5

Ya mientras Shannon conducía el Duryea junto al bordillo de la acera para aparcar delante del hotel, iba mirando al mismo tiempo por si veía al anunciante callejero del día anterior; sin embargo, no había ni rastro de él. Eran poco más de las cinco, aún quedaba mucho tiempo hasta la cena con Tom. Se bajó del coche y caminó hasta la entrada. Una y otra vez dirigía la vista en todas direcciones, pero él no le salía al encuentro con una sonrisa radiante, ni le tendía el bastón con un guiño de ojos para que tropezara otra vez, para que él la volviera a invitar a tomar un café, para que los dos pudieran hacerlo mejor que la primera vez. Durante un cuarto de hora recorrió la acera de un lado a otro, pero él no aparecía.

«¿Se ha tratado tan solo de un sueño lleno de esperanzas y buenos deseos?», se preguntó decepcionada. Sí, quizá, pero ese sueño era demasiado hermoso como para no soñarlo hasta el final. Desde que se separó de Marcantonio no había vuelto a estar con ningún hombre, y no porque le hubieran faltado las ocasiones. A una mujer atractiva no le resultaba difícil encontrar un hombre para la cama; con Marcantonio no había sido diferente. Ella no deseaba eso, pero echaba de menos la pasión con la que la habían amado en Roma.

Respiró profundamente y entró en el hotel. Él no estaba en el vestíbulo. ¿Y en el bar? Pidió al camarero un capuchino con amaretto. «Sí, por supuesto, el camarero se acordaba de ella. Sí, y también del caballero con el que estuvo ella allí ayer. No, no lo conocía, y tampoco sabía si había estado otra vez allí. Disculpe, señora».

Eran poco más de las seis. Una y otra vez volvía la cabeza en una y otra dirección, con nostalgia, mientras pensaba en la conversación que mantuvieron los dos. Un cuarto de hora más, un segundo capuchino, otro cuarto de hora, otro capuchino, pero él no aparecía. Poco antes de las siete, Shannon deslizó un billete de un dólar por debajo de la taza vacía y regresó al vestíbulo. Se habían besado justo aquí, frente al ascensor. Una sensación cálida recorrió su cuerpo al recordar cómo los labios de él habían rozado los suyos y cómo él había intentado abrazarla y retenerla.

Estaba esperando al ascensor. «El mozo había visto el beso. La había llevado arriba y luego otra vez abajo. ¿Se acordaría todavía?». Sin embargo, era otro mozo, así que salió de nuevo a la calle. Quedaban unos pocos minutos para las siete. Él no aparecía. Regresó al vestíbulo.

Estuvo a punto de toparse con Tom en el camino. Le habían venido a buscar para la invitación a la cena. Ella pudo esconderse justo a tiempo en un sillón que estaba junto a la ventana, detrás de una columna. El señor Portman empujaba la silla de ruedas por el vestíbulo. Un hombre joven ayudó a descender a Tom por los peldaños de la escalera para alcanzar la acera en donde le esperaba un coche. Shannon espió disimuladamente por la ventana. Tom no pudo pasar por alto el Duryea rojo; arrugando la frente se volvió a mirar el automóvil. El Landauer arrancó, giró en Market Street trazando una curva amplia y se alejó de allí.

¿Adónde iría Tom? A Nob Hill. Charlton celebraba su cumpleaños, y Tom estaba invitado. Por lo visto andaba en tratos también con los Brandon. Hacía años que Shannon no veía a Sissy; la última vez fue cuando su hermano participó en una competición de polo. Josh y ella se habían visto solo de lejos en el terreno de juego. Él vestía unos pantalones, botas de polo, llevaba casco y stick. Sissy, saltándose el protocolo no escrito entre los Tyrell y los Brandon, que no mantenían ninguna relación social entre ellos, se acercó a tan solo unos pasos de distancia de Shannon. Sissy era una belleza, alta y esbelta, y Shannon supuso que Charlton no tendría ningún escrúpulo en presentársela a Tom como a su posible nuera.

Shannon pidió una copa de champán, un pretexto para no levantarse y marcharse de allí. El champán era flojo, igual que su justificación para quedarse allí más tiempo. Había sido tan grande su esperanza de volver a verlo. Ya durante todo el día habían volado por su mente los pensamientos sobre él, su cara, sus ojos cálidos, su cabello oscuro, su fragancia seductoramente masculina. Lo echaba de menos, a él, a su roce y a su beso.

¿En qué lugar se habría metido? No volvería a verle nunca más. No llegaría a conocerle más de cerca. Nunca le tomaría de la mano e iría a pasear con él por la playa. No le haría reír. No le abrazaría ni besaría nunca más.

Poco antes de las ocho y media regresó Tom tal y como habían quedado la víspera. El mayordomo ascendió con él los escalones del portal y empujó la silla de ruedas hacia el ascensor. Iba a seguir a Tom hacia arriba cuando divisó a través del cristal al anunciante callejero con el equipamiento de los buscadores de oro. Ella salió afuera casi corriendo. «¿Del accidente de ayer con el bastón? Sí, de eso se acordaba. ¿Y del hombre joven? No, no lo conocía. Sí, el caballero había estado algunas veces en el hotel y le había comprado cada vez una cajetilla de Chesterfield. Para completar su salario, él vendía cigarrillos, chocolatinas y caramelos. ¿Que si lo reconocería de nuevo? Por supuesto, con toda seguridad. ¿Dejarle una nota? ¡Qué romántico! ¡Será todo un placer, señora!».

Ella llevaba un lápiz consigo, pero no tenía papel, así que le compró una tableta de chocolate Ghirardelli, extrajo el envoltorio y garabateó las siguientes líneas en el dorso del papel.

Estimado señor:

He intentado olvidarle un centenar de veces, y un centenar de veces he vuelto a acordarme de usted. Quiero pedirle disculpas, no por el beso que ambos disfrutamos con fruición, sino por mi huida precipitada ante mis propios sentimientos. Y ante los suyos que me parecieron grandiosos. Al despedirnos expresó usted la esperanza de que pudiéramos tropezar el uno con el otro algún día. Si desea que nos demos una segunda oportunidad, entonces conteste por esta misma vía. Yo recibiré su nota.

Atentamente, S.

Le dio al anunciante callejero una generosa propina y regresó al hotel para recoger a Tom para la cena y hablar con él sobre su hijo. «¡Qué falsedad más infame y de mala fe!», pensó avergonzada cuando subió al ascensor. Sentía mucho cariño por Tom, y Rob sería seguramente un buen amigo, un amante apasionado y un marido aceptable en todos los sentidos, pero se había enamorado perdidamente y de corazón de otro. ¡Aquello era romántico, sentimental, impetuoso y una locura tremenda!

Dieron una curva más y divisaron el Cliff House. Ese edificio elevado, con sus torrecitas esquinadas de estilo victoriano y construido sobre un acantilado, tenía unas vistas espectaculares a la playa y a las puestas de sol en el Pacífico. Shannon detuvo el automóvil ante la entrada. El señor Portman ayudó a Tom con su silla de ruedas. Un camarero los condujo al reservado con vistas a la roca de las focas en la rompiente. El mayordomo desplazó a Tom hasta la mesa y los dejó solos.

—Para hoy puedo recomendarles en especial el cordero, señor. —El camarero entregó la carta del menú a Tom.

—Carne de cordero puedo comerla en Australia. Poseo una granja de ganado lanar en Nueva Gales del Sur. —Tom entregó la carta a Shannon—. Elija usted, por favor.

Ella echó una ojeada al menú.

—Comenzaremos con unas ostras al estilo californiano. ¿Le gustan las ostras, Tom?

—No las he comido nunca.

—¿Qué prefiere, pescado o un filete de carne?

—¿Va en serio la pregunta?

Shannon sonrió con ganas.

—De acuerdo entonces, unos filetes y langosta.

El camarero asintió diligentemente con la cabeza.

—¿Vino, señora?

—Uno californiano, del valle de Sonoma.

—Una buena elección, señora. ¿Uno del 89, Asti Cabernet Sauvignon?

—Con mucho gusto. ¿Tom?

—Me apetece más una cerveza fría. ¿Tienen Guinness?

—Por supuesto, señor. —El camarero se llevó la carta del menú.

En cuanto se quedaron solos, Tom se retrepó en su silla de ruedas, juntó las manos con un movimiento lento y la miró de arriba abajo por encima de los dedos entrelazados.

—¿Qué es lo que sucede con usted?

—¿A qué se refiere? —preguntó ella tensa.

—Está usted callada todo el tiempo. Sabe que estuve antes en Nob Hill, ¿verdad?

—Sí, lo sé. —Se sintió aliviada. Tom había visto su Duryea aparcado frente al hotel, pero no preguntó por el tipo que la sacó ayer de sus casillas.

—¿Está enojada porque estoy negociando con Charlton?

—No.

—¿Airada y decepcionada?

—Tom…

—Le digo las cosas tal como son, Shannon. —Puso las manos encima de la mesa—. La oferta que me ha hecho Charlton es muchísimo mejor que la de Caitlin. ¿Conoce usted a Josh?

—No.

—Un joven elegante. Sabe negociar bien, y me gusta mucho. Josh es un tipo estupendo. Igual que su hermana.

—¿Le ha presentado Charlton a Sissy?

—Eso es.

—¿Y bien? —preguntó ella.

—Sissy es una belleza. Tiene estilo, encanto y carisma. Ha estudiado en Stanford, igual que usted, pero una carrera distinta, arte y literatura. Hemos conversado sobre las novelas de Flaubert y los cuadros de Monet. Le encantan las óperas de Verdi y le gustaría conocer a Caruso cuando venga a cantar a la Met de Nueva York.

—Sissy parece ser perfecta —dijo ella en un tono aprobatorio.

—Todo lo perfecto que puede ser un diamante tallado, pero como usted bien sabe, prefiero los ópalos. Tienen mayor calidez… mayor profundidad. —Tom la miró a los ojos—. ¿Sabe usted lo que le falta a Sissy a pesar de sus cien quilates, su brillantez inmaculada y su perfecto tallado?

—No.

—Vida —dijo Tom—. Eso que tanto aprecio en usted, Shannon. Valentía. Obstinación. Espíritu aventurero. Amor a la libertad. Usted es una persona libre, lo cual solo muy poca gente está en disposición de afirmar. Sissy no es tan robusta como usted, le falta la experiencia de la vida que ha adquirido usted en sus viajes por todo el mundo. —Tom asintió con la cabeza como recordando los reportajes de ella en la National Geographic—. También me refiero a las experiencias que ha tenido usted en Roma. Ya le he dicho que no me molesta sino todo lo contrario. Usted vive el amor y ama la alegría de vivir. —Tom puso morros—. Sissy no llegaría a ser feliz con Rob, ni Rob con ella. Ella no puede asistirle en la dirección de la Conroy Enterprises.

—Tom…

—Shannon, quiero que mi chico esté bien abastecido después de mi muerte. Esto no significa que voy a dejarle en herencia ciento cuarenta millones para ahorrarle las barriadas de chabolas de Londres de las que vengo yo después de marcharme de Cornualles siendo muy niño. Quiero más para mi chico, lo mejor que pueda darle. Quiero que haya alguien a su lado que se preocupe verdaderamente por él, que le asesore cuando le vayan mal las cosas, cuando se haga mayor. Sé lo que es envejecer estando solo. No quiero que Rob viva algo así. Quiero que alguien esté por él.

El camarero trajo las bebidas, y Tom bebió un sorbo de cerveza. En cuanto estuvieron otra vez solos, él se enjugó la espuma de los labios:

—Rob presiente que no llegará a viejo.

—¿Está enfermo? —preguntó Shannon espantada.

—No, está sano y en la mejor forma física. Le gusta cabalgar, de vez en cuando participa en alguna carrera en Sídney o en Melbourne. —Tom respiró profundamente—. Es nuestro estilo de vida. La búsqueda de ópalos es una actividad muy peligrosa… A mí me ha costado las piernas. Cada ópalo puede ser el último. Rob ha aprendido desde muy niño a mirar a la muerte a los ojos. Cree que no le quedan muchos años de vida. Quiere disfrutar de la vida lo que le dure. Quiere desfogarse en sus líos, en sus excursiones a la naturaleza indómita, en sus carreras de caballos, en toda su impetuosidad sin domesticar. Rob necesita una novia que le brinde apoyo, confianza, esperanza, reconocimiento. Necesita una amante que esté por él, que lo soporte como es, que lo ame. Y necesita una esposa que le dé finalmente un heredero.

Shannon dio unos sorbos a su copa de vino.

—Sissy no es la adecuada. Se parece demasiado a las mujeres que Rob me ha presentado en los últimos años. Seguramente se lo pasaría muy bien con ella, si usted entiende lo que quiero decir, pero ella no le podrá amansar. Sissy lo abandonaría cuando no pudiera soportarle más, y Rob se quedaría completamente solo. —Tom negó despacio con la cabeza. Daba una impresión de tristeza—. Lo peor que puede ocurrirle a una persona es quedarse sola en la vejez —dijo—. No quiero eso para mi chico. Él es todo lo que tengo en la vejez.

Sus palabras la emocionaron, y asintió en silencio con la cabeza. Él puso una mano encima de la de ella, quien percibió su calidez.

—Quiero que esa mujer sea usted, Shannon. Me importa algunos millones.

—Tom…

—Solo tengo a Rob. —Él no retiró su mano, y ese contacto cálido le sentaba bien a Shannon—. Y a usted.

—Le quiere usted mucho —dijo ella con emoción.

—Sí, le quiero, pero también me he enamorado de usted.

Ella tragó saliva en seco.

—Tom, por favor…

—Shannon, en nombre de mi hijo quiero pedirle su mano. ¿Se casará usted con Rob?

Ella sintió un nudo en la garganta. Todo aquello le llegaba muy dentro.

—Doscientos noventa millones de dólares, Shannon, sin contar su bólido deportivo —dijo él con una sonrisa apagada—. El destino de dos imperios empresariales está en su mano.

Tom se sacó del anular de su mano izquierda un anillo con engaste de ópalo. La piedra brillaba en todos los matices del color azul. En el fondo de la piedra pudo descubrir un centelleo blanco, como de nubes por encima del Pacífico. Y en su mitad resplandecía un tono dorado, como la luz del sol sobre la superficie de una laguna marina.

—Este ópalo se llama Laguna de Tahití. Sé lo mucho que le gustaría viajar a usted a Tahití. Rob la acompañará durante las semanas de luna de miel. Los dos lo pasarán estupendamente… navegando por las lagunas marinas de coral… buceando en busca de perlas… o simplemente tumbados al sol y hablando…

Ella no sabía qué decir, y se puso a mirar por la ventana. Las rocas de las focas despedían destellos como chispas que se reflejaban en las olas espumosas. Por lo visto, Charlton acababa de mandar encender sus fuegos artificiales.

¿Qué debía responder?

«Sí, Tom, me casaré con su hijo porque Rob me interesa y representa un desafío para mí, y porque me entra en el lote usted como un padre cariñoso, un hogar y una familia de la que no tengo que avergonzarme, y la libertad sin la cual no sé vivir. No, Tom, no puedo casarme con Rob porque ayer cuando iba de camino a verle a usted me enamoré de otro hombre de quien no sé si voy a volver a ver ni si es capaz de ofrecerme todo eso que pido yo». ¿Debía escuchar a su corazón o a su cabeza? ¿Debía esperar una respuesta a su carta en el envoltorio de la chocolatina? Pero ¿llegaría él a responder realmente?

—¿Shannon? —La voz de Tom sonó mansa.

Ella se sacó el anillo del dedo y lo dejó encima de la mesa.

—Démelo cuando yo haya tomado la decisión.

—Necesita un tiempo de reflexión.

—Deme usted tres días.

—Shannon, si necesita usted más tiempo…

—Tres días —dijo con un tono de firmeza en la voz.

—No había esperado otra cosa de usted —confesó él con rostro serio—. En el caso de que usted acepte, telegrafiaré a Rob para que venga. Quiero que ustedes dos se conozcan con calma antes de que se decidan a tenerse el uno al otro, que salgan a dar paseos a caballo, quizá por el valle de Yosemite. Quién sabe la de cosas que pueden suceder junto a una fogata en mitad de la naturaleza cuando se den calor mutuamente bajo la manta. —Guiñó un ojo—. Quizá salte la chispa y prenda en llamas todo bajo la manta. ¿De acuerdo?

Ella no pudo menos que sonreír.

—De acuerdo.

—Y anularé el trato con Josh en cuanto usted se haya decidido por Rob.

—Gracias, Tom.

—No lo hago por Caitlin. Preferiría cooperar con Charlton, no solo porque su oferta es mejor. Es un tipo elegante, con modales que echo de menos en Caitlin. Y de Josh puede estar orgulloso, igual que de Sissy. Lo hago por Rob porque no tengo más que este hijo y esta oportunidad de hacer las cosas correctamente. Y lo hago por usted, Shannon.

—Gracias, Tom, se lo digo de corazón.

Tom posó su mano sobre la de ella. Poco después, el camarero trajo las ostras, y la tensión que se había creado entre ellos se relajó con risas muy alegres cuando ella le explicó cómo debía sorber las ostras a la californiana haciendo ruido: a la manera de California, por el otro lado de la concha. ¡Y él lo intentó de hecho! El resto de la velada transcurrió en un ambiente alegre. Mientras les servían los filetes y la langosta, Tom narró cómo había llegado a parar de Londres a Sídney.

—¿Para ir a buscar ópalos?

Tom negó con la cabeza.

—Oro.

Lo que contó sonó como una declaración de amor por Australia, el sol deslumbrante, el polvo rojo, la naturaleza silvestre en la región de Outback. Al igual que Charlton, Tom había cribado oro con su sartén abollada, pero apenas encontró algo más que lo que cabía en una mano. Al año siguiente plantó vides en el valle Barossa, en el sur de Australia, pero sus cepas se secaron ya antes de la primera vendimia, y Tom lo perdió todo. Durante algunos años estuvo trabajando en una granja de ganado lanar en Nueva Gales del Sur hasta que reunió el dinero suficiente para comprar la granja. Sin embargo, un incendio en la estepa quemó los pastos y a muchas ovejas, y Tom se vio obligado a comenzar otra vez desde el principio. Cuando oyó hablar de los ópalos negros, lo dejó absolutamente todo y se fue caminando hasta Lightning Ridge, no lejos de la frontera con el estado de Queensland. El resto de la historia ya la conocía Shannon, se la había contado el día anterior: Tom escarbó entre la rocalla y encontró su primer ópalo.

Después del brandy y del puro habano (¡Tom llegó a ofrecerle uno!), ella le puso la cámara en las manos para que sacara una foto de ella para Rob. Como es natural no se quedó en una sola foto, y Tom se divirtió de lo lindo.

Bien pasada la medianoche, Shannon le condujo de vuelta al hotel.

—Gracias por esta noche preciosa —dijo él al despedirse—. Hacía tiempo que no me reía de esta manera.

—Yo también me lo he pasado muy bien. Buenas noches.

De improviso él se inclinó hacia delante y la besó en la mejilla.

—Buenas noches.

Ella esperó hasta que el mayordomo subió con él en la silla de ruedas, hizo girar el coche y condujo a lo largo de Market Street para girar poco después hacia Nob Hill. Las lágrimas de sus ojos no se debían al frío viento que soplaba en contra.

Desde un puesto elevado del jardín, Josh observaba al grupo numeroso de los asistentes a la fiesta de cumpleaños, vestidos con trajes de noche, que vitoreaban a Charlton alegremente después de cantarle Es un muchacho excelente. Iba vestido como los demás con un frac negro, corbata blanca de seda, una camisa almidonada y un chaleco.

Alrededor de las mesas adornadas con flores, en torno a las cuales los comensales estaban de pie aplaudiendo, habían levantado unos pabellones, uno para el buffet, otro para los músicos de la ópera y un tercero como pista de baile. Por detrás, la vista se perdía en la oscuridad de la bahía.

Charlton saludó con la mano a los ruidosos invitados. Descubrió a Josh en la penumbra de los árboles y le dirigió un saludo con la cabeza.

—Mis queridos amigos —comenzó él su discurso, pero el aplauso le detuvo. Con un movimiento de la mano pidió calma—. ¡Mis queridos amigos, un discurso! No, que no cunda el pánico, voy a ser breve. —Se desataron las carcajadas que ahogaron el chasquido suave del flash de una cámara. Charlton volvió a levantar las dos manos—. ¡Qué noche! Y eso que es mi septuagesimoquinto aniversario, cosa que no quería que me recordaran. —Charlton volvió a mirar a Josh—. ¡Qué vida! ¡Qué camino más largo desde Londres a San Francisco! ¡Qué suerte, tanto en los días buenos como en los aciagos! ¡Cuántos recuerdos! Cuando vine acá por primera vez hace cincuenta y un años para cribar oro, San Francisco no existía todavía, y California no era un estado de Estados Unidos. Solo Caitlin estuvo aquí antes que yo.

Carcajadas aisladas.

—¡Qué mujer! ¡Y qué golpe! El primer asalto fue para Caitlin, una victoria clara por K. O. —Charlton se llevó la mano a la nariz rota en su día, y se avivaron las risas alegres—. Amigos míos, he tenido mucha suerte en la vida. Tuve a Caitlin aunque solo fuera por algunos meses. Tuve un hijo magnífico, Jonathan, quien por desgracia nos dejó demasiado pronto. Y tengo dos maravillosos nietos, Sissy y Josh, que me procuran muchísima alegría. Josh ha regresado por fin de Alaska después de tres años. Y para aquellos que no lo conocen, ¡ahí enfrente está el tesoro de mi nieto! —La mayoría de los invitados se volvieron para mirarle—. Al despertarme esta mañana, Sissy estaba junto a mi cama con un pastel de cumpleaños y una vela encendida. «¿Por qué solo una vela?», le he preguntado. «Porque no caben setenta y cinco en el pastel», me ha respondido ella. «Bueno», le he dicho, «pero entonces que sean dos velas, una para ti y otra para tu hermano». Y Sissy se ha ido a por una vela más y la ha encendido.

Josh dejó vagar la vista por entre los invitados tratando de buscar a su hermana. Estaba allí, entre la multitud. Sissy había quedado decepcionada de que Tom se marchara de la fiesta antes de que se abriera el buffet; por lo visto, la conversación con él le había gustado. Pero ahora estaba sonriendo feliz.

—¿Queréis saber qué he deseado cuando he soplado las dos velas? —prosiguió Charlton—. He deseado que Sissy y Josh tengan una vida tan feliz como la mía, muy aventurera, exitosa y bonita. Les deseo que hagan realidad sus sueños y que ninguna esperanza suya se quede sin realizar. Les deseo que encuentren el amor, la pasión, la ternura, la confianza y la felicidad. Y les deseo que un día puedan decir: he vivido en la vida todo lo que deseé vivir, y he alcanzado todo aquello que esperé alcanzar. Estoy satisfecho y feliz. —Silencio absorto—. Josh me deparó anoche una gran alegría. No regresará a Alaska. Se va a convertir en mi socio, y yo estoy muy orgulloso de tal cosa. Brandon Corporation tiene desde hoy dos presidentes con los mismos derechos…

El resto del discurso se desarrolló entre atronadores aplausos.

William Randolph Hearst se llegó hasta donde se encontraba Josh para expresarle su congratulación.

—¡La noticia saldrá en la primera plana! Enhorabuena, Josh. —Sonrió con gesto de disculpa—. Le ruego que me perdone… Debí decir, señor.

—Siga llamándome Josh, por favor.

—Charlton está muy orgulloso de usted.

Una vez que los felicitantes regresaron a sus mesas o a la pista de baile, Josh se encaminó por el jardín en dirección a la casa. La fiesta, los fuegos artificiales, la música, el gentío, todo aquello le sobrepasaba en esos momentos. Con qué placer huiría ahora a la amplitud, a la calma silenciosa y a la soledad a las que estaba acostumbrado desde hacía unos años.

Charlton, que se dio cuenta de que su nieto deseaba marcharse de la fiesta, se cruzó en su camino.

—¿Adónde vas?

—A pasear un rato.

—¿A la una y media de la madrugada?

—Quiero estar a solas.

—¿Qué sucede contigo? —preguntó su abuelo con cara de preocupación—. Desde ayer estás muy…

—Estoy bien.

—Bueno, como desees, Josh. ¿Quieres que te espere? ¿Con una copa de champán para brindar de nuevo por nuestra colaboración?

—No, vete a dormir tranquilamente. No sé todavía a qué hora regresaré. Puede que se haga tarde. O temprano…

Charlton sonrió, mostrando los dientes.

—Entiendo. Vale, entonces, ¡buenas noches, chico!

Nada más cambiarse de ropa y ponerse una camisa, un jersey y unos tejanos, Josh salió de Brandon Hall y se fue caminando calle abajo antes de girar en dirección norte. Las dos menos cuarto. Era una noche tranquila. El aire era suave, como la seda, y el cielo estrellado centelleaba mientras bajaba por Broadway Street. Disfrutó de la sensacional vista sobre la bahía nocturna. La calle se hizo más empinada y él caminaba más deprisa de modo que, involuntariamente, fue adoptando el mismo paso a grandes zancadas que en Alaska, en donde todo era mucho más extenso y las distancias, más largas. Con cada zancada fue tranquilizándose y serenándose un poco más. Un sonido suave interrumpió de pronto el silencio: el ronroneo del motor de un automóvil que ascendía Nob Hill a sus espaldas. Él había alcanzado ya Pacific Avenue cuando oyó aquel automóvil que se le acercaba a toda velocidad. Se detuvo y se volvió a mirarlo. Era un Duryea rojo, el modelo que había admirado ayer cuando…

El coche pasó a toda pastilla a su lado.

«¡Es ella!», pensó Josh. Se quedó allí como atontado. La había reconocido a la luz de las farolas de la calle. Por unos instantes quiso gritarle: «¡Espera!», pero cuando levantó el brazo para hacerle señas, ella doblaba ya por Pacific Avenue y desapareció. Ella no le había visto.

Josh corrió hasta el cruce, se quedó parado en mitad de la calle y la vio conducir rápidamente por Pacific Avenue abajo, en una recta interminable. El coche se fue haciendo cada vez más pequeño, pero pudo divisarlo todavía hasta que alcanzó el lugar más bajo de la pendiente. Ella no giró sino que siguió conduciendo en dirección a Presidio. Las luces del Duryea se convirtieron en ascuas que se iban apagando cuando ella se adentró en las Pacific Heights, pero él pudo seguir viéndola como una estrella fugaz que se deslizaba por el cielo nocturno. E igual que con la visión de una estrella fugaz formuló un deseo para que se hiciera realidad: quería volver a verla.

Se quedó como hechizado mientras la veía alejarse. Ella había alcanzado ahora el punto más alto de la calle, se encontraba a casi una milla de distancia. Las luces del Duryea desaparecieron por detrás de la colina. A Josh le sobrevino la sensación de que, sin ella, la noche se había vuelto un poco más oscura.

«¿Quién es ella?», se preguntó. «¿Y cómo puedo encontrarla?».

Finalmente siguió caminando con una sensación de soledad. Estaba triste por haberla visto y al mismo tiempo por haberla perdido de vista en un instante. Aspiró profundamente el aire fresco de la noche para sosegarse. Cruzó la Broadway, y unos pocos minutos después llegó a Lombard Street. La casa de Ian se hallaba en la parte más empinada de la calle, en la cuesta de Russian Hill. Era la parte más tranquila porque la calle era demasiado escarpada para los coches de caballos, e incluso los automóviles subían y bajaban realizando amplios virajes.

Subió jadeando los escalones empinados junto a la calle y golpeó con la aldaba en la puerta. Ian tardó un rato en abrir.

—¡Eh, cheechako!

Ian le miró parpadeando adormilado. Solo llevaba puestos unos tejanos.

—Hola, forastero.

—¿Estás solo? —Echó un vistazo al interior de la casa por detrás de Ian.

—Si no lo estuviera, seguro que tendría algo mejor que hacer que ir a abrir la puerta en mitad de la noche.

—Pensé que como te habías ido poco antes de la medianoche…

—Ha sido un día muy largo, Josh. Estaba cansado. ¿Qué quieres?

—B & B.

—¿Bed and breakfast?

—La primera B es de birra.

—¿Y la segunda?

—Pues también.

Ian se echó a reír.

—Entra. —Su amigo cerró la puerta.

—¿Estabas metido ya en la cama?

—Josh, son casi las dos y media de la madrugada. Dime, ¿qué sucede?

—Un ataque agudo de falta de espacio.

—¿En Brandon Hall, una magnífica mansión con cincuenta habitaciones? Te falta un tornillo, te lo digo con sinceridad.

—Te falta un tornillo, señor.

—Le pido disculpas, señor Brandon —dijo Ian en un tono gallardo—. ¿Y bien? ¿Te sientes mejor ahora?

Josh negó con la cabeza.

—Habrías podido decir que no.

—Señor.

—Habrías podido decir que no, señor. —Ian se le quedó mirando—. Me pongo algo de ropa y continuamos hablando. Ponte cómodo. La cerveza está en el frigorífico.

Josh fue a la cocina y echó un vistazo en el interior del frigorífico, que tenía de todo excepto hielo. Abrió el congelador de la nevera de madera de roble. En efecto, el bloque de hielo hacía mucho rato que se había derretido, la bandeja colectora ya no contenía agua del deshielo.

—¡Eh, cheechako! —exclamó a voz en grito—. En Alaska hay que enterrar las botellas de cerveza en la tierra helada, pero aquí se necesitan barras de hielo para la nevera.

Se escuchó la risa de Ian arriba, en su dormitorio.

—¿Está caliente la cerveza?

Josh no respondió porque estaba inspeccionando las botellas de cerveza que había encontrado. Abrió los tapones y se dirigió a la sala de estar. Sacó del sillón el frac y la corbata que Ian había llevado durante la fiesta, y los colgó en la barandilla de las escaleras, en el vestíbulo. Por último atizó el fuego de la chimenea. Buscó en las estanterías Los Preludios, de Liszt, de la colección de discos de Ian. Dando vueltas a la manivela puso en marcha el gramófono que Ian se había traído de Fort Yukon. Ian había vivido dos años allí; Josh, tres.

La música comenzaba con una melodía delicada y nostálgica, que encajaba por entero con su estado de ánimo, para pasar al cabo de dos minutos y medio a un animado y magnífico sonido de clarines que solía arrebatar a Josh. Durante el interminable invierno oscuro, Ian y él escuchaban música todas las tardes mientras leían o hablaban. Josh conocía cada rayada en los discos de Ian. Los chisporroteos y crujidos estaban unidos inseparablemente a las sinfonías de Beethoven y de Chaikovski.

Los Preludios era su obra favorita. Quien cocinaba y fregaba los platos podía elegir los discos por las tardes y las noches; se turnaban siempre. Tenían toda una pila de discos de goma laca, pero también muchos libros procedentes de las estanterías de Ian. También se había colado en su cabaña la novela Orgullo y prejuicio, de Jane Austen. Ian había conseguido la novela a cambio de víveres. Los libros eran en Alaska unos objetos tan raros y tan codiciados que hasta un diccionario de italiano o una revista francesa de moda, en la que salían damas retratadas, representaban una mercancía de canje muy apreciada. Las noches de invierno en Alaska eran interminablemente largas porque el sol ascendía únicamente hacia mediodía y brevemente por encima del horizonte. Cuando Josh hubo leído todos los demás libros, solo quedaba en el estante la novela de Jane Austen. Nunca admitiría haber leído el libro, pero le había emocionado. Ian se había burlado de él de tal modo que Josh acabó tirándole el libro a la cabeza. ¡En Alaska se lo habían pasado de lo lindo!

Mientras la melodía volvía a sosegarse, desplazó a un lado una pila de revistas de la National Geographic, se arrellanó en el sofá de piel y bebió un sorbo de cerveza de la botella.

—¡Eh, cheechako! —exclamó—. ¿Tengo que enviar por ti a un equipo de rescate?

El disco tenía una nueva rayada en torno al minuto seis, cuando la melodía se hacía más suave, más animada. Josh volvió a llevarse la botella a los labios, luego se quitó los zapatos, se echó en el sofá y se puso a escuchar aquella maravillosa música con los ojos cerrados, una música que le traía recuerdos de Alaska. El trinar suave de la melodía era como el alegre trino de los pájaros en la primavera, y el pasaje lento del minuto siete sonaba como un tranquilo viaje en trineo con los huskys por encima del río Yukon helado. Minuto ocho: el dramático estrépito con el que se quebraba el hielo a finales de mayo y los témpanos de hielo comenzaban a desplazarse corriente abajo. Minuto diez: el punteo del arpa era el gotear del agua de los témpanos de hielo desde el tejado de su cabaña. Ya podía sentir en su piel la calidez del sol, aunque el viento podía ser gélido incluso en el mes de junio.

Veía el valle del Tanana con las cimas cubiertas de nieve de la cordillera de Alaska que parecían flotar por encima de un velo de niebla. El extenso valle era un océano de flores de un rojo brillante, y parecía como si la hierba prendiera en llamas entre los abetos rojos…

Una almohada con la funda recién puesta aterrizó en su estómago produciendo un estampido sordo; a continuación siguió una manta, y Josh se sobresaltó desde sus ensoñaciones.

Bed and breakfast. La cerveza no se paga. —Ian, ahora en tejanos y con un jersey, se dejó caer en el sillón y dio un buen sorbo a su botella.

—A esto lo llamo yo una amistad verdadera. —Josh se colocó la almohada debajo de la nuca.

—Bueno, ¿qué sucede? No se trata de tu nombramiento, ¿a que no?

—No.

—Ya me lo pensaba yo. Así que es ella.

—Acabo de verla. Circulaba a toda mecha con su Duryea y pasó a mi lado, descendió por Nob Hill y luego tomó Pacific Avenue. Cuando alcanzó las Pacific Heights, la perdí de vista.

—Lo siento, chico.

—La busco por todo el hotel, me veo incapaz de no pensar en ella, y entonces pasa a mi lado, así de simple. La veo, pero ella no me ve a mí. Y desaparece.

Ian asintió despacio con la cabeza.

—¿Cómo te encuentras?

—¿Te acuerdas aún de cómo en el último invierno me caí al Tanana helado a través del hielo quebrado y cómo me sacaste del agua con el trineo de huskys?

—Claro que me acuerdo.

—Me siento como congelado, y una corriente gélida me arrastra consigo. Mi corazón late salvajemente. Y el miedo a no volver a verla nunca más me corta la respiración.

Ian no replicó. Su amigo sabía exactamente cuándo debía dejarle hablar. Ian y él se conocían como solo pueden llegar a conocerse dos amigos de verdad. Lo habían compartido todo, cabaña, comidas, libros, música, los pensamientos más profundos, y cada uno de ellos haría todo lo imaginable por el otro. Los huskys no podían salvarle a uno la vida, pero un amigo como Ian sí que podía. «Así pues, no te preguntes nunca lo que un amigo puede hacer por ti», era el principio por el que se regía Josh, «sino lo que puedes hacer tú por tu amigo, pues este te salvará algún día la vida».

—El deseo de ella me desgarra el corazón.

—Y yo te digo además de eso: no leas a Jane Austen —dijo Ian en broma.

Josh le arrojó la almohada, pero Ian la rechazó entre risas y fue a parar con un sonido sordo delante del sofá.

El ambiente se relajó gracias a Ian. Era un tipo estupendo. A Josh no le resultaba difícil hablar con él sobre sus sentimientos. Ian le escuchó con paciencia mientras le confiaba todo entre los emocionantes clarines de Los Preludios. Luego sonó la última nota y a continuación el chisporroteo y el crujido de los surcos finales del disco de goma laca, y Josh cayó en un silencio melancólico.

Estaba todo dicho. No, todo no.

—Ian, siento mucho haberte sacado de la cama en mitad de la noche. Es una estupidez, lo sé, pero ella me ha llegado muy adentro.

—No me parece ninguna estupidez, Josh. ¿Quieres que te confiese algo? —Ian sonrió burlonamente y con gesto pícaro—. También he leído a Jane Austen. Bajo la manta, mientras tú dormías.

Josh no pudo menos que echarse a reír con cariño.

—¿Y qué tal?

—Es uno de los libros más emocionantes que he leído nunca. —Ian se levantó, quitó el brazo del gramófono y volvió a dejarse caer en el sillón.

Los dos se entendían perfectamente, cada movimiento estaba bien calculado. No le gustaba nada dejar que Ian se marchara él solo a Alaska. Las amistades eran importantes para sobrevivir en mitad de la naturaleza indómita. También tenía amistad con Colin Tyrell, si bien Charlton consideraba esa amistad solo un acuerdo entre caballeros. Deseaba que Ian se asociara con Colin y que los dos llegaran a ser buenos amigos y recorrieran juntos aquella naturaleza salvaje. El socio de Colin había desaparecido hacía algunos meses en el territorio del Yukon, e Ian y él habían ayudado a Colin en la búsqueda; se trataba de una cuestión de honor. Finalmente encontraron al desaparecido. Le habían abatido a tiros.

—¿Quién crees que es ella? —preguntó Ian entre los crujidos del fuego de la chimenea.

Josh se pasó la mano por la frente.

—Ni idea.

—Si conducía su coche a lo largo de Pacific Avenue, eso significa que vive en la parte del oeste de la ciudad. ¿Cuántos Duryea rojos crees que puede haber por aquellos barrios?

—En toda San Francisco hay menos de cien automóviles. Y la mayoría son de color negro. Así que no puede ser tan difícil localizar un coche deportivo de color rojo. —Se incorporó con un movimiento brusco—. La buscaremos.

—Pero no ahora, Josh, te lo ruego. Son más de las tres de la madrugada, y ahora vamos a dormir los dos. —Ian se levantó y le arrojó la almohada arrugada—. Mañana a primera hora nos pondremos en camino después de desayunar.

Josh suspiró.

—¿Qué haría yo sin ti, Ian?

Este se rio con sequedad.

—Pues ponerte en camino en mitad de la noche para ir a buscarla, ¡te conozco! —Acto seguido adoptó un tono serio—. En el baño encontrarás un cepillo de dientes y una toalla. El desayuno, a las ocho. Patatas salteadas, huevos y tocino. Haré un poco de ruido con la sartén para que te despiertes. Buenas noches, Josh, que duermas bien.

—Tú también, Ian.

—Seguro que mejor que tú.