandera ya estaba izada, se había entonado ya el himno y se había puesto en marcha, imparable, la maquinaria de la guerra, con gran estrépito de sables y el chirrido de las piezas de artillería.

—Es muy difícil ponerse en contra, pero tú lo hiciste, Aidan. Tú le recordaste al presidente norteamericano la declaración de independencia y sus principios, que el poder legítimo solo emana únicamente del beneplácito de los gobernados. Te rebelaste contra Caitlin. E hiciste frente a papá hasta que los dos os peleasteis. Interviniste en favor de tus ideales, de tu fe, de tu conciencia. ¿Cómo puedes pensar que iba a tenerte por un cobarde?

—Perdona, Shannon, tan solo soy…

—Está bien, no pasa nada.

Deseaba tanto que ella le entendiera.

—El imperialismo norteamericano y la extensión de nuestra soberanía a otras naciones significa para mí una adulteración de los ideales de nuestra nación, que es el país de la libertad y la patria de los valientes. Eso significa la profanación de un Estado que me procura una libertad que no encuentro en ningún otro lugar del mundo y que los patriotas del «bravo, ya tenemos guerra» han pisoteado a fondo sumiéndola en el polvo, con setenta y cinco mil hombres en las Filipinas —dijo Aidan con todo convencimiento, y entre esos patriotas incluyó también al corajudo de la nación, al vicepresidente Teddy Roosevelt, bajo cuyas órdenes había caído Rory en la isla española de Cuba—. En mi opinión, el sueño norteamericano no consiste únicamente en eso que Caitlin llevó a cabo en California mediante un duro trabajo y una fuerza de voluntad inquebrantable, eso que no habría conseguido nunca en Irlanda: convertirse en una de las mujeres más ricas del mundo partiendo de no tener ni un centavo en los bolsillos. Ese sueño consiste para mí también en los principios de la declaración de independencia, en la búsqueda de la libertad y en el afán de felicidad. Este sueño de Estados Unidos, tal como se creó en su día, ese sueño en el que yo creo, ¡no debe ser sacrificado a ningún interés de poder, aunque se trate del interés de mi propia familia!

Shannon sonrió con ganas.

—¡Un magnífico discurso! Deberías ser tú el candidato al Senado, no Eoghan.

—¿Dirigirás tú mi campaña electoral? Cuando sea presidente, te nombraré mi vicepresidente.

—Para ello tendrías que modificar la Constitución e introducir el derecho de voto para las mujeres. ¿Cómo voy a poder votarte si no?

Aidan agradecía a su hermana que hubiera conseguido relajar la tensión de aquella conversación.

Shannon se quedó mirándolo con atención.

—¿Te sientes mejor ahora?

Él introdujo las puntas de sus dedos por entre las rejas y tocó la mano de ella.

—Estoy contento de que hayas venido.

—Yo también —confesó ella—. Para ser sincera, tenía miedo porque no sabía cómo reaccionarías. Cuando éramos niños… —Se cortó y de pronto parecía confundida.

—¿Qué?

Ella bajó la vista, avergonzada.

—¡Bah, no es nada!

—¡Vamos, dilo!

—Cuando éramos niños, no hacíamos… buenas migas.

Aidan asintió con la cabeza. No tuvo ninguna relación amistosa con ninguno de sus hermanos ni de sus primos. Siempre andaba a la greña con su hermano mayor, y Colin ganaba siempre las peleas, igual que las carreras de bicicleta por Presidio Forest o en las competiciones de vela por la bahía. Colin había dañado su embarcación y esta se hundió, y Aidan estuvo a punto de ahogarse y le tuvieron que poner veinticinco puntos de sutura. La presión de su padre para contemplar la vida como una lucha continua, para medirse y ponerse a prueba, había fomentado la rivalidad en la familia. Aidan puso los labios en punta.

—Fui un horrendo hermano mayor, ¿verdad?

Ella sonrió con gesto satisfecho.

—Eras terrible, sencillamente insoportable. ¡Y tus frasecitas estúpidas! ¡Cómo las odiaba!

—¡Ay! —exclamó Aidan.

Él se acordaba todavía de su frasecita alegre con la que ayudó a Shannon a subir a bordo después de que él y Colin la empujaran al agua por la borda entre risas. «¿Sabes qué es aún peor que dos hermanos mayores?», había preguntado él como si quisiera consolarla; pero entonces lo soltó igual que se suelta un chiste: «Una hermana pequeña». Con ello había conseguido ofenderla, pero ella no lloró, ni ese día ni ningún otro, daba igual la fuerza con la que la golpeaban o la magnitud de la ofensa de las frases.

—¡Ay! —exclamó también Shannon para hacerle ver claro lo herida que se había sentido, pero lo hizo con una sonrisa.

«Sí, se habían hecho bastante daño de niños», pensó él. Pero ¿por qué ella? Él a ella. Porque la consideraba la más débil, pero quizá no lo fue nunca. Con dos hermanos mayores, Shannon tuvo que tragar muchas cosas.

Aidan acarició los dedos de ella.

—Lo siento.

—Está bien, de eso hace ya mucho tiempo. —Shannon le miró como dándole ánimos—. Miremos hacia delante: ¿cómo te sacamos de Alcatraz para llevarte a la Casa Blanca?

—Eso es imposible.

—Taché la palabra «imposible» de mi diccionario cuando me fui de San Francisco. Eres el nieto de Caitlin Tyrell. —Shannon parecía decidida a todo—. Tiene que ser posible sacarte de esta roca.

—Quizás esté aquí precisamente por eso, porque soy nieto de Caitlin.

—No entiendo eso.

—Yo tampoco, créeme.

—Aidan, estar a favor de todo lo que es sagrado para esta nación no puede interpretarse como alta traición. Y que te decidieras contra la guerra y a favor de tu prometida Claire no justifica ninguna condena a cadena perpetua en el islote de Alcatraz, la prisión militar más temida de Estados Unidos. Esa condena no es justa. ¿Qué sucedió realmente?

—No lo sé —confesó Aidan con resignación—. Caitlin afirma que los Brandon intrigaron en mi contra.

—¿Te crees tú eso?

—Yo ya no sé qué creer. Quizá no le convenían a Charlton mis relaciones amorosas con Claire. Su padre posee grandes plantaciones de caña de azúcar en Hawái. Nathaniel Sasson, el gran mogol de la industria del azúcar en California, extiende también sus dedos hacia las Filipinas. Pese a que él es judío y ella, católica, Caitlin y Nathaniel poseen unas similitudes asombrosas. Los une su sincera adhesión al poder del dinero. Si Claire se hubiera casado conmigo, su padre la habría eliminado del testamento.

—¿Por qué habría de importarle a Charlton un compromiso matrimonial que Caitlin nunca aceptó?

—Iba a casarme con ella sin tener la bendición de Caitlin.

—Un motivo para Caitlin para dar un manotazo en la mesa por temor a un escándalo. Un motivo para papá para echarte un buen sermón, pero no veo que existan motivos para que Charlton intrigue contra ti. Eso es absurdo.

—No sé lo que sucedió. Caitlin se niega a contestar mis cartas.

—Voy a escribir a Washington solicitando una inspección de tu acta procesal y de tu…

—¡No, Shannon, olvídalo! Yo ya lo he intentado todo. El telegrama de Washington ha llegado hace media hora. No habrá revisión del proceso, la sentencia es firme. Pasaré el resto de mi vida en Alcatraz.

—Me da tanta pena —dijo ella llena de compasión—. Si puedo hacer alguna cosa por ti…

—Ven a verme de vez en cuando.

—¡Lo haré, Aidan! Vendré con la frecuencia que pueda. E iré a ver a Claire.

—¿Harías eso? —preguntó él con emoción.

—¿Qué te parece si le compro un ramo de rosas rojas, como un pequeño obsequio de tu parte? Escribiré una postal también y le diré que el texto es tuyo.

Sonaron las cadenas al llevarse la mano a la boca. Le escocían los ojos.

—No sé qué…

—No tienes que decir nada. Cuando venga la próxima vez te traeré una carta de Claire o a ella misma.

Él ocultó el rostro entre las manos. Sintió una opresión en el corazón, y no pudo menos que echarse a llorar. Pero no se avergonzó de sus lágrimas.

Shannon introdujo los dedos a través del enrejado, pero no pudo alcanzarle.

—¡Chsss! Dame tu mano, Aidan.

Él se enjugó las lágrimas y le tendió la mano.

—Sé lo solo que te sientes —dijo ella, y regresó a sus ojos esa tristeza que lo había conmovido antes con tanta fuerza.

El teniente carraspeó desconcertado.

—¡Quedan cinco minutos, señor… señora! —Inclinó la cabeza ante Shannon con todo respeto.

—¿Y qué tal te van las cosas? —preguntó Aidan a su hermana.

Ella bajó la mirada como reflexionando qué podía contarle. Luego dirigió la mirada hacia él.

—Me he enamorado.

—¿Cuándo?

—Hace cuatro días.

—¡Me alegro mucho por ti! ¿Quién es él?

—No tengo ni idea —confesó Shannon. Informó a Aidan sobre Tom y sobre Rob, y le habló del misterioso desconocido y de la nota que escribió en el envoltorio de la chocolatina—. Todos los días pregunto por él al anunciante callejero, pero… —Se interrumpió con un aire de decepción, de tristeza.

—… él no contesta —completó Aidan la frase con emoción.

Le hacía bien a ella confiarle aquello a pesar de no haber mantenido nunca con él una estrecha relación fraternal. Con Skip, después de su crisis, no había podido hablar con franqueza. Imaginar que ella podría casarse con Rob, e irse a Sídney o a Ciudad del Cabo en calidad de señora Conroy, y que podría irse de su lado para siempre asustaba a Skip mucho más de lo que era capaz de admitir. Ella suspiró.

—Todavía no ha recibido mi nota. No sé si la leerá alguna vez. Y no tengo ni idea de cómo encontrarle. Le he buscado por todo el Distrito Financiero… y nada.

—Lo siento.

—Gracias, Aidan. Estoy contenta de que reacciones de un modo distinto a Caitlin.

Aidan apoyó la barbilla sobre las manos juntas, haciendo sonar las cadenas en sus brazos.

—¿Cómo reaccionó? —Se rio cuando vio a Shannon poner los ojos en blanco—. ¡Cuéntame!

—Me notó que había sucedido algo. Ayer, después de la cena, me preguntó cómo iban progresando las conversaciones con Tom. Y que si había hablado con él acerca de que Rob tendrá que convertirse al catolicismo.

Aidan sonrió burlonamente.

—Aunque sea sin el certificado de «solo auténtico si es católico-irlandés». ¿Y qué pasó?

—Le dije que dejaba a Rob que decidiera por sí mismo si iba a convertirse o no.

—Y ella quedó decepcionada en extremo de ti —supuso Aidan.

—Ella no puede disponer de mí como si le perteneciera. No tiene ningún derecho a ello.

—Se lo toma.

—Y yo se lo prohíbo. Es mi vida.

—¿Qué tal os lleváis las dos?

—Con una mano tendida para la reconciliación y la otra sobre el Colt cargado y sin el seguro puesto.

—¡Oh, estupendamente entonces!

—Sabe que acierto cuando disparo. Y sabe también que me iré del palacio si me sigue atosigando. Sin embargo, ella quiere evitar ese escándalo, no solo por el negocio con Tom Conroy.

Aidan expulsó el aire lentamente.

—¿Y qué harás ahora?

—Esta noche escribiré una respuesta a Tom.

—¿Y cuál será?

Ella solo dijo una palabra.