III

Pasó una semana. El tiempo no acusaba tendencia alguna a moderarse. Una mañana, Walter se despertó temprano y se puso a encender el fuego. Estaba sentado al lado de las nacientes llamas, contemplando la recta línea de bruma blanca que entraba por entre dos cueros sueltos en lo alto de la tienda y señalaba al fuego como los rayos celestiales que el muchacho solía ver en los misales ilustrados, cuando de pronto el ruido de una cortina a sus espaldas le hizo volver la cabeza. Maryam estaba espiándolo, revueltos aún sus negros rizos por el sueño.

Walter advirtió de pronto que el rostro de la muchacha habíase desteñido y que era mucho más claro que cuando se uniera a ellos por primera vez.

—¡La tintura está desapareciendo! —exclamó.

La muchacha asintió.

—Así lo creía, pero como no tengo espejo, no podía estar segura. Mira —dijo, extendiendo las palmas de sus manos—. Están mucho más claras.

—¡Espero que nadie lo haya advertido! Tienes que teñirte otra vez antes de volver a mostrarte fuera de la tienda.

—Pues no tengo tintura. Fué Lu Chung quien me la puso la primera vez —replicó ella, y añadió en tono tranquilizador—: No importa. Nadie me ve. Nadie se acerca a nosotros.

Aquello era cierto. Como lo había dicho cuando la encontrara oculta detrás de la cortina, el resto de la caravana no demostraba por ellos sino el mayor desprecio. Los ingleses viajaban en último lugar, y, de noche, levantaban su tienda bien alejada del campamento. El padre Theodore era su único contacto con la vida del campamento, aparte de las ocasionales partidas de ajedrez de Walter con el jefe. El sacerdote traía siempre tantas noticias que nunca echaba siquiera una mirada a los criados. El pícaro de Lu Chung, por no querer complicarse en sus dificultades, no había vuelto a aparecer.

—Nos tratan como si fuésemos leprosos —prosiguió Maryam.

—Ven aquí. Deja que te mire.

La chica obedeció; se sentó a su lado y alzó la cara para que la mirara.

—¡Por St. Aidan! —exclamó el muchacho—. Eres bonita.

A Maryam se le iluminó el rostro.

—He estado deseando que llegara el momento en que te dieras cuenta de eso, Kyrios Walter.

Tristram se sentó en su cama y se puso a restregarse los ojos.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Pronto tendremos en brazos a un criado con tez de lirio —contestó Walter levantándose—. Voy a buscar a Lu Chung para que aplique otra mano de tintura a Maryam antes de que nos pongamos en marcha hoy.

Afortunadamente, Lu Chung también se había levantado temprano. Walter lo encontró cerca del carro orientador, conversando por la puerta trasera con un chino muy viejo y de pequeña estatura. Walter miró con curiosidad al guardián de aquel misterioso carruaje, quien estaba tan arrugado que parecía que su vacilante cabeza fuera a desaparecer por el amplio cuello de su abrigo de invierno. Cuando se hubieron retirado a un costado, Lu Chung preguntó:

—¿Está en apuros el honorable estudiante?

—El indigno estudiante ha estado en apuros por un tiempo, pero el ilustre Lu Chung no se ha dignado venir a visitarlo.

El gigante miró cuidadosamente a su alrededor antes de contestar:

—¿Qué se propone hacer con ella el joven estudiante?

—Nada puede hacerse con ella sino llevarla con nosotros. Lu Chung lo sabe perfectamente.

Un cauto murmullo fué la respuesta.

—Debería dejársela en el próximo yamb con instrucciones para que la recogiera la primera caravana que pasara en dirección al oeste. Costaría mucho dinero, y la bolsa de Lu Chung está vacía.

Walter meneó la cabeza.

—¿Acaso podría Lu Chung confiar en los que viajaran hacia el oeste? Sabe perfectamente bien que la venderían en el primer mercado de esclavos.

El gigante propuso otra solución.

—Suelen ocurrir accidentes, joven estudiante. Las estacas de la tienda podrían aplastarle la cabeza a Mustapha. Un gran dolor en el vientre podría ocasionar su repentina muerte. Muerto y enterrado el criado Mustapha, nadie descubriría el secreto.

La mano de Walter estaba jugando con su daga.

—Escúcheme, Ave Que Empluma Su Nido. Ningún accidente le ocurrirá a Mustapha. Trate de provocar algo por el estilo y pagará usted el precio con dos agudas hojas de puñal en el vientre. Ahora que estamos hablando con libertad, quiero que Lu Chung sepa que los guardianes de la señora Maryam no tienen confianza alguna en él. Y, lo que es más, este estudiante goza del favor del señor Bayan. No sería prudente buscar recompensa o impunidad contándole al amo Bayan el secreto de su paradero.

Lu Chung pensó y sonrió, intranquilo.

—Cuando ambas manos están sucias, ¿por qué lavar una sola? El honorable estudiante puede estar en paz. Este indigno servidor nada desea sino quedar al margen de más enredos.

—¿Podría Lu Chung convencer a su paisano para que me deje ver el interior del carro? —preguntó.

—Pocas son las personas que hay en los alrededores a estas tempranas horas. Quizá se pudiera hacer. Mediante una consideración a compartir con mi anciano amigo.

Una moneda cambió de manos, y los dedos del hombre que se hallaba en el interior del carro hicieron una señal para que Walter subiera. El muchacho respondió, presuroso, y se encontró en un oscuro agujero que apestaba a sudor y a una acre droga. El interior era tan poco espacioso, que el ayudante dormía sobre una sucia pila de mantas bajo una mesa que ocupaba más de la mitad del espacio. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la media luz, Walter vió que sobre la mesa descansaba una fuente blanca llena de agua, y que en su superficie flotaba una aguja de unas seis pulgadas de largo. El muchacho pudo ver que el fondo de la fuente estaba cruzado por dos lineas rectas que se cortaban en ángulos también rectos. La aguja señalaba siempre en la dirección de una de aquellas líneas.

Ting-nan-ching —dijo el anciano con temblorosa voz, y Walter iba a aprender mucho después que así se llamaba en chino la aguja imantada.

Embargó al inglés una sensación de reverencia. Aquél era pues el compás al que se refería Roger Bacon en su conversación en la torre de Oxford. La aguja oscilaba ligeramente, pero nunca se separaba de su dirección. Sobre la mesa había una palanca de madera con un mango. Estaba pintada con símbolos místicos de toda clase.

Walter observó que el guardián del carro mantenía la palanca en linea con la dirección que señalaba la aguja, de modo que el brazo del hada, en la parte superior del coche, siempre señalaba al sur. ¿Podía aquello ser tan sencillo? El muchacho estaba tan seguro de haber tropezado con la verdad, que le supo mal el no estar en condiciones de interrogar al anciano.

«De algún modo tengo que enterarme de todo esto» —pensó—. «Cuando regrese, he de conocer todos los detalles para que el fraile Bacon pueda fabricar compases que se utilicen a bordo de buques ingleses».

Más lo intrigaron las funciones de una segunda palanca que salía del piso del carro, colocada en forma tal que cualquiera de sus movimientos hiciera sonar un gong suspendido a su lado. Entonces Walter comprendió otra vez la verdad, con la velocidad del rayo: Aquél era el gong que sonaba cada vez que se recorría un li.

«Creo» —se dijo para sí después de pensar un poco— «que la palanca está conectada con una de las ruedas. Han calculado cuántas revoluciones da la rueda al recorrer un li. Al terminar el número correspondiente de vueltas, algo hace mover la palanca y suena el gong».

Más adelantado el viaje, descubrió que no se había equivocado en ninguna de las dos suposiciones.

Como el anciano parecía ansioso de verse libre de él, Walter se volvió, muy de mala gana, y se apeó del carro. El entusiasmo que sentía por lo presenciado en el vehiculo excluyó de él todo otro sentimiento, y sólo al llegar a su tienda pensó en la empresa en que estaban empeñados. Entre tanto, la tienda era desarmada y empaquetada. Maryam se había subido ya en su camello, y Walter advirtió con alivio que el rostro acababa de serle teñido de nuevo.

Tristram estaba a punto de montar en su alto caballo de Khorassan. Al subir en silla, dijo:

Maryam lloró cuando le restregaban el rostro con la tintura. ¡Calma, Sargon, calma! Dijo que no quería volver a parecer fea.

—Era cosa de parecer fea o de volver a hallarse entre las garras de Hoochin B’abahu.

Y mientras galopaban por el camino, Tristram dijo:

—Me alegro de que la muchacha haya llegado a gustarte un poco más.

—Nunca me ha disgustado.

—Estoy siguiendo con mis lecciones. Ya puedo conversar un poco con ella. Aprovecha para hacerme muchas preguntas.

—¿Sobre qué?

—Sobre Inglaterra. Sobre la vida allí y, la gente. Parece particularmente curiosa acerca de las mujeres inglesas. Y, por supuesto, pregunta sobre ti.

—¿Qué quiere saber sobre mí?

Tristram pareció un poco avergonzado.

—Mucho me temo que le haya permitido arrancarme todo cuanto sé sobre tu señora Engaine. Me hizo toda clase de preguntas. Estoy seguro de que no lo has advertido, pero la muchacha gusta mucho de ti. Se quedó callada y un poco triste cuando le hablé de tu amor por Engaine.

—¿Estás convirtiéndote en un murmurador? —preguntó Walter, medio enojado y medio divertido—. Vamos, Tris, no tienes que dejarte dominar por tu simpatía por ella. Es casi una pagana, como sabrás. Estoy seguro de que jamás ha sido bautizada.

—Lo sé —dijo Tristram suspirando profundamente—. Pero es muy valiente y leal. Y puesto que ya he llegado a decir tanto, puedo descubrirlo todo. Me parece que esa chica va a llegar a gustarme mucho.

—¡Domina tus emociones, Tristram Griffen! —exclamó Walter, riéndose—. ¿Qué parecerías, tremendo gigantón, si te llevaras a la patria a una muchacha de Oriente como esposa?

Mas Tristram contestó con tono ofendido.

—Nunca he considerado semejante posibilidad. Y al fin y al cabo, Walter, si la muchacha ha puesto los ojos en uno de nosotros, es en ti y no en mí.