III

Ya había anochecido cuando Walter llegó a casa del sacerdote que custodiaba el Tesoro en St. Frideswide. Había dejado a Tristram en una posada en las afueras de la ciudad y esperaba arreglar sus asuntos tranquilamente a cubierto de la oscuridad.

—Walter de Gurnie —dijo el padre Francis, revisando sus libros con minuciosidad de miope—. Un saldo de diecinueve chelines y siete peniques. Es una bonita suma, joven. No querrá usted la totalidad, ¿no es cierto?

—Sí —dijo Walter—. Me voy de Oxford, padre Francis.

—Siempre ocurre lo mismo —suspiró el sacerdote—. La muerte del conde, su padre, ha modificado así los proyectos de usted. Cuando un hombre llega a tener bienes propios, considera que la instrucción no es ya necesaria. Tenemos que confiar aquí en hijos menores y estudiantes pobres que desean mejorar su situación en la vida.

Y miró a Walter con repentina severidad.

—Sea humilde y discreto, hijo mío, ahora que se aventura usted en el mundo.

Walter salió a cumplir su segunda diligencia con una sensación de inmenso alivio en aquella grisácea ciudad que tanto quería. La mujer que le indicó la casa de piedra, cerca del Puente Sur, donde vivía Roger Bacon, se santiguó y murmuró una apresurada plegaria para su coleto. El muchacho se confesó a sí mismo que el lugar era siniestro. La casa estaba derruida en parte y Walter tuvo la sensación que desde las sombrías y abiertas ventanas unos ojos estaban fijos en él.

Su llamada resonó en la oscura torre, y tuvo que repetirla antes que del interior se oyera una voz:

—¡Adelante, adelante!

Por dentro de las paredes de piedra de la torre había una escalera de caracol, y el muchacho empezó a subir con cierta vacilación. Estaba seguro de que todo cuanto se decía del fraile Bacon eran habladurías de viejas, no obstante lo cual se sobresaltaba al oír cualquier ruido y no se atrevió a alzar la mirada hacia la oscuridad en que desaparecía lo alto de la escalera.

Su sentido común le volvió en cuanto entró en la habitación de la cual saliera la voz. Roger Bacon estaba sentado cómodamente en un sillón con un manuscrito frente a sí. Una frugal comida servida en un plato de estaño yacía a su lado en el suelo; un trozo de pan de centeno, una enorme cebolla y una pequeña rebanada de queso con venas azuladas. El cuarto estaba desnudo en todo el sentido monástico. Su mobiliario se componía del sillón en que estaba sentado el fraile, un jergón de paja en un rincón y un bargueño contra la pared. El bargueño, sólido mueble de nogal, estaba cubierto de libros y manuscritos. Walter dejó escapar la mirada en aquella dirección, porque los libros eran cosa rara, aun para los estudiantes de Oxford.

—¿Qué quieres, hijo?

Al verlo tan de cerca por primera vez, Walter sintió una sensación de reverencia por la majestad del rostro de Roger Bacon. Aquel semblante presentaba un interés tan insólito que llegaba casi a ser bello. Ese hecho no surgía en modo alguno de los rasgos, pues la nariz del fraile parecía un peñasco que surgiera bajo una frente descomunalmente ancha, y la boca tenía una melancólica suavidad de líneas. Walter resolvió que aquella sensación la producían los ojos, que eran enormes y oscuros. Aquellos ojos eran extraordinarios, pues atraían y lo mantenían a uno en su poder. Nada, en realidad, había que fuera totalmente inglés ni siquiera totalmente humano en el rostro de aquel extraño eclesiástico, que bien podría haberse adaptado entre los sabios que hicieran cierto viaje memorable una noche a lomo de camello o en un consejo celebrado en el Monte Olimpo.

Walter lo miró, atento y enmudecido, hasta que el fraile se sonrió y repitió:

—¿En qué puedo servirte?

—He asistido a una de sus clases hace un mes, aunque mi nombre no figura en su matrícula. Recuerdo todo cuanto nos dijo, y en particular lo que afirmó usted sobre las tierras del Cathay. He venido a decirle que salgo para allá.

Roger Bacon dejó de lado su manuscrito y prestó plena atención a su visitante.

—¿Te das cuenta, hijo mío —preguntó— que nunca ha regresado hombre alguno que tuviera la temeridad de hacer lo que dices estar tratando de realizar tú?

La austeridad de su expresión había sido substituida por una sonrisa tan cariñosa que Walter empezó a sentirse más a sus anchas con él.

—Estoy seguro de que mis piernas son lo bastante firmes para llevarme hasta allí y traerme devuelta —dijo Walter.

Bacon quedó sumido en sus pensamientos por un rato.

—Soñé con ir al Cathay cuando tenía tu edad —dijo—. A veces aún me acomete ese deseo, aun cuando sé que nunca he de ver ese gran país. Si tuviera los poderes mágicos que algunas personas me atribuyen —añadió y parpadeó al llegar a esa altura de su peroración—, los usaría para hacerme atravesar los mares y desiertos y dejarme en el Cathay. ¡Qué cosa maravillosa sería escuchar sus secretos de los labios de sus sabios!

—Quizá pueda yo buscar las cosas que usted quiere saber propuso Walter.

—Hijo mío, ¿por qué arriesgas tu vida de ese modo? Se me ocurre que eres de cuna noble y que tus perspectivas son buenas. Puedes contar con una vida agradable y provechosa aquí en Inglaterra.

—Por el contrario, todas las apariencias parecen demostrar que mi vida tendrá un fin próximo y bastante poco agradable —contestó Walter—, y empezó a relatar lo ocurrido en Bulaire, repitiendo hasta las palabras por medio de las cuales se había negado a considerarse atado al Rey.

Bacon escuchaba con gran atención.

—Poco sé de nuestro joven Rey —dijo por fin—. De él dicen que abundat dulcibus vitiis. Pero aun cuando sus vicios sean dulces, le producirán mala impresión los informes que le lleguen a tu respecto. Estoy de acuerdo en que te conviene salir del reino por un tiempo al menos. Y si tienes que irte al extranjero, ¿por qué no probar el camino del Cathay? —añadió después de alguna reflexión—. La ruta del Oriente no es más peligrosa que los caminos de Europa. Es triste cosa el pensarlo, pero los ladrones más feroces y rapaces se encuentran en el mundo, cristiano. Puedes desechar los relatos que hacen de dragones y de bestias de varias cabezas. Tales seres no existen.

Se puso de pie y se dirigió hacia el bargueño. Con exploradora mano halló un lugar detrás de los libros, y se oyó el ruido de un panel oculto al abrirse. De aquella abertura sacó el fraile un mapa.

—Estoy seguro de que esperabas algo muy diferente —dijo el fraile extendiendo el mapa sobre las rodillas—. ¿Creíste acaso que iba a sacar las Eneadas, los libros de magia de Oriente, cuya sola vista significa la muerte para los no iniciados? ¡Qué absurdo! ¿Cómo podría la vista de la escritura, una de las mayores bendiciones de la humanidad, causar la muerte? Nunca he visto las Eneadas, y dudo mucho de que existan. Estoy seguro de que Simón el Mago era un charlatán, así como Merlín. Sé que están convencidos de que me paso el tiempo aquí quemando hiel de pulpo con madera de aloe para producir terremotos y otras cosas igualmente disparatadas. Hijo mío, soy un estudioso de la ciencia y mi interés se reduce a hechos comprobados. Desecha toda esa basura de tu espíritu si te propones serme de alguna ayuda. No son los hechizos ni las encantaciones de Oriente lo que quiero, sino los descubrimientos prácticos que han realizado y los métodos que tienen para aplicarlos.

Se inclinó hacia adelante, mientras los ojos le ardían de intenso fulgor.

—Estoy seguro de que todos los males del mundo, de este mundo ignorante, sucio y cruel, pueden curarse a tiempo por medio de la ciencia que se obtiene al estudiar las leyes de la naturaleza. Y que no pueden curarse de otro modo. Ahora déjame que te enseñe este mapa —añadió con tono más normal—. Abarca el mundo conocido del este, desde Constantinopla a la tierra del preste Juan, que linda con el Cathay. Aquí está marcado el mejor camino a seguir, de Antioquía a Babilonia y desde allí al Ilkhan; país que en general se conoce por el nombre de Persia. Desde allí atraviesa las calurosas tierras al norte de las Montañas Nevadas. Te daré este mapa, hijo mío, porque es el más preciso que existe, aun cuando haya sido dibujado por manos mahometanas.

Y la seria expresión de su semblante hizo lugar a una sonrisa.

—¡Hasta qué punto pueden los sentimientos religiosos cegarnos a veces a la verdad! Porque los hombres de Oriente son paganos se considera maligno conceder que hagan mejores mapas que nosotros. Son hábiles dentro de los límites de sus posibilidades. Por otra parte, nosotros los cristianos hacemos mapas como si fueran cuentos de hadas para niños. ¡Y pensar que por decir semejante cosa podrían meterme en una celda oscura por el resto de mi vida!

El mapa había sido dibujado en pergamino rígido, y, aunque muy viejo, estaba en buenas condiciones. Las líneas de los caminos eran fáciles de seguir, y los puntos geográficos estaban marcados con claridad. Walter lo dobló, agradecido, y se lo guardó bajo el jubón. Roger se inclinó hacia adelante, y se quedó mirando escrutadoramente a su visitante. Había cambiado de modales.

—Puedo ver lo que tienes escrito en el rostro —dijo en voz baja—. Ahora estoy seguro de que llegarás al Cathay y que, además, lograrás volver. ¡Ah, hijo mío, qué afortunado destino!

Sus ojos parecían mirar a lo lejos.

—Ha llegado una mano que ha llamado a mi puerta y me ha abierto los ojos. Hay un cielo del azul más brillante que haya visto jamás; un azul encendido de fuego. Un hombre está sentado en un trono sostenido en los lomos de cuatro elefantes y miles de otros hombres de rostros prudentes y serenos lo siguen. Puedo verte con la mayor claridad. Estás montado en un caballo, llevas ceñido un sable curvo y hay una rica piedra que te cuelga de un collar. Puedo ver templos de curiosas formas y oír campanas que tocan a lo lejos.

Su entusiasmo se comunicó a Walter, que escuchaba con jadeante interés mientras el fraile seguía narrando con ardiente fervor las extrañas visiones que le llenaban la imaginación. Las palabras que decía evocaban una tierra de ardientes colores, llena de hombres extraños y de vistas y sonidos nuevos.

Al rato, la voz se apagó. Roger Bacon suspiró, se pasó una mano por el rostro y volvió a sentarse erguido en su sillón.

—No me doy cuenta cabal de lo que he estado diciendo. Soy propenso a estos ataques y no tengo, idea alguna de lo que son. Quizá lo que vea sea verdad, gracias a un don de Dios que ha reducido nuestros sentidos comunes a una percepción limitada a las cosas que nos rodean inmediatamente. Quizá, por el contrario, sólo sean imaginaciones absurdas, hervidero de disparates que acuden a la mente cuando la nave de la razón empieza a levar el ancla. Sólo estoy seguro de una cosa; de que esta particularidad mía que tan rara vez se manifiesta no tiende a la infantil magia de las encantaciones pronunciadas sobre fuego de tripas de ranas, ni de hierbas recogidas a la luz de la luna llena.

Volvió a pasarse la mano por los ojos y se puso a hablar en un tono de voz completamente normal.

—Ahora, hijo mío, tenemos que hablar de cosas más prácticas. Ven, comparte conmigo mi pan y mi cebolla, y mientras comemos te diré lo que has de buscar cuando llegues al reino de Kublai Khan.