Profundamente sumida en sus pensamientos, la chica dejó caer el libro para contemplar a la mujer que tenía enfrente. En su recorrido por California Street abajo hacia la bahía de San Francisco, el tranvía circulaba traqueteando y sacudiendo a los pasajeros en sus asientos de madera. Sin embargo, aquella señora se mantenía bien derecha en su sitio. Tenía las piernas juntas bajo la larga falda y sostenía firmemente agarrada con las dos manos una maleta pequeña y un tanto desgastada.
¡Qué elegancia! Fascinada, la chica cerró la novela Retrato de una dama, de Henry James, y miró de arriba abajo a aquella señora. Tenía cubierto su hermoso rostro con un velo de luto. El matiz oscuro que ocultaba los ojos, pero que realzaba los labios carnosos, le procuraba una dignidad especial. ¿O no era acaso el velo de encaje sino esa forma de estar, segura y controlada con la que contrarrestaba los bandazos del tranvía? ¿O tal vez era su silencio en medio de aquella cháchara vivaz? ¿Su suave sonrisa? Aquella señora tenía elegancia y estilo. No llevaba anillo. ¿Qué edad podía tener? ¿Rondaría la treintena? ¿Qué vivencias habrá tenido ya? ¿Qué experiencias habrán moldeado ese rostro que parecía iluminarse de dentro afuera?
Shannon Tyrell mantenía la compostura solo con grandes esfuerzos mientras el tranvía traqueteaba al descender en dirección al puerto aquella mañana radiante de enero del año 1900. No se le habían pasado por alto las miradas de admiración de la chica. Al sonreírle amistosamente, esta se puso a mirar por la ventana visiblemente azorada. Shannon siguió la dirección de aquella mirada. El cielo destellaba como un ópalo descolorido, las nubes fulgían como oropeles. El aire traía ya un poco el aroma de los brotes de la primavera.
Cerró los ojos y se puso a escuchar la sinfonía de San Francisco, el traqueteo del tranvía, el tintineo de los cristales de las ventanillas, el chirrido del cable del tranvía, el escandaloso estruendo del trayecto cuesta abajo en dirección al Ferry Building. El vagón vibraba de una manera amenazadora como si fuera a desencajarse en cualquier momento. ¿Cuánto hacía que no escuchaba esa melodía?
Habían sido cuatro años de exilio. Igual que un fugitivo que abandona a su familia y su tierra, ella se fijó el firme propósito de no regresar hasta que no hubieran cambiado las circunstancias. Pero entonces recibió en Hawái un telegrama de su padre. Debió de ser Skip quien delató el lugar en el que se encontraba. Su hermano adoptivo era el único a quien había escrito en todos esos años. «Ven a casa, por favor», le había rogado su padre. «Tenemos que hablar». Ella titubeó mucho tiempo a pesar de que veía con claridad en las palabras de su padre que le estaba pidiendo, incluso implorando, el perdón. Entonces, ella envió un telegrama: «Iré en Navidades a casa, señor».
Habían sido cuatro los años de exilio. Cuatro años de autonomía y de libertad. Creía que había dejado atrás su pasado y que había tomado las riendas de su vida. «¡Atrás, ni para tomar impulso! ¡Nada de lamentos, ni de arrepentimientos!», se había dicho a sí misma. Pero en San Francisco la estaba esperando el pasado en la figura de su abuela. Shannon se mostró tranquila y serena, pero sentía una agitación en lo más profundo de ella al imaginarse su vida futura, las elegantes veladas, los ostentosos banquetes en el hotel Palace, las excursiones en un barco de vela por la bahía, las competiciones de polo en el Golden Gate Park, las cacerías de osos en el valle de Yosemite, las barbacoas en la casita de campo de San Rafael. Siempre las mismas personas de la nobleza adinerada de San Francisco y las mismas conversaciones sobre los beneficios procedentes del comercio en Alaska y de las inversiones en ferrocarriles y plantaciones de caña de azúcar.
Respiró profundamente.
¿Y Rob? ¿Tomaría parte su futuro marido en esa batalla infinita por obtener más dinero, prestigio y poder? Según las palabras de Tom Conroy durante la fiesta de Nochevieja de hacía unos pocos días, su hijo era todo un hombre, recio como el ópalo que había encontrado él en el Outback australiano. Un triunfador. Un triunfador cargado de muchos millones que vestía una camisa sudada, manchada de polvo rojizo, y unos tejanos descoloridos. Ese era al menos el aspecto que ofrecía en la foto que Tom le había mostrado. La sonrisa radiante de Rob y la sinceridad de Tom la apaciguaron un tanto con aquella boda inevitable. Rob Conroy superaba con creces a Lance Burnette, el heredero de un magnate del ferrocarril instalado en Nueva York a quien había dejado plantado junto con su anillo de compromiso. El brillante sí había sido digno de admiración, todo lo contrario que Lance.
Así que le había tocado Rob. Ese australiano encantador que todavía no sabía que iba a casarse con una yanqui, probablemente estaría tan entusiasmado como ella, es decir, nada en absoluto. Si él, en contra de todo pronóstico, diera su consentimiento para esa boda arreglada, ¿qué esperaría de ella? ¿La escenificación perfecta de un matrimonio feliz? ¿El papel de la esposa sumisa a su lado? ¿La madre de su hijo y heredero? ¿La primera dama de un imponente imperio financiero que se extendía desde Australia, pasando por Sudáfrica, Hong Kong y Hawái hasta llegar a San Francisco?
Expulsó despacio el aire de sus pulmones. Presumiblemente no podría rehuir el matrimonio una segunda vez, como ya ocurrió hacía cuatro años, cuando sencillamente hizo las maletas y se marchó. Viajó por todo el mundo huyendo de las imposiciones sociales y de un hombre al que no amaba, solo para constatar a su regreso que las personas que la habían forzado a aquel exilio seguían siendo las mismas. No comprendían el sufrimiento que ocasionaban a otros que no eran como ellos, ni sabían qué culpa inmensa cargaban sobre sus espaldas al actuar sin sensatez ni remordimientos.
—Nob Hill —exclamó el revisor desde su cabina, situada en la parte trasera—. Señoras y caballeros, ¡agárrense bien! ¡Vamos cuesta abajo!
Con un chirrido de frenos el tranvía enfiló la empinada calle hacia el Distrito Financiero. Un ciclista los adelantó con la chaqueta ondeando al viento. Un chico repartidor de periódicos vendía el San Francisco Examiner a través de las ventanillas abiertas. Un músico callejero se subió al estribo del vagón. Sus melodías melancólicas sumieron a Shannon en una ensoñación, de la cual la arrancó finalmente el revisor:
—Distrito Financiero, Torre Tyrell. Transbordo a las líneas de Sacramento, Sutter y Market Street.
En el cruce siguiente de California Street esquina con Sansome se alzaba la sede de la empresa familiar. TYRELL & SONS, ALASKA TRADING COMPANY, ponía en el letrero de latón, encima del portal. Shannon dirigió la vista hacia la cúpula de aquella fachada suntuosa de quince pisos de altura. La Torre Tyrell era un símbolo de la riqueza y del poder de Caitlin Tyrell, la fundadora de Tyrell & Sons. Shannon se recostó en su asiento, relajó los tensos hombros y cerró los ojos.
En Nochebuena, el día de la muerte de su padre, su abuela Caitlin le había anunciado que deseaba verla en su despacho. La sala de estilo Imperio, con una chimenea de mármol y altos ventanales con vistas a la bahía, producía un efecto marcadamente señorial. Los retratos de las paredes debían despertar la impresión de que aquella colección de cuadros era una venerable galería de los antepasados. No obstante, la mayoría de los socios comerciales de Caitlin O’Leary Tyrell sabían que la fundadora de la empresa había emigrado de Irlanda durante la gran hambruna porque a su padre, Rory O’Leary, se le echó a perder la cosecha de patatas de sus tierras. Caitlin se habría muerto de hambre si no hubiera estado lo suficientemente desesperada para robar y estafar a la gente y poder pagarse así el pasaje a Nueva York.
Caitlin no se levantó de su asiento para saludar a Shannon, sino que le hizo una señal con la mano para que se le acercara. Tenía el rostro sorprendentemente liso a pesar de sus setenta y cuatro años, un rostro como cincelado en piedra. Tan solo los labios apretados y la mirada apagada de sus ojos delataban la pena que sentía por la muerte de su hijo mayor ocurrida esa misma mañana.
—¿Me ha mandado llamar, señora? —Shannon se detuvo frente al escritorio.
Caitlin señaló una silla con el dedo.
—Siéntate.
Shannon cruzó las piernas. Su abuela arrugó la frente con gesto de enojo.
—Tu padre ha muerto. Con Sean acabo de perder a mi segundo hijo después de Kevin. Solo me queda Réamon.
Las dos mujeres permanecieron en silencio unos instantes, pero ni siquiera el recuerdo tácito del hijo y padre fallecido fue capaz de acercarlas. Caitlin volvió a levantar la mirada finalmente.
—Has cambiado, Shannon. No solo por fuera… Tu pelo, tu forma de vestir, tu porte. Eres más madura… más serena… Estás más segura de ti misma.
Sin pronunciar palabra, Shannon extrajo una pitillera, introdujo un cigarrillo en la boquilla negra que había comprado en París y encendió un fósforo. Dio una primera calada.
Caitlin apretó los labios con expresión de enfado.
—Sabes perfectamente que no me gusta que fumes, Shannon.
Shannon echó el humo en dirección al techo.
—Has cambiado.
Shannon rio levemente.
—¿Un café?
—No, gracias.
—¿Un Jack Daniels?
Shannon negó con la cabeza.
—Me parece que ya tenemos suficientes borrachos en la familia. El abuelo Geoffrey murió después de infinitos líos sin un centavo en el bolsillo. Se mató a fuerza de alcohol. Y el tío Réamon honra la memoria de su padre con un vaso de whisky en la mano.
Su primo Skip, a quien su padre había adoptado como hijo suyo a la muerte del tío Kevin, ahogaba sus penas en absenta. Shannon se asustó terriblemente cuando regresó aquella mañana después de una ausencia de cuatro años. Skip, a quien había afectado mucho la muerte de su padre adoptivo, yacía inconsciente en la bañera de agua fría, junto a él había una botella a medias de absenta y un frasquito de láudano. Wilkinson, el mayordomo, la ayudó a meter en la cama a su hermano adoptivo. ¿Había intentado ahogarse Skip con la borrachera? La dramática escenificación en el baño, ¿había sido un intento frustrado de suicidio o la llamada desesperada de auxilio de una persona sensible, trastornada, que sencillamente no podía soportar por más tiempo la gelidez existente en la familia?
—¿Tienes algún amante? —preguntó Caitlin.
—Eso es algo que a usted no le incumbe —respondió Shannon con calma.
—¿Te has acostado con algún hombre?
—Lea mi diario si le interesa saberlo.
Caitlin enarcó las cejas. No estaba acostumbrada a semejante tono.
—¿Hay cosas… picantes en él?
—¿A qué le llama usted «picante»?
—¿Lo has hecho o no? —preguntó Caitlin con impaciencia.
Shannon rio con sequedad.
—¿Es que está bajando mi cotización?
—¡Shannon!
—¿Ha adquirido alguien una opción de compra sobre mí?
—Sí.
Ese era el motivo de los arcones del ajuar que había encontrado en su habitación al llegar: porcelana, cristal, plata, mantelería y ropa de cama. Todo de la mejor calidad, como no podía ser de otra manera. Solo que todo aquello era del gusto de Caitlin, no del suyo. Tras el telegrama que le había enviado su padre supo que debía contar con aquello. Por lo visto, el enlace matrimonial de Shannon era un asunto ya decidido para Caitlin.
—¿Quién?
—Tom Conroy. De la Conroy Enterprises. Nueva Gales del Sur.
—¿Ópalos?
—Ópalos negros en Australia, diamantes en Sudáfrica, comercio en China y Japón. Sucursales en Sídney, Ciudad del Cabo, Calcuta, Hong Kong, Yokohama y Honolulú.
—Y, por lo visto, próximamente también en San Francisco. ¿Qué quiere?
—Tyrell & Sons es, junto con Brandon Corporation, la mayor empresa proveedora de pieles a escala mundial y la empresa mercantil con mayor capacidad financiera en el oeste de Estados Unidos. Tom quiere cooperar con nosotros e introducirse en el comercio de Alaska.
La empresa mantenía en Alaska más de noventa establecimientos comerciales en los que tramperos, pescadores y cazadores canjeaban pieles de foca, colmillos de morsa y huesos de ballena por mercancías. A pesar de que se habían agotado las cuotas de captura de morsas y de que en Alaska estaban reduciéndose incesantemente las existencias de animales de pieles finas, la fortuna de la familia aumentaba continuamente. Las monstruosas ganancias de la búsqueda de oro en el Yukon fueron reinvertidas con cautela: comercio con Siberia, Japón y China. Pesca en Alaska. Plantaciones de caña de azúcar en Hawái. Minas en México. Fábricas de conservas en San Francisco. Tranvías en Chicago, Nueva York y Filadelfia. Y el ferrocarril, la conexión entre el oeste y el este, que Caitlin quería colocar bajo su control al igual que el puerto de San Francisco. El único que le presentaba una enconada resistencia era Charlton Brandon, de Brandon Corporation, la competencia. Las dos empresas estaban enemistadas desde hacía medio siglo.
Al igual que Caitlin y que Charlton, también Tom parecía querer meter los dedos en todos los pasteles para probar de cada uno de ellos.
—¿Qué quiere? —repitió ella la pregunta.
—A ti.
—¿Para él?
—Tom tiene cincuenta y tantos. Va en silla de ruedas desde el accidente que sufrió en su mina de ópalos ubicada en Lightning Ridge, y sin embargo mantiene muy bien los pies en tierra si es que comprendes lo que quiero decir. Busca una esposa para su hijo, Rob Conroy.
—Rob, ¿es una reducción del nombre de Robert?
—No, se llama así realmente. Tom le puso ese nombre cuando un buen día se encontró al chico ante la puerta de su casa. El bebé tenía seis semanas, pero bueno, eso te lo contará Tom en persona.
—¿Rob no es hijo suyo siquiera?
—Tom lo considera su heredero. —Caitlin esbozó una sonrisa apagada—. Rob es el único niño que le dejaron en su casa.
—Entiendo. —Al parecer, Tom Conroy nunca había estado casado—. Bueno, de acuerdo, Tom ha adquirido una opción de compra sobre mí. ¿Tengo yo una opción de compra sobre Rob?
Caitlin resistió su mirada.
—Veo que tus estudios en Stanford fueron una buena inversión.
—¡Responda a mi pregunta, por favor!
—La mercancía no está disponible para un examen pormenorizado. Rob se encuentra en Nueva Gales del Sur. Vendrá acá en el momento en que llegue a un acuerdo con Tom.
—No, señora —dijo en un tono sosegado—. El trato no quedará perfectamente cerrado hasta que no haya llegado yo a un acuerdo con Tom. Quiero saber a qué me comprometo casándome con su hijo. Y quiero que sepa que no me convertiré en la señora Conroy sino que seguiré siendo la señora Shannon Tyrell Conroy. Si Rob no acepta esto puede ahorrarse el viaje a San Francisco.
Caitlin respiró profundamente.
—Has cambiado —dijo. Cogió un sobre lacrado de su escritorio—. ¿Sabes qué es esto?
Ella asintió despacio.
—¿El testamento de mi padre?
Caitlin rompió en pedazos muy pequeños el documento.
—Mi empresa la heredará quien sea digno de ella. Solo puede haber un heredero. Y no tiene por qué ser tu hermano Colin por el mero hecho de ser el representante de la empresa en Alaska. Aidan no puede hacerse cargo de la dirección. Está encerrado en Alcatraz acusado de alta traición. Y tu primo tampoco puede heredar. Vamos a hacer que sea candidato para el Senado. Estará en Sacramento y en Washington.
—No ha mencionado usted a Skip.
—No merece que se le mencione. Skip toma opio.
—¿El opio que importa usted ilegalmente?
Caitlin resopló con gesto despectivo.
—Skip no heredará ni un dólar. Lo dicho: solo puede haber un heredero. Y me es del todo indiferente que ese heredero sea un hombre o una mujer.
—Entiendo.
—¿Lo harás?
—Por supuesto. —Después de aquellos cuatro años había regresado a casa para comenzar una nueva vida, y horas después de su llegada no tuvo más remedio que constatar que su abuela estaba a punto de subastar al mejor postor la libertad que había alcanzado ella después de muchísimos esfuerzos—. Quiere que me case con Rob…
—Un excelente partido, aunque sea australiano.
—… Y quiere que vaya preparando una fusión con la Conroy Enterprises…
—Eso es.
—… Y al igual que mis hermanos y primos debo multiplicar la fama y el prestigio de la familia y ayudarla a usted, señora, a obtener un poder aún mayor.
—Creo que voy a hacer llegar una generosa donación a la Universidad de Stanford este año. Jane Stanford ha hecho realmente un buen trabajo al ocuparse de ti. Ha hecho de ti una persona presentable, inteligente, razonable y segura de sí misma. Estoy orgullosa de ti.
Shannon procuró que no se le notara la sorpresa en la cara.
—¿Y qué ocurrirá después de la fusión con la Conroy Enterprises? ¿La aniquilación definitiva de Brandon Corporation? —Apagó su cigarrillo. A continuación cruzó las piernas con desenfado, ignorando la mirada de desaprobación de su abuela.
—¿Te parecen suficientes cincuenta mil dólares?
—¿Y luego, señora? ¿Va a comprar usted Alaska? El zar de Rusia vendió Alaska a Estados Unidos por siete millones doscientos mil dólares. Eso fue en 1867, y su valor mercantil se ha incrementado desde la fiebre del oro en el Yukon. El presidente McKinley y su vicepresidente Roosevelt le endilgarán seguramente a usted las Filipinas en esta ocasión. Teddy sueña con un Pacífico norteamericano con islas norteamericanas y una flota norteamericana que proteja los intereses norteamericanos. Para ello no aplicará la fiscalización de monopolios para consorcios a Tyrell & Sons, sino que se abalanzará sobre el banco de J. P. Morgan, que colecciona líneas de ferrocarril igual que otros coleccionan postales de todos los lugares del mundo.
—Me parece que una donación de cien mil sería suficiente. ¿Qué te parece, Shannon?
—¿Está usted preguntándome en serio por mi opinión?
Caitlin se retrepó en el asiento, apoyó los codos en los reposabrazos y juntó las manos.
—Sí.
—Las negociaciones con Tom Conroy las llevaré yo —insistió Shannon.
—Por mí no hay inconveniente en lo que se refiere a su hijo, siempre y cuando olvides tus ideales románticos y vuelvas a recordar esas virtudes altruistas como el honor, el deber, la responsabilidad y el compromiso con la empresa que asegura tu nivel de vida. En lo que se refiere a la empresa, seré yo quien tome las decisiones.
Caitlin estaba acostumbrada a decidir ella sola en todos los asuntos, tanto familiares como políticos. Su último marido, Geoffrey Tyrell, dependió por completo de ella, y no solo en lo económico. Sus hijos tampoco cuestionaron nunca su autoridad ni se atrevieron a oponer resistencia a su gobierno. El padre de Shannon fue un caballero cumplidor e íntegro que obedeció a su madre con abnegación. Se comprometió con la empresa realizando grandes sacrificios personales, como el fracaso de su matrimonio con Alannah O’Hara. Sin embargo, Shannon no estaba dispuesta en absoluto a semejantes sacrificios, como la renuncia a la autonomía, la libertad y la felicidad.
—Quiero dejar algo bien claro, señora: yo decidiré con quién me voy a casar. No permitiré que se me obligue a ningún matrimonio. Esa prostitución que usted desea y que la sociedad tolera y que tiene lugar mediante el matrimonio de conveniencia no casa con mis ideas acerca de la libertad y la autonomía. Si tuviera usted otros criterios a este respecto, lo cual parecen sugerir los arcones del ajuar en mis aposentos, soy capaz de volver a marcharme esta misma tarde. Todavía no he deshecho las maletas. Y ya que menciona usted mi nivel de vida, tiene que saber que me gano la vida yo misma. No vivo a expensas de Tyrell & Sons.
—Lo sé.
—Tan solo le debo a usted un puñado de dólares por el viaje en ferrocarril de hace cuatro años a Nueva York. —Shannon sacó las monedas y las depositó encima del escritorio.
—¿Cuánto ganas como periodista?
—Lo suficiente como para estar orgullosa de ello.
—¿Sigues trabajando para el National Geographic?
—Entre otros.
Caitlin asintió con la cabeza. Quienes escribían para el National Geographic eran, por lo general, caballeros de renombre con dos e incluso tres iniciales antes del apellido: generales, coroneles, senadores, catedráticos, investigadores, expedicionarios…
—He leído tus reportajes de todo el mundo —dijo Caitlin—. Están bien redactados. —Era la primera vez que mostraba algún interés por la labor de Shannon y que expresaba un cierto reconocimiento por ella—. Para ser sincera, te diré que una vez tuve que consultar en qué parte del mundo se halla Cachemira. Skip reunió todos tus artículos y fue marcando en un mapamundi tu ruta de viaje.
—La National Geographic Society tiene un gran interés por la fiebre del oro en Alaska. Los editores están dispuestos a financiar una expedición al Yukon.
Caitlin asintió con gesto meditabundo.
—¿Y te han pedido que vayas?
—No, señora. Me han pedido que la dirija. Saldremos de San Francisco a comienzos de mayo. Estaremos en Alaska en cuanto se deshiele el río Yukon.
—¿Has tomado ya una decisión?
Un chirrido y un estrépito penetrantes arrancaron a Shannon de sus recuerdos. El tranvía dobló por Market Street y tomó rumbo al Ferry Building.
—¡Final del trayecto! —exclamó el revisor cuando el vagón se detuvo—. ¡Bajen todos, por favor!
Shannon deambuló por los desembarcaderos. En los muelles estaban atracados algunos veleros y barcos de vapor de ruedas de paletas. El aire salado olía a partida, a fuga y a libertad. La nostalgia de tierras lejanas la sobrecogió como una ola. ¿Qué tal si simplemente volviera a desaparecer, si se subiera al siguiente barco sin importar adónde fuera? Todavía no había estado en Tahití. Y luego estaba realmente la oferta de la National Geographic Society de dirigir la expedición al Yukon…
Shannon respiró profundamente y dirigió la vista a la torre del reloj del Ferry Building. Las tres y media. Había tiempo de sobra para el encuentro con Tom Conroy. Cargando sus cámaras puso rumbo en dirección al hotel Palace. Habría podido subirse al tranvía que pasaba traqueteando a su lado justo en ese momento, pero prefirió ir a pie. Todavía no se sentía preparada para mantener una conversación con Tom.
—¿No hay nadie que la ayude a llevar la maleta?
Shannon se detuvo y se volvió.
—No, señor —respondió.
—Señora. —Un hombre joven se quitó el sombrero ante ella y contempló con aire triste el velo de luto que llevaba—. ¿Se las apaña usted sola?
—Por supuesto —respondió ella con una sonrisa.
Era evidente que no quería dejarla marchar así como así.
—Puedo llevarle el equipaje. Iba a tomar usted Market Street, ¿verdad? —Señaló la amplia avenida que se extendía detrás de Shannon, por el centro de la cual circulaban los tranvías en ambos sentidos, flanqueados por carruajes y automóviles. Los peatones y ciclistas cruzaban aquel tráfico denso poniendo en peligro sus vidas; no todos los vehículos circulaban por el sentido correcto. En las calles de San Francisco prevalecía la ley del más fuerte, del más rápido, del más decidido.
—Eso es muy amable por su parte, señor, pero me las puedo arreglar sola.
—¿Está segura?
—Completamente. He arrastrado esta cámara conmigo por Cachemira y Ladakh.
—¡Oh! —El joven sonrió con gesto pícaro—. ¿Puedo serle útil en alguna otra cosa, señora? Como guía turístico soy casi tan bueno que como mozo portamaletas. Le mostraré en todo su esplendor esta ciudad imperial, la reina de las ciudades.
—Eso suena realmente muy seductor —dijo Shannon, riéndose por el encantador desparpajo del joven—. Pero no, muchas gracias. Soy de San Francisco.
—¿Qué le parece una cena romántica en alguno de los restaurantes italianos del Fisherman’s Wharf? —prosiguió el joven en un tono campechano con su táctica ligona. Extrajo una tarjeta de visita del bolsillo y se la dio a Shannon.
Ella leyó su nombre: Ian Starling. Por debajo estaba escrito su cargo: asistente del vicepresidente. Brandon Corporation. Alaska Trading Company. Ian Starling tenía un número de teléfono propio, ¡algo realmente impresionante!
La imponente sede social de Brandon Corporation quedaba a tan solo unos pocos pasos de Tyrell & Sons. Charlton Brandon había sido el primer marido de Caitlin O’Leary antes de que se casara con Geoffrey Tyrell. Parecía casi como si Charlton y Caitlin, a pesar de su enconada enemistad de décadas, no pudieran vivir simplemente el uno sin el otro.
—No, muchas gracias por la invitación, señor —dijo ella con una sonrisa—. Ya tengo una cita. En el hotel Palace.
—¿Y quién es el afortunado? —La mirada de Ian vagó hasta la mano de ella. Sin anillo.
—Mi futuro suegro.
—Disculpe usted —masculló Ian con el semblante confundido.
»Se las apaña usted realmente, ¿verdad?
Ella no pudo menos que echarse a reír.
—Por supuesto.
—Entonces me iré ahora. —Ian se caló el sombrero—. Buenos días, señora.
—Buenos días, señor. —Shannon inclinó la cabeza en señal de despedida, se volvió y echó a andar por Market Street arriba en dirección al hotel Palace. Cuando ya había dado algunos pasos, él le gritó desde atrás:
—¡No vaya a perder mi tarjeta! ¡En el caso de que se extravíe, yo la rescataré!
Shannon le hizo señas con la tarjeta de visita y una sonrisa, y prosiguió su camino. ¡Un verdadero caballero emprendedor de rompe y rasga!
—No se olvide usted: Ian Starling.