Los dos ingleses habían resuelto no entrar en Jerusalén montados en mulas, como tantos peregrinos hacían en memoria de la entrada de Cristo, pero se detuvieron en una caballeriza en las afueras de la ciudad, donde alquilaban cabalgaduras con ese propósito, a precios prohibitivos. Walter se enteró de que el dueño de la caballeriza era un griego; aquélla era, pues, una oportunidad que no había de perderse; podía poner en práctica sus conocimientos escolares de la lengua clásica en un uso vulgar y, además, le sería posible obtener algún consejo acerca del camino a seguir para el Cathay. Y descubrió, con gran satisfacción, que podía hacerse comprender.
Al enterarse el griego de que los ingleses se habían propuesto ir al Lejano Oriente por mar, meneó la cabeza.
—Mucho más rápido y seguro es seguir la ruta por tierra —dijo—. Sigan mi consejo, jóvenes, y diríjanse a Anthemus de Antioquía. Él se ocupará de que lleguen ustedes bien.
Y un brillo de codicia se le reflejó en la mirada.
—Deberán ustedes recordar, de decirle que yo, Alejandro, el del camino de Joppa los he enviado a él —añadió.
—¿Nos cobrará mucho?
—El alquilador de caballos soltó una carcajada tan sonora que un grupo de peregrinos, que avanzaban lentamente por la polvorienta calle, se volvieron a la vez para mirar.
—Anthemus los desollará vivos —dijo, encantado.
—Entonces, ¿por qué nos manda usted a él? Somos pobres y no tenemos recursos para engordar la bolsa de ese Anthemus de Antioquía.
El griego señaló a la pared que tenían a sus espaldas donde había una doble A pintada en enormes caracteres rojos.
—Anthemus es dueño de este lugar —dijo—. No saco de los beneficios más que una miserable pitanza. Encontrará usted la señal AA en muchas paredes de Jerusalén al llegar, y en todas las poblaciones de los alrededores. Creo en verdad que las haría pintar hasta en el mismo Sepulcro si se atreviera. La verán ustedes en las alforjas de los camellos de todas las caravanas que cruzan el desierto. Anthemus tiene pleno dominio sobre todo el comercio de Oriente. Es el hombre más rico del mundo.
Esa vez le tocó reír a Walter.
—Es evidente que tenemos que eludir las garras de su opulento Anthemus.
El griego meneó varias veces la cabeza con mezcla de admiración, envidia y temor.
—Tendrán ustedes que acudir a él lo quieran o no. No tienen otro modo de llegar a aquella lejana tierra. Sus caravanas viajan seguras, pues tiene influencia en todos los países y paga tributo hasta a las tribus de bandidos del desierto.
—Mi amigo y yo estamos preparados para los peligros —declaró Walter—. No esperamos encontrar un viaje fácil como una excursión a Canterbury. Habrá seguramente mercaderes que se contentarían con un beneficio razonable y a los cuales podríamos acudir.
El griego meneó vigorosamente la cabeza.
—Mi consejo, jóvenes peregrinos, es no probar con otra gente. Si no están ustedes prontos a aceptar las condiciones de Anthemus, vuélvanse pues a su país en cuanto hayan visitado los Santos Lugares.
Y cogió a Walter de la manga en un esfuerzo por convencerle.
—Si acudiera usted a algún otro no llegaría lejos. Él se ocuparía de que así fuera. Una noche, oirían ustedes un horrible griterío mientras una banda de esos diablos del desierto atacaba su campamento. Y entonces ya no llegarían a saber más nada de este mundo.
—Parece usted resuelto a ganarse su parte de los beneficios.
El encargado de las caballerizas desechó esa suposición.
—Si ustedes acudieran a él, mi única recompensa sería un rezongado elogio. Escúchenme. ¿Qué creen ustedes que le ocurriría a cualquier negociante en caballos que se instalara aquí para alquilar acémilas en competencia con nosotros? Pues una mañana lo encontrarían degollado de oreja a oreja. Si llegan ustedes a comprar reliquias santas en Jerusalén, pueden estar seguros que en última instancia el beneficio irá a parar a la bolsa de mi amo.
Y de pronto torció el gesto.
—Es el mayor canalla de todo el Oriente, pero todos tienen que acudir a él.
—Bueno —dijo Walter después de una larga pausa—. Le prometo ir a Antioquía y visitarle antes de adoptar una resolución.
—Interponga usted ante él alguna palabra de recomendación para mí —pidió el alquilador de caballos—. Últimamente no parecía estar muy contento conmigo.