Shannon se subió al Duryea con inquietud, mientras Wilkinson ponía el motor en marcha con la manivela. Nada más sentarse a su lado, ella pisó el acelerador y realizó un giro con una maniobra arriesgada. Subió por Market Street a gran velocidad. Wilkinson la miraba de reojo con los ojos como platos.
—No sabía que supiera usted conducir un automóvil.
—He participado en carreras de automóviles en Hong Kong. —Le ahorró la descripción del descenso veloz por la carretera angosta y sinuosa desde el monte Victoria Peak hasta el puerto porque lo vio cómo se agarraba firmemente al asiento de piel. Puso la segunda marcha y aceleró para adelantar a un tranvía por la derecha—. ¿Quiere comprobar lo veloz que es este pequeño bólido?
El mayordomo permaneció obstinadamente en silencio.
Todavía con la segunda marcha, Shannon giró en Stockton Street. Cuando poco después condujo el Duryea pegado al bordillo de la acera, Wilkinson expulsó ruidosamente el aire de sus pulmones.
«Un buen automóvil», pensó ella con satisfacción al bajarse de él. A continuación siguió a Wilkinson al interior del club, fundado en su día por periodistas del San Francisco Chronicle, para el cual escribía ella de vez en cuando. En él se reunían redactores, escritores y artistas, pero también gentes de negocios y empresarios de prestigiosas familias. Su padre había sido socio. Su tío, sus hermanos y primos se pasaban por aquí cuando la atmósfera en casa estaba demasiado cargada.
El mayordomo se esforzaba por acompañar a Shannon por las salas del club sin llamar la atención; sin embargo, despertaba la curiosidad de los hombres sentados tomando whisky y fumando puros habanos. Un caballero bajó las hojas del periódico que estaba leyendo, la miró arrugando la frente como si no diera crédito a sus ojos, se puso en pie desde su sillón de piel y se apresuró a salir a su encuentro.
—Miss Tyrell.
—Señor Hearst.
William Randolph Hearst era un magnate de los medios de comunicación, y millonario. Los reportajes que Shannon había realizado en todo el mundo se habían publicado en sus periódicos de San Francisco y de Nueva York. Para este año planeaba la fundación de otro diario en Chicago. Agarró con firmeza la mano de ella.
—Mi sincero pésame. Me conmovió profundamente enterarme de la repentina muerte de su padre. Una trágica pérdida para San Francisco.
—Gracias, señor.
—Sean Tyrell era una magnífica persona. Yo lo apreciaba mucho. Permanecerá para siempre en nuestra memoria.
Shannon no replicó nada.
—Pensé que estaba usted en Hong Kong. ¿Qué hace en el Bohemian Club?
—Estoy aquí… por negocios.
—¡Ah! ¿Está escribiendo un artículo sobre el club?
—No, señor.
—Su hermano Skip estaba también aquí hace un rato.
—Lo sé, señor —dijo ella con una calma que le sorprendió a ella misma—. Hemos quedado aquí.
—Entonces no la voy a retener por más tiempo. ¿Estará usted mañana por la tarde en la fiesta de cumpleaños de Charlton? Tengo una idea que me gustaría debatir con usted tomando una copa de champán.
Shannon lo miró con gesto inquisitivo.
—Alaska. Yukon. Fiebre del oro. Una serie sobre las mujeres que han hecho fortuna en Alaska, o bien encontrando un saco entero de pepitas o a un tipo con el corazón de oro. ¿Qué opina? Veinte números. De tirada semanal. A toda plana. Con fotos. ¿Tiene tiempo usted?
—La National Geographic Society quiere financiar una expedición que dirigiré yo.
—¡Todos mis respetos! ¿Y cuándo será eso?
—En verano. Los preparativos comenzarán en marzo. La partida para Skagway está programada para mayo. Llegaremos al Yukon durante el deshielo. El regreso a San Francisco será en octubre, antes de que el mar de Bering vuelva a helarse en la desembocadura del río.
—¿Y a cuántos jóvenes tendrá a su cargo?
—Sin contar a los agentes de la Policía Montada del Canadá, a veinte.
—¿Ya ha aceptado participar en ese proyecto?
—Todavía no.
—Una tirada de un millón solo en Nueva York, sin contar San Francisco ni Chicago. La National Geographic Society no puede seguir ese ritmo —dijo, tratando de seducir a Shannon—. Piénseselo bien. No tengo a nadie excepto a usted a quien pueda enviar a Alaska. Sus colegas de Nueva York se pierden ya en el Central Park, y todo lo que queda al oeste del Hudson lo consideran tierra inexplorada. Si todos tuvieran esa concepción, América seguiría sin haber sido descubierta. —Sonrió burlonamente con expresión apagada—. ¿Nos veremos mañana por la tarde?
—No me han invitado.
—¡Ah, vale, la antigua querella entre Caitlin y Charlton! ¿Qué tal si a pesar de todo aparece usted por Nob Hill? Charlton la acogería a usted con los brazos abiertos, estoy completamente seguro.
—A Caitlin seguramente también, pero ya tengo una cita.
—Es una lástima de verdad. Usted y Josh… me habría gustado verles juntos. Bueno, es igual. La próxima semana estaré de nuevo en Nueva York. ¿Me llamará usted antes por teléfono? Podremos hablar entonces con toda calma sobre sus honorarios y sobre la financiación de la expedición.
—Lo haré. Gracias por el pésame y por las amables palabras sobre mi padre. Buenos días, señor Hearst. Adiós.
Sutherland la estaba esperando en su despacho. Wilkinson le había llamado desde el hotel. Abrió la puerta que daba a una habitación contigua en la que Skip estaba durmiendo echado en un sofá de piel. Estaba desgreñado, con los labios ligeramente abiertos, su rostro ovalado estaba pálido y perlado de sudor, pero su expresión era relajada. A ella le dolió ver a Skip de esa manera. Era el único en la familia con quien guardaba una relación verdaderamente estrecha.
—¿Desde cuándo está en este estado? —Le resultaba difícil no dejar que se le notara la emoción que sentía en ese instante.
—Desde hace dos horas. Ha bebido absenta. —El señor Sutherland cogió un frasquito de la mesa y se lo enseñó. Así que había tomado láudano también. Skip no era capaz de mantenerse alejado del opio. No tuvo más remedio que respirar profundamente porque la tristeza amenazaba con derrumbarla.
—¿Ha encontrado usted… algún sobre cerrado?
—¿Una carta de despedida? No, señora.
Por lo tanto, no se trataba de ningún intento de suicidio. Dejó el frasco encima de la mesa. Un libro cayó en su campo visual. El pequeño lord, de Frances Hodgson Burnett.
—Esta novela, ¿no es de nuestra biblioteca? —preguntó ella.
El mayordomo asintió con la cabeza.
—Sí, señora.
Shannon se dirigió al señor Sutherland.
—El ataque de nervios… de mi hermano, ¿ha levantado revuelo por el lugar?
—No, señora. El señor Tyrell estaba sentado a solas en un cuarto separado, leyendo este libro. —Señaló con el dedo la historia del pequeño lord que Skip había leído ya cien veces—. Poco después lo encontraron… en este estado.
—Lo siento mucho, señor. ¿Nos permiten un momento a solas, por favor?
—Solo una cosa más, señora, si usted me lo permite.
—¿Señor Sutherland?
—No es la primera vez que el señor Tyrell…
—Comprendo.
—Pero será definitivamente la última vez —dijo con determinación—. La conducta de su hermano no es propia de un caballero. El club no puede tolerar por más tiempo su comportamiento indigno.
—¿Va a prohibirle usted la entrada al señor Tyrell? —preguntó ella avergonzada.
—Créame que lo siento mucho, señora —dijo él con suavidad—. No puedo hacer otra cosa, y espero que usted lo comprenda.
—Le comprendo total y absolutamente, señor Sutherland —le espetó Shannon. A la vista del alarmante estado de Skip le resultaba difícil mantener los modales por más tiempo—. El señor Tyrell se dará de baja como socio en los próximos días. Tiene mi palabra de que no volverá a pisar el club.
Sutherland compuso una expresión de alivio.
—Gracias, señora.
—Señor, ¿sería usted tan amable de dejarnos a Wilkinson y a mí ahora a solas con mi hermano?
—Les espero delante de la puerta para sacarles del club sin llamar la atención. Hay algunos periodistas presentes. El escándalo, los titulares… Usted ya me entiende.
—Por supuesto, señor —le aseguró ella—. ¡Muchísimas gracias!
Sin decir palabra, Wilkinson extrajo un sobre y se lo tendió al señor Sutherland, quien se lo guardó inmediatamente; se trataba probablemente de una indemnización adecuada por las molestias ocasionadas. «¿De dónde tendría el mayordomo el dinero? ¡No de Caitlin, sin lugar a dudas, quien no debía enterarse para nada de este incidente!», pensó ella. Shannon se lo reembolsaría.
En cuanto el señor Sutherland hubo cerrado la puerta al salir, ella se arrodilló junto a su hermano y le pasó la mano por el rostro.
—¿Skip? —Él no daba ninguna señal de vida. Le agarró por los hombros y lo zarandeó—. ¡Skip!
Nada, excepto una sonrisa absorta.
Por lo visto, Skip había vuelto a refugiarse en un maravilloso mundo de ensueño en el que un chico pequeño, con su carácter abierto y su simpatía, conseguía transformar a su abuelo, cruel e insensible, en una persona mejor, bondadosa, generosa y orgullosa de su nieto. La historia del pequeño lord Fauntleroy tenía un final feliz que hacía llorar, solo que la vida de Skip no tenía ninguno. Skip había entrado en la familia como huérfano cuando contaba cuatro años de edad. Su abuela resultó ser una persona mucho más dura y fría que el conde de Dorincourt de la novela. Simplemente era incapaz de ser cálida y magnánima. Caitlin no había hecho otra cosa durante toda su vida que luchar, en el campo de patatas en Irlanda, en una caravana a lo largo y ancho de Estados Unidos y en los campos de oro en California cuando le dio a Charlton un puñetazo en la cara en el curso de una pelea, reunió sus cosas y le abandonó a su destino. Caitlin no cambiaría jamás, y Skip se desesperaba por esa razón.
Shannon alzó la vista.
—Ayúdeme, por favor, Wilkinson.
Los dos levantaron a su hermano hasta colocarlo en posición sedente. Ella se sentó a su lado, le rodeó con un brazo y apoyó la cabeza de él en su hombro.
—Skip, ¿me oyes? Soy yo, Shannon. —Lo meció como a un bebé y le pasó la mano por el cabello revuelto—. ¡Skip! ¡Despierta, por favor!
Los ojos de él se movían de un lado para otro bajo los párpados.
—Me estás dando miedo. Si puedes oírme, haz el favor de parpadear.
Sus párpados temblaron unos instantes.
—Estoy a tu lado, Skip. Todo saldrá bien, te lo prometo.
Una lágrima se deslizó por la mejilla de Skip, que sollozaba débilmente.
—¡Chist!, tranquilo. Caitlin no se enterará de nada de esto. Estoy de tu parte, Skip. No te voy a dejar solo.
Wilkinson salió del cuarto y regresó con una palangana llena de agua y una toalla. Puso la palangana encima de la mesa, luego se sentó en el suelo frente a Skip y lo agarró por los hombros.
—Espere, yo le ayudaré. —Ella se arrodilló al otro lado y sujetó firmemente a Skip mientras el mayordomo le sumergía la cabeza en la palangana de agua fría.
Los hombros de Skip se contrajeron primero; luego, aterrorizado, intentó desasirse. Finalmente se puso en pie resoplando y comenzó a toser. Cayó hacia ella con signos de estar muy débil y tardó unos instantes en tranquilizarse.
—¡Shannon! —exclamó él entre sollozos y afectado todavía por la absenta y el láudano.
Ella le secó la cara y el pelo con la toalla.
—¡Skip! ¡Vaya susto me has dado!
—Lo siento… —musitó él.
—No pasa nada, tranquilo.
—Desearía… ser tan fuerte y valiente como tú.
«A mí me hace tanto daño ella como a ti», pensó Shannon.
—¿Cómo te encuentras?
—Hecho una mierda.
—Las cosas no pueden seguir así. Te estás echando a perder.
Él asintió despacio con la cabeza.
—¿Puedes ponerte en pie? Te llevo en coche a casa.
—Caitlin…
—No se enterará de lo sucedido. ¡Vamos, tienes que meterte en la cama!
Skip intentó ponerse en pie pero volvió a derrumbarse. El mayordomo le rodeó los hombros con el brazo y tiró de él para que se sostuviera en pie. Skip se tambaleaba a su lado y amenazaba con desplomarse, pero Wilkinson le sujetó con firmeza.
Salieron de aquel cuarto. El señor Sutherland los acompañó hasta una entrada lateral en la que Wilkinson aguardó con Skip a que pasara a buscarlos Shannon con el Duryea. Wilkinson introdujo a Skip en el biplaza, le colocó el libro entre las manos y dio un golpe con la palma de la mano sobre la capota cerrada.
—Llévelo a la cama, señora. Yo iré a la farmacia a buscar una botella de Coca-Cola. Le sentará bien.
Shannon partió con el coche sintiéndose muy agobiada. Con la mano derecha mantenía sujeta una mano de Skip para infundirle valor; con la izquierda tenía agarrada la barra de dirección. Dos cuadras más allá aceleró el Duryea para tomar la empinada calle en dirección a Nob Hill. El coche daba un salto en cada cruce, luego siguió subiendo la calle con una sacudida. Con Brandon Hall al alcance de la vista, el Duryea sobrepasó el punto más elevado.
Skip estaba ahora algo más despejado.
—Este coche de carreras ¿tiene también frenos? —preguntó mientras ella descendía por el otro lado de Nob Hill a toda velocidad. Señaló con el dedo hacia delante—. Si no es así iremos a parar directamente a la bahía, a no ser que gires en Jefferson Street… si es que no te pasas la calle a la velocidad que vas y nos zambulles en la zona portuaria. ¿Qué tal si nos paramos en el Fisherman’s Wharf a tomar un café y me cuentas de paso tu conversación con Tom?
—Lo que ocurre es que no quieres ir a casa.
—Te invito a comer. Allá abajo, en el Marina Boulevard hay un restaurante en el que puedes probar bogavante con salsa de limón…
—Vamos a casa.
Shannon giró en Pacific Avenue, que llevaba en línea recta directamente a Presidio. Skip miró alrededor como si sopesara seriamente saltar del coche en marcha. Shannon puso la segunda marcha, y él desistió. Ya no dijo ninguna palabra más.
Cuando un poco más tarde giraron hacia Presidio Forest, pudieron divisar ya sobre la colina el Palacio Tyrell. Con gesto de amargura, Skip dirigió la vista al fuerte en el que Aidan había estado estacionado como comandante del ejército de Estados Unidos antes de pasar a ocupar su actual, y presumiblemente última, residencia, la de su celda en Alcatraz. Shannon aparcó el Duryea en el patio frente a las cuadras y escoltó a Skip para entrar en la casa.
—¡Si no estás conforme, puedes dejar tu puesto en la junta directiva en el momento que quieras! —Oyeron la voz irritada de Caitlin que llegaba hasta el vestíbulo.
La puerta de dos hojas del comedor estaba abierta de par en par, y era prácticamente imposible subir por la gran escalera de mármol sin pasar desapercibidos. Con excepción de Colin y Aidan estaba reunida toda la familia para la cena. A Caitlin no se le podía pasar por la cabeza que alguno de sus hijos o nietos pudiera desear tener una casa propia o una familia propia. Ninguno de sus nietos se había casado ni estaba prometido hasta el momento; Caitlin no quiso reconocer el compromiso matrimonial de Aidan con Claire, hija del empresario judío Nathaniel Sasson. A causa de este asunto, Aidan se peleó con su padre y se fue a vivir abajo, al fuerte, en las semanas anteriores a su detención.
—No tolero que te comportes como si fueras el jefe de Tyrell & Sons. ¡Puede que seas el último superviviente de los hijos que se anuncian en el nombre comercial de la empresa, pero eso no te da derecho a intrigar en mi contra para derrocarme!
Skip sonrió con debilidad mostrando los dientes.
—Por lo visto, el tío Réamon se ha puesto a tiro —susurró—. Y Caitlin tiene muy buena puntería.
—Yo he montado esta empresa, y la dirigiré hasta el día en que muera —reconvino Caitlin a su hijo—. Te he dicho que solo habrá un heredero. Y si sigues intrigando contra mí, no lo serás tú, Réamon. ¿Te ha quedado claro ahora?
Shannon dirigió la vista al interior de la sala. En la pared de enfrente estaba colgado el retrato de su primo Eoghan. Mostraba al diputado y futuro senador Tyrell. Con los brazos cruzados con determinación, la cabeza ligeramente inclinada con gesto reflexivo y la mirada dirigida a lo alto como si tuviera la meta con claridad ante sus ojos. Eoghan, la esperanza de los Tyrell como sucesor de su hermano Rory, el héroe militar caído en la guerra que había renunciado a todos sus cargos políticos para ir a combatir. Eoghan, el futuro de los Estados Unidos de América, el icono de una nación floreciente. Aquel retrato sería algún día digno también de un presidente.
—¿Réamon? —El tono estridente de la voz de Caitlin arrancó a Shannon de sus pensamientos—. ¿Te ha quedado claro ahora?
—Sí, señora.
Era un duro revés para Réamon verse humillado de aquella manera ante la presencia de su hijo Eoghan. Eoghan alzó los hombros y no osó levantarse. Se atrevía a hacer frente al presidente McKinley pero no así a Caitlin.
Skip aprovechó la ocasión para dirigirse rápidamente hacia la escalera.
—¡Skip! —exclamó Caitlin, que lo vio a través de la puerta abierta—. ¡Aquí estás por fin! ¿Dónde te habías metido?
Con el pie ya en el primer escalón, se volvió y se dirigió al comedor pasando junto a Shannon.
—En el club, señora.
Caitlin lo miró de arriba abajo con gesto de desaprobación.
—Estás borracho. —Pasando junto al asiento de Eoghan, Skip se dirigió a la mesa con las garrafas de cristal para servirse un bourbon.
Shannon le siguió con gesto decidido, le quitó el vaso de la mano para ponerlo en otro lugar.
—Ya está bien, basta.
Caitlin frunció la frente observando a Shannon y a Skip.
—¿Has vuelto a tomar opio?
—Sí, señora.
—Skip, ¿por qué lo haces?
Él permaneció en silencio.
—¡Te he preguntado algo, y tú vas a hacerme el favor de responder! —le increpó Caitlin—. ¿Qué es lo que te sucede, vamos?
—¿Qué tiene que sucederme? Me voy a beber un bourbon. Esto no es nada insólito en una familia de bebedores irlandeses y pendencieros. —Skip miró a Réamon y a Eoghan, le quitó el vaso de la mano a Shannon y brindó por ellos—. Sláinte —añadió, y se bebió el bourbon de un trago.
El tío Réamon dio un puñetazo sobre la mesa.
—¡Skip, maldita sea!
—¡Calma! —exclamó Caitlin haciendo callar a su hijo—. El chico tiene razón, Réamon. Tú bebes todas las noches en la biblioteca. ¿Te crees que no me he dado cuenta de las botellas de whisky que están escondidas detrás de las hileras de libros?
Skip se sirvió un bourbon más y se encaminó lentamente hacia la puerta con el vaso en la mano.
—¡Skip! —gritó Caitlin, obstaculizándole la salida por la puerta abierta.
Él se detuvo.
—¿Señora?
—¿No era suficiente con un bourbon?
—No estoy lo bastante borracho para soportaros a todos vosotros. Todavía siento el dolor. —Skip se señaló el corazón—. Pero cuando bebo un poquitín se me pasa. —Dirigió la vista al tío Réamon—. ¿No es cierto, señor? Usted conoce esa sensación cuando uno ya no puede sentir nada.
—¡Skip, te lo advierto! —exclamó.
—¡Cállate, Réamon! —le reprendió su madre—. ¡Skip, quédate aquí!
—¿Señora?
—Todas las personas tenemos algo que nos impulsa y que nos mantiene en vida. En todos estos años, desde que te adoptó Kevin, no he logrado averiguar en ti qué es ese algo.
—Todavía lo estoy buscando. Cuando lo encuentre, le haré saber qué es. ¡Buenas noches!
Ese Skip no era la persona cariñosa y excéntrica que Shannon conocía. Su amargura la asustó.
—¡Tú vas a hacer el favor de quedarte aquí! —replicó Caitlin.
—Me voy a la cama. Quiero estar solo.
—Tú te quedas aquí hasta que yo te diga que puedes irte.
—¿Qué quiere decirme usted que no haya escuchado yo ya cientos de veces?
—¡Skip, estás arruinando tu vida!
—No, señora. Eso sabe hacerlo usted mucho mejor que yo, como todo lo demás.
—Acabarás en uno de los fumaderos de opio de Chinatown.
—Sí, eso es lo que puede pasar.
—Pero no será así mientras tu hermana te vaya rescatando una y otra vez de la ciénaga de tu autocompasión. —Caitlin miró a Shannon con ademán severo—. Has anulado la cena con Tom Conroy para sacar a Skip del club.
Shannon asintió con un breve movimiento de cabeza. Las preguntas que se hacían sin entonación de pregunta eran suposiciones o imputaciones y no había por qué dar una respuesta que podía ser malinterpretada como una justificación. Skip volvió a dirigirse hacia la puerta. Eoghan empujó su silla hacia atrás, siguió a Skip y le puso una mano en el hombro.
—¡Skip, quédate aquí, por favor!
Skip se sacudió la mano de encima.
—¿Para qué? No tenemos nada que decirnos.
—Yo también estoy preocupado por ti.
—Bueno, si te sientes mejor de esa manera…
—Skip, ¿por qué te refugias en la embriaguez del opio?
—Porque no os soporto.
—Skip…
—Eoghan —le amonestó Shannon—. ¡Déjalo en paz!
—¿Ves?, Eoghan, eso es lo que pienso yo —dijo Skip—. Me repugna toda esta mentira, toda esa hipocresía de la escenificación de una familia feliz y exitosa en la que se aman y se respetan todos, en la que todos se comprometen con todos tanto en los días buenos como en los aciagos. Ya no puedo soportar esa mentira, no puedo vivir con ella.
—¡Pero si ni siquiera vives! —Réamon se levantó y se dirigió hasta donde se encontraban Eoghan y Skip—. Te escabulles de la vida, no te responsabilizas de nada y te refugias en el opio. —Extendió el brazo y dio un golpe a su sobrino en el hombro—. Eres un fracasado, Skip.
Réamon solía poner el dedo en la llaga de los demás y perforar en la herida hasta dar con la carne doliente. Shannon saltó de pronto y dio un golpe encima de la mesa.
—¡Ya basta!
—¡Eres un fracaso de persona incluso como suicida! —Réamon volvió a sacudir a Skip con tanta energía que este se tambaleó hacia atrás.
Shannon se interpuso entre los dos.
—¡He dicho que ya basta!
Réamon iba a esquivarla para abalanzarse sobre Skip, pero Shannon volvió a obstaculizarle el camino.
—Se va a disculpar usted ante Skip, señor —exigió.
—Y una mierda voy yo a… —masculló Réamon.
Ella no cedió.
—Si no lo hace, eso significa que usted no es sino un moralista hipócrita. Su celo misionero no es otra cosa que una tapadera para ocultar su íntima amistad con el señor Jack Daniels, de Tennessee —dijo, y sin dejarle replicar prosiguió—: Skip no ha intentado suicidarse. Si lo hubiera querido de verdad, lo habría conseguido porque conoce a la perfección la dosis exacta. No, Skip no hace nada diferente de lo que hace usted por las noches en la biblioteca. Se refugia en la embriaguez y evita la lucha que cambiaría esta situación que estamos padeciendo todos.
—Shannon, eso es…
—¿Sabe usted por qué dudo tanto en casarme con Rob? No es el motivo más importante, cierto, pero es uno de los que más me afectan. No podría mirar a los ojos de mi marido si esta tarde estuviera aquí, pues me avergonzaría de mi familia. —Por unos instantes reinó un silencio embarazoso—. ¡Pida disculpas, tío Réamon! —exigió Shannon con determinación.
—Shannon, ¡en ese tono, no! —Réamon alzó la voz—. Eso es…
—¡Discúlpese usted por la descalificación que ha realizado de Skip antes, cuando le ha llamado «suicida fracasado»! —insistió ella con decisión—. Si es capaz de hacerlo, volveré a respetarle a usted y a tratarle de señor.
Caitlin aplaudió la escena en silencio. Finalmente puso las dos manos sobre la mesa.
—Réamon, ya has oído a Shannon.
—¡Señora!
Caitlin no cedió.
—Ella tiene razón, Réamon. ¡Vas a hacer lo que te pide!
Réamon obedeció a regañadientes la voluntad de su madre y se disculpó con un tono insincero ante Skip, que se volvió sin pronunciar palabra y fue dando tumbos por la sala con su bourbon para dirigirse a su habitación. Todavía embriagado por el opio, tropezó con la alfombra y cayó al suelo. Eoghan iba a ayudarle, pero Skip lo apartó a un lado e intentó ponerse en pie por sí mismo. Al no conseguirlo, prorrumpió en un sollozo y extendió la mano hacia Shannon.
Shannon lo cogió con decisión de la muñeca y tiró de él. Se tambaleó con lágrimas en los ojos, pero ella le pasó el brazo alrededor y logró que se sostuviera. Luego le quitó el vaso vacío de la mano y se lo entregó a Eoghan para que lo pusiera encima de la mesa.
—Vamos, Skip, te llevaré arriba.
Skip lloraba cuando ella lo metió en la cama. Nada más quedarse dormido, ella se fue a su habitación y se mudó de ropa. Se puso unos pantalones blancos de lino, un jersey grueso de lana y una chaqueta azul. A continuación bajó las escaleras. En la biblioteca encontró al tío Réamon con Jack, su mejor amigo, en un intercambio de impresiones sobre los triunfos y las tragedias de la familia Tyrell, sobre las victorias y las derrotas en la lucha de todos los días, y la botella estaba ya casi vacía. Cerró la puerta sin hacer ruido y salió de la casa.
Shannon condujo el Duryea hasta el puerto deportivo. No se tranquilizó hasta saltar del coche en el muelle y dirigirse a su barca. Saltó al Lone Cypress, encendió las luces de posición y soltó la amarra. A continuación se puso los guantes, izó la vela y se colocó al timón. Estaba a favor del viento. Ajustó la vela, dejó que el viento empujara brevemente la embarcación en dirección al este hacia el siguiente muelle, navegó a estribor, pero giró inmediatamente a babor para maniobrar la embarcación desde el muelle y pilotarla fuera del puerto deportivo hacia la bahía. Para atravesar el Golden Gate tenía que dar bordadas a contraviento. La barca inició su derrotero. Poco después surcaba la bahía en dirección al este, a continuación giró hacia el Golden Gate, y las luces de San Francisco pasaron a su lado deslizándose en las aguas. Las ráfagas de viento arrancaban la espuma de las olas, la sal y el frío ardían en su rostro, sí, ¡así era como le gustaba a ella!
A pesar del viento racheado tenía controlada la barca por completo. Conocía a la perfección cada maniobra. Se relajó al timón, y su cabeza se despejó. En cuanto hubo dejado la zona protegida del viento del Golden Gate, el casco comenzó a estremecerse por el impacto de la proa al penetrar en las olas. A toda velocidad se movía sobre las aguas hacia mar abierto, y viró en dirección noroeste. Veinte minutos después giró al suroeste con un gran chasquido de las velas y siguió navegando por la vastedad del Pacífico.
La embarcación crujió en el siguiente valle de una ola y tiró hacia arriba de nuevo del otro lado de una manera tan impetuosa que por un momento pareció flotar por encima de las aguas. Dio un rápido vistazo hacia atrás y comprobó que las luces de San Francisco habían desaparecido por detrás del horizonte. Alrededor no había nada más que mar, estrellas y penumbra.
Hacia la medianoche, Shannon hizo girar la embarcación poniendo proa contra el viento, de nuevo en dirección al norte. Las ráfagas de viento eran gélidas, el aire saturado de espuma sabía a sal. Ella mantenía el rostro contra el viento.
Rob. Durante un rato estuvo pensando en lo que Tom le había contado acerca de su hijo y en lo que ella había sentido mientras se lo contaba. Le habría gustado tanto confiárselo a Skip, pero eso resultaba del todo imposible. Se moriría del espanto ante la posibilidad de que ella pudiera dejarle para irse a vivir con Rob a Ciudad del Cabo o a Sídney. Ella tenía que tomar su decisión a solas, como ocurría siempre.
Navegaba con dureza a contraviento. La embarcación crujía con todas sus fuerzas en las olas. La espuma saltaba chorreando y caía sobre ella. Hacia la una y media de la madrugada volvió a girar y puso rumbo al sur.
¿Y el otro, el misterioso desconocido? Aquella conversación tan familiar, los fervientes sentimientos que había habido entre ellos, el roce, el beso de despedida. ¿Por qué permitió que se marchara?
Poco antes de las tres de la madrugada, Shannon hizo girar la embarcación y surcó las olas poniendo rumbo de vuelta a San Francisco. Había tomado una decisión.