VI

Walter se puso a contemplar las representaciones de escenas bíblicas que había en las paredes. Habían sido pintadas con temple y con habilidad extraordinaria. Las leyendas estaban entrelazadas con los dibujos: Solimán y sus muchas mujeres, Simón y Pedro y La Santa Cena. Aquello no había sido ejecutado por ningún improvisado artista ambulante. Su padre había contratado a unos frailes para que pintaran aquellas escenas de las Santas Escrituras, y, sin duda, los había pagado bien.

La habitación a la cual le habían llevado a su llegada al castillo no era grande, aunque si lujosamente amueblada. Las paredes, bajo la pintada franja, estaban recubiertas de tela de oro y terciopelo bermejo. Los bancos alineados a lo largo de las paredes estaban cubiertos de altos cojines y tapicerías, adornados con botones de nácar. El piso estaba cubierto por una alfombra española. Era evidente que la normanda esposa de su padre había llevado muchas riquezas a Bulaire.

En un primer momento, Walter tuvo aquel cuarto solo para sí y se quedó tan abstraído que no advirtió que otras personas llegaban para compartirlo con él. Se sorprendió, pues, al oír la voz de Simeón Bautrie que se elevaba en un tono de exasperación.

—¿Por qué acudes a mí, Gather? Es asunto tuyo, no mío.

El acompañante del abogado era el senescal que abriera la ventana balcón la noche anterior.

—Pero hay algo que hacer —protestó el anciano—. Me está prohibido hablar con la dama Matilde, y ahora me dice usted que todo el dinero disponible es necesario para pagar las misas. Si usted no quiere proporcionarme medios, ¿cómo he de pagar a la gente? Hay cuarenta y siete criados que no han cobrado desde hace un mes, y treinta arqueros, es decir, no, veintinueve, puesto que Hugh fue muerto anoche. El limosnero me dice que su bolsa está vacía. El padre Guthide tiene una larga lista de cosas que hay que mandar a buscar a Londres. ¿Qué he de hacer si no me dan dinero?

—Puede usted arreglárselas sin él —contestó Simeón Bautrie—. Los criados del castillo pueden esperar.

—No quedan víveres sino para un día —insistió el preocupado senescal.

En ese momento empezaron a llegar otras personas. Simeón Bautrie despidió al anciano con un encogimiento de hombros y se sentó ante una mesa que ocupaba un extremo de la habitación. Walter se quedó donde estaba. Vio que aquella mesa estaba cubierta de objetos valiosos de todas clases; alhajas, platería, copas, misales, la Biblia familiar. Parecía que iba a efectuarse una distribución después de la lectura del testamento.

Todos se levantaron al entrar la viuda seguida por Edmond. Este último miraba a su alrededor con el orgulloso ademán del propietario, y se sentó a la mesa al lado del abogado. Su madre se sentó al otro lado.

A Walter no le habían ofrecido asiento, de modo que se quedó de pie en el otro extremo de la habitación. Al ver a la viuda de su padre, había sentido cierta sorpresa. La mujer parecía haber envejecido de un día al otro; se hallaba evidentemente cansada y de humor sombrío. Quizá se diera cuenta de que la ceremonia que estaba por cumplirse señalaba el fin de lo que más apreciara en la vida. No miró una sola vez en dirección a Walter, aunque el muchacho no dudó un solo instante de que lo había visto.

Simeón Bautrie extendió ante sí un documento y empezó a leer en voz alta:

«Nos, Rauf, conde de Lessford, señor del dominio de Bulaire y otras tierras que se citan más adelante, afirmo que ésta es mi última voluntad y testamento…».

Primero se disponía la herencia de la viuda y los legados de las principales propiedades. Las granjas y solares que le tocaban a Edmond fueron enumerados, y a Walter le pareció que el abogado nunca terminaría de nombrarlos. Al oír la voz de Bautrie, volvía a añorar la posesión de sus tierras. Se habría mostrado satisfecho hasta con el menor legado; unas cuantas fanegas de tierra, verde, fructífera y apropiada para pastoreo tanto como para trigo, tierra que pudiera sentir entre los dedos y labrar con afán y fidelidad. Así podría compensar la desventaja de su nacimiento y hacerse un nombre honrado. La solidez de posición y la verdadera dignidad acompañaban a la posesión de tierras. Y por cierto no era mucho pedir que su padre se hubiera dado cuenta de su necesidad y deseado satisfacerla.

Tan ocupado estaba con sus especulaciones y desesperado por la noticia que le diera Engaine, que apenas si había prestado atención a la lectura de las cláusulas que seguían. Su padre se mostraba generoso con sus parientes menos favorecidos y les legaba bonitas sumas de dinero. Muchas posesiones personales se repartían también entre ellos. Vagamente, oyó mencionar tapices de Oriente, piezas de platería, ricas telas y alhajas. El testamento las distribuía con una prodigalidad que hacía sonrojarse el juvenil y envejecido rostro de Edmond. Walter advirtió que su medio hermano tenía toda la codicia de su raza normanda.

Por último, el muchacho oyó mencionar su nombre.

«Se sabe —leyó el abogado— que tengo un hijo bastardo llamado Walter de Gurnie, por quien tengo afecto y cuyo bienestar me preocupa profundamente. Al susodicho Walter de Gurnie lego mi mejor copón, LUKE EL MÉDICO…».

Aquel copón estaba sobre la mesa ante Bautrie; tenía dos pies de alto, de oro y cristal, hermosamente tallado. Era evidente, que había sido uno de los objetos más preciados del muerto. ¡Y se lo había legado a él! «Por quien tengo afecto». Aquellas palabras se le repitieron a Walter en el espíritu. El muchacho sintió que se le hacía un nudo en la garganta, pues aquello era lo que quería oír, una declaración de paternidad y de amor por parte de quien lo engendrara.

«… Mis botas negras de cuero español…».

Las botas estaban sobre la mesa al lado del copón. Eran aquéllas con los leopardos amarillos que el conde calzara la primera vez que Walter lo había visto. Conque ¡había recordado!

Más no le tocaba recibir tierras. La voz del abogado proseguía:

«Además, lego el cuerpo de mi hijo bastardo a Su Majestad el Rey, confiado en que el Rey le encontrara un puesto en su real casa, y confiado igualmente en que el susodicho Walter de Gurnie servirá lealmente a su señor y soberano por todos los años de su vida…».

Walter se sintió demasiado azorado en un primer momento para pensar con claridad. Nunca había llegado a concebir la posibilidad de que su padre siguiera la práctica común de dejarle al servicio del Rey.

«Padre mío —pensó—, ¿he oído bien?».

Inmediatamente se le desvaneció el orgullo que sintiera durante la lectura de las disposiciones anteriores. Lo habían entregado, en cuerpo y alma, como a un villano o criado, a un rey por el cual jamás podría abrigar sentimiento de lealtad alguno. Se llevó la mano ya la garganta como si ya sintiera en ella el férreo collar de la servidumbre.

Al rato, se dijo a sí mismo que no serviría en la casa de aquel joven rey que derrotara y diera muerte al gran conde Simón. Su cuerpo le pertenecía, y ningún hombre, y menos un padre que nunca lo reconociera antes ni hiciera nada por él, podría disponer de él de ese modo. «Lego el cuerpo de mi hijo bastardo…». Una oscura ola de humillación lo cubrió. Conque ¡ése era el final de sus esperanzas y deseos! ¡Ser entregado a la ligera como un mal nacido hijo de villana!

Se sorprendió de pie ante la mesa, sin conciencia de haber cruzado la habitación y totalmente ajeno al hostil escrutinio de muchas miradas. El copón estaba a su alcance, y lo cogió.

—Mi padre apreciaba mucho este copón —dijo—. Y así, al dármelo, me ha hecho un honor. Es evidente también que recordaba que yo le había manifestado mi deseo de tener un par de botas como ésas. Me complazco en aceptar el copón y las botas.

—No hay más cláusulas en el testamento relativas a usted —dijo el abogado—. Pero usted va a tener la bondad de volver a su lugar y no interrumpir hasta que haya terminado la lectura.

Walter se negó a ello.

—Tengo algo más que decir —declaró—. Rechazo la estipulación de mi padre por la cual me liga al servicio del Rey. Soy un hombre libre; mi futuro es cosa mía, y sólo mía.

—La intención fue hacerle a usted un honor —dijo el abogado—, y asegurarle su bienestar.

—¡Honor! —exclamó Walter—. No veo honor en ello. ¿Puede un inglés servir a un rey que ha declarado que no se propone observar la Carta Magna?

—¡Traición! —gritó Simeón Bautrie, y un largo murmullo de asentimiento se levantó en la habitación.

—No, no es traición —replicó Walter abandonando ya toda prudencia y razonamiento—. Si hay traición, es por parte de aquéllos que han transgredido las disposiciones de la Carta Magna. ¡La Carta Magna tiene procedencia sobre la voluntad de cualquier Rey!

—¡Van a ahorcarte por lo que has dicho!

—Si han de ahorcarme, tendrán que correr antes de que me alcancen.

Walter se volvió y salió corriendo de la habitación con LUKE EL MÉDICO y el par de botas bajo el brazo.