Walter echó a galopar a lo largo de la caravana, con una expresión que trató de hacer parecer indiferente, en busca de Ortuh. Por fin localizó a El Tartamudo y se le puso a la par.
—Tengo una daga, que no me pertenece —dijo.
Ortuh pareció tranquilizarse al verlo.
—La daga pertenece a Ortuh —gruñó, sonriente, y añadió—: Ortuh tiene buena vista. Ve muchas cosas.
—¿Desea Ortuh que le devuelva la daga?
—Pronto. Ortuh visitará la tienda de los perros cristianos. Tiene mucho que decir. Que los inmundos hijos del Occidente esperen a Ortuh.
Walter espoleó a su caballo. Tuvo suerte, pues cuando llegó al carro orientador, unos veintitantos caballos de muda habían sido reunidos detrás de él, a cargo de un par de mustios criados. Se apeó de un salto y llevó a Podarge con los demás caballos. Ninguno de los guardias prestó atención cuando abrió la puerta trasera del carro y se deslizó en su interior.
En seguida, Walter sintió un acre olor. El viejo chino yacía bajo la mesa, cubierto el magro cuerpo por una manta. Tenía los ojos muy abiertos, mas inexpresivos.
—¡Narcotizado! —exclamó Walter con entusiasmo.
El chino había atado la palanca con una correa de cuero en posición fija. Walter la desató.
Mantuvo una firme mano en la palanca después de moverla una pulgada. Resolvió cambiar la dirección poco a poco. En la caravana no dejaría de haber quien se diera cuenta de un cambio brusco en la dirección. Había en el carro una angosta hendidura por la cual podía observarse la dirección de la caravana, pero en aquel momento, estaba obstruida por la pierna del conductor. El muchacho podía oír cómo el mongol murmuraba para sí en indignada protesta:
—¡Yo, Houlun, soy un hombre excelente! Entonces, ¿por qué he de estar obligado a conducir este pestilente carro detrás de ese miserable ganado?
A largos intervalos, Walter dió a la palanca una cuidadosa vuelta. Cada cambio significaba que el brazo del hada, en vez de señalar directamente al sur, pasaba poco a poco al este, de modo que la caravana empezaba a girar poco a poco al norte. Entre tanto, Tristram orientaba a su grupo directamente al sur. Cada li recorrido entonces representaba dos de separación con los fugitivos. Walter no dejó de observar la ranura delantera, y siempre que el desconsolado conductor movía la pierna, podía ver que la llanura que se extendía delante carecía de toda indicación de camino.
«¡La cosa sale tal como la había proyectado!» —se dijo Walter—. «¡Si sólo pudiera pasar bastante tiempo antes de que me descubrieran!».
Afuera se oían de cuando en cuando fuertes voces, y siempre el muchacho contenía la respiración creyendo que había sido descubierto. En cada caso los gritos resultaron no ser más que las acostumbradas discusiones de individuos de una raza naturalmente agresiva. Sin embargo, se estremecía a cada ruido.
«Pronto pedirán mi sangre» —pensó—. «¿Cómo me matarán?». Sabía que si llegaba a ser sorprendido, su muerte iba a ser cruel.
El viejo seguía yaciendo inconsciente. Walter empezó a dudar de que aún respirara.
«Cuando me vaya —pensó—, puedo dejar la correa suelta, de modo que crean que la dirección se perdió por ese motivo». Pero al volver a pensarlo, desechó la idea. Porque significaría que el viejo moriría en el acto.
Bien lejos, camino al sur, Lu Chung gritó a Tristram: Quizá mis ojos, que no son jóvenes, vean mal. ¿No le parece al alto estudiante que la caravana ha cambiado de rumbo?
Tristram miró, extrañado, hacia atrás.
—Tengo poca orientación en estas llanuras. Sin embargo, me parece que está dirigiéndose más hacia el norte.
—Así le pareció al humilde Lu Chung.
Tristram sofrenó su caballo, y el camello de Maryam pasó rápidamente a su lado.
—Taffy —dijo—, está ocurriendo un milagro. Walter los está desorientando. No sé cómo lo ha logrado.
La chica no contestó, sino que observó con solemne expresión la caravana que desaparecía rápidamente. De pronto, un cambio se registró en su compañero. Se irguió en la silla y levantó un brazo.
—¡Ésa es la respuesta! —exclamó—. ¡Esos asesinos del este se ríen de nosotros! ¡Nos llaman perros en nuestras caras! Se mofan de nuestra fe. Hemos aceptado sus insultos en silencio. ¡Pero ahora, Walter de Gurnie les está demostrando el valor y la fe que rebosan de un corazón cristiano!
Se volvió hacia Maryam, brillantes los ojos y llenos de lágrimas.
—¿Habría arriesgado su vida de este modo uno que no fuera creyente en el único Dios? ¡Esta noche no se van a reír!
Luego, repentinamente, desapareció la animación de su voz.
—Pero temo que mi amigo haya ofrecido su vida para enseñárselo y para salvarnos.
—Yo lo sabía —dijo Maryam en un susurro—. Trató de hacerme creer que iba a volver. Pero yo estaba segura que no lo haría.
Tristram no se preocupó por enjugarse las lágrimas que le caían por las mejillas.
—¡Adiós, Wat! —gritó—. ¡Tu fiel escudero te saluda!
—¡Démonos prisa, joven compañero! —exhortó Lu Chung. Tenemos que aprovechar de la ventaja que ese honorable señor nos brinda.
Maryam se inclinó y apretó fuertemente el brazo a Tristram. Se quedaron en silencio hasta que la última sombra de la caravana se hubo perdido de vista.
Pasó una hora. Pasaron dos. El gong detrás de Walter daba su señal con agradable regularidad.
Al muchacho le pareció que la distancia recorrida no era bastante. Pasó una hora más. El trecho que mediaba entre la caravana y los fugitivos debía ser ya de unas dieciséis leguas. Y Walter consideró que podía abandonar el carro.
Pero había tardado demasiado. Una ronca voz, afuera, ordenó al conductor que detuviera el vehículo, y se abrió la puerta trasera. Unos desconfiados ojos mongoles lo miraron.
—¡Ajá, perro cristiano! —exclamó Ortuh—. ¿Qué haces aquí?
Detrás de El Tartamudo, Walter podía ver el sombrero de fieltro de Bayan. La mirada del general estaba fija en él con expresión de desconfianza y asombro.
Walter saltó a tierra y se quedó inmóvil, frente a Ortuh. No había posibilidad de huida, pues unos jinetes de rostros broncíneos lo rodeaban, vigilándolo estrechamente. Aquello, pues, era el final.
El inglés miró el cielo, que era de un color gris, sombrío y amenazador. Soplaba un fuerte viento. Walter se alegró. Le habría sido más difícil morir en un día de sol.
«Ortuh es el culpable de esto —se dijo para sí—. Si he de morir, me lo llevaré conmigo».
Desenvainó la daga y se lanzó contra El Tartamudo. Lo que siguió fué una horrible pesadilla de violencia, ruido, confusión y dolor. Se dió cuenta de que ambos rodaban por tierra y que Ortuh estaba luchando desesperadamente para detener el brazo que sostenía la daga. Otros mongoles intervenían en la pelea, porque le caían golpes en la cabeza y la espalda. Unos pesados pies le pateaban las costillas. Pudo oír vagamente la voz de Bayan que ordenaba poner fin a la lucha, pero los golpes seguían lloviendo sobre él.
Cuando unas rudas manos obligaron a Walter a ponerse en pie, Ortuh quedaba tendido en tierra. La sangre le manaba de una amplia herida en la garganta.
«Si he de morir —pensó Walter sombrío—, tengo el consuelo, al menos, de que me he desquitado con él».
—Traédmelo —ordenó Bayan.
Cuando estuvieron uno frente a otro, el general hizo un gesto para que sus hombres se retiraran. Escrutó a Walter en silencio por largo rato, buscando con la mirada en su adversario del ajedrez los motivos por los cuales había obrado de ese modo. A Walter le pareció que, a pesar de la severidad que se reflejaba en la mirada del general, lograba percibir un dejo de pesar.
—Inglés, ¿qué ha estado usted haciendo? Desde hace dos horas he tenido la molesta sensación de que estábamos siguiendo un rumbo equivocado. ¿Ha estado usted tocando ese instrumento?
—Sí, amo Bayan. Estamos a muchas leguas al norte de donde debiéramos estar.
El general siguió observándolo, intrigado.
—¿Por qué ha hecho usted esto? —preguntó—. Usted sabía perfectamente que cada hora, cada li, me es preciso.
Walter contestó en un tono de profundo arrepentimiento.
—Siento que haya sido necesario retrasar a la caravana. Pero no me quedaba otro remedio. Las vidas de mis amigos dependían de mí e hice por ellos cuanto pude.
—Y yo, ¿no contaba acaso? Yo creía, inglés, que era usted un amigo.
—Por favor, déjeme usted que le cuente todo antes de juzgarme.
Bayan le hizo seña de que hablara, y escuchó atentamente cuanto Walter le dijo en voz baja, narrándole toda la historia.
—Me ha hecho usted una mala pasada en muchos aspectos —dijo el general cuando el muchacho hubo terminado de hablar—. He perdido toda una mañana. No habrá ya oportunidad de acudir al arco mágico con el cual he contado. Ese canalla de Lu Chung se me ha deslizado entre los dedos. El asunto de la muchacha griega es aún más serio, pues se ha ofendido al Hijo del Cielo, que esperará que yo imponga el castigo correspondiente. Inglés, tendrá usted que morir.
—Que sea de una muerte rápida y misericordiosa.
Bayan lo observó con triste mirada, acariciándose la barba con los dedos.
—Sólo un hombre valiente habría arriesgado así su vida para salvar a sus amigos. Tengo que hacer por usted cuanto pueda, aunque usted no lo merezca. Siempre me ha gustado usted, inglés. Hay una oportunidad, si usted está dispuesto a aceptarla. Le puedo dar una pequeña probabilidad de seguir viviendo, y complacer al mismo tiempo a mis soldados que están pidiendo su sangre.
Frunció el ceño, como dudando.
—Algunos han salido con vida de los golpes de las astas de lanza, y es posible que usted tenga fuerza bastante para ello. Sufrirá usted tanto como si yo lo hubiese hecho empalar, pero hay una probabilidad de salir con vida. Lo enviaré al Paseo de la Cuerda.