V

Durante semanas enteras estuvieron recorriendo cada día mayor distancia, mientras que los jinetes mongoles recorrían todo el largo de la caravana apremiando a los rezagados. ¡Hudelhu! ¡Hudelhu!, era su constante grito. ¡Adelante! ¡Adelante! El mismo Bayan ardía de impaciencia por llegar al teatro de la acción, como Walter pudo advertir en las ocasiones en que pasaban la velada juntos.

—Hay pocos caballos de repuesto en cada yamb, ahora inglés —dijo el general una noche—. El desierto ha sido barrido para la guerra. El Hijo del Cielo no dejará de preguntarse por qué tarda tanto Bayan.

Y se rió ante las piezas de ajedrez.

—¡La culpa es de esas enfermizas mujeres! ¡Tengo ganas de deshacerme de ellas!

El general ganó la partida con mayor facilidad que la acostumbrada, y su estado de ánimo mejoró.

—Me gusta usted, inglés —dijo—, y voy a confiarle un cargo. Muchos enviados mando a los Manji, y usted podría servirme de ese modo.

Estudió de cerca a Walter y luego hizo un movimiento de cabeza.

—Es usted alto y tiene buenos modales. Tendré que vestirlo con alhajas como un dios hindú y enviarlo a Kinsai cuando se haga necesario.

¡Kinsai! Walter se sintió tan entusiasmado ante la perspectiva que durmió muy poco aquella noche. Se levantó poco después del amanecer y salió para observar el tiempo. La víspera habían dejado de viajar a cubierto de los álamos asiáticos, y ya podía ver las montañas en el lejano sur. Maravillado, contuvo la respiración.

El espectáculo era imponente. Aquellas montañas, de blancas cimas que se confundían con el frío azul del cielo, en nada se parecían a las acogedoras elevaciones de terreno que Inglaterra dignificaba con ese nombre, ni a las descarnadas y hostiles colinas de Palestina. Daban una impresión de terrible altura, como si unieran a la tierra con las místicas regiones de allende las nubes. El silencio era asombroso; Walter consideró que más hubiera cuadrado un poderoso tronar de fuerzas desconocidas que se produjera más allá de los altos picos.

—¡Las Montañas Nevadas! —exclamó en voz alta.

—¡Son hermosas! —dijo una voz detrás de él.

Maryam lo había seguido al exterior, envuelta en la manta que se había echado por sobre sus ropas de dormir. El muchacho se volvió a mirarla. Vió que la piel de la muchacha había recuperado su tinte normal y que había en él algo de la blancura del marfil. La muchacha contemplaba aquel sublime espectáculo que le presentaba el sur, dilatados los ojos de asombro. Aquellos ojos dominaban el rostro, desde la amplia frente hasta la adorable barbilla.

—¡Hermosa! —repitió él, advirtiendo con cierta impresión que había estado pensando en ella y no en las Montañas Nevadas. Aquélla, pues, fué una ocasión de doble descubrimiento. Había puesto por primera vez los ojos en la fabulosa cadena montañosa, y tropezado a la vez con la verdad de que nunca antes en su vida había visto nada más hermoso que Maryam.

La muchacha se estremeció de frío, y se volvió para entrar en la tienda.

—Esta noche habrá una sorpresa —dijo por sobre el hombro.

Aquella mañana, antes de que la caravana reanudara su marcha, los mongoles celebraron una curiosa ceremonia. Formaron dos largas filas, a caballo, inmóviles, estirados los brazos hacia las Montañas Nevadas. Empezaron a cantar en coro. Esas crueles y agudas voces le hicieron correr un escalofrío por el cuerpo a Walter, situado bien atrás de los jinetes. Al terminar el canto, el muchacho hizo girar a Podarge, su hermosa yegua, y volvió a ocupar su puesto a retaguardia.

Al encontrarse con el padre Theodore, sofrenó.

—¿Qué significa eso? —preguntó.

—Es una especie de plegaria —dijo el sacerdote nestoriano, estremeciéndose—. Estaban diciendo que su destino es conquistar al mundo entero y que cuando llegue el momento invadirán el rico y cálido país que se extiende más allá de las montañas. Que incendiarán las ciudades de la India y matarán a todos los hombres. Plantarán su semilla en las mujeres, para que al tiempo la raza se haga verdaderamente mongol. Había oído hablar de esta costumbre. Me pone la piel de gallina.

De pronto un jinete pasó a su lado, gritando con enfurecida voz:

—¡A sus sitios! ¡Por el podrido rostro de un cruzado muerto, juro que son ustedes más molestos que lerdos!

—Nos tratan como a parias —se lamentó el padre Theodore.

Una sensación de espera, debida sin duda a la prometida sorpresa, invadió la tienda cuando Walter apareció en ella aquella noche. Mahmoud estaba ocupado preparando la comida, tarareando entusiasmado y sonriendo tan ampliamente que sus labios amenazaban con dividir su rostro en dos partes. Tristram también estaba sonriente y haciendo gestos con la cabeza como diciendo: «¡Aguarda y verás!».

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Walter, sentándose al lado del fuego.

—Hoy será toda una fiesta —contestó Tristram—. Taffy está vistiéndose.

—¿Vistiéndose? —exclamó Walter, ya alarmado—. ¿Con qué? ¿Ha estado robando Mahmoud otra vez?

—No. Parece que la muchacha se llevó uno de sus vestidos al fugarse. Dice que ahora aparecerá ante nosotros en toda su gloria, como la reina de Saba.

—Entonces Mahmoud tiene que quedar de guardia afuera. Estos corteses mongoles nunca piden permiso cuando resuelven hacer una visita. Entran directamente. ¿Cómo explicaríamos la presencia de la reina de Saba aquí?

Podían oír a la muchacha que se vestía detrás de su cortina. Maryam estaba en excelente estado de ánimo, pues mientras terminaba su tocado cantaba trozos de canciones. Una vez suspiró y dijo en voz alta:

—¡Oh, si sólo tuviera un poco de polvos para la cara, algún ungüento y mi mejor perfume!

Por último, exclamó;

—Estoy pronta. ¡Inclinaos ante Su Magnificencia Real!

Una blanca mano apartó la cortina y la muchacha se adelantó hasta la alfombra central que cubría el piso de la tienda.

Ni siquiera la reveladora visión que tuviera aquella mañana había preparado a Walter lo bastante para contemplar el cambio total producido en la muchacha. Los ojos de Maryam brillaban, radiantes. La muchacha se inclinó ante ellos y se volvió lentamente para que pudieran apreciar la magnificencia de su vestido desde todos los ángulos. Vestía una túnica blanca, cubierta por una rica dalmática azul que se ajustaba perfectamente a sus formas, pero que se ensanchaba en su base con una abertura en el frente para permitir libertad de movimientos. Sobre aquello vestía un palio de matices dorados, intrincadamente bordado. El cuello del palio se ajustaba a su delgado cuello, y ostentaba en su parte media un zafiro azul de medianoche.

Tristram la bebía con la mirada, brillantes los ojos de orgullo.

—Te dije que era hermosa —dijo en tono reverente.

—Carecía de tu discernimiento —dijo Walter—. Parece la hermosa emperatriz Irene vuelta a la vida.

—Una emperatriz, no —protestó Tristram—. Prefiero llamarla la Reina Maryam.

Habían hablado en inglés, por supuesto, y la muchacha se interrumpió en su exhibición para preguntar:

—¿Qué estáis diciendo de mi?

Walter miró a Mahmoud, cuyos ojos estaban por saltársele de las órbitas.

—¡Fuera, muchacho! Vigila y avísanos si alguien viene.

Maryam se sentó entre ellos, levantando sus faldas para protegerlas del polvo y de la grasa.

—No tengo hambre —dijo—. Pero tenéis que empezar a comer sin más comentarios. Me quedaré sentada aquí hasta que hayáis terminado.

Tristram metió una mano en la olla y se puso a comer. Su apetito era enorme, cualesquiera fueran las circunstancias. Walter no siguió en seguida su ejemplo. Le costaba apartar la mirada del rostro de la muchacha. Estaba fascinado por aquellas pestañas, que eran negras e inusitadamente largas. La joven alzó una vez la cara y lo favoreció con una larga mirada, luego volvió a bajar la vista y se puso a contemplarse las uñas, de las cuales sólo las puntas asomaban bajo las largas y ajustadas mangas.

A Walter se le antojó que aquella mirada era muy desconcertante. Maryam no sólo era agradable de ver sino que se distinguía de todas las mujeres que había visto en su vida. Lu Chung la había llamado La Rosa Negra, y a Walter se le ocurrió que era el nombre que mejor le cuadraba; Maryam tenía algo que sugería el exquisito sabor de aquella preciada especia.

«La Rosa Negra —se dijo para sí—. Ése es el nombre que le cuadra».

Maryam parecía satisfecha con el efecto producido. Empezó a hacer preguntas. «¿Gustaba su vestido?». «¿Le sentaba bien?». «¿Tenían las damas inglesas vestidos tan hermosos?». Cuando hubieron terminado de comer, la chica se levantó de un salto y volvió a desaparecer detrás de su cortina para ocuparse de mejorar más aún su aspecto. Estaba cantando una melopeya en forma curiosa, en voz baja como si estuviera insegura acerca de los orientales giros de las palabras.

Me llamo Fátima; soy gorda pero desdichada.

Soy esposa de Abu Omar ibn Abdullah.

Tiene una barba llena de jejenes, y un ojo paralizado.

Tiene otras cinco mujeres, pero ninguna tan redonda ni animada como yo.

Todo el día, sentadas en cojines, nos pinchamos con agujas y pensamos en otros hombres.

De noche, sentadas en cojines, nos preguntamos cuál de nosotras será llamada por Abu Omar ibn Abdullah.

Y ¡oh! ¡Cómo amo a mi dulce camellero, Pedro Doupadoulus!

Tristram se puso lentamente de pie.

—Nuestro bribonzuelo de Mahmoud tendrá hambre —dijo—. Yo ocuparé su lugar afuera.

Maryam volvió a aparecer en cuanto hubo salido él. Tenía en la mano unas pequeñas tijeras de mangos de marfil.

—Me ha crecido el pelo —se quejó—. Lo corté por adelante, pero no puedo hacerlo bien por detrás.

—Nunca había visto esas tijeras —dijo Walter.

La muchacha pareció desconcertada por un rato, mas luego sonrió.

—Mahmoud ve, y Mahmoud coge… —murmuró.

—Ya le dije a ese chico que…

—Por favor, fué culpa mía. Las necesitaba mucho, y le pedí que me consiguiera un par. Si alguien ha de ser castigado soy yo. ¿Vas a pegarme, amo Walter?

Al muchacho le costaba mucho mostrarse severo.

—Por el hecho de que no haya habido registro después de la desaparición del espejo, no tiene Mahmoud que creer que puede robar cualquier cosa que tú puedas necesitar. No sería justo azotarlo por esto, pero tú has de prometerme, Taffy, que no has de inducirlo a más latrocinios.

—Lo prometo —dijo la chica a la ligera—. Ahora tengo todo cuanto necesito, de medo que la promesa es fácil de hacer.

Lo miró y sonrió, tendiéndole las tijeras.

—Por favor, ¿quieres cortarme el cabello por detrás?

Y la muchacha se sentó a su lado, de espaldas, inclinada la cabeza para facilitar el trabajo. Walter metió un pulgar y un índice en los agujeros del mango de la tijera, y se puso a mirar, vacilante, los rizos de azabache.

—Soy muy torpe —previno—, y tengo miedo de hacerlo mal. Quizá fuera mejor que lo cortara Tris.

—Quizá fuera mejor que lo cortaras tú —dijo la chica, resuelta.

El muchacho cortó con decisión unos rizos que le cayeron en la palma de la mano.

—¿Cuánto he de cortar?

Maryam alzó un dedo, y, con la otra mano, señaló la primera articulación.

—Tanto así. Pero trata de no cortar más. Tengo la cabeza pequeña, y no quiero parecer una rata ahogada en un botijo.

Walter trabajó lentamente, bien consciente de la proximidad de la chiquilla, de los juveniles hoyuelos de su cuello, de la delicada hermosura de sus orejas y de la apenas perceptible fragancia a perfume que le llegaba a cada movimiento que hacía ella. Aquel perfume era una nueva variación para él; era algo muy sutil y muy diferente del que usara Engaine. Una vez, la muchacha se inclinó hacia atrás y apoyó el hombro en él. En seguida se retiró, pero Walter ya había visto la suave curva de sus pechos bajo el dorado palio. Suspendió el trabajo por un rato, para recuperar el dominio de sí mismo.

¿Había sido aquello deliberado por parte de la muchacha? Walter desechó la idea inmediatamente, pero otro pensamiento ocupó su imaginación. ¿Qué había dicho Anthemus?

«Ambos son jóvenes y vigorosos y necesitarán una mujer para tan largo viaje». ¡Dios de los cielos, por qué pensar en eso en ese momento! Pero Anthemus, quizá, tuviera razón. Y Walter tuvo que luchar contra un deseo de dejar caer las tijeras y coger a la muchacha en brazos.

Una sorda lucha se libraba en su interior. El amor había significado siempre para él la silenciosa y fascinante adoración de su inaccesible Engaine. Claro está que había tenido pensamientos de otra clase; es decir, vulgares mozas de taberna y fregonas del castillo. Quiso estar seguro de que aquello que sentía por Maryam no tenía relación alguna con ese bajo orden de cosas. ¿Podía ser, pues, que estuviera permitiéndole compartir en su mente y corazón un lugar que pertenecía exclusivamente a Engaine?

—¿Por qué estás tan silencioso? —preguntó ella.

—Me preocupa el largo de tus cabellos. Aunque estoy seguro de que nunca podrías parecer una rata ahogada en un botijo.

—Estaba segura de que estabas pensando que este negro cabello mío no es tan hermoso como las doradas trenzas de tu Engaine.

Hubo un rato de silencio.

—¿Piensas mucho en ella, Walter?

El muchacho sintió un gran alivio en hablar.

—No tanto como antes —contestó—. Me avergüenza decir que pienso tanto en lo futuro, que lo pasado se pierde en mi mente.

—Entonces algunas veces has de pensar en mí, porque formo parte de lo futuro. No podrás librarte de mí por mucho, mucho tiempo.

E hizo una pausa.

—¿Te propones casarte con ella cuando vuelvas a Inglaterra?

—Cuando salí de allí, estaba resuelta a casarse con otro. Con mi medio hermano.

Hubo un largo silencio.

—Tris no me dijo eso.

—Es que no estoy seguro de que lo sepa. Ha sido algo que me ha preocupado mucho.

—¿Es tan adorable como pienso que ha de ser para merecer tanto amor de parte tuya?

—Sí, es hermosa.

—Ese medio hermano tuyo ¿se parece a ti?

Walter soltó una carcajada.

—Tira más bien a mequetrefe. Es de cabello muy oscuro y tiene una larga nariz normanda. Siento por él lo que tú por las hermanas de Anthemus.

Y para explicar lo que acababa de decir, agregó:

—Cuando murió mi padre, él heredó todas las propiedades. Su madre es extranjera, y le tengo un odio profundo.

—Será pues un casamiento de conveniencia, mediante el cual se unirán sus propiedades.

Mahmoud regresó para comer. El corte de pelo prosiguió, mientras el pequeño criado observaba con redondos ojos al par que consumía su comida con un fuerte ruido de masticación.

—Tu y yo estamos en situación muy parecida —dijo Walter de pronto—. Soy un hijo ilegítimo, sin propiedades de ninguna clase. Ése es el motivo por el cual vine a Oriente. Y tú…

—Y yo nací con el interrogante de quién es mi padre. Me alegro de ello, pues significa que no tengo sangre de Anthemus en las venas.

Walter se recostó en su asiento y le tendió las tijeras.

—Ya está. Mírate al espejo y fijate si está bien.

Y al rato agregó:

—Como somos compañeros de desgracia, tendríamos que ser buenos amigos.

La muchacha se levantó lentamente y se ocultó detrás de su cortina. Al rato, gritó:

—Está bien. Eres muy hábil con las tijeras. Gracias, Walter.

—Nuestro pobre Tris aún está afuera, con el frío que hace. Ahora me toca a mi hacer guardia.

—No, no será necesario. Creo que he de sacarme este vestido. Y será la última vez que me lo ponga. Sé que crees que es muy peligroso… ¿Walter?

—¿Qué?

La muchacha asomó la cabeza por la cortina y lo miró, suplicante.

—Quiero que pienses en mi tal como soy y no como me verás después de esto.