IV

Le pareció más seguro salir por la poterna trasera. Hal, el molinero, contestó a su llamado y se quedó mirándolo con curiosidad a la vacilante luz de un hachón colocado sobre la puerta del molino.

—Está usted pálido —gruñó el molinero.

—He sufrido una gran emoción.

—Si no fuera de la nobleza, le ofrecería que compartiera conmigo un jarrón de cerveza que acabo de servir.

—Lo compartiré gustoso —dijo Walter—. Hay ciertas dudas acerca de mis derechos a la nobleza y en este momento me siento dispuesto a cultivar la duda. Estoy lleno de dudas, molinero, dudas que me corroen y me hacen sufrir. Estoy preguntándome si las cosas que siempre consideré justas, ésas que colocan a un hombre por sobre otros, obedecen de veras a la voluntad de Dios.

De regreso en el molino, bebieron su cerveza en silencio hasta que Walter se resolvió a preguntar:

—¿Hay por aquí algún villano en quién se podría confiar para enterarse de algunas cosas que requieren decisión y un espíritu valiente?

El molinero le contestó en seguida.

—Harry el Chato, dueño de La cabeza de Gordinflón, la posada de Little Tamit. Poco más de dos leguas. Es un viejo cruzado y hombre valiente. Sí, Harry el Chato es su hombre.

Walter asintió con un movimiento de cabeza y se puso de pie.

—¿Hasta qué hora atiende usted aquí? —preguntó.

—Hasta la medianoche. Llame usted con fuerza si vuelve. Soy viejo y reumático, y me duermo con facilidad.

Una negrura de tinta envolvió a Walter al salir por la poterna. Seguro de que podría obtener noticias de Tristram en La cabeza de Gordinflón, echó a andar en la dirección que Hal, el molinero, le indicara.

La única ventana de la taberna estaba iluminada, luz a la cual pudo percibir un pentagrama destinado a alejar los espíritus malignos. En el interior de la posada había media docena de hombres sentados en bancos de madera que conversaban entre sí en voz baja. El posadero; individuo corpulento de aspecto bonachón y nariz aplastada, a la cual, sin duda alguna, debía su apodo, se adelantó hacia el recién venido.

—Si es cama lo que usted busca —dijo—, ahora está ocupada por tres, pero caben perfectamente cinco.

—Esta noche no busco cama —contestó Walter.

Cayó un silencio sobre los presentes. Walter advirtió que todas las miradas se habían vuelto en su dirección. Sintió una hostil fijeza en todas las expresiones.

—¡Ajá! —exclamó Harry el Chato, mientras se le borraba la sonrisa del rostro—. No quiere usted cama. ¿Un jarro de cerveza, pues, o un bocado de ese conejo que ve en el asador?

—No tengo hambre, posadero.

—¿Qué le trae a La cabeza de Gordinflón a una hora tan tardía pues?

Walter bajó la voz.

—Tengo que encontrar en seguida a Tristram Griffen. ¿Sabe usted dónde podrá estar?

Un estremecimiento pasó por todos los circunstantes. Varios de los hombres se pusieron en pie y se alinearon al lado del posadero, mirando al forastero con inquietante fijeza. Uno de ellos desenfundó una daga.

—¿Quién es este joven entrometido? —preguntó bruscamente.

—Yo me ocuparé de esto, Nat —previno el posadero—. Conozco al muchacho. Es el nieto del quesero de Gurnie.

—¡Entonces es noble! —exclamó el mismo individuo—. ¡No me gusta este asunto, Harry!

Harry el Chato lo hizo retroceder empujándolo con ambas manos.

—Quédate tranquilo —dijo—. Aún no es necesario armar lío. Y ahora, señor estudiante, contésteme usted con sinceridad. ¿Para qué quiere usted ver a Tristram Griffen?

—Tengo algo urgente que comunicarle —contestó Walter mirando al círculo de amenazadores rostros que se había formado a su alrededor, y añadió—: Quizás estarían ustedes más tranquilos si se los dijera también. No hay inconveniente. De todos modos, mañana se sabrá en todo el condado.

Y empezó a contarles lo que había visto en el castillo. Lo escucharon durante varios minutos en siniestro y desconfiado silencio; luego, de pronto, se pusieron todos de pie, acercándosele y blasfemando con amargura, crispadas las manos en las dagas. La cautela con que se trataran en un principio fue abandonada, y Walter oyó airadas voces que opinaban que había que marchar contra el castillo sin demora.

—¡Desocupa tus camas! —le gritó uno al posadero—. ¡Échalos, que necesitaremos algunas manos para que nos ayuden en la tarea esta noche!

—Bueno, por Nuestra Señora de Walsingham —dijo Harry el Chato cuando el relato hubo terminado.

Siguió observando a Walter con fijeza, aunque el muchacho advirtió que al posadero le tembló la mano al acariciarse la grisácea barba.

—¿Lo vio usted con sus propios ojos, Walter de Gurnie?

—Con mis propios ojos. Todo cuanto dije es verdad, lo juro ante Dios.

—Pero no me ha dicho usted aún por qué buscaba a Tristram Griffen.

—Tristram y yo somos amigos. Sé lo que se propone hacer.

—Y ¿tiene usted intención de prestarle ayuda?

Walter no contestó en seguida. Lo que iba a decir era una traición a la clase a que pertenecía, una negación de los derechos y privilegios que antes nunca había discutido. Después de corta vacilación, sin embargo, dijo con voz clara:

—Todo hombre que tenga sangre en las venas y que haya visto lo que yo vi esta noche, ha de estar pronto a ver el castillo derribado piedra por piedra.

—Es usted hijo del finado conde, ¿y sin embargo dice eso?

—Estoy pronto a ayudar.

Harry el Chato tomó sobre sí la tarea de pronunciar el veredicto.

—Bien dicho —dijo—, joven señorito. Yo, al menos, creo en usted. Ahora id a sentaros todos. Hemos estado esperando aquí a Tristram —añadió después de una pausa—, y tiene que llegar de un momento a otro.

Sobre los crujientes bancos hubo largas discusiones sobre proyectos durante la media hora siguiente. Walter se sentó en un rincón sin tomar parte en la conversación, por darse cuenta de que su situación seguiría siendo insegura hasta que apareciera Tristram. Harry escuchaba con creciente impaciencia.

—Soy un viejo cruzado —dijo por fin—, y quiero deciros que no podemos lanzarnos ciegamente a esta aventura. En mis épocas he visto muchos sitios. Los muros de Bulaire no habrán de derrumbarse como los de Jericó al sonido de vuestros cuernos. Son fuertes y altos, y la normanda tiene muchos guardias para custodiarlos. Cerrad la boca y escuchad a uno que ha llevado la Cruz. Tenemos que lograr por estratagema lo que no podríamos conseguir por ataque directo.

—Yo puede ser de ayuda en eso —dijo entonces Walter.

El posadero hizo una mueca a los demás.

—Hable, pues, señor estudiante. ¿Qué ha aprendido usted en la universidad que no sepan los viejos soldados ni los hombres de los bosques?

—Junten al grueso de las fuerzas en el bosque que hay frente a la entrada principal. Entre tanto, envíen una docena de hombres conmigo a la poterna trasera. Cruzaremos hasta el pabellón de la puerta mayor, sorprenderemos a los guardias que allí se encuentran y bajaremos el puente levadizo. Entonces el grueso de nuestras fuerzas podrán irrumpir en el castillo.

—Noble proyecto —dijo el posadero, con amplia sonrisa—, pero ha descuidado usted un detalle. Entre tanto, puesto que estamos en eso, podríamos jugar a los dados, ¿qué le parece?

Un sucio individuo soltó una sonora carcajada y se golpeó extáticamente el muslo.

—Eso pondrá al noble señorito en su lugar —comentó.

Harry el Chato prosiguió en un tono más amable, por haber colocado su chiste.

—¿Qué le hace creer a usted que podemos entrar por la poterna del oeste?

Walter vaciló antes de contestar.

—Quizá no sea necesario emplear la fuerza —dijo. Si llegamos allí antes de la medianoche, abrirán. Se ha convenido una señal determinada.

—¡Ah! —exclamó el posadero—. Eso hace que las cosas cambien de aspecto. ¿Por qué no nos dijo usted que contábamos con ayuda del interior? ¡Por el gran Melec Ric, puede que los venzamos, si es cierto!

En ese momento se presentó Tristram. Se detuvo en secos en el umbral al ver a Walter, y luego se adelantó lentamente.

—¿Tú aquí? —dijo—. ¿Qué significa esto, Walter?

—Quiero tomar parte en el trabajo de esta noche. Se me han abierto los ojos, Tris, y ahora veo que tienes razón. La justicia no puede aguardar más.

Al honrado hijo del flechero se le iluminó el semblante. Dejó caer ambas manos en los hombros de Walter y lo sacudió afectuosamente.

—Ya sabía que se podía contar contigo, Walter —exclamó—, y sin embargo esto es mejor de lo que había esperado. Ahora podemos correr los riesgos lado a lado.

Mas por un momento tuvo la sombra de una duda.

—Esto no es asunto tuyo. ¿Por qué habrás de compartir un riesgo que es solamente nuestro? ¿Qué serán de tus oportunidades en Bulaire? Me pregunto si has considerado todo eso.

—Cuando hayas oído lo que puedo contarte —dijo Walter—, no necesitarás respuesta para tus preguntas.

—La narración puede esperar —dijo el posadero, dirigiéndose hacia una puerta interior y gritando hacia la cocina—: ¡Bess! ¡Wenciliana! Venid, perezosas, levantaos y traednos comida.

Luego miró a los presentes y añadió:

—Necesitaréis tener el estómago lleno para el trabajo que os espera.

Salieron una hora antes de la medianoche. Harry el Chato detuvo a la pequeña partida ante la puerta de la posada para pronunciar una solemne arenga.

—Tris se separará de nosotros aquí y hará que los hombres de Cencaster y Tressling aguarden frente a la puerta principal. Los demás, estaréis a mis órdenes. Espera la señal que te indicará que el plan ha sido cumplido, Tris; serán dos toques de mi cuerno. En cuanto los oigas acude a toda prisa y grita como los robustos hombres de Gedeón. Si no oyes la señal, quédate donde estés hasta que pueda mandarte decir lo que haya de hacerse.

Hizo una pausa y prosiguió con repentina gravedad:

—Ahora, un consejo de prudencia; venzamos o seamos vencidos, las cosas se presentarán difíciles para nosotros, después. Tratarán de darnos caza uno por uno. Cubríos los rostros de barro en cantidad abundante. Elevad la voz lo menos posible, aun en plena lucha. Puede que todos demos un salto en la horca por lo que proyectamos hacer. Decid una plegaria antes de que empiece la lucha y pedid al Hijo del Rey de los Cielos que nos mire con misericordia. Llenaos la boca de tierra para recordar que todos los hombres son mortales. Siempre hacíamos eso cuando yo llevaba la Cruz.

Y abrió la marcha con una antorcha encendida, sosteniéndola a escasa altura de tierra para que los que seguían vieran dónde pisaban. Anduvieron despacio. Cuando hubieron llegado, quizás a la mitad del recorrido, Walter vio ante sí un pálido punto de luz, que reconoció como la fogata de la torrecilla del vigía de Bulaire. La fogata parecía pequeña, y el muchacho se preguntó si los centinelas no habrían olvidado alimentarla. Quizás se hubiesen dormido en sus puestos. De todos modos, aquella circunstancia prometía ser favorable.

Harry el Chato había calculado la marcha para que llegaran a la poterna occidental al mismo tiempo que los hombres de las aldeas vecinas. Se acercaron al castillo y se detuvieron ante la cerca exterior.

—Quedaos aquí —murmuró el jefe—. Voy a dar la vuelta hacia el otro lado para asegurarme de que están prontos.

Siguió una larga espera. Walter se volvía cada vez más aprensivo a medida que pasaba el tiempo, por temor a que fuera demasiado tarde ya para sorprender a Hal, el molinero, en su puesto. Y de pronto oyó una ahogada voz a su lado, en la oscuridad.

—Estamos prontos. Tris ha concentrado a sus hombres al otro lado. Son treinta muchachos de Ashley-Buzzard que se nos han unido, y en estos momentos se está acercando la partida de Engster por el Sur.

Walter pudo oír al jefe de los campesinos que se arrastraba en la oscuridad y murmuraba sus instrucciones finales. Al mirar a su alrededor, vio con repentino sobresalto que una luz se movía a la distancia. ¡Llegaban más hombres! Volviéndose en otra dirección, vio más luces, antorchas sostenidas por las manos de presurosos campesinos. A los diez minutos se vieron luces en todas las direcciones, que se destacaban contra la negrura del cielo. Sin duda que los centinelas apostados en los muros habrían de verlas también. Walter esperaba de un momento a otro oír gritos en las torres. Y de pronta oyó que el posadero de Little Tamit le susurraba al oído:

—Adelante, Walter de Gurnie. Da tu señal en la poterna.

La poterna exterior estaba cerrada con cerrojos. Walter dio tres golpes fuertes y dos suaves. No hubo respuesta. ¿Estaría durmiendo Hal, el molinero, o lo habrían relevado de su puesto? Fue aquél un momento de ansiedad.

Volvió a llamar. No hubo respuesta. En el interior aún reinaba un silencio completo. Walter acababa de abandonar sus esperanzas, cuando oyó que alguien estaba corriendo los cerrojos.

—Llega usted tarde —gruñó el molinero, espiando por la abierta poterna—. ¿Qué ha estado haciendo? La noche es demasiado fría para perseguir criadas. Y ahora, deme usted el santo.

—¿El santo? —repitió Walter—. Le daré uno muy apropiado. ¡Justicia normanda!

El molinero levantó su linterna, y en ese momento dos de los compañeros de Walter se abalanzaron y lo cogieron de los brazos. Un tercero se apoderó de la linterna y un cuarto le tapó la boca con la mano. El molinero se recobró de su sorpresa lo bastante para luchar vigorosamente. En el alboroto que siguió, perdió pie y cayó al agua, arrastrando consigo a uno de los hombres. Era el lugar menos apropiado para un remojón involuntario. Las letrinas del castillo estaban situadas precisamente debajo del molino, y las inmundicias corrían por caños hasta los muros, por los cuales caían a los fosos.

Harry, al pasar detrás de Walter, murmuró una orden:

—Si hace ruido alguno al salir, abridle la cabeza.

Sostenida por un gancho empotrado en la pared, ardía una antorcha. Walter se apoderó de ella y abrió la marcha por las cocinas. Los sótanos estaban oscurecidos y vacíos, aunque el hecho de que a intervalos hubiera antorchas en las paredes indicaba con certeza que habría un sereno en alguna parte. Cuando llegaron al patio interior, advirtieron que aún se veían algunas luces en las ventanas que daban a él. De una de ellas llegaba el sonido de voces masculinas que cantaban en coro. Estaban cantando Canta alto, cuco, con armonía tan perfecta, que resultaba evidente que se trataba de cantores profesionales. Algunos invitados, pues, seguían divirtiéndose.

—Es un excelente coro —dijo Harry por sobre el hombro—, pero luego cantarán más bajo.

Walter estaba embargado por una intensa sensación de alivio. Ya estaban en el castillo, y era fácil por lo tanto realizar plenamente el proyecto; su proyecto. Los desdichados prisioneros serían rescatados.

«¿Qué pensaría ella del canalla sin nombre si supiera?» —se preguntó, triunfante.

El pabellón de la puerta principal estaba iluminado, mas no había rastros siquiera de presencia humana. Los campesinos miraron a su alrededor, asombrados ante semejante descuido.

—Siempre pasa lo mismo cuando todo está a cargo de una mujer —declaró el posadero de Little Tamit—. Cuando vivía tu padre las cosas marchaban de otro modo.

Por último les llegó el ruido de unos ronquidos de un cuartucho vecino. El jefe de la partida entró para investigar y volvió con amplia y triunfal sonrisa.

—Están borrachos como cubas. Entrad, Stevie, Robin y Hengist. Atadlos y amordazadlos.

Los ojos le brillaron al mirar a Walter.

—¡Qué suerte, señor estudiante! El castillo entero parece estar durmiendo en los vapores del vino fúnebre.

Abrió la marcha hacia la puerta principal, donde se quedó mirando la maciza trampa de roble y el enorme puente levadizo, que cerraba la entrada. Las cadenas que colgaban a cada lado, parecían demasiado pesadas para ser movidas por manos humanas.

—Aprendí a bajar esos puentes cuando llevaba la Cruz —dijo el posadero con entusiasmada confianza—. Estas cadenas trabajan mediante una doble acción; alzan la trampa y cae el puente. Veamos, ahora. Debería haber dos palancas que permiten la maniobra. Una vez sueltas, el resto es fácil.

Mientras tiraba de las cadenas con la ayuda de dos fornidos compañeros, Walter miró el paso interior. Los arqueros se habían instalado en aquel punto con flechas preparadas en las cuerdas. ¿Podría bajarse el puente antes de que se diera la alarma? El enorme castillo seguía en silencio completo. Walter alcanzaba a oír el chirrido de las cadenas y las jadeantes órdenes de Harry el Chato. Cuando por fin este último soltó un grito de exasperación, el muchacho se dijo a sí mismo: «¡No consigue bajar el puente, y nos veremos cogidos aquí como ratas!». Era demasiado esperar pretender que su presencia pasara inadvertida durante tanto tiempo.

—¡Ya está! —exclamó por fin el posadero.

Walter miró por sobre el hombro y vio que el puente estaba empezando a bajar. Los agudos dientes de hierro de la base dela puerta se habían levantado ya unas varas, y seguían alzándose, con agudos chirridos de protesta, Harry el Chato pasó por debajo y se trepó al puente, acelerando así su bajada con el peso de su cuerpo. La barbacana estuvo abierta en el preciso instante en que el extremo del puente levadizo tocaba al otro lado del foso. Y Walter pudo ver al posadero que echaba mano del cuerno que llevaba al cinto.

Cuando hubieron resonado los dos cortos toques, Walter corrió hacia el extremo interior del pasadizo para prestar la ayuda que los dos arqueros allí apostados necesitaran. Uno de los hombres señaló hacía las luces que ya empezaban a mostrarse en el castillo.

—Demasiado tarde —dijo sonriente, preparándose a disparar el arco—. Dentro de dos minutos estará toda nuestra gente aquí con arcos y palos. El castillo es nuestro, y esto se lo debemos a usted, señor estudiante.

Pudieron oírse fuertes gritos de «¡San Jorge, San Jorge!», mientras que un centenar de hombres entraban corriendo por el puente levadizo. Walter miró hacia atrás y vio que a la cabeza de los que llegaban iba Tristram, que arrojaba su arco al aire y lo cogía al vuelo mientras corría. Poco después se abrió una puerta baja y salieron corriendo unos hombres de armas. Aún se ajustaban los petos y algunos hasta se restregaban los ojos para despejarse. Uno de los arqueros levantó su arma y apuntó apresuradamente.

—¡No, no! —gritó Walter—. Van a ceder sin lucha cuando vean que estamos dentro.

Fue tarde. Vibró la cuerda y la flecha salió disparada por el aire para clavársele en la garganta a uno de los hombres de armas. El herido había estado tomando impulso para echar a correr por el patio, pero el impacto lo echó hacia atrás. Por un momento se balanceó sobre sus pies y se desplomó, doblada una pierna bajo el cuerpo en posición extraña, mientras la flecha clavada en el cuello quedaba en posición vertical señalando al cielo.

—Ni siquiera se dio cuenta de lo que le ha pasado —se vanaglorió el acertado arquero—. Ha sido un excelente tiro, muchachos; Bueno, pues, esto va por el pobre Mark Githing, mi compadre, que bailó en el aire por resolución de la viuda.

No hubo necesidad de disparar la segunda flecha. El paso detrás de ellos se había llenado de hombres clamorosos, pintados los rostros de negro. Irrumpieron en el patio y en pocos segundos se apoderaron de él. Los hombres de armas depusieron sus picas con una espontaneidad que demostraba que no tenían empeño en luchar por la normanda.

Harry el Chato, ensangrentada una mano por la furiosa prisa con que trabajara en el puente levadizo, se detuvo al lado de Walter bajo la bóveda de entrada.

—¡Hemos vencido! —tuvo que gritar a plena voz para hacerse oír por encima de los clamores—. En todos los años que llevé la Cruz jamás he visto caer con tanta facilidad una plaza fuerte. Y no costó una sola vida.

—Sí, una —exclamó Walter.

De pronto, sintió que lo había abandonado el entusiasmo. Vio el cuerpo del hombre de armas muerto, estirado sobre los adoquines, rodeado por un compungido grupo de compañeros. El muerto tenía cabello amarillento, era de rostro joven y vestía una capa roja.

Una diputación de tres personas llegó de la torre en que estaban situados los dormitorios de la familia. Dos de los parlamentarios eran caballeros; su aspecto era muy deprimido y bastante ridículo, pues se habían ceñido las espadas sobre los camisones. El tercero era Simeón Bautrie. El abogado estaba pálido como una piel de cebolla. Habían mandado decir a los jefes de los campesinos que se encontraran con ellos en la sala principal, pero Harry el Chato no quiso oír hablar de ello. Dijo que las negociaciones deberían efectuarse en lugar abierto, donde todos pudieran oír. El trío, por lo tanto, había salido al patio exterior, donde los aguardaba el posadero de Little Tamit.

—Venimos de parte de la condesa de Bulaire —dijo uno de los caballeros—. La condesa, a su vez, obra en representación del conde, que aún es menor de edad. Ante todo, exigimos que se nos diga el motivo de esta insólita intrusión.

Cayó un silencio sobre el patio, y todas las miradas se volvieron ansiosas en dirección a Harry.

—El motivo lo daremos pronto —contestó éste—. Venimos a dar libertad a las mujeres y a los hijos de los seis hombres que fueron bárbaramente asesinados por orden de la mujer a quien llamáis condesa de Bulaire. No nos proponemos vengar a los seis hombres, aunque estaría en nuestro poder hacerlo. Hasta podríamos ahorcar a la condesa en persona.

Después de aquellas palabras se elevó un fuerte clamor, que evidenciaba cuál era el estado de ánimo de los campesinos.

—Sí, podríamos ahorcarla si así lo quisiéramos, y yo, al menos, sentiría gran satisfacción en tirar de la cuerda que la acercaría al castigo que la espera en el más allá. Pero eso ocasionaría mayores derramamientos de sangre; habría más mujeres sin marido y más niños sin padre antes de que pasara mucho tiempo. Así, pues, esperaremos la justicia del Rey, convencidos de que no se hará desear.

E hizo una pausa.

—Somos campesinos de Inglaterra, no bandidos, y cuando salgamos de aquí nada nos llevaremos sino un poco de alimento para los hambrientos presos que conserváis en vuestros inmundos calabozos. Los tenéis aquí sin derecho alguno, y exigimos su libertad inmediata.

—Estoy seguro —empezó Simeón Bautrie—, que el pedido de ustedes merecerá la consideración de la condesa…

—¡Óyeme, canalla! —exclamó el posadero—. Nuestra exigencia debe ser satisfecha sin consideración alguna. No nos interesan tus escritos ni tus leyes. Te damos cinco minutos para entregar a los presos. Por cada minuto que pase de los cinco, ahorcaremos a alguno de la casa, en las almenas. Y empezaremos contigo, señor abogado. ¡Por Dios que nos ve, que oye hasta la última palabra que decimos, bailarás en la punta de una cuerda si tardas mucho!

Pero el cuello de Simeón Bautrie no tenía que conocer el contacto de la cuerda, pues un minuto entero antes de que transcurriera el plazo apareció el último de los presos en la puerta de los calabozos. Varias de las mujeres hubieron de ser llevadas en brazos, pues las habían sometido al suplicio del potro para que confesaran la culpa de sus maridos. Aquello no se supo sino después, porque de otro modo nada habría podido salvar de la horca a Jack Daldy ni a sus ayudantes. Los niños estaban demasiado deslumbrados y débiles para darse cuenta de lo que ocurría. Unos caballos fueron sacados de las caballerizas para ser enganchados a las carretas en que los liberados prisioneros fueron acostados sobre cómodos montones de paja.

La escena de la partida iba a quedar grabada en la imaginación de Walter durante toda la vida. Blandiendo antorchas encendidas por sobre sus cabezas, los triunfantes campesinos pasaron el puente levadizo. Adelante iban los hombres de Little Tamit, a cuya cabeza iba Harry el Chato, con aligerado paso. No había gente de Gurnie, pues la noticia no llegó tan lejos, de modo que Walter esperó a que Tristram saliera con los hombres de Cencaster. Por noblemente nacido que fuera, se sentía muy orgulloso al ver cómo los contingentes de villanos marchaban en fila. ¡A la normanda con sus extranjeras ideas de la justicia le había sido dada una respuesta inglesa!

De cuerpos musculosos y anchos de espaldas, los hombres llevaban cada uno una de aquellas poderosas armas con que, de ser cierto lo que decía Tristram podía ser conquistado el mundo entero. En aquel momento, Walter también lo creía.

Al acercarse los primeros hombres a los bosques, las luces de las antorchas daban una luz tan vívida que podían verse briznas de paja que flotaban en el agua de los fosos y hasta la curva del camino, a un centenar de varas de distancia, donde, al pasar por el puente de piedra que se tendía sobre el Larney, los jefes entonaron Los hijos de Job. Aquella fácil canción de marcha, cantada por primera vez por los hombres que lucharon a las órdenes del conde Simón, fue coreada en seguida a lo largo de toda la fila. A Walter le llegaron las palabras:

Job, en cenizas, cantaba en voz baja

sin dejar de trabajar por el Rey de los Cielos.

¡Somos hijos de Job!

A Walter le pareció como si las sombras de Guillermo el de las largas barbas y los tres temerarios patriotas, Adam Bel, William Cludsley y Clym-O-the Clough marchaban con los hombres de Little Tamit y Engster bajo las bóvedas de los árboles. Por cierto que aquellos muertos héroes de la resistencia sajona a la agresión normanda habían presenciado la hazaña. ¡Allí donde se hallaran sus fantasmas, debieron haberse palmoteado alegremente las espaldas y soltado sonoras carcajadas!

Cuando Walter entró a marchar con los hombres de Cencaster, aún vibraba la canción:

El Señor, compasivo, destruyó a los enemigos de Job,

y creó nuevas flechas para sus arcos.

¡Somos hijos de Job!

Era el último de la procesión, y se unió de pronto al coro:

¡Cuidado, normandos,

que vienen los hijos de Job!