IV

Durante dos horas se agazaparon detrás de los arrodillados camellos para protegerse contra el azote directo del viento del norte. Eran cuatro. Sus ojos apenas si se apartaban de las actividades del campamento, y en todos ellos se reflejaba el mismo temor de que otro estallido mortífero se produjera en cualquier momento entre aquellos enloquecidos jinetes de las estepas. Podían ver el estandarte de la horda mongol flamear sobre la tienda principal. Sus nueve colas de caballos y su halcón blanco volaban al viento, símbolo fantástico, bien apropiado para una raza de hombres que viajaban mucho y con rapidez. Alrededor de aquel estandarte se amontonaban unas tiendas circulares de fieltro, y a un costado se levantaba una abigarrada tienda de seda, que, en uno de sus costados, llevaba las iniciales AA, de Anthemus.

De cuando en cuando, Walter se volvía a contemplar el gran castillo Rewin Diz, por sobre las distantes murallas de Maragha, y, con interés aún mayor, la montaña, que se elevaba al oeste de la ciudad. La cima de aquel monte había sido nivelada con precisión matemática para dar lugar a un templo, que brillaba bajo la luz del sol del mediodía. Walter pensó que era una cosa extraña el verse en aquella parte del mundo. Por cierto, era difícil creer que el jefe de aquellos crueles jinetes hubiera recorrido tan extraordinaria distancia para construir un edificio donde estudiar las estrellas.

—Si en Inglaterra tuviésemos un rey sensato —dijo a Tristram—, habría un observatorio como ése para Roger Bacon. Temo que, por el contrario, lo metan en un oscuro calabozo.

Tristram no contestó, por estar más interesado en aquel momento en el perfil de Maryam. Mahmoud se había preocupado porque la muchacha estuviera bastante lejos de ellos. La joven no había presumido tomar parte en su conversación, pero Walter había tenido conciencia de que la mirada de la chica no se separaba de él.

Tristram levantó la cabeza y miró al sol.

—Han de ser las tres. ¿No te parece que ha pasado algo? Parece extraño que no hayamos oído nada más.

De pronto se produjo una conmoción en el campamento, una irrupción de hombres a caballo hacia una llanura que se extendía al oeste, seguida por una gran cantidad de gente que corría. Miles de voces llenaban el aire. Los dos ingleses se miraron en muda pregunta. ¿Qué habrían de hacer esos impredecibles mongoles?

Walter sintió que una mano se aferraba desesperadamente a su mangas. Mahmoud se había acurrucado junto a él en busca de protección.

—Buen amo —dijo—, ¿matarán a más negritos?

—Mahmoud, siempre hay peligro con hombres como ésos. Pero no creo que haya motivo para tenerles miedo ahora. Parecería que fueran a demostrar su destreza con las armas. Quizá tiren al blanco.

—¡Amo, Mahmoud tiene miedo! A Mahmoud no le gustaría morir así.

La suposición de Walter se confirmó cuando el padre Theodore los encontró un rato después. Se había embozado tanto que sólo se le veían los ojos sobre el pañuelo rojo anudado en la garganta.

—No saldremos hasta mañana —anunció—. Para impedir que estos intranquilos hombres incurran en mayores desmanes, Bayan ha ordenado que se efectúen certámenes de tiro al arco. Les aconsejaría, jóvenes estudiantes, que vinieran conmigo a presenciarlos. Les prometo que verán cosas que les harán temblar por la seguridad de su mundo occidental.

—¿Tiro al arco? —exclamó Tristram, levantando una mano exploradora—. El viento está mermando. Hace frío para una puntería acertada, pero podríamos tener una idea de lo que saben hacer. Siempre he querido ver la ballesta en acción. Bueno, pues —añadió, palmoteando su arco—, veremos hasta qué punto pueden compararse con nuestros arqueros. ¡Por la Cruz, que me gustaría enseñarles buena magia inglesa con este noble arco inglés!

—¡Ni se te ocurra! —exclamó Walter apresuradamente—. Lo mejor que podemos hacer es evitar ponernos en evidencia. La cabeza me sienta bien sobre los hombros. No quiero que la usen como bocha.

Tristram hizo una obediente seña de asentimiento.

—Se me ocurre que lo tomarían a mal si demostráramos ser más diestros que ellos —dijo—. ¡Ah, Wat, si hubiera un trecho de campiña inglesa, con árboles a cada lado y un suave sol a nuestras espaldas! ¡Si sólo hubiese aquí un grupo de robustos muchachos vestidos con jubones verdes para asegurarnos de que se nos tratará con justicia!

Un nuevo motivo de intranquilidad hizo que Walter mirara a su alrededor. Maryam no estaba a la vista. Había estado con ellos al comenzar el alboroto. Walter estaba seguro de ello, por haberla visto levantarse y envolverse en su abrigo de fieltro.

—Tris —dijo—, nuestra huésped ha desaparecido.

Tristram olvidó inmediatamente todo lo relativo al certamen de arquería. Se puso a mirar la procesión de gente que charlaba animadamente entre sí; mercaderes árabes, con turbantes de muchos colores, algunos enjoyados; otros, con vistosas plumas; shamanes de crueles y penetrantes ojos bajo sus sombreros de forma cónica; mongoles de sombreros de fieltro, que andaban rápidamente moviendo sus cortas y combadas piernas; algún guerrero del desierto con peto bruñido y arrogante sable al cinto; mendigos, vestidos de modo que se vieran las repugnantes llagas cuya exhibición era su medio de vida. Había también mujeres, algunas veladas, pero muchas con rostro descubierto para atraer la atención, motivo por el cual habían visitado el campo. A Maryam no se la veía por ninguna parte.

—Eso significa que se ha marchado —dijo Tristram con un suspiro—. Bueno, tal era el plan. ¡Quiera nuestra señora de Walsingham que llegue sana y salva a su destino!

—No esperó siquiera a despedirse de nosotros —comentó Walter, embargado por una sensación de tristeza y sintiéndose ofendido—. Al menos podía habernos dicho adiós.

Estoy seguro de que le pesó mucho no poder hacerlo —replicó Tristram—. La he estado vigilando, Wat, demostraba mucho sus emociones. Le pareció mejor desaparecer inadvertida. No hemos de dudar que nos agradece sinceramente la pequeña parte que hemos desempeñado en su fuga.

Walter tuvo entonces conciencia de una creciente sensación de alivio. La aventura había pasado, podían seguir ocupándose de sus propias cosas.

—Hicimos cuanto pudimos por ella —dijo—. Tenemos que ir a Maragha en cuanto haya terminado el certamen de arqueros y ver si salen otras caravanas para Oriente. Pero primero, claro está, he de tener una entrevista con Anthemus.

—Si vamos a Maragha —exclamó ansiosamente Tristram—, podemos asegurarnos de que ha llegado sana y salva. Confieso que el saberlo me quitaría un gran peso de encima. ¿Te dijo adónde iba?

—Lo único que me dijo cuando la interrogué esta mañana fué que su tío se llamaba Michael Takagalou —contestó Walter meneando la cabeza, como dudando—. Tendremos que actuar con mucha cautela. Anthemus no dejará de sospechar adónde ha ido. Si nos mostráramos en la casa, echaríamos aceite al fuego. Será mejor consultar a Lu Chung antes de adoptar actitud alguna.

Cuando llegaron a la llanura, estaban corriéndose carreras de caballos. Las dos ingleses se olvidaron de todas sus preocupaciones al presenciarlas, pues los participantes cabalgaban con una furia maniática que hasta entonces los europeos jamás habían visto. Desde el punto de partida hasta el de llegada, galopaban a una velocidad increíble, brillantes los ojos en sus amarillentos rostros y dando los alaridos de guerra de la estepa. Los caballos, pequeños pero muy rápidos, parecían compartir el frenesí de sus jinetes.

Después de las carreras hubo concurso de lucha. Los participantes eran profesionales; enormes montañeses que, desnudos, no parecían sentir frío. Los rivales se enfrentaban, ya avanzando o retrocediendo, golpeando los pies al compás de una monótona melopeya: Nige, Hoir, Gorba (Uno, dos, tres). Cada vez que se decía Gorba, se lanzaban hacia adelante tratando de tomar desprevenido al adversario, Una vez trabados los brazos de ambos contendientes, se producía una lucha titánica. Los hombres tiraban y empujaban, emitiendo gruñidos y gritos de rabia. El combate terminaba sólo cuando uno de ellos yacía inconsciente en el suelo.

Los mongoles presenciaban las luchas con feroz interés, retorciéndose en sus sillas y exclamando: ¡Chisu! ¡Chisu! (¡Sangre! ¡Sangre!). Sus guturales voces apenas si parecían humanas.

—¿Nunca se sacian de sangre? —preguntó Walter.

Por entonces ya estaban colocados dos blancos para los concursos de tiro al arco, y los espectadores formaron en dos largas líneas. Ese concurso iba ser evidentemente el espectáculo principal. Los jinetes charlaban y hacían apuestas. Tristram, en cuyo rostro se expresaba el interés que sentía por aquello, tocó la tirante cuerda de su arco.

—Ahora veremos —dijo—. Están colocando los blancos a poca distancia. ¿Acaso no son capaces de nada mejor? ¡Éste es trabajo de mujeres, Wat!

Evidentemente que para cualquiera acostumbrado a la arquería inglesa, aquella distancia era muy escasa. A pesar de eso, la exhibición que los hombres de la estepa se preparaban a dar era notable. Todo se hacía a caballo. Primero tiraron con el caballo inmóvil, y el ruido de las flechas al dar en el blanco fué como el de una granizada al caer en un techo de madera. Cuando aquella fase del concurso hubo terminado, y los participantes se hubieron alineado, empezaron a galopar por una línea en ángulo recto con los blancos, descargando sus armas mientras corrían a toda velocidad. La exactitud del tiro mermó considerablemente, pero igual resultó asombrosa la cantidad de flechas que dieron en el blanco.

El espectáculo era arrebatador. El jinete hacía volver su caballo con un salvaje grito de ¡Nada Uk!, y volvía haciendo retemblar el suelo, mientras volaban trozos de arena y de escarcha bajo los veloces cascos. Si el tiro era bueno, se elevaba una alta exclamación de aprobación. Si fallaba, los espectadores se burlaban, deleitados.

Cuando la última flecha hubo sido disparada, Tristram se inclinó y tomó el brazo a su compañero.

—¡Wat! —exclamó, implorante.

—¿Qué?

—No puedo quedarme quieto sin hacer nada. ¿Hemos de dejar que estas bestias salvajes, esos aulladores asesinos de niños crean que son los mejores arqueros del mundo? Me arde la mano. ¡Wat! Nunca me perdonaré a mí mismo si no les muestro qué puede hacer el largo arco inglés.

El muchacho estaba jadeante, y sus ojos, cuya expresión solía ser suave, le brillaban con excitado fulgor. Con una mano que le temblaba de nerviosismo, tomó el arco que llevaba al hombro.

—¡Se lo debemos a Inglaterra! —exclamó.

Y antes de que su compañero pudiera oponerse, se adelantó hacia la línea de partida, blandiendo a brazo tendido su enorme arco para mostrar que deseaba intervenir en el certamen.

Los espectadores, que estaban empezando a dispersarse, se detuvieron al verlo. Un desafío de semejante procedencia era tan inesperado, que por un rato los arqueros mongoles se quedaron inmóviles en sus sillas. Luego, varios de los que se hallaban más cerca se apearon de un salto y rodearon al alto inglés. Uno de ellos estiró de pronto la mano y le arrancó el arco. Tristram nada hizo por recobrarlo, aunque resultaba evidente que se dominaba con dificultad.

El arma fué pasada de mano en mano, y los mongoles acariciaban la pulida superficie, expresando asombro por la falta de cuerno y de metal. Era evidente que consideraban ese arco un arma muy pobre. Entonces uno de ellos levantó el arco y trató de doblarlo. La operación le resultó tan difícil que el hombre empleó todas sus fuerzas en su intento. La confiada sonrisa se le borró del grasoso rostro y fué substituida por una desagradada expresión de asombro. Habría arrojado el arco lejos de sí pero Tristram dió un salto y se lo arrancó de las manos. Un enojado empujón envió al mongol al suelo.

Walter, que contemplaba la escena con creciente aprensión, oyó que alguien daba una orden a espaldas del grupo. No podía ver quién la había dado, pero en el tono se traslucía una expresión de autoridad. Los burlones arqueros que rodeaban a Tristram retrocedieron.

Al rato, el padre Theodore se abrió paso por entre la multitud hasta llegar a Walter. Su rostro ostentaba una expresión de intranquilidad.

—Su amigo el alto deberá tirar —dijo—. Es una orden. Dígaselo.

—¿Le darán una oportunidad justa?

—Nadie se entrometerá. Pero si no lo hace mejor que los demás, los mongoles han recibido orden de que le rompan el arco en la cabeza. Eso no dejarán de hacerlo, joven señor. Puede usted estar seguro de que le harán saltarlos sesos con la mayor alegría.

Walter sintió como si el corazón le hubiera dejado de latir. Nunca había tenido antes esa sensación de temor. Muchas semanas hacia que Tristram no disparaba su arco, y tanto su brazo como sus ojos carecían del adiestramiento que da la constante práctica. Además, era probable que la cuerda del arma hubiera perdido su rigidez por falta de uso. El viento, que había mermado hasta hacerse casi imperceptible, había vuelto a soplar intensamente. La prueba resultaría un fracaso, Walter estaba seguro de ello, pero también se dió cuenta de que era demasiado tarde para que Tristram se desdijera.

—¿Cómo terminará esto? —se preguntó.

Walter se dirigió hacia la línea de partida, donde se colocó al lado de su amigo. Cualesquiera fuesen las consecuencias de aquella temeraria aventura, harían frente juntos a las consecuencias.

—Tienes que demostrarles lo que sabes hacer —logró decir.

—¡Magnífico! —exclamó Tristram, sereno y seguro de sí.

—Calma, Tris. Estás por disparar una flecha por Inglaterra. No, ¡por la gloria y honor de la Cristiandad!

Tristram se tocó el guante, del cual se había borrado la inscripción.

—¡Jesús, guía mi puntería! —citó fervorosamente.

—Ten en cuenta el viento —le advirtió Walter—. Parece, que vuelve a refrescar.

Tristram miró cuidadosamente el blanco.

—No conozco ninguna de sus pruebas de fantasía —dijo—. Tendré que vencerlos en la distancia. Bueno, les mostraré cuál es el alcance de mi arco.

Sonrió e hizo una señal con el brazo para que alejaran el blanco. Unos criados obedecieron la orden alejándolo unas veinte varas. El arquero volvió a sonreír e indicó que la distancia no era bastante. La escena se repitió tres veces, y los criados respondieron llevando el blanco más lejos, hasta que finalmente quedó a una distancia doble de la primitiva. Walter esperaba en horrorizado silencio, seguro de que su amigo estaba por sellar la suerte de ambos, aunque sin atreverse a decírselo. Temía que el brazo de Tristram perdiera su fuerza y destreza si el tirador pudiera suponer cuáles serian las consecuencias de su fracaso.

Según los cálculos de Walter, el blanco estaba a unas trescientas varas del tirador. Se sabía que fuertes arqueros habían logrado enviar un dardo a esa distancia, aunque sin ninguna esperanza de dar en un blanco determinado.

«¿Ha perdido el juicio?», pensó, casi presa del pánico.

Tristram adivinó lo que estaba pasando en la mente de su amigo.

—Todo o nada —dijo fríamente—. Si he de darles una lección, ésa ha de ser buena. Bueno, maestro en artes, ya veremos.

Un murmullo de asombro estaba levantándose de las largas e intrigadas filas de mongoles. Los arqueros estaban inmóviles de estupefacción.

Había tensión en el ambiente. A pesar de su asombro ante la temeridad de ese arquero cristiano al proponerse un blanco nunca visto, era evidente que los mongoles estaban preparándose a aprovecharse de su seguro fracaso.

«Padre nuestro que estás en los cielos» oró Walter para sí. «Mira a tu fiel criado Tristram Griffen. Dale fuerzas a su brazo y seguridad a su ojo. ¡Haz que amaine el viento para que su puntería sea certera!».

El arquero dió un paso hacia el blanco y empezó a estirar el arco con facilidad y gran cuidado. El arma respondió suavemente a la experta y familiar mano. Walter vió que el brazo de su amigo estaba sereno.

Estaba soplando un viento que hacía flamear las capas de fieltro de los jinetes y las plumas de los turbantes de los mercaderes. A punto de soltar la flecha, Tristram dió un paso atrás y esperó. La brisa amainó como en respuesta a la silenciosa plegaria de Walter. Aprovechándose de la calma, el arquero volvió a dar un paso adelante. Alzó el arco y apuntó. De pronto su brazo izquierdo le cayó al costado del cuerpo.

La flecha salió del arco con un fuerte silbido. Voló por los aires en derechura al blanco adonde el arquero la enviara, luego pareció elevarse en suave y majestuosa parábola. Volvió a nivelarse, volando con velocidad increíble. Walter contuvo la respiración. El blanco parecía minúsculo y tan lejano que no podía esperarse que la negra y delgada flecha encontrara en él su meta.

Pero se produjo el milagro. Hubo un lejano ruido de impacto, y todos los ojos pudieron ver una línea negra clavada en la clara superficie del blanco.

Un griterío se elevó de entre la multitud. Walter dió un salto, expresando en un grito de placer el intenso alivio que sentía.

—¡San Jorge! ¡San Jorge por Inglaterra! Corrió hacia su amigo y le echó los brazos al cuello. Tenía las mejillas surcadas de lágrimas.

—¡Tris! —exclamó—. ¡Viejo amigo, maravilloso amigo! Nadie ha igualado ese tiro. Ni siquiera Clym-O’the Clough en persona. Tu padre se enorgullecería de ti.

Tristram le sonrió plácidamente. En su mirada había una expresión de infinito alivio.

—¡Qué tiro afortunado! —jadeó—. No esperaba lograrlo, Wat. Puse el blanco demasiado lejos. No sé por qué. Algo en mi interior me impulsaba. Quizá recordara los insultos que nos habían lanzado. Sólo veía que era necesario demostrar a esos orgullosos paganos algo que jamás habrían de olvidar.

—Salvaste nuestras vidas —dijo Walter, dándose cuenta de que las rodillas se le doblaban bajo el peso del cuerpo.

Los jinetes mongoles habían quedado en sombrío silencio, sin que ninguno de ellos diera señal de aprobación alguna por aquel maravilloso tiro. Y abrieron paso cuando un hombre de estatura más bien alta se adelantó por entre sus filas montado en un magnífico caballo negro.

El recién llegado era bastante guapo. Vestía una túnica de largas mangas de seda negra, atada a la cintura por un cinto de trozos de jade. Llevaba el sombrero de fieltro de su raza, aunque adornado con una vistosa pluma de faisán y algunos dijes de oro. Su caballo estaba hermosamente enjaezado con arneses rojos, y al moverse producía un tintineo de plata. Al adelantarse, el jinete escrutó a los ingleses con ojos que carecían de la cruel mirada de los demás. Aquellos ojos eran grandes, de color castaño, y brillaban de agradable inteligencia. Su nariz tenía algo de pico de halcón.

Hizo un gesto al padre Theodore y empezó a darle instrucciones. El sacerdote asintió obsequiosamente y se dirigió al lugar en que estaba Walter.

—Pregunta si él puede fabricar arcos como ése.

Cuando la pregunta hubo sido retransmitida a Tristram, este último hizo una seña afirmativa.

—Siempre que podamos conseguir la madera apropiada, lo cual ha de ser difícil aquí en Oriente. En cuanto a la elaboración, mi padre me enseñó algo del oficio de flechero.

—Él ya ha dicho —declaró el padre Theodore—, que esa madera puede hallarse en las tierras del Norte, de donde es oriunda su gente. Pregunta, además, si los jóvenes estudiantes podrían adiestrar a algunos hombres en el uso del arco.

Las cosas estaban adoptando un giro favorable, y Walter tomó sobre si la responsabilidad de contestar.

—Sí, podemos adiestrar a arqueros. Pero él ha de tener en cuenta que pocos son los brazos tan fuertes como los de mi amigo, y que menos aún son los ojos que tengan su vista. No sería posible enseñar a ninguno de sus hombres hasta lograr que efectuaran un disparo certero como el que acaban de presenciar.

—Eso también lo sabe él. ¿Pueden efectuarse muchos disparos con ese arco en rápida sucesión?

—Por lo menos tres, durante el tiempo que se tarda en preparar una ballesta para un disparo. Un cuerpo de arqueros puede deshacer a un cuerpo de ballesteros.

El sacerdote nestoriano volvió a hablar con el hombre montado en el caballo negro, el cual pareció complacido por la naturaleza de las respuestas. El jinete había estado observando los largos miembros y los anchos hombros de Tristram con aprobadora mirada. De pronto miró a Walter y dirigió una pregunta al intérprete.

—Pregunta si usted también sabe usar el arco mágico.

Walter meneó la cabeza.

—No, pero dígale, padre Theodore, que conozco varios idiomas, que escribo con claridad y que podría serle útil en muchas formas.

Una sonrisa pasó por el semblante del jinete al enterarse de aquella contestación. Dijo unas pocas palabras que hicieron que el sacerdote sonriera a su vez.

—Pregunta si juega usted al ajedrez.

En su hospicio de Oxford, Walter había tenido oportunidad de jugar al ajedrez con un viejo juego incompleto, cuyas piezas faltantes habían sido reemplazadas por trozos de pizarra en los cuales figuraba escrito el nombre de lo substituido. El muchacho se había mostrado algo más aficionado que sus compañeros a ese pasatiempo.

—Sí, juego al ajedrez.

El jinete volvió a sonreír y gritó una serie de órdenes. Dió unas instrucciones finales al sacerdote, y, haciendo volver a su caballo con un ligero tirón de riendas, se dirigió al galope hacia el campamento. Dos mongoles a pie salieron de las filas de los espectadores, destacando al caminar la grotesca combadura de sus piernas.

—Tienen ustedes suerte, jóvenes estudiantes —declaró el sacerdote, como si la excelencia de las noticias fueran consecuencia de sus propios esfuerzos—. Seguirán ustedes con la caravana. Cuando llegue la oportunidad, tendrán ustedes que adiestrar a un grupo de arqueros y prestarles el arco mágico. Es una orden. Estos hombres les acompañarán hasta el campamento.

—¡No hay peligro de que tratemos de huir! —exclamó Walter, entusiasmado.

—Dispondrán de un equipo completo nuevo —prosiguió el sacerdote—. Les darán caballos y buenos camellos jóvenes para sus criados y enseres. Y una tienda cálida y grande. Viajarán con comodidad y lujo.

Uno de sus nuevos guardias dijo: ¡Hudelhu!, con tono enojado. Aquello era tan evidentemente una orden de ponerse en camino, que Tristram se echó el arco al hombro y emprendió la marcha.

Walter no tardó en seguirlo. Seguro de lo que preguntaba, dijo al sacerdote:

—¿Quién era el hombre del caballo negro?

—Ése —dijo el padre Theodore—, es Bayan, el de los Cien Ojos.