—Hasta mañana por la tarde, Tom. —Charlton Brandon se dirigió a la puerta—. Me alegro. Mandaré que vengan a recogerle a usted a las siete.
Tom condujo su silla de ruedas un paso adelante para acompañar a sus visitas a la puerta.
—Me viene perfecto.
—Muy bien. —Charlton inclinó la cabeza en señal de despedida—. Tom.
—Charlton. Josh.
Josh Brandon realizó una leve reverencia.
—Señor.
—Bien hecho, Josh —dijo Tom Conroy—. Su abuelo puede estar orgulloso de usted.
—Gracias, señor. Nos vemos mañana por la tarde.
Tom asintió con la cabeza.
—Tata.
—Adiós. —Josh sonrió irónicamente al escuchar aquella expresión coloquial australiana. A continuación siguió a su abuelo, salió al pasillo y cerró suavemente la puerta de la suite tras de sí.
En el pasillo esperaba una secretaria.
—¿Señor? —Entregó a Charlton un periódico y le pidió una firma a Josh—. ¿Señor Brandon?
Josh garabateó su nombre sin leer el documento.
—¿Qué es lo que estoy firmando en realidad, Rose?
—Los fuegos artificiales en la bahía, señor. El hotel Palace pone a nuestra disposición la vajilla y el personal. Mañana enviarán las flores.
—Bien hecho, Rose. La fiesta será seguramente una maravilla.
—Gracias, señor. William Randolph Hearst no ha contestado todavía. El gobernador ha aceptado la invitación hace unos instantes.
—Estupendo, entonces solo falta el presidente. —Josh devolvió a Rose la pluma.
—Espero que William McKinley tenga algo mejor que hacer que aguarme la fiesta el día de mi cumpleaños —dijo Charlton—. Detesto las fiestas, todo ese chismorreo estúpido. ¿Sabes cuándo fue la última vez que bailé? Hace cuarenta y nueve años.
—Con Caitlin. —Josh puso una mano en el hombro de su abuelo con una sonrisa de oreja a oreja—. Vas a cumplir setenta y cinco años.
—¿Tienes que recordármelo por fuerza? —refunfuñó Charlton—. Rose, anule usted la fiesta. Llame al gobernador y dígale que…
—No, Rose, no lo haga —dijo Josh entre risas—. La fiesta se celebrará tanto si quieres como si no. Si tu cumpleaños no es motivo suficiente para descorchar unas botellas de champán, entonces lo será sin duda la presencia de Tom en el Nob Hill.
Charlton resopló y dijo:
—Está negociando también con Caitlin.
Josh se encogió de hombros con desenfado.
—Bueno ¿y qué?
—¿Qué opinas de él?
—Tom es un caballero de verdad. No se le notan sus orígenes de la región de Outback.
—Sí se le notan, habla igual que un australiano.
—Es un inglés igual que tú, aunque de las barriadas de la periferia de Londres. Pero con los Brandon las cosas siempre fueron de mal en peor desde el primer duque de Suffolk. Sin título, sin tierras, sin dinero.
—Él te llamaba mate.
—¿Cómo crees que me llamaban en Alaska?
—A Tom le caes bien.
Josh se encogió de hombros.
—A mí también me cae bien él.
—¿Y qué sucede con Rob?
—Pregúntale a Sissy.
—Tu hermana no está aquí. Te pregunto a ti. Rob y tú… los dos tendréis que llevaros bien cuando tú seas el jefe de Brandon Corporation y él dirija la Conroy Enterprises.
—Yo me llevaré bien con él, pero ¿y Sissy?
—Rob es mucho mejor partido que Lance.
—Lance Burnette me ataca bastante los nervios con sus ademanes y sus poses de la costa oriental —confesó Josh—. Es un esnob.
—Y un idiota. No es de extrañar que Shannon se diera a la fuga cuando Caitlin negociaba con su familia una alianza matrimonial. —Charlton se dirigió a su secretaria—. ¿Rose? Siente al señor Conroy al lado de Sissy. Quiero que la conozca.
—Señor, la señorita Sissy es la acompañante de mesa del gobernador…
—¡Al diablo el gobernador!
La secretaria asintió obedientemente con la cabeza.
—Sí, señor. Como usted desee.
—Se lo agradezco, Rose. —Charlton volvió a dirigirse a Josh—. Y durante la fiesta tú permanecerás cerca de él.
Josh torció el gesto.
—Bien, lo haré.
—¿Me necesita para algo más, señor? —preguntó Rose.
—No, gracias. Ya no voy a ir más por hoy al despacho. Ahora me voy a ir a casa.
—Rob me da pena —dijo Josh cuando se hubo ido Rose.
—Jovencito, no quiero inmiscuirme, pero…
—Entonces no lo hagas —dijo con suavidad.
Charlton empujó a Josh hacia el ascensor.
—Dime, ¿entra en tus planes casarte algún día?
Miró al ascensorista cerrar la puerta con forma de reja. A continuación miró a su abuelo.
—¿Te refieres a casarme igual que Rob?
—Eso es.
—No.
—¿Y por qué, si puede saberse?
—Porque me gustaría poder elegir. Tom busca una esposa para Rob y se la presentará nada más llegar a San Francisco. Rob no sentirá ningún entusiasmo, eso por descontado.
—Tom le desheredará si no le da pronto algún mocoso que lleve su apellido. —Charlton le dio un empujoncito para echarle a un lado—. Dime, jovencito, ¿no quieres que te busque una esposa a ti también?
—¿Quieres pelea? ¡Pues la tendrás!
El ascensor se detuvo, se abrió la puerta de reja produciendo un ruido metálico, y Charlton y Josh pisaron el vestíbulo. Charlton señaló con el dedo un rincón tranquilo con sillones de piel.
—Sentémonos. ¿Qué tal un bourbon?
—¿Quieres emborracharme para que diga que sí?
Charlton hizo señas repetidas al camarero para que les tomara nota.
—¿Has estado enamorado de verdad alguna vez?
«¿Qué va a ser esto?», se preguntó Josh. «¿Una conversación entre hombres?».
—¿Te refieres a como lo estuviste tú con Caitlin?
—De eso hace ya medio siglo. —Charlton se retrepó en el sillón y cruzó sus largas piernas—. Josh, me gustaría que te pasara a ti alguna vez de verdad, como a mí por aquel entonces. —Echó la cabeza hacia atrás, dirigió la mirada a la cúpula de mármol del vestíbulo y soltó un suspiro—. El amor es pasión, jovencito. El amor es cuando uno no puede vivir sin la otra persona.
Josh se incorporó.
—La sigues queriendo, ¿verdad?
—¡Bah, qué disparate! Josh, escúchame, has estado mucho tiempo en Alaska. Tres inviernos interminables, algo que no todo el mundo es capaz de aguantar. ¿Por qué no sales por ahí mientras estás en San Francisco? Pregúntale a tu amigo Ian Starling si le apetece acompañarte si lo que ocurre es que no deseas salir tú solo por ahí. Búscate una mujer que te vuelva loco y por la que lo darías absolutamente todo. Alguna vez la tendrás delante de ti, perderás la razón y tu corazón se te pondrá a latir a lo loco. Si no has experimentado un amor así, eso significa que no has vivido todavía. La vida no tiene ningún sentido sin el amor, créeme, jovencito.
—Sí, la sigues queriendo.
—No estamos hablando de mí sino de ti.
Josh asintió con la cabeza.
—¿Y Alaska?
—Ian no tiene por qué seguir siendo siempre el asistente del vicepresidente. Si te quedas en San Francisco, él podría vérselas con Colin Tyrell en tu lugar. ¿Crees que Ian puede medirse con él?
—Colin y yo… nos llevamos bien. Tenemos un pacto.
—Lo sé, aunque al parecer crees que yo no debería saber nada al respecto. De lo contrario seguramente no me habrías hablado de la trompa que agarrasteis allá arriba, en el Círculo Polar. No debíais de estar muy sobrios que digamos cuando os disteis la mano después de aquella disparatada carrera de trineos de perros sobre el río Yukon helado. Acuerdo de caballeros… ¡Bueno, por mí que no quede! —Charlton rio con sequedad—. Has hecho un buen trabajo en Alaska. Caitlin nos sigue llevando la delantera, pero ya nos encontramos en el carril de adelantamiento para dejarla atrás. Gracias a tu intervención. Quédate en San Francisco, Josh. Quédate conmigo.
Josh iba a interrumpirlo, pero Charlton levantó una mano y dijo:
—¡Eh, espera! Deja que me explique. Me ha gustado mucho tu forma de negociar de hace un momento con Tom. Hablemos durante la cena si no va siendo ya hora de convertirte en socio. Tengo que empezar a organizar mi sucesión. La celebración de mi cumpleaños sería un buen momento para dar a conocer esta noticia. —Soltó una carcajada—. ¿Y bien? ¿No necesitas un bourbon ahora?
Al cabo de un rato divisó la fachada de cristal del Palace. Shannon vio de lejos ir de un lado a otro a un anunciante callejero vestido con tejanos desgastados frente a los escalones del portal. Hacía publicidad de una tienda que vendía equipamientos de segunda mano para buscar oro. En el hotel vivían muchos buscadores que habían encontrado oro en el Yukon y a quienes los cheechakos pedían consejo. Los cheechakos eran los novatos en Alaska, gentes que no conocían la tierra, ni la meteorología ni los peligros de la naturaleza salvaje e indómita, que no tenían ni pajolera idea de lo largo y duro que podía llegar a ser el invierno, que solo habían visto osos grizzlys y alces en los libros, que no sabían manejar un Colt.
El anunciante callejero llevaba atada a la espalda una criba. En ella había fijado sartenes, ollas, tazas de latón, una cafetera, una manta de lana y una batea para lavar el polvo aurífero. Del hombro le colgaba un Winchester. De una tabla de madera sobre su cabeza pendía un letrero en el que se revelaba dónde podía adquirirse todo aquel equipamiento: en una sucursal de Tyrell & Sons ubicada en el puerto.
Shannon se dirigió al portal de la entrada.
Un caballero elegantemente vestido, con un bastón bajo el brazo, descendió los escalones frente a las puertas de cristal, llegó a la acera, parpadeó a la luz del sol y extrajo unas gafas oscuras del bolsillo, que se puso con desenvoltura. A continuación volvió a ponerse el bastón bajo el brazo y se dirigió al anunciante callejero para comprarle una cajetilla de cigarrillos.
En Europa estaba en boga llevar el bastón o el paraguas de esa manera. En Estados Unidos no había observado todavía ese mal hábito. Los caballeros de San Francisco tenían la peligrosa costumbre de remolinear su bastón al aire como un pistolero hace con su Colt.
Estaba a punto de pasar al lado de aquel caballero cuando este, de una manera inesperada, cambió de dirección para mirar un automóvil que aparcaba en ese momento frente a la entrada del hotel: un Duryea nuevo con una carrocería pintada de un rojo reluciente y una barra de dirección de latón bruñido. Ella no pudo esquivarle, chocó con él por el hombro y tropezó con el bastón. Él la agarró del brazo en el último instante y evitó que cayera. Sin embargo, la maleta con la cámara de Shannon se estampó contra el suelo.
—¿Está bien, señora? —preguntó el caballero con gesto preocupado.
Shannon se irguió.
—Estoy bien, señor —respondió.
Él se quitó el sombrero.
—Lo siento mucho. Discúlpeme. Con las gafas oscuras no la he visto.
—No pasa nada —dijo Shannon.
El caballero se quitó las gafas de sol, levantó del suelo la maleta de ella y se la entregó.
—¿Es una cámara?
—Sí. —Shannon trató de abrir el cierre mientras mantenía agarrada la maleta con la otra mano, pero el cierre estaba atascado—. ¿Sería tan amable de ayudarme un momento, señor?
—Por supuesto. —Sujetó la maleta para que ella alzara el cierre y pudiera echar una ojeada dentro—. ¿Y bien?
Ella volvió a echar el cierre.
—No se ha roto nada.
—¿Me permite invitarla a una café, señora?
Shannon lo miró de arriba abajo. Tenía una buena planta, y era encantador. «Sí, ¿por qué no?», pensó, pero entonces se acordó de que Tom estaba esperándola.
—Señor, de verdad, no es necesa…
—Por favor.
—Señor, no tengo…
—¿Debo ponerme de rodillas y suplicarle perdón?
«¡Vaya, es todo un bandido!», pensó ella echándose a reír.
—No —repuso.
—Bueno, comencemos entonces desde el principio: ¿me permite invitarla a un café, señora? —preguntó con una sonrisa burlona y juvenil—. Si usted está dispuesta, lo normal es que diga ahora que sí.
A Shannon le gustaba su galante capacidad de réplica.
—Con mucho gusto.
—¡Qué bien! —Le quitó de las manos el maletín con la cámara y le ofreció el brazo para conducirla al vestíbulo del hotel Palace.
Josh abrió la puerta.
—¿Nos sentamos en el bar?
—¿Por qué no?
La sonrisa de ella podía hacer perder el sentido a cualquier hombre entre quince y ochenta y cinco años. Por ello se mostraba ella tan segura, como si supiera el efecto que causaba su cercanía en los hombres y, sin embargo, permanecía siempre con un aspecto muy natural.
«¡Vamos, Josh!», pensó él con el corazón palpitante. «¡Solo es un café, no habrá nada más!».
Le ofreció el brazo con gesto galante y la condujo al bar. Allí había varios sofás hondos de piel y mesitas de madera de secuoya. En una vitrina se veían bombones de chocolate belga en cajas de un brillo dorado. Las miró disimuladamente de reojo sin dignarse dirigir una sola mirada a los bombones. En realidad tenía la vista puesta en él.
Él dejó la cámara y le acercó un taburete de bar sobre el que ella tomó asiento con una rapidez sorprendente pese a la longitud de su falda. Luego se sentó a su lado e hizo una seña al camarero.
—Querríamos tomar un café.
—¿Sirven ustedes también capuchinos? —preguntó la joven dama.
—Sí, señora. ¿Lo desea con amaretto?
Josh enarcó las cejas.
—¿Qué es eso?
—¡Deje que le sorprendan! —dijo ella con una sonrisa.
—De acuerdo, confío en usted. Tomaré lo mismo.
—Muy bien, señor —dijo el camarero, y se marchó.
Ella dejó vagar la vista por el bar.
—Es un local bastante concurrido.
—Debería venir usted cuando atracan en el puerto los barcos procedentes de Alaska. Los buscadores de oro muestran sus pepitas y pagan sus bebidas con polvo de oro.
—¿Viene usted a menudo por aquí? —preguntó ella, echándose hacia atrás el velo de luto.
Él negó con la cabeza.
—Regresé de Alaska poco antes de las Navidades.
—¿Cuánto tiempo ha estado allí?
—Tres años. La mayor parte del tiempo a cielo abierto, en mitad de la naturaleza indómita al norte del río Yukon. La tundra solitaria más allá del Círculo Polar Ártico es un paisaje impresionantemente hermoso.
Ella le devolvió la mirada escrutadora. «¿Era aquello una declaración de amor por Alaska?».
Josh no podía apartar los ojos de ella, y Shannon pareció entender que él no estaba hablando únicamente de Alaska.
—Me parece maravillosa.
Ella no dijo nada.
«¿Cuántos cumplidos no habrá escuchado ella ya? Josh, has estado demasiado tiempo en mitad de la naturaleza. Y estás a punto de estropearlo todo».
—Dígame, ¿de dónde conoce usted el…? ¿Cómo lo llamó antes?
—¿El capuchino?
—Sí, eso es. Estoy seguro de que no los ofrecen en los restaurantes italianos del Fisherman’s Wharf.
—No, seguro que no —dijo ella con una sonrisa, y en sus ojos danzaban chispas de luz—. Viví medio año en Italia.
—¿Habla usted italiano?
—Un poco. —Ella sonrió con gesto de satisfacción—. Entrenamiento de supervivencia.
—¿Para qué?
—Para mis viajes. —Ella era distinta de todas las mujeres con las que se había encontrado hasta entonces: segura de sí misma sin ser orgullosa ni obstinada. Le gustaba su tenacidad. La mirada de él se deslizó rápidamente y con disimulo hacia la mano izquierda de ella. No llevaba anillo.
«¡Ánimo, Josh, vamos, confía en ti mismo!».
Respiró profundamente.
—¿Viaja usted sola?
—Sí.
—¿Sin un hombre que la proteja?
—¿Uno que me abra la puerta, que me ayude a ponerme el abrigo y que me lleve la maleta para mostrarme lo débil y dependiente que soy? ¿Uno que me pida cordero con salsa de menta cuando yo preferiría comer vieiras a la normanda? ¿Que me pida un vino que no me gusta? ¿Uno que se retire al salón con su brandy y su puro habano humeante para consumar la obra que comenzó Dios? —Ella lo miró con aire desafiante—. ¿Se ha escandalizado acaso?
—Estoy atónito.
Ella echó un vistazo a la mano izquierda de Josh mientras este la observaba. Sus miradas se encontraron.
«¡Es una absoluta locura!», pensó él. «¡Es una forastera!».
Josh extrajo su cajetilla de Chesterfield y sacó un cigarrillo.
—¿Le gusta provocar?
En lugar de responder, ella sacó su boquilla y dirigió una mirada a sus Chesterfield.
Él le ofreció un cigarrillo, le dio fuego y señaló a la cámara.
—¿Es usted fotógrafa?
No entendió por qué titubeó unos instantes, pues finalmente acabó asintiendo con la cabeza.
—¡Hábleme de la foto más bonita que haya hecho!
—No hago fotos bonitas. No fotografío las pirámides en una puesta de sol ni el Taj Mahal entre la niebla de la mañana.
—¿Pues qué, entonces?
—Fotografío a personas.
—¿Dónde?
—En las barriadas de Londres, por ejemplo.
—¡Hábleme de la mejor foto que haya hecho!
Ella no tuvo que pensárselo mucho.
—Un anciano de barba cana y con una chaqueta desgastada está sentado en una silla de madera frente a la puerta de su casa. Tiene el pantalón desgarrado, no lleva zapatos. No tiene ni un penique en el bolsillo, pero su sonrisa es conmovedora. Ese anciano me impresionó profundamente.
—Y usted no es una persona fácilmente impresionable —dijo él, expresando una suposición en voz alta.
Ella se puso derecha con un reflejo involuntario, como adoptando una pose, dio una calada al cigarrillo y expulsó el humo despacio.
—No. —Vaciló unos instantes—. Mi padre me educó igual que a un varón. No siempre era fácil estar a la altura de sus expectativas. Cuando me caía del caballo, volvía a subirme inmediatamente a mi montura. Y cuando el culatazo del Winchester me tiraba al suelo, volvía a levantarme. No se me saca tan fácilmente de quicio. —Volvió a dar otra calada al cigarrillo—. ¡Y ahora repita usted de nuevo su pregunta!
—Bien, de acuerdo: ¿Qué la impresiona a usted?
—Me han impresionado las pirámides y el Taj Mahal. No las piedras, no el mármol ni las piedras preciosas, sino eso que es invisible y que solo podemos percibir en lo más profundo de nosotros mismos, dentro del corazón. No eso que puedo tocar sino lo que me toca a mí, lo que me conmueve.
—Los sentimientos.
—La inmensidad de los sentimientos, la inconmensurabilidad de los anhelos.
Josh estaba a su lado, fascinado, dejándose encandilar por ella. Una cálida sensación recorría su cuerpo. Estaba enamorándose perdidamente de ella.
El camarero sirvió los capuchinos y los amarettos. Josh olfateó con curiosidad aquel licor de almendras. Luego probó un poquito.
—¡Hummm, es fantástico!
—Me alegra haber acertado con su paladar.
—Del todo, realmente. Gracias de corazón.
Bebieron unos sorbos de sus capuchinos.
—Siempre sola —dijo él al cabo de un breve silencio—. ¿No se siente usted a veces una solitaria?
—No si cuido de mí.
Él enarcó las cejas.
—¿Qué quiere decir con eso?
Ella no respondió enseguida.
—Si mi pregunta es demasiado personal…
—No. —La mirada de ella lo conmovió—. En un matrimonio de conveniencia, sin los sentimientos que surgen del corazón, me sentiría sola. Pienso que es difícil construir una convivencia auténtica en el matrimonio basándose únicamente en el respeto y en la dignidad.
—Usted desea amar y ser amada.
—Con ternura y con pasión —confesó ella, mirando al mismo tiempo a Josh.
Él sintió el deseo de tocarla, de tomar su mano entre las suyas, pero no lo hizo.
Ella pareció notar lo que estaba sucediendo en el interior de él.
—¡Formule su pregunta! —susurró sin dejar de mirarle a los ojos.
—¿Está usted… prometida? —preguntó él, esforzándose mucho para que le salieran las palabras.
Ella respiró profundamente, apagó su cigarrillo y dijo en voz baja:
—Estoy aquí para conocer a mi futuro marido.
Él se puso a remover en su capuchino con la cucharilla hasta que desapareció la espuma. La sensación que tenía era la de haberse precipitado al suelo desde una gran altura. Y el impacto le había hecho bastante daño.
Ella inclinó la cabeza para observarle mejor.
—¿Decepcionado? —preguntó con toda franqueza.
—Sí, mucho —confesó él con la misma sinceridad.
—¿Qué sucede con usted? ¿Es que no hay una mujer en su vida?
Josh negó con la cabeza.
—No.
—¿Por qué no? Un hombre como usted debería tener a las mujeres a sus pies.
—Gracias por el cumplido —dijo, sonriendo—. He estado demasiado tiempo en mitad de la naturaleza. Por muy románticas que sean las noches a la luz del sol de medianoche, no por ello dejan de ser infinitamente largas y solitarias.
Josh la observó con el rabillo del ojo mientras ella sorbía de su amaretto. Permanecieron callados un ratito, pero ese silencio no abrió ningún abismo insalvable entre ellos pues no dejaban de mirarse una y otra vez.
—¿Cómo se siente usted en estos momentos? —preguntó ella en voz baja.
—Como si el Pacífico rompiera en mí y las olas me arrastraran de un lado para otro.
—Muy poético, muy sensible. —Deslizó la mano por encima de la barra como si quisiera tocarle, pero la retiró a continuación.
—¿Y usted?
—Como si la potente corriente del Pacífico fuera a arrastrarme consigo, lejos de la segura bahía con la playa en la que yo debería encontrarme en realidad, si tuviera un poco de decencia. Pero la corriente es muy fuerte, y me asustan las pocas fuerzas que tengo para resistirme a ella.
Josh tragó saliva en seco y bajó la mirada.
—Comprendo.
También ella parecía estar batallando con sus sentimientos.
—¿Qué es lo que espera usted de su marido? —preguntó finalmente con voz ronca.
—Corazón y cabeza.
—¿Y qué más?
—Sensualidad.
—¿Qué más?
—Que sepa lo que significa cuidar el uno del otro en la medida de lo posible. Que tenga los dos pies en tierra. Que tenga algún oficio, que no sea únicamente un hijo heredero. Que yo pueda respetarle y tomarle en serio.
—¿Ha habido pretendientes a los que usted no pudo tomar en serio tras un examen exhaustivo?
—¡Oh, sí! Los ha habido.
—¿Y su futuro esposo es diferente?
—Eso espero —confesó ella—. Un hombre guapo, quemado por el sol, con botas y pantalones de montar cubiertos de polvo y con la camisa abierta.
—¿Aceptaría unos tejanos desgarrados? Deme cinco minutos y me cambiaré de ropa en un momento.
Ella se echó a reír.
—Demasiado tarde.
—¡Deme usted una oportunidad! ¡La rescataré de la corriente!
Ella rio pero su risa no sonó muy alegre.
—¿Qué espera usted de mí?
—No me regale ningún anillo con un brillante. Y no me ponga delante ningún extracto de su cuenta corriente para impresionarme.
—¡No lo haré, se lo prometo! ¿Lo ha hecho él?
—No.
—Parece saber lo que es importante. Corazón y cabeza.
—Y modales finos.
—A mí me quitaron las ideas raras en Berkeley.
—A mí me las metieron en la cabeza en Stanford.
Josh asintió con la cabeza con un gesto aprobatorio.
—Usted me gusta mucho.
—Usted también me gusta mucho a mí —confesó ella en voz baja.
Los dos callaron. El silencio entre ellos era relajado y cordial.
—Se casará con ese tipo.
—Si me gusta.
Cuando se acercó el camarero para retirar las tazas y las copitas, ella preguntó:
—¿Qué hora es en realidad?
—Las cuatro y cuarto, señora.
—¡Qué tarde es ya! —dijo ella con voz quejumbrosa—. ¡Había quedado a las cuatro!
—Con él.
¡Qué mirada le dirigió ella! La ingravidez de la media hora pasada se había esfumado.
—No, con su padre.
—¿Me permite que la invite después a una cena romántica? —inquirió Josh cuando ella se levantó. El corazón le latía con fuerza y temblaba a causa de la tensión.
—Voy a cenar con él —dijo ella—. En el Cliff House.
Él luchaba denodadamente por conservar la calma. Todo había ido tan rápido y de pronto se estaba saliendo todo de madre. Durante unos instantes no sintió nada más que desesperanza.
—¡Qué distinguido! —consiguió decir finalmente.
—Así es él.
—Y a usted le gusta.
—Sí, mucho —reconoció ella—. Me llevo dos por el precio de uno. El padre entra en el lote si me caso con su hijo.
Josh asintió con la cabeza sin pronunciar palabra.
—Ahora tengo que marcharme. —Agarró la cámara—. Gracias de corazón por esta invitación, señor.
—Ha sido un placer, señora. —Josh se sacó algunas monedas del bolsillo y las depositó encima de la barra—. Me ha sido muy grato conocerla. Quizá volvamos a tropezar de nuevo los dos algún día.
Ella sonrió con satisfacción.
—También he disfrutado yo de la conversación con usted, incluso mucho. Me gusta la forma que tiene usted de hablar, directa y sin complicaciones —dijo en voz baja—. Adiós, señor. —Se volvió y se marchó.
Algo en su actitud, quizás el gesto de resignación con el que volvió a cubrirse el rostro con el velo de luto, hizo pensar a Josh que a ella le habría gustado quedarse un rato más. La miró marcharse, completamente emocionado.
«¡Josh, estás loco de remate si la dejas marchar en este momento!».
Echó a correr en dirección al vestíbulo. La alcanzó frente al ascensor. Ella se volvió. Había algo en su mirada que él, de entrada, no supo cómo interpretar. ¿Era tristeza? ¿Un sentimiento de vulnerabilidad?
—¿Y después de la cena? —Josh extendió la mano hacia ella y la tocó. Un dolor sacudió su cuerpo como un calambrazo, breve pero intenso—. Me gustaría estar a solas con usted.
Ella se lo quedó mirando fijamente sin decir una sola palabra.
Josh se acercó y se quedó pegado a ella.
—Quiero darle un beso.
Ella suspiró ligeramente, sacudió casi imperceptiblemente la cabeza, y una expresión forzada se posó en su rostro. A continuación miró a uno y otro lado del vestíbulo para ver si había alguien mirando, llevó la mano a la nuca de él y le besó ardientemente.
Una cálida sensación recorrió el interior de él. Le encantó sentir la mano de ella deslizándose por su espalda para acercarlo a ella. Gozó de los labios, del aliento, de la calidez, del aroma que irradiaba ella. Pero cuando Josh se disponía a abrazarla, ella le rehuyó y se refugió en el ascensor. Antes de que se cerrara la reja entre los dos, vio lágrimas en los ojos de ella. Luego desapareció. Y no sabía si volvería a verla nunca más.
—¡Eh, cheechako!
Josh se sobresaltó del susto. Su amigo Ian Starling le puso la mano en el hombro.
—Ian, ¿qué haces tú aquí?
—No regresaste después de la conversación que habéis mantenido con Tom Conroy. Soy del equipo de rescate. —Ian señaló con el dedo el ascensor—. ¿He visto bien?
Josh asintió lentamente con la cabeza.
—No se te puede dejar solo ni cinco minutos. ¿Quién es ella?
—Ni idea —dijo Josh con un tono apagado en la voz—. No le he preguntado cómo se llama.
—¿Quieres volver a verla? —Al asentir Josh con la cabeza, Ian le agarró del brazo—. Ven, subamos por las escaleras.
Josh pasó al lado del conserje corriendo como un loco; se puso a subir los peldaños de dos en dos, y junto con Ian recorrieron los pasillos a toda prisa tratando de dar con ella.