3

Shannon salió del ascensor, se apoyó en la pared con los ojos cerrados y prestó atención a los latidos de su corazón.

¿Cuánto tiempo hacía que no sentía esa grandiosa sensación del enamoramiento? ¿Cómo había conseguido él emocionarla de esa manera? ¡Sus palabras fueron tan ciertas, tan bien dichas, tan cordiales! ¿Quién era él? ¿Por qué no le había preguntado cómo se llamaba? ¿Cómo era posible que hubiera huido de él a pesar de que habría preferido pasar el resto del día a su lado? ¿Volvería a verlo alguna vez? Esta pregunta hizo que asomaran las lágrimas a sus ojos.

El botones sacó la cabeza por el ascensor y la miró con cara de preocupación.

—¿Está todo bien, señora?

Ella se enjugó las lágrimas y asintió con la cabeza. Entonces volvió a subirse al ascensor. El mozo no preguntó adónde deseaba ir. Había presenciado el beso. La bajada en el ascensor duró una eternidad. Nada más abrir el mozo la reja, Shannon se precipitó en el vestíbulo tratando de buscarle, pero ya no estaba allí. Tampoco en el bar. Salió del hotel con cara triste. Se detuvo frente al portal. Allí estaba el Duryea de color rojo. Miró en todas direcciones. No podía andar muy lejos, pero no se le veía por ninguna parte. Shannon esperó unos instantes y luego regresó al hotel.

Le abrió la puerta el mayordomo de Tom.

—Buenos días, señora.

—Buenos días, señor Portman —dijo ella con cierto tono de desaliento.

—¿Me permite la cámara, señora?

Con las manos temblorosas desprendió los prendedores del sombrero, se lo quitó junto con el velo de luto y se lo entregó también al mayordomo. Estaba confusa. Él sabía de lo que iba a hablar con Tom, y tuvo que suponer que estaba nerviosa o desasosegada por esa razón. Para disimular sus sentimientos, ella se irguió y tensó los hombros.

—El señor Conroy la espera, señora. —El mayordomo le abrió la puerta y la dejó entrar—. Miss Shannon O’Hara Tyrell, señor.

—¡Shannon! ¡Qué alegría! —Tom Conroy le salió al paso en su silla de ruedas y extendió las manos hacia ella.

—¡Tom! —Ella le tendió una mano que él se llevó a los labios con una sonrisa cordial. Su aliento acarició cálidamente la mano—. Le ruego que disculpe mi retraso.

Tom la miró a los ojos.

—¿Le ha gustado él?

Ella lo miró atónita.

—¿Quién?

—El tipo que ha conseguido hacerla llorar. —Tom se llevó un dedo al párpado derecho.

Ella extrajo un pañuelo y se limpió la sombra del lápiz de ojos que al parecer se le había corrido.

—¿Cómo sabe que ha sido un tipo?

—Cuando una dama pierde los estribos, siempre hay un tipo que tiene la culpa de que ocurra tal cosa. —Tom observó atentamente su reacción—. ¡No, déjelo! Así se lo va a correr aún más. Acérquese, Shannon, yo la ayudaré.

Ella le entregó el pañuelo, se inclinó sobre él y dejó que le limpiara las huellas de las lágrimas. No se sintió ni siquiera incomodada. Incluso le encantó aquella situación de alguna manera.

—¿Qué ha sucedido?

—He tropezado con el bastón de un caballero que quería ver de cerca un Duryea.

Los ojos de Tom resplandecieron.

—¿Se refiere usted al bólido deportivo que está aparcado frente a la entrada?

—Exacto.

—¿Le gusta?

—¿El tipo o el Duryea?

Tom profirió una carcajada sonora.

—Shannon, si yo tuviera diez años menos, usted debería tener mucho cuidado conmigo. —Se enjugó las lágrimas de la risa—. Bueno, digamos que cinco años menos.

—Está bien saberlo —dijo ella, burlándose de él—. Si Rob no quiere, podemos casarnos los dos.

Tom resolló.

—Se enamorará de usted. Se casará con usted. Pero volvamos de nuevo a mi pregunta de antes: ¿Le gusta? Me refiero al Duryea rojo…

Ella sonrió con gesto satisfecho.

—Un juguete muy mono.

—¿Y el tipo?

—¡Tom!

Él levantó las dos manos en tono apaciguador.

—¡Está bien! —Sonrió burlonamente con gesto pícaro—. ¿Le ha echado un vistazo a la matrícula?

—No.

—SOT 1. Shannon O’Hara Tyrell, número 1. Vamos, usted se habría comprado un automóvil de todas formas. Eso es lo que me dijo en la fiesta de Nochevieja. Así que le ahorraré las discusiones con Caitlin sobre si resulta conveniente para una dama conducir sola un deportivo que es un bólido.

—Tom…

—Para estas cosas los australianos de la región del Outback tenemos mejores modales que ustedes, los yanquis. Es un regalo, Shannon, y no se rehúsan los regalos.

—Tom, no sé lo que…

—Shannon, sé cómo piensa usted acerca de los anillos con brillante y sobre los collares de diamantes. Y yo respeto su decisión de no aceptar tales regalos ni los compromisos vinculados a ellos. Pero el Duryea ha salido del corazón. Me gustaría verla a toda pastilla por las calles con una sonrisa feliz en los labios, la sensación de libertad en el corazón y el viento en su cabello. Deme ese gusto, hágame el favor.

—Gracias, Tom. —Ella se esforzó por sonreír.

—¿Qué le parece si vamos con él al Cliff House?

—Con sumo placer.

—¡Ay, si yo fuera diez años más joven… qué digo, cinco…! —Tomó la mano de ella y la retuvo entre las suyas—… Con toda seguridad no la presentaría yo a usted a mi hijo.

—Yo también siento mucha simpatía por usted, Tom —confesó ella con emoción.

Él presionó la mano de ella.

—Lo sé, Shannon. Usted irradia tanta calidez, tanta cordialidad. A su lado me siento cinco años más joven… ay, qué digo… diez años —se corrigió con una sonrisa burlona—. Pero no estamos aquí para hablar de mí sino de Rob. —Señaló con el dedo el sillón situado frente a la chimenea de mármol, la siguió en su silla de ruedas y llamó al mayordomo. Nada más tomar asiento Shannon, preguntó—: ¿Toma usted té?

—¿En el país de los libres y en la patria de los valientes, como dice el himno? Señor, soy una estadounidense —protestó ella con una sonrisa.

—¡Y vaya una, ya lo creo! —Tom sacudió la cabeza con gesto de satisfacción—. Así que nada de té. ¿Qué tal un café?

—¿Puede usted conciliar eso con su dignidad de inglés?

—Solo si se me permite cantar God save the Queen también.

—Si hubiera propuesto usted Waltzing Matilda, puede que yo hubiera cedido.

—Es usted una negociadora dura de pelar —farfulló Tom con aire satisfecho—. ¿Le gusta el champán?

—Sí, mucho.

—Entonces, ¡bien! Señor Portman, sea usted tan amable…

—Enseguida, señor. —El mayordomo se fue. Al poco rato regresó con una botella de champán y dos copas de cristal.

—Bueno, ahora voy a mostrarle al tigre su jaula —bromeó Tom después de beber los dos un sorbo. Al percibir la mirada de Shannon, la tranquilizó—: Rob se parece mucho a usted, mucho más de lo que piensa. Ama su libertad, igual que usted, y no permite que le encierren. Ustedes dos se llevarán magníficamente bien.

¿Y si no era así? En ese instante no pudo menos que pensar en el misterioso desconocido, en la conversación en el bar, en la familiaridad con un desconocido del que no sabía absolutamente nada, en los sentimientos entre ambos, en el beso.

Ella respiró hondo.

—¿Y si Rob no me quiere para él?

Tom pareció barruntar lo que sucedía en el interior de ella. Se puso serio de repente, y su voz sonó suave.

—Mi chico tiene a veces muchos pájaros en la cabeza, pero no es ningún loco.

—¡Tom, en serio!

—Bien, vale, digo las cosas como son. En nuestro último encuentro en Nochevieja, usted, Shannon, me impresionó mucho. Le he tomado cariño. Tanto si quiere como si no, mi chico tiene que casarse y engendrar un heredero con usted.

Shannon enarcó ampliamente las cejas.

—¿Y de lo contrario?

—De lo contrario, le desheredaré.

—Eso es duro.

—Rob es un negociador tan duro de pelar como usted.

—¿Tiene hermanos?

—Supongo que sí.

—Entiendo. —«¿No había dicho Caitlin que Tom había encontrado a su hijo ante la puerta de su casa?»—. ¿Quién heredará su fortuna si Rob se opone al matrimonio?

—Usted.

—¿Yo? —preguntó, dejando la copa encima de la mesa.

—Si Rob se obstina en su negativa, la nombraré a usted mi heredera. Entonces él tendrá que casarse con usted. Pensé que me había expresado con claridad: quiero que ustedes dos se casen. Mi chico no encontrará a ninguna mujer con más clase que usted, Shannon.

Ella no entró al trapo.

—¿Dónde viviremos?

—En San Francisco, en Sídney o en Ciudad del Cabo, dejo la decisión al criterio de ustedes dos.

—¿Y usted, Tom?

—También dejo esa decisión al criterio de ustedes dos.

—¿Qué tal se llevan usted y Rob?

—Estupendamente.

—¿Cómo le llama él a usted?

—Tom. ¿Cómo llamaba usted a su padre?

—Señor.

—Entonces estoy contento de que no me llame así. ¿Lo quería usted?

—No. —Ella misma se asustó de la franqueza de su confesión. Había sonado demasiado áspera e irreconciliable, pero no era eso lo que quería expresar—. Me respetaba, igual que yo a él, pero en el fondo no teníamos nada que decirnos el uno al otro, nada que saliera del corazón.

—¡Vaya por Dios!

—No me interprete mal, Tom. Sé todo lo que él hizo por mí. Mi padre me educó después de divorciarse de mi madre, que se trasladó a Nueva York cuando yo tenía ocho años. Aprendí a cabalgar, a navegar y a disparar con mis hermanos. Colin estuvo en Berkeley, Aidan en West Point. Mi padre logró que me admitieran en Stanford. La carrera que estudié allí me abrió una puerta, y yo he entrado por ella.

—Y solo hace tres semanas que regresó aquí solamente para constatar que no ha cambiado nada y que su padre, que le regaló a usted la libertad, ya no está con nosotros.

—Fue un ataque de apoplejía. Mi padre fue incapaz de resistir la presión. Las expectativas eran demasiado elevadas, las reglas eran demasiado estrictas. Caitlin tenía subyugado a su hijo, lo machacó. Esa fue, en última instancia, la causa de su muerte.

El recuerdo regresó a ella con una intensidad dolorosa. Tras encontrar a Skip en la bañera, ella se había dirigido al dormitorio de su padre. Se acordaba todavía de cómo se sentía en ese momento. Sintió una dolorosa paralización, una enorme frialdad en todos sus miembros, y no podía entender que su padre ya no estuviera allí. No sabía por qué había llamado con los nudillos a la puerta antes de entrar sin hacer ruido. ¿Por respeto, quizás, ante el muerto? ¿O por respeto al padre?

Yacía encima de la cama con las manos juntas. Llevaba puesto, como siempre, un traje con una camisa almidonada y un cuello tieso. En vida, Sean Tyrell había sido un tiarrón fuera de lo común. Espigado e imponente, de porte dominante, verdaderamente arrogante. ¿Y ahora? Ella se había quedado consternada al ver su rostro empalidecido. Mostraba un gesto sonriente, pero no era su sonrisa de siempre sino una expresión de la cara que se le había quedado adherida como una máscara. Esa sonrisa tensa no había podido ocultar su estado de ánimo: había sufrido en la hora de su muerte. Y ella tenía una parte de culpa en su muerte. Lo había abandonado en la disputa. Había dicho cosas que ahora lamentaba en lo más profundo porque le había causado daño con ellas. Y él se había ido para siempre antes de que pudieran reconciliarse. Pensando en estas cosas sintió una opresión en el corazón.

Buscando un recuerdo personal que relacionara a su padre con ella, se puso a revolver en los cajones de la habitación de él. En ellos encontró fotografías de su madre. Hacía años que no veía esas fotos. Tras el divorcio, Sean ocultó ante su madre los recuerdos que poseía de Alannah, así como sus sentimientos y su amor por ella; Caitlin había echado de casa a Alannah hacía años. Shannon volvió a meter las fotografías de su madre con todo cuidado en los cajones.

En el vestidor encontró las camisas planchadas y almidonadas de él. Hundió la cara en una camisa y aspiró aquel aroma que le era tan familiar. Se apoderó de ella la pena y finalmente acabó llorando.

—¡Cielo santo! —exclamó Tom, y soltó un suspiro de consternación, como si sospechara lo mucho que la emocionaban todavía los recuerdos de su padre—. Yo percibía esa frialdad cuando visitaba a Caitlin —musitó. Al parecer le horrorizaba la idea de que Caitlin hubiera llevado a su hijo a la muerte con su dureza—. Pero no me habría ni imaginado que la cosa fuera tan grave.

—No soy yo la única a la que resulta insoportable la atmósfera familiar. Colin está en Alaska gozando allí de su libertad y solo en raras ocasiones regresa a casa. Y Aidan se halla en una celda de Alcatraz y se empecina en explicar que lo único que ha hecho ha sido pasar de una cárcel a otra.

—¡Dios mío!

—Volviendo a su pregunta de antes. Yo querría que usted viviera en la misma casa que Rob y yo, si usted lo desea así. Creo que él le echaría de menos si no le tuviera a usted cerca. Y yo, para ser sinceros, también.

—No podría usted procurarme una alegría mayor.

—Todavía no he dicho «sí».

—Pero tampoco ha dicho «no».

—Ciento cuarenta millones son un argumento convincente para no levantarse e irse una inmediatamente.

—No le creo ni una sola de esas palabras. A usted le resultan completamente indiferentes el oro, los diamantes y los ópalos. Si hay algo que pueda interesarle a usted de verdad será el tipo que va en el lote con la fortuna.

—Y así regresamos al tema que nos ocupa aquí.

—Rob Conroy, el soltero más codiciado entre San Francisco y Ciudad del Cabo. Tengo que confesar que en relación con las mujeres ha tenido hasta ahora un gusto horrorosamente malo.

Shannon tragó saliva en seco y se disponía a formular una pregunta, cuando Tom se la respondió:

—Sí, tiene amantes.

—¿Más de una?

—Sí.

»¡Vamos, Shannon! ¿Qué se esperaba usted? Quería un tío de verdad y no un lechuguino como ese Lance Burnette que de profesión es “hijo de” y cuya meta en la vida es ser heredero.

Tom presintió lo que se estaba cociendo en el interior de ella.

—Como ya he dicho, Rob es el soltero más codiciado en Australia. Puede escoger entre las mujeres, ¡y por qué no había de hacerlo! Es joven. Adora la vida y el amor.

—Tom…

—Las mujeres que Rob me ha presentado en los últimos años eran todas insoportables. La mayoría de ellas probablemente ensayaría la firma de su nuevo apellido antes de meterse en la cama con Rob.

Shannon permaneció en silencio desconcertada, no por la franqueza de Tom, sino porque se estaba preguntando si entre Rob y ella podían funcionar las cosas.

—Dijimos que hablaríamos de una manera franca y sincera, Shannon. Eso es lo que acordamos.

—Rob… ¿me será fiel?

Tom negó con la cabeza y dijo:

—Si usted disculpa a Rob sus aventuras, él le permitirá a usted su libertad. Mi chico necesita una mujer fuerte como usted, Shannon. Una mujer ante la que pueda sentir respeto. Ustedes dos serán los mejores amigos.

Ella asintió con la cabeza sin pronunciar palabra.

—Discúlpeme si la he desconcertado, pero usted ha insistido en hablar conmigo sobre Rob.

Ella hizo un ademán de negación con las manos.

—No pasa nada.

—Nunca me perdonaría que fuera usted infeliz con él. Quiero que sepa dónde se mete.

—Así es como deseo que se hagan las cosas, Tom.

—La verdad y nada más que la verdad.

—Eso es lo que acordamos.

Tom cogió su copa de champán.

—¿Qué le sucede, Shannon? ¿Ha estado usted enamorada alguna vez?

—Sí, tuve un amante —respondió ella, y se le encendió el rostro.

—¿En San Francisco?

—En Roma.

—¿Cuánto tiempo?

—Durante un verano.

—¿Lo sabe Caitlin?

—No. —Tom sonrió burlonamente—. Me siento halagado de que usted me lo confíe a mí. Penúltima pregunta: ¿Quién dejó a quién?

—Yo a él.

—¿Le…?

—Con ternura y pasión.

Tom esbozó una sonrisa comprensiva.

—Me alegra saberlo.

—¿No le molesta?

—No.

—¿Y a Rob?

Tom rio con aspereza.

—El hecho de que usted haya reunido experiencias la convertirá en una persona interesante a sus ojos. Shannon, estoy buscando a una mujer con carácter para Rob. Abierta, inteligente y de voluntad firme. Una mujer que le disculpe sus debilidades, que lo respete y a la que él pueda respetar. Una mujer que esté a su lado y que le dé un heredero. Entonces me daré por satisfecho.

—¿Y considera usted que yo soy esa mujer?

—Yo la quiero a usted y a ninguna otra. Mi chico se merece lo mejor de mí. Si Rob no se casa con usted, lo desheredo.

Shannon permaneció unos instantes en silencio, luego preguntó:

—¿Cree usted que me voy a comprometer en este… trato?

—No, no lo creo.

—¿Por qué?

—Porque usted es la mujer que yo considero que es. Porque usted no puede ganar nada en ello. Y porque usted hace siempre lo que desea. Por tanto me toca motivarla a usted para que acepte a Rob como a su mejor amigo, su amante, su marido.

—¿Y cómo pretende conseguirlo?

—Le hablaré del asunto con la insistencia que sea necesaria hasta que usted ceda finalmente, afectada de los nervios.

Ella sonrió con satisfacción.

—¿Es esa su estrategia?

—No tengo otra. ¿Me propone usted alguna más con la que yo pudiera impresionarla?

—Podría mostrarme los ópalos que posee. Usted dijo que se había traído consigo los más bonitos.

Tom llamó a su mayordomo.

—Señor Portman, sea usted tan amable de traernos los ópalos.

El mayordomo desapareció en el dormitorio de Tom y regresó al poco tiempo con un estuche barnizado de negro que colocó encima de la mesa entre Tom y Shannon. Tom dirigió su silla de ruedas para colocarse al lado de ella, abrió el estuche y se lo ofreció. Fascinada, dejó que la luz danzara por encima de aquella piedra azul con matices brillantes de color verde y dorado.

—Una piedra maravillosa. —La hizo girar y miró en su interior como en aquella bola de nieve de juguete que había visto en París, unas bolas de cristal rellenas de agua en las que nadaban lentejuelas de metal. Al agitarla se arremolinaban y descendían como si de nieve se tratase. El ópalo le recordó una de aquellas bolas de nieve de juguete—. De manera diferente de lo que sucede con un diamante, este ópalo posee una profundidad increíble. Se transforma según cómo incida la luz en él.

—Cada vez que dejo vagar mi mirada en él descubro algo diferente, pero siempre es algo lleno de sensibilidad y de hermosura.

Ella le devolvió la piedra.

—¿De dónde procede?

—De Lightning Ridge. Es mi primer ópalo.

—Su primer amor.

Tom sonrió con gesto satisfecho.

—Podríamos denominarlo así.

—¿Lo vendería?

—Jamás.

—Estoy impresionada.

—Este es ligero. —Tom depositó la piedra y extrajo otra del estuche—. Mire este.

Dejó caer otro ópalo en la mano de ella. La piedra de color claro, lechoso, tenía unos reflejos verdes en su borde y rosados en su interior. Ella creyó reconocer en la piedra unas inclusiones resplandecientes de polvo de oro.

—Este ópalo me recuerda los cuadros de Claude Monet. Como si hubiera pintado rosas que el agua arrastra, solo que los colores son aquí más claros y relucientes.

—¡Caramba! Nadie había descrito antes esta piedra de una manera tan poética. Quizá debería bautizarla con otro nombre.

—¿Tiene nombre?

—Un ramo de rosas.

—¡Qué bonito! ¿Lo excavó usted mismo?

—Encontré un cubo entero entre la rocalla. Estaba buscando unas piedras para hacer una fogata, y entonces vi los reflejos a la luz del sol. Solo tuve que levantar las piedras del suelo.

—¡Increíble!

—¿Por qué? La familia de usted se hizo rica también porque Caitlin rebuscó entre el cieno y halló oro.

—Ella no encontró oro. Fue Charlton Brandon quien cribó en el río Americano en busca de oro. Se decía que para lavar el oro empleaba la misma batea con la que se freía luego los huevos con tocino en el fuego del campamento.

Tom sonrió burlonamente.

—¿Es verdad que él y Caitlin estuvieron casados durante la fiebre del oro?

—De eso hace medio siglo. Dejó a Charlton después de una enconada pelea en la que ella le golpeó en la nariz y se la dejó sangrando. Y entonces fundó su propia empresa. Proveía a los aventureros y buscadores de oro de víveres y herramientas. Reformó un carro entoldado con el eje roto y lo convirtió en su primer almacén. Con las tablas del pescante y dos tinas para el agua fabricó un mostrador. Palas, picos, bateas, cuerdas, tiendas de campaña, mantas de lana, vajilla de hojalata, lamparillas de petróleo, whisky… Ella amasó su fortuna con la tienda.

—Y entonces se casó con Geoffrey Tyrell.

—Pero también se separó de él tras el nacimiento de sus hijos. Él murió sin un solo centavo en el bolsillo mientras Caitlin se iba haciendo cada vez más rica. La Constitución de California honró la labor de las pioneras de la fiebre del oro garantizando a las mujeres el derecho a poseer bienes propios.

Tom asintió con aire meditabundo.

—Entonces dispone usted de su propia fortuna.

Ella sonrió débilmente.

—Rob no tiene por qué casarse conmigo. De todas maneras no tendrá acceso a mis novecientos noventa y cuatro dólares. Ese es mi dinero.

—Está bien saberlo —dijo Tom entre risas. A continuación volvió la seriedad a su rostro—. Los novecientos noventa y cuatro dólares tienen más valor para usted que los veinte millones de su participación en Tyrell & Sons.

—Eso es.

—Su libertad y su independencia son más importantes para usted que todo lo demás.

—Exacto.

—Shannon, si usted y Rob congenian, no tendrá usted que decidirse entre el amor y el bienestar, entre la autonomía y una convivencia matrimonial amistosa. Rob está en disposición de ofrecerle todo eso. Me gustaría que me permitiera usted telegrafiarle para decirle que venga a San Francisco. Desearía que lo conociera usted por sí misma y que se decidiera entonces por él.

Ella respiró despacio.

Tom se inclinó hacia delante y puso su mano sobre la de ella.

—Discúlpeme, no pretendía atosigarla.

—No pasa nada, está bien. —Shannon presionó la mano de él—. Usted es un padre cariñoso que quiere lo mejor para su hijo, y yo sé valorar mucho eso.

Tom volvió a meter el ópalo en el estuche y extrajo una piedra brillante que había despertado la atención de ella. La depositó en su mano con todo cuidado.

—Maravillosa, ¿verdad?

—Completamente cautivadora —confesó ella—. ¡Esos misteriosos destellos azules sobre un fondo negro! Esta piedra tiene una profundidad increíble, como el cielo estrellado sobre los mares del Sur. Una casi cree percibir la brisa del mar en la piel.

—Usted es una mujer muy sensible.

Los dos se miraron a los ojos.

Brillo de estrella es mi piedra del destino. —Tom se golpeó las piernas destrozadas con la palma de la mano—. La búsqueda de ópalos entraña graves peligros, con riesgo para la vida. La acababa de encontrar, y estaba extrayéndola de la pared de la galería cuando se me vino la mina encima. Un bloque de piedra se estampó contra mis piernas. No pude liberarme del peso por mí mismo. Pasaron horas hasta que me encontraron.

—Habría podido morir.

—Se me rompió la vida —se limitó a decir él—. Rob me sacó de allí. Él lucha por lo que quiere poseer. Nunca se da por vencido.

—Igual que su padre. —Shannon devolvió el ópalo a Tom—. ¿Es cierto que encontró usted a Rob un buen día ante la puerta de su casa?

—No tenía más de seis semanas. Un mocosillo muy gracioso. ¡Nada de chillidos! ¡Rob no era de esos! Me miraba con sus ojos radiantes y balbucía de felicidad. Y entonces rodeó mi dedo con su puño y no hubo manera de que lo soltara.

Shannon sonrió.

—Y le robó el corazón.

—Así podríamos llamarlo —dijo Tom—. Desgarré una camisa y con ella hice un pañal limpio. Luego lo alimenté con leche de cabra y lo coloqué en un cesto con el que había estado buscando ópalos en la galería. No sabía qué había que hacer con un niño, pero no tenía ni idea de quién era la madre de Rob. No podía devolvérselo a nadie. Ni tampoco quería devolverlo. Le había cobrado cariño al pequeño. —Sonrió, como abstraído en sus recuerdos—. Después de todos mis fracasos en la búsqueda de oro, en la viticultura y en la granja de ganado lanar, después de haber vuelto a perderlo todo, de pronto conseguía ganar algo. No era oro, ni fama, ni riqueza, sino un hijo. Una personita que daba un giro completo a mi vida y que cuestionaba todo aquello en lo que yo había creído anteriormente. De repente, Rob era lo más importante en mi vida. Y eso no ha cambiado hasta la fecha. —Ahora su sonrisa se volvió pícara—. Me sigue manteniendo ocupado a todo trapo.

—¿Cómo…

Shannon se interrumpió cuando el mayordomo entró en la habitación:

—Señor, le ruego disculpas, pero hay un caballero fuera que quiere hablar con miss Tyrell. Ha dicho que es algo urgente.

«¡Ha venido él!», pensó ella, nerviosa.

—¿Ha dicho su nombre?

—El señor Robert Wilkinson.

La decepción debió de notarse con claridad porque Tom arrugó la frente con preocupación.

—¿Quién es?

—Nuestro mayordomo —murmuró ella, consternada. No pudo menos que pensar en Skip, a quien hacía unos pocos días había encontrado inconsciente en la bañera. Al partir ella, él se había despedido para ir al club—. Debe de haber pasado algo. ¿Me disculpa un momento, por favor?

El mayordomo la esperaba en la puerta de la suite.

—Le ruego que me disculpe, señora. —Titubeó—. El señor Skip está en el club. He recibido una llamada…

Shannon se quedó sin respiración.

—¿Cómo está?

—Me temo que muy mal.

«¡Oh, por Dios, Skip! ¡Otra vez, no!».

—¿Quién más lo sabe?

—Nadie, señora. Consideré que lo mejor era mantenerlo en silencio. Me he pedido la tarde libre.

—Gracias, Wilkinson. Sabré valorarlo.

—Señora.

—Espere un momento. Tengo que despedirme del señor Conroy… Habíamos quedado para cenar. Y luego nos vamos al club.

Shannon regresó donde Tom, que la miró lleno de expectación.

—Se ha quedado usted pálida, Shannon.

—Mi hermano Skip ha sufrido un accidente.

—Lo siento mucho. ¿Cómo está?

—Tengo que ir a verlo ahora mismo.

—Por supuesto.

—¿Podemos dejar la cena para otro día?

—¿Qué le parece mañana? Tengo una invitación, sí, pero me dejaré ver tan solo un rato.

—Gracias, Tom. Gracias por su comprensión y por su amistad.

—Vale, vale. ¿Y la foto?

—Mañana. —Shannon se quedó pensando unos instantes—. Voy a dejar la cámara aquí —dijo por fin.

—De acuerdo.

—Vendré a buscarle a eso de las ocho y media. Con el bólido deportivo.