Bayan, el de los Cien Ojos, estaba montado a caballo, en una elevación de terreno que le proporcionaba una amplia vista del enorme río Amarillo. Walter podía ver que tenía el rostro iluminado por una sonrisa de triunfo.
—¡Qué tontos son los generales! ¡Domdatu! —dijo Bayan a los jinetes que le rodeaban—. Toda esa imponente flota será pronto destruida. Entonces sólo quedará un ejército entre Kinsai y yo. ¡Lo dispersaremos como arena al viento!
Walter se había perdido la serie de victorias terrestres que llevaran a los mongoles a lo largo del río Han, como lo proyectara Bayan, y por el Yang-Tse, mientras las grandes ciudades caían ante ellos como espigas maduras bajo una afilada guadaña. Al llegar al cuartel general del joven jefe aquella mañana, sin embargo, apenas si había tenido tiempo de ver a Bayan lanzar su ataque contra la flota de Manji.
El caudaloso río estaba tan abarrotado de buques de guerra de Sung, que parecía ser una enorme serpiente que se extendiera, sinuosa, hasta donde alcanzaba la vista. Se trataba de juncos de guerra, unos dos mil quinientos, los más poderosos navíos de combate que podía producir el Oriente; eran naves de altas popas, con enormes velas amarillas y escarlata, grotescamente adornados los cascos de azul y verde, con dilatados ojos de dragón pintados en la proa. Detrás de los juncos navegaban centenares de rápidos Hua-ma-Yangs, de cascos blancos, bordas verdes y blancas y abigarradas velas; luego, veloces Wa-Changtzus y Wupans, a más de embarcaciones cuyos cascos tenían extrañas formas, para navegar por las corrientes rápidas; por último, miles de embarcaciones más pequeñas, sampans, esquifes abiertos y balsas de bambú. El río estaba cubierto de naves en una distancia de muchas leguas marinas.
Era aquél un espectáculo verdaderamente único; un ejército de tierra que combatía con buques de guerra. Walter, lleno de dudas, se preguntó si un elefante podía vencer a una serpiente marina. Pero pronto se vió que ese esfuerzo no estaba más allá del poder del elefante. Los mongoles estaban abordando a los primeros buques de línea y se apoderaban de ellos con rápida y sanguinaria facilidad. La serpiente marina había empezado a retorcerse, palpitantes de terror sus brillantes anillos.
En ese momento crítico, el inglés oyó un ruido parecido al rugido del mar, pero centuplicado. Pudo ver densas nubes de humo que se elevaban desde ambas márgenes del río. Los mástiles de los juncos empezaron a derrumbarse, y por todas partes se levantaron llamas, como si los fuegos del infierno estuviesen traspasando la superficie de la tierra para consumir al largo dragón.
Walter apareó su caballo a uno de los edecanes mongoles.
—¿Qué es eso? —preguntó, con temor en la voz.
—Hua-P’ao —contestó el edecán, quitándose de la manga espuma de la boca de su caballo.
El hombre acababa de llegar y entregar un mensaje al general. Su rostro, que denotaba ansias de luchar, se dulcificó en una amplia sonrisa.
—Son los nuevos tubos de hierro que vomitan fuego. Los Manji los construyen. Nos apoderamos de ellos y por ese mismo medio los matamos.
Y la sonrisa del hombre se hizo más amplia aún.
—Un chino nos enseña a manejarlos; Chang Jung.
Walter se quedó en silencio, observando cómo los Hua-P’ao destruían la enorme flota. Allí, ante sus ojos, tenía una prueba de cuanto le dijera Roger Bacon. En Cathay tenían el secreto del misterioso polvo que estallaba en llamas y lo estaban usando, como el inteligente fraile lo había previsto, para la guerra. Era como estar presenciando el fin del mundo. Y con un poco de miedo interior, el muchacho pensó que aquél sería el principio del fin. El mundo no podría seguir adelante una vez descubierto ese mortífero secreto.
Sin embargo, al tiempo, venció el sentido práctico de Walter. Tenía que enterarse de cuanto pudiera acerca del destructivo Hua-P’ao.
«Tengo que trazar un plan de esa arma —se dijo—, de modo de poder llevármelo conmigo».
Aquella desigual batalla terminó pronto. La mayor parte de los buques Manji fueron hundidos y sus tripulaciones se ahogaron. Algunos de los juncos lograron virar y ponerse lejos del alcance de los rugientes monstruos de hierro y de las mortíferas nubes de flechas de las ballestas mongoles. Hubo unas pocas horas de confusión y el río volvió a mostrarse despejado, salvo los restos de los naufragios y los cadáveres que seguían flotando en él.
¡Inglés! —exclamó Bayan al verle—. Llegó a tiempo para presenciar mi mayor victoria. Los Manji han sido derrotados. Ahora, marcharé contra Kinsai —añadió con sonrisa de triunfo—. No necesite de su arco mágico, de ése que me arrebató.
—Mi señor Bayan nunca lo necesitará. ¿Qué pueden las flechas contra el fuego de los Hua-P’ao?
Bayan le hizo una seña para que se le acercara.
El Hua-P’ao todavía no es sino un juguete —dijo en voz baja—. Aquí, contra cascos de madera y a escasa distancia, he hecho lo que he querido. ¿De qué serviría en un campo de batalla contra escuadrones de jinetes a la carga? El tubo de hierro es lento y difícil de manejar. ¡Todavía no! ¡Todavía no! Es un juguete, digo. Creo que algún día ganará fácilmente batallas, pero el arco conquistará Europa antes de que los grandes jefes cristianos hayan oído hablar siquiera del Hua-P’ao. Ustedes estarán siempre siglos detrás de nosotros. Quizás este polvo lo usemos para volar las paredes de Roma.
Aquella tarde, Walter estaba observando los fuegos del vivac de los ejércitos mongoles y pensando en cuánto terror no dejarían de causar a las avanzadas Manji, cuando se le aproximó el padre Theodore. El nestoriano vestía harapos, pero parecía haber soportado asombrosamente bien los rigores de la campaña.
—Los hombres están comiendo —dijo—, y están distribuyéndose las mujeres prisioneras. Oirá usted muchos chillidos, pero no se preocupe joven estudiante. La vida es aburrida para las mujeres de Oriente, y esto será una diversión para ellas.
Y luego, como si acabara de recordarlo, añadió:
—Bayan lo manda llamar.
La tienda del general era mucho mayor que la que usara en el camino. Las nueve colas de caballo parecían flamear con crecida arrogancia. A la entrada se hallaba un grupo de personajes de alto rango, que abrieron paso de mala gana a los dos cristianos.
El interior de la tienda estaba brillantemente iluminado, y había muchos miembros de la comitiva sentados en el suelo, hablando entusiasmados en alta voz. Las imágenes de fieltro que colgaban a la entrada acababan de ser dibujadas para conmemorar la victoria del día; un halcón blanco de alas desplegadas, un retrato del emperador niño Sung, colgado de una cuerda y el Almohadón Amarillo, atravesado por un sable mongol. El viejo Booghra estaba sentado en el regazo de su amo. Bayan también se hallaba de humor exaltado.
—¡Inglés! —exclamó—. Venga y siéntese. Tengo mucho que decirle.
Cuando Walter hubo obedecido, el general se inclinó hacia él y murmuró.
—En este momento estoy lleno de orgullo. Acabo de hacer una ronda por los puestos de avanzada. Vestía una capa sencilla, y nadie me reconoció. Estaban hablando… ¡Ah, cómo hablan mis bravos soldados después de una victoria! Pero no oí mencionar a Genghis Khan ni a Sabutai, siquiera. Esta noche sólo hablaban de Bayan. Este hecho me hizo más feliz que cuando vi a la flota Manji arder en llamas hoy.
—Yo también oí conversaciones. Todos dicen que Bayan el de los Cien Ojos es el mejor jefe guerrero que haya vivido.
Bayan hizo una señal de satisfacción con la cabeza.
—Mis planes se cumplen perfectamente —dijo—. Ya a principios de año he de dictar mis condiciones a los Sung en el palacio real de Kinsai. Ya han llegado enviados para pedir condiciones de paz. Es evidente que aún no tienen idea de la facilidad con que puedo completar la conquista. ¡Me ofrecen doscientos cincuenta taels de plata y el mismo número de fardos de seda! Dicen que el nuevo emperador es un niño y que no puede censurársele por lo que han hecho sus ministros. Los culpables de esto serán castigados con la muerte. ¡Siguen viviendo en una brillante niebla! Yo, Bayan, de pie en el trono del Hijo del Cielo, impondré todos los castigos.
Y añadió, dominando el tono:
—Insisto en una rendición incondicional. Es la única salvación para ellos.
Luego prosiguió en tono más bajo.
—Ahora tengo una buena ocupación para usted, inglés. Los Manji están vencidos de modo tal que es inútil que sigan luchando. Mejoraré mi reputación si tengo que abrirme paso por la fuerza hasta Kinsai, pero prefiero obrar en otra forma. No tengo ganas de matanzas en masa, y tendría que entregar esa gran ciudad al sable y al saqueo. Mis hombres lo exigirían como de su derecho.
E hizo una pausa.
—Sólo la ceguera y el terco orgullo de los ministros del Emperador les impide rendirse. Chang Wu, el jefe de sus enviados, me ha contado en gran confidencia que el país de los Manji desea la paz. El mismo ve la locura de una mayor resistencia y el destino de Kinsai si prosigue la guerra. Me dice que los partidarios de la paz incluyen a todos los grandes estadistas y mercaderes.
»Quiero que vaya usted con Chang Wu —prosiguió Bayan—. Irá usted a Kinsai como un estudioso de Occidente deseoso de instruirse sobre China. Cuando llegue usted a Kinsai, abra ojos y oídos, y, si es posible, tráigame informes. Quiero que trabaje usted con Chang Wu en fomentar el movimiento en favor de la paz. Es posible que le escuchen cuando usted les diga lo poderosos que son mis ejércitos y la terrible venganza que ejerceré si siguen luchando hasta el fin. Estoy convencido, inglés, que ahora se necesita muy poco para hacer culminar la resistencia contra el ciego empecinamiento de los ministros de estado.
Bayan se movió en su silla y miró con fijeza al muchacho.
—Le parecerá extraño a usted que le proponga esa misión después de lo ocurrido allí en el camino, yo y sólo yo sabía lo que usted había hecho. Logré volver la caravana a su curso sin que nadie hubiese sospechado lo mucho que nos alejáramos de él. Soy orgulloso. Aprecio la reputación de que gozo entre mi soldados. ¿Acaso habrían seguido llamándome Bayan el de los Cien Ojos si hubiesen sabido que no advertí que nos dirigíamos hacia el norte en vez de hacerlo hacia el este? Oculté mi negligencia, y al hacerlo así tuve que conservar en secreto la gran traición de usted. Ya pasó todo eso, inglés. He logrado mi gran victoria y me propongo olvidar lo pasado. Confío en usted a pesar de todo. Quizás ahora quiera usted arriesgar su vida por mí.
—Mi vida, se la debo. Y me alegro de comprometerla al servicio de usted.
—No necesito decirle que hay peligro en esa misión. Si los ministros Manji sospechan la verdad, le cortarán la cabeza. Hasta puede que encuentren para usted una muerte mucho más penosa.
—Estoy preparado a correr el riesgo.
—¡Bien! —exclamó Bayan, sonriente—. Estaba seguro de usted, inglés, y me alegro de ver que mi hipótesis se haya confirmado. Y ahora tengo que darle instrucciones más precisas. Tenemos que proyectar hasta el menor paso que vaya usted a dar cuando llegue a Kinsai. Estoy profundamente preocupado por la necesidad de una pronta paz. Aquella gran ciudad ha de ser salvada en cuanto sea posible. En primer lugar, tiene usted que viajar con comitiva y cierto lujo, para que lo crean un príncipe extranjero de alguna importancia. Le conseguiré un manto de armiño y topo negro, y una buena cadena para que la lleve usted como collar. El sacerdote irá con usted. Si usted regresa, su recompensa será grande.
—No me preocupa la recompensa, noble Bayan. Lo único que pido es una oportunidad para rehabilitarme ante sus ojos.
—Le creo, amigo. Quizás el peligro no sea tan grande como se lo he pintado. Ellos tendrán mucho cuidado, puesto que han visto la fuerza y velocidad con que puedo herir.
—Hay una carta que tengo obligación de entregar a un mercader en Khan Bhalig —dijo Walter—. Anthemus me la confió cuando nos separamos en Maragha. Creo que tiene que ver con asuntos de comercio.
—La carta será entregada por uno de mis mensajeros al Hijo del Cielo.
—Entonces —exclamó Walter—, acepto ir a Kinsai. Iré con las condiciones que usted me fije. Hasta estoy dispuesto a ir tal como me hallo ahora.
Y, mirándose, añadió:
—Y como usted verá, estoy vestido de harapos.