V

Aún están afuera los hombres, amo —dijo Mahmoud alegremente—. Uno de ellos me dijo que me haría picadillo si trataba de salir. El otro me dijo que me clavará en la cruz por ser criado de cristianos. Pero Mahmoud no tiene miedo ahora. El gran general dijo que Mahmoud fuera también. Los hombres que están afuera no se atreverán a tocar a Mahmoud.

La nueva tienda era en realidad lo que dijera el padre Theodore, un alto y redondo domo de fieltro cuyo interior estaba ricamente revestido de seda azul. Comparada con la anterior, aquella tienda era un verdadero palacio. Mahmoud, henchido de orgullo, empezó a mostrar las maravillas que había descubierto.

—Mire —dijo, atreviéndose a tocarle el brazo a Walter—. No hay un solo gancho en el armazón; son seis. Mire qué fino forro de seda. Mire, hay anillos para colgar las cortinas de noche.

—Viviremos como reyes, Mahmoud —dijo su amo.

Para proseguir su descripción de las maravillas de su nueva tienda, el criadito se dirigió a una cortina suspendida en el fondo, detrás de la cual estaban ocultas las ollas, cajas de especias y demás utensilios. Echó una mirada detrás de ella y dejó caer la cortina. El modo, demasiado indiferente, en que se dirigió luego a la puerta de entrada, evitando la mirada de su amo, como si algo hubiese provocado su aprensión, habría bastado para crear sospechas en la persona menos observadora. Walter se dió cuenta y frunció el ceño, asombrado. Se sentó en el suelo de modo a enfrentar la cortina, de espaldas contra el soporte central de la tienda.

—¡Maryam! —llamó.

Al no recibir respuesta, dijo:

—Será mejor que salgas. Estoy seguro de que no estás cómoda allí atrás.

La cortina se movió y apareció el rostro de la muchacha, que se presentó con un gesto de escolar sorprendido en alguna travesura. La muchacha tenía la mirada fija en el suelo.

—¿No encontraste a los que tenían que llevarte Maragha? —preguntó él.

Maryam meneó la cabeza.

—Vi a mi tío —dijo con voz ahogada—. El mismo vino a recibirme. Sostuvimos una conversación, y… ¡huí de él!

La voz de la muchacha se elevó, influida por la tensión emocional que la embargaba.

—¡Tuve miedo de él, Kyrios (señor) Walter! ¡Se parecía tanto a Anthemus, sólo que mucho más viejo y hasta más cruel! Yo no me había propuesto eso. Había sido un impulso. Cuando vi cómo era, me sentí de pronto presa del pánico, y eché a correr sin darme cuenta de lo que estaba haciendo. Me oculté a su vista entre la multitud. Luego, no supe adónde ir, de modo que vine aquí.

—Pero ¿cómo sabías que esta tienda era la nuestra?

—No podía encontrar la anterior. Tenía mucho miedo, y me dirigí a uno de los criados de Anthemus, un viejo criado que siempre me había querido y ayudado. Me dijo que viniera aquí.

«¿Qué vamos a hacer ahora?» —pensaba Walter, llena la mente de temerosas conjeturas por aquel inesperado regreso. Al darse cuenta de lo que pasaba, la muchacha se dejó caer de rodillas a su lado.

Kyrios Tris no me conoció —alegó, ansiosa—. Todos creen ahora que tenéis dos criados negros y que yo soy uno de ellos. Nadie me descubrirá.

—Nadie ha sospechado hasta ahora. Pero has de recordar que la cosa sólo duró un día. Tanta buena suerte no puede seguir siempre.

—¡Sí, podrá seguir! —exclamó la muchacha, cogiéndole una mano a Walter y mirándole, implorante, a los ojos—. He estado pensando en eso durante todo el tiempo en que estuve oculta detrás de la cortina. Nadie esperaría encontrarme en la caravana después de esto. Anthemus no va y ¿a quién más le importo? Nadie me verá, Walter. Esa gente no os quiere a vosotros porque sois cristianos. Nada quieren tener que ver con vosotros. Siempre tendréis que ir a retaguardia de la caravana y levantar vuestra tienda al borde del campamento. Me será fácil mantenerme fuera de la vista de los demás. ¡Oh, tendré mucho cuidado! Nunca conversaré con los demás criados. Cuando haya alguien cerca, bajaré la cabeza.

—Esos ojos azules tuyos te traicionarán.

—Siempre mantendré baja la mirada. Me echaré el sombrero sobre ellos. ¡Te lo suplico, Walter, es mi única esperanza!

En ese momento entró Tristram. Al ver a Maryam, se quedó inmóvil por un momento, boquiabierto ante lo inesperado del encuentro, rebosantes los ojos de expresivo asombro. Luego echó a reír, aliviado, golpeándose, exuberante, el muslo.

—¡Maryam! —exclamó—. ¡Aún estás aquí! ¡Por San Cristóbal que me alegro! No estaba tranquilo con que te hubieses ido a Maragha sola. En realidad, no me gustaba la idea de que te separaras de nosotros.

La muchacha no comprendía lo que Tris decía, mas se dió fácilmente cuenta de la bienvenida que brillaba en sus ojos. Se levantó y fué corriendo hacia él. Cogiéndole una mano, exclamó:

—¡Tú si quieres que yo me quede, Kyrios Tris! ¡Oh, por favor, convence a Walter para que me deje estar con vosotros!

Tristram sonrió a Walter por sobre la cabeza de la chica.

——¿Qué dice, Wat? —preguntó—. Parece muy nerviosa, pobrecilla. No sé qué te parece a ti, pero por cierto que me alegro de verla aquí; tan contento estoy que no encuentro palabras para expresártelo. Digo que no debería ir a casa de su viejo tío, de ese Michael Takagalou. Hasta el nombre huele a crueldad y villanía. Y, puesto a pensar, no es tío de ella. Esos griegos, ávidos de dinero, no pueden ser de su sangre. Es inglesa, Wat y no tenemos derecho a dejarla en el atolladero.

Lo mismo había pensado Walter, pero el muchacho había desechado la idea en favor de consideraciones de orden práctico que no aconsejaban la permanencia de la chica con ellos.

—La encontrarán aquí, Tris —dijo secamente—. ¿Acaso olvidas lo que significaría para nosotros el vernos envueltos en semejante peligro?

—No necesitamos quedarnos donde puedan reconocerla. ¿Por qué no emprender el viaje por nuestra cuenta? Aún tienes oro en tu bolsa. Y podríamos llegar al Cathay antes que esta formidable caravana.

Walter soltó una breve risa.

—¿No advertiste a los guardias alrededor de la tienda al entrar? No nos queda elección alguna. Bayan lo ha resuelto.

—Entonces —exclamó Tristram—, tenemos que seguir con ellos y correr el riesgo. ¿Qué nos importan los riesgos? Hoy corrí uno. No, lo corrimos ambos, pues no dejé de ver lo pronto que te adelantaste y te pusiste a mi lado. ¡Que se vayan al diablo! Hasta ahora hemos estado juntos los dos. Ahora seremos tres.

Por entonces Maryam estaba llorando y apretándole el brazo a Tris en señal de súplica. Walter se levantó y fué hacia ellos.

—Está bien, Tris —dijo—. Correremos el riesgo juntos. Los tres.

Maryam se volvió rápidamente y lo miró. El muchacho había hablado en inglés, pero ella podía darse cuenta por la modificada expresión de su rostro. Siguió llorando, mas ya sólo era de alivio. De pronto, se dejó caer de rodillas, y, besándole la mano a Tristram, sollozó:

—¡Oh, gracias, gracias!

Tristram se sonrojó.

—Vamos, vamos —dijo—. No merezco tal recompensa. Luego le sonrió, feliz, a Walter.

—¡Parece contenta la pobrecilla! Tendremos que ser muy buenos con ella, Wat. Creo que debemos tratar de algún modo de llevárnosla a Inglaterra con nosotros.

Maryam se levantó como si tuviera conciencia de la necesidad de incluir a Walter en su apreciación. El muchacho se había vuelto y dirigido al otro lado de la tienda, a examinar una lámpara árabe de bronce con simulado interés. La vieja sensación de estar aparte, consecuencia de su desdichada niñez, había vuelto a invadirlo. Pensaba que la muchacha siempre compararía su actitud con la de su amigo, y que forzosamente tenía que parecerle cauteloso e indiferente.

«Pero —pensó en defensa propia— alguien tiene que considerar el aspecto práctico de las cosas».

La muchacha lo siguió con paso vacilante, y dijo:

—Quiero darte las gracias, Walter.

—Eso tienes que agradecérselo a mi amigo y no a mí.

—¡No, no! —exclamó ella—. A ti también. Te lo agradezco desde lo más profundo de mi corazón.

—Bueno, el asunto está arreglado —dijo Tristram con voz alta y alegre.

Maryam se puso a secarse los ojos.

—Ahora tengo que ponerme a trabajar —dijo—. Mi severo capataz volverá pronto y querrá saber por qué no se ha encendido fuego ni limpiado las ollas.

Y sonrió a ambos amigos.

—Trataré de ser un criado muy fiel, mis buenos amos.

Cuando regresó Mahmoud estaba trabajando intensamente. El negrito la miró, desconfiado.

—¿Se queda este otro chico? —preguntó—. Usted me dijo, amo, que ese muchacho se iría. Luego lo vi detrás de la cortina.

—Este otro chico se queda, Mahmoud.

El criadito sonrió de mala gana.

—Entonces Mahmoud le dará trabajo. Salta muchacho —dijo, volviéndose hacia Maryam—. ¡Limpia la herrumbre de la olla! ¡Pronto!

Para distraer su atención, Walter empezó a elogiar su nueva tienda. A Mahmoud le brillaron los ojos de orgullo. Se puso a destacar otras perfecciones de la enorme tienda. Dijo que sería cálida, porque no había agujero en lo alto que permitiera la entrada de aire frío. Walter estudió el dispositivo con gran interés y observó que la parte superior estaba constituida por cueros de morsa que podían descolgarse y doblarse cuando se necesitara aire. Ese dispositivo no oscurecía el interior de la tienda, pues los cueros habían sido raspados hasta ser dejados tan finos que eran traslúcidos.

El muchacho aún estaba estudiando la estructura de su nueva vivienda cuando el guardia que había frente a la entrada anunció con despreciativa voz:

—Un gordo mercader viene a visitar a los perros occidentales.

Era Anthemus. Entró, envuelto hasta las orejas en un enorme abrigo de piel de potrillo. Su rostro, sin embargo, estaba enrojecido por el frío. Lo seguía una muchacha que llevaba unas cajas en la mano. Era una chica pequeña, tímida y bastante bonita.

El mercader los saludó de mala gana y se sentó al lado de Tristram. Sus anchas caderas necesitaban tanto espacio que el inglés tuvo que hacerse a un lado. La muchacha se sentó al lado de su amo y se puso a abrir las cajas; que contenían varias clases de golosinas.

—No voy con vosotros —dijo Anthemus en un tono profundamente fastidiado, pues se sentía tan preocupado por aquel golpe que le hiriera en su orgullo que se quedó en malhumorado silencio por un rato—. Nada puedo hacer para que cambie de opinión ese terco noyam. Pero podéis estar seguros de que estoy tomando mis medidas. Lo que deseo será arreglado en China, donde tengo agentes que pueden tratar directamente con el Hijo del Cielo. Puedo arreglármelas sin este pestilente Bayan, y lo único que siento es el haberle hecho ya los muchos regalos que le traje. Confío en que un día el Hijo del Cielo le queme todos y cada uno de sus cien ojos.

Y miró a Walter, entrecerrando los ojos.

—Como mayor precaución, confiaré en vosotros para la entrega de mis cartas. Una de ellas está dirigida a un mercader chino de Khan Bhalig. Deberéis consideraros bajo sus órdenes y hacer todo cuanto él os pida. ¿Está claro?

—Muy claro.

Anthemus se desabrochó el abrigo y buscó entre sus ropas con anquilosados dedos, hasta sacar una carta atada por hilos de cáñamo.

—Esta carta es para Kung L’aing, que vive en el gran suburbio de Khan Bhalig. Lo conocen por el nombre de El Tigre que Ronca Suavemente, de modo que no es necesario que os advierta, joven gallo del Oeste, que no será prudente prestarle algo que no sea la más completa obediencia.

Y sacó una segunda carta.

—Si vais a Kinsai[1], capital del emperador Sung, entregaréis también ésta. Está dirigida a otro mercader muy rico. Se llama Sung Yung y a menudo se le conoce por el nombre de Fuego de Negras Nubes. También os pondréis a sus órdenes.

Luego añadió con orgulloso ademán.

—No quisiera que me interpretaseis mal cuando hablo de la riqueza de esos mercaderes del Este. ¡Yo podría comprar y vender a cualquiera de ellos!

Walter cogió las dos cartas y se las metió bajo el jubón.

—Podéis confiar en que seguiré vuestras instrucciones —dijo—. Espero por sobre todo llegar a Kinsai. Haré cuanto me sea posible por lograrlo.

Anthemus metió la mano en una de las cajas. Masticando con ruido, preguntó:

—¿Sabéis que una de las muchachas que yo enviaba a la corte del emperador se fugó anoche?

—Oí decir que era vuestra hermana.

Anthemus pesó la inflexión de la respuesta.

—¿Y os alegráis de que haya escapado? —dijo—. Lo veo en el tono de vuestra voz. Recordaré vuestra inoportuna alegría cuando llegue el momento de pagaros lo que hacéis por mí. Esto me ahorrará mucho dinero, de modo que yo también me alegro.

Walter nada dijo. El mercader siguió comiendo y miró en dirección a Tristram.

—Oí decir que ese macizo toro dió hoy una lección de arquería a los mongoles —comentó, soltando una corta y aguda risa—. Me alegré mucho al enterarme. Pero ambos debéis recordar que los mongoles jamás olvidan un desaire ni una injuria. Cuidado que su brazo no los hiera más. Tengo que estar seguro de que mis cartas serán entregadas.

—Hemos convenido ya ser de lo más discretos.

—Bueno. Guardaos la lengua y no dejéis que vuestro estúpido orgullo occidental venza a la discreción —prosiguió, masticando con ruido—. En cuanto a esa desagradecida y desobediente hermana mía, no tenéis que acariciar la esperanza de que no llegue yo a encontrarla. ¿Hasta dónde puede llegar en esta región y con este tiempo? Veinte hombres míos están buscando en estos momentos en Maragha y en todos los piojosos pueblos de los alrededores. Dentro de muy poco habrá caído otra vez en mis manos.

En el fondo de la tienda, el teñido brazo que sostenía la olla se quedó inmóvil por un rato. Luego, prosiguió con su tarea. Walter sintió alivio al observar que Maryam se había retirado lo más posible de ellos y que volvía la cabeza en otra dirección.

—Su castigo —declaró Anthemus—, será de los más severos, por más que a ustedes les duela oírlo.

Walter no contestó. De pronto, el semblante del mercader, que había recuperado su color normal, volvió a cambiar. Alrededor de los ojos parecieron dibujársele círculos rojos. Luego el sonrojo le invadió el rostro entero. Su mirada se fijó en Walter con escrutadora expresión, y en voz baja y aguda dijo lentamente:

—No podéis concebir cuánto sufrirá ella por lo que ha hecho.

—Espero que no la encontréis nunca —contestó Walter.

—¿Es ése un ejemplo de la discreción que me habéis prometido? —preguntó Anthemus—. Aún he de quedarme con más de vuestro dinero.

Después de un rato de silencio, el mercader se puso trabajosamente de pie, apoyando tanto su obesidad en el hombro de la chica, que ésta casi se cayó al suelo.

—¡Levántate! —le dijo, mirando escrutadoramente la tienda—. Espléndida, por cierto. Este noyan no utiliza ninguno de sus ojos para buscar medios de ahorrarle dinero a su amo de Khan Bhalig. Veo que tienen dos criados. Uno de ellos lo pagará el generoso Bayan, no yo.

E hizo una reflexiva pausa.

—Aún no he hecho un solo beneficio con vosotros, y estoy seguro de que tenéis oro. Vamos, hemos de hacer un trato. Quiero venderos una mujer.

—Carecemos del oro necesario para entrar en tratos con un hombre tan astuto como Anthemus de Antioquía.

—Os venderé una tan estúpidamente barata que mi beneficio se reducirá casi a la nada. Ambos sois jóvenes y necesitaréis una mujer en tan largo viaje. Os advierto que no os metáis con las mongoles. Son verdaderos demonios.

—Preferimos seguir como estamos.

Anthemus comprendió lo que aquello significaba y suspiró.

—Vosotros los ingleses sois de una raza muy severa —se quejó.

Los mongoles era descuidados en cuanto al botín tan fácilmente conseguido, y el último ocupante de la tienda había dejado allí un cinturón chino de cuerda colgado de una percha en la estaca central. Aquel cinturón cubierto de polvo, estaba tejido con hilo de oro, y tenía una hermosa hebilla de jade. Anthemus lo vió al volverse, y, sin detenerse, lo arrancó de la percha y se lo guardó entre los enormes pliegues de su abrigo de potrillo. Su último comentario al despedirse fué:

—Harán bien en recordar que he de recibir informes sobre ustedes.

—Hizo su beneficio, a pesar de todo —dijo Walter, riéndose muy a su pesar.

La caravana emprendió la marcha al día siguiente, cuando el sol lanzó sus primeros rayos sobre unos riscos al este. Fué un espectáculo que los ingleses jamás podrían olvidar: aquella larga procesión de jinetes, de dos en fondo, que subían la cuesta contra el pálido fulgor rojizo y el oscuro color púrpura del cielo, cantando al avanzar. En el centro de la larga fila iban los camellos y literas de las mujeres, caravana interminable, e inmediatamente después un curioso vehículo en el cual la mirada de Walter se fijó en seguida. Aquel carro tenía cierto parecido con los que solían verse en los caminos ingleses, pero infinitamente más adornado. Era un carromato dedos pisos, pintado de brillante bermellón, con representaciones de dragones negros y tigres blancos a los costados. Pero lo que más atrajo la atención de Walter fué una imagen de un hada de alas doradas, con un brazo extendido, en lo alto del carruaje. Por más que el vehiculo diera barquinazos y se moviera de un lado a otro, el brazo del hada señalaba siempre en la misma dirección.

El padre Theodore aún no había montado a caballo. Tocando el estribo de Walter —pues ambos ingleses estaban montados en excelentes caballos, con nuevos arneses de cuero adornados con plumas azules— le explicó el objeto de aquel extraño carruaje.

—Es un carro orientador —dijo—. Viene de China. El brazo siempre señala al sur, de modo que hace posible no apartarse de determinada ruta. Los caminos en los grandes desiertos que tenemos por delante suelen ser borrados por las tormentas de arena, de modo que el carro orientador es muy útil. Nadie conoce su secreto sino un viejo chino que viaja en su interior. Pero eso no es todo. Al terminar cada li, legua china, suena un gong en el carro.

Y el sacerdote meneó la cabeza, desconfiado.

—Joven estudiante, lo único que puedo decirle es que quizá allí dentro viaje el mismo diablo.

—Eso es algo de que he de hablar al fraile Bacon —se dijo Walter.

Echaron a galopar orgullosamente cuando les tocó emprender la marcha, en último término. Tristram esbozó una plácida sonrisa y dijo a su compañero:

—Nadie se reirá ahora de nosotros, Wat. Siento que puedo volver a llevar alta la cabeza.

Eso tenemos que agradecérselo a tu noble arco.

—¡Adiós, Zoroastro! La atmósfera se me antoja ya más suave con tu ausencia.

Disponían también de tres camellos, uno para llevar sus pertenencias y otro para cada uno de los criados. Mirando hacia atrás, Walter se alegró de ver que Maryam estaba cumpliendo su promesa de andar con la cabeza gacha.

—¡Has de salirte con la tuya, Wat! ¡Atrás de aquellos riscos se extiende el Cathay! —exclamó Tristram.