El guardia que recibió a Walter en el castillo de Bulaire sospechó en seguida de un visitante que llegaba a pie.
—¿Lo mandó buscar Simeón Bautrie? —le preguntó—. ¿Quién es usted, pues?
—Soy Walter de Gurnie.
El guardia sonrió y señaló con el pulgar hacia el puente levadizo.
—Pase usted —dijo—. Debería haberlo conocido por la hermosa curva de su nariz. Pídale a cualquiera que lo lleve a Simeón Bautrie.
Hallaron al abogado en un oscuro cuartucho abierto en el muro del pabellón de entrada. Muy poca luz penetraba por la única y alta abertura enrejada que servía de ventana, y el hombre, que estaba ocupado con unos escritos, había encendido una pequeña vela. Sus húmedos labios se movían al leer y no levantó enseguida la cabeza. Cuando lo hizo, Walter vio que tenía unos ojos pálidos, que parpadeaba continuamente y que su rostro era tan grisáceo y sin vida como los pergaminos con que trabajaba.
—Conque ¡ha llegado usted! —murmuró estudiando a Walter con una atención que al muchacho se le antojó desconfianza.
Al abogado parecían molestarle mucho las moscas, pues se rascaba continuamente las costillas con los codos.
—Y ¿qué espera usted, Walter de Gurnie?
—He venido de acuerdo con sus instrucciones y sin esperanza alguna —contestó Walter en el mismo tono—. Sólo tengo un deseo: el de mirarle la cara a mi difunto padre.
—El testamento alude a usted, de modo que me pareció oportuno citarle.
Y Bautrie recogió el documento como si estuviera preparado a reanudar su trabajo, pero luego pareció cambiar de opinión y volvió a arrojar las hojas sobre la mesa. Prosiguió con tono agudo y cortante:
—Su presencia aquí no es grata, Walter de Gurnie; de eso puede estar usted seguro. Mi ama no debe verle a usted. Por eso, he de advertirle que por ningún motivo tiene usted que mostrarse en los servicios funerarios. Esta tarde se celebrará el servicio público en la aldea de Bulaire, y luego se oficiará otro para los miembros de la familia en la capilla de aquí.
—¿Acaso no soy de la familia?
—No, ni lo piense usted, señorito. Mi mejor consejo para usted es bajar de tono y mantenerse bien lejos de la vista de la señora. Como puede usted haber oído decir, es muy severa y resuelta, y no gusta de usted.
Tosió y escupió al piso de piedra.
—Pregunte por el padre Nicholas.
De la fría lobreguez del pabellón de entrada, de cuya pared colgaban las gualdrapas funerarias que indicaban la pérdida que sufriera el castillo, Walter salió a las soleadas actividades del exterior. Nunca antes había estado dentro de los muros de un castillo, y, al mirar a su alrededor, escapó por un rato del mal estado de ánimo que le embargara durante su larga caminata. Adosados contra el muro y haciendo frente al torreón de piedra que separaba el patio exterior del interior, había una serie de construcciones dedicadas a la parte agrícola de la casa; caballerizas, gallineros, depósito de herramientas, herrería, el esquiladero. Las construcciones eran de madera, y un poco toscas, con excepción de las caballerizas, que eran de piedra y más impresionantes, pues tenían dos cruceros y muchos arcos góticos.
El espacio que mediaba entre ellas estaba tan transitado como una calle de Londres. Walter se quedó observando por unos minutos, un tanto chocado ante el aspecto de indiferencia de todo y la animada nota de las conversaciones en voz alta. Algunos hombres de armas estaban jugando a los bolos en el extremo opuesto del patio, golpeando las bolas de madera con sus mazas y enviándolas por sobre los obstáculos o contra el bochín con animados gritos de: «¡Jugado! ¡Espléndido tiro de tres toesas!». Un juglar estaba practicando el difícil arte de jugar con tres dagas en el aire mientras andaba en zancos. Los funerales siempre atraían artistas de esa clase, probablemente hubiera más en el castillo. El zapatero del castillo, que llevaba de insignia una lezna sobre la cruz de gules del brazal, había entablado una violenta discusión con el herrero, y el ambiente estaba lleno de invectivas.
—¡Ajá! ¡Estúpido pretensioso! Conque ¡dices que los zapatos que te hice no te quedan bien, miserable zarrapastroso! Si quieres que te diga la verdad, he de cantártela: no es mi trabajo hacer calzado para pies que parecen cascos de mula.
—¿Qué dices, remendón del demonio? —rugió el herrero, ennegrecido el rostro de rabia—. ¡Si mi señor no hubiese muerto, te doblaría el espinazo en forma de herradura de mula!
Dos hombres de armas estaban jugando a los dados en el suelo. Mientras Walter estaba mirándolos, pasó una muchacha, que, de pronto, se agachó y cogió uno de los dados. Con travieso guiño, se lo metió en el descote y echó a correr, meneando las caderas con impudicia. Uno de los hombres echó inmediatamente a correr tras ella, y la pareja desapareció detrás del torreón.
—¡Bribona! —exclamó el otro, que siguió jugando con el dado restante, sonriendo.
Walter se inclinó hacia él para preguntarle:
—¿Dónde puedo encontrar al padre Nicholas?
—¿Qué dónde puede encontrar al padre Nick? Es ésa una pregunta sencilla aunque difícil de contestar —dijo el hombre soplándose el puño que encerraba el dado—. Hoy está atareado como un gato sobre el techo y difícil de agarrar como una anguila. Sin embargo, hablando del lobo, aparece, y helo aquí en persona, que viene en esta dirección.
Un joven sacerdote acababa de salir de las caballerizas. Tenía un pergamino en la mano y hablaba hacia sus espaldas en un tono que demostraba que se hallaba empeñado en amarga discusión con otra persona.
—De algún modo tendrá usted que hacer lugar. Le digo, Flanders, que en este momento cruza el puente levadizo otra partida: dos caballos de tiro, tres de silla y una mula de clérigo.
Al ver a Walter se dirigió inmediatamente hacia él. Su rostro, de facciones regulares, de hermosa nariz recta y vivaces ojos pardos, aún estaban nublados por la discusión.
—¡Otra visita! —exclamó—. Bueno, hijo mío, ¿quién es usted?
—Soy Walter de Gurnie. Simeón Bautrie me dijo que lo viera a usted.
El joven sacerdote lo miró con creciente interés, después de lo cual sonrió y le puso una mano sobre el brazo.
—De todos modos, si hay alguien que tiene derecho a estar aquí es usted. Veo que no le han brindado un recibimiento atento, de modo que a mí me toca poner las cosas en su lugar.
Volvió a oscurecérsele el semblante:
—Porque he tomado las sagradas órdenes, todos parecen creer que puedo realizar milagros. ¿Acaso soy adivino para saber quiénes han de venir y qué hay que preparar para cada uno? Me dan una lista completa a medias y compruebo que los víveres no alcanzan a la mitad de los necesarios. Por el momento no tengo idea de dónde lo alojaré por esta noche, hijo. Quizá pueda encontrar lugar para un catre más.
—Haga usted lo que haga, no oirá queja alguna de mí. Lo único que pido es una oportunidad de ver a mi padre.
La airada expresión bajo la parda capucha se convirtió inmediatamente en una mirada de comprensión.
—Es natural, hijo mío. Ahora le llevaré a la capilla.
Walter le siguió por la puerta del torreón. El sol apenas si podía introducirse por las angostas hendiduras de los muros y a Walter le costó algún tiempo descubrir que se hallaban en una estancia que parecía extenderse indefinidamente ante ellos, cuyo arqueado techo estaba soportado por pilares redondos, como los de una cripta. Aquel local se utilizaba como sala de guardias. Había bancos de piedra a lo largo de las paredes, cubiertos por cotas de mallas y cascos de acero; las armas brillaban por todas partes, colgadas de los ganchos plantados en las blanqueadas paredes o formadas en pabellón en el centro. En los muros había blancos para el tiro al arco y pendones que colgaban de cuerdas tendidas entre los pilares. Las paredes estaban cubiertas de expresiones crudas y obscenas.
En aquella sala sólo había un ocupante, un joven desnudo hasta la cintura, que estaba aceitando un cinturón de acero y cantaba desentonando con aguda voz de tenor La alegre Maud era una pícara alcahueta. Walter se preguntó por qué su guía se detenía al lado del cantor, y miró hacia atrás como si él también tuviera motivos para mostrarse tan interesado como el sacerdote. Al levantar la cabeza el soldado, comprendió. Era el joven que viera a su lado en la iglesia de Cencaster.
—¿Por qué te quedas aquí, Hugh? —preguntó el fraile con algo de exasperación en la voz—. ¿Quieres enfermar de reumatismo, quedándote en la humedad sin tener puesta siquiera una camisa? No vamos a tener ya muchos días hermosos como éste antes de que llegue el invierno y termine la estación de Dios.
—Tengo que estar pronto para la procesión —dijo el joven hombre de armas, prosiguiendo afanosamente con su limpieza—. Es tarde, padre Nick, y aún me queda mucho por hacer.
—No estaba seguro de que quisieras formar parte de la procesión, Hugh, e iba a pedirle a Swire Jennings que te dispensaran.
El hombre de armas alzó la mirada y sonrió con infantil orgullo.
—¡Pero si tengo mucho interés en ir, padre Nick! Hoy tengo que estar impecable. He estado trabajando horas enteras en mi cota de mallas, que ahora brilla como los cristales de la capilla. Vea usted mi casco. Sí, por cierto que hoy estaré impecable. Tengo capa nueva, de lana roja —dijo, brillantes los ojos—. Roja, padre Nick, ¿qué le parece? Siempre se han reído de mí, llamándome bastardo y preguntándome quién era mi padre. Pero, por los mil demonios, hoy he de mostrárselo. Hoy sabrán quién era, padre Nick.
Cuando se hubieron alejado, el padre Nicholas le dijo a Walter:
—No se disguste, hijo mío. Se necesitaría el concurso de todos los escribas que hicieron el gran censo de Guillermo el Conquistador para contar a todos los hijos ilegítimos que hay en Inglaterra.
—¿Quién es su madre?
—Una moza de las cocinas. Trabajaba como fregona, y es un misterio cómo el amo pudo fijarse en ella. Era bonitilla la mozuela cuando se quitaba la harina y la sal de la cara, pero era muy tonta. Murió en el parto.
Y su rostro cambió de expresión.
—¿Miró usted con atención al pobre Hugh? Físicamente, tiene el aire de familia, pero no le penetra más allá de la piel. Es un muchacho valiente, pero de mentalidad infantil.
Walter vaciló antes de formular la próxima pregunta.
—¿Hay… hay más hijos de él?
El sacerdote meneó la cabeza como si le asombrara la pregunta.
—¿Qué se figura usted, hijo mío? El finado conde era el sol en los cielos de Bulaire, y tenía muchos atractivos para las mujeres. Habrá usted de ver por los alrededores bastantes campesinos con hermosas narices normandas en vez de rostros chatos comunes. Verá usted que todo señor campesino ha hecho lo mismo, hijo mío.
Walter no hizo más preguntas, y ambos siguieron recorriendo la sala de guardias, en la que el ruido de sus pasos producía repetidos ecos en el arqueado espacio. Pasaron por una puerta con remaches de cobre y llegaron al patio interior, donde Walter se asombró al ver que dicho patio carecía del espacio y del bullicio del otro. Pronto se dio cuenta del porqué. A él daban las secciones importantes del castillo, la sala principal, la capilla y altas torres aplomadas en cada extremo, que lo convertían en una serie de caminos y pasadizos conectados entre sí. Los muros de piedra eran tan altos que la luz del sol apenas si llegaba. Los adoquines estaban resbalosos por las basuras allí arrojadas durante la noche. Un viejo criado, con escoba y pala, estaba limpiando. Canturreaba para sí con gastada voz, y en un hombro llevaba una descolorida Cruz. ¡Un viejo cruzado, reducido a un trabajo inmundo como aquél!
Otros dos villanos pasaron a su lado, con una canasta llena de ropas sucias sobre las cuales reposaban lado a lado un gorro de niño y una toca de bufón. Uno estaba diciéndole al otro:
—¡Otro traga pecados! ¡Y todos ellos atiborrándose las inmundas panzas con excelente comida y vinos! Si estuviera seguro de que los condes y demás murieran con cierta frecuencia, yo mismo me haría traga pecados.
—¿Para ir en derechura al infierno en cuanto murieras? —replicó el otro con profundo desprecio—. En cuanto a mí, ya tengo bastantes pecados por mí solo para cargar con los de otros, sólo por una moneda de oro y una buena comida.
La puerta de la capilla, frente a ellos, llevaba a cada lado esculpido el escudo de Lessford, y sobre ella había un enorme ventanal de cristal de colores que representaba a Moisés. El sacerdote abrió con su llave y se dispuso a entrar.
—Padre Nicholas —dijo Walter con un pie en el escalón—. No he visto árbol alguno con ahorcados. He estado observando durante todo el camino a lo largo del Larney.
El rostro del sacerdote adoptó una expresión sombría.
—Ayer cortaron las cuerdas y enterraron los cuerpos. ¡Que Dios les dé paz!
—¡Justicia normanda! —exclamó Walter con amargura.
El padre Nicholas le puso una cautelosa mano en el brazo.
—Baje la voz —murmuró—. Este lugar es como un pozo, y el sonido de las voces va hacia lo alto. No se puede saber quién está escuchando.
Y al rato prosiguió con tono ahogado.
—Vivo del pan de Bulaire. Mi lealtad era para con el conde, y lo he servido bien como consejero eclesiástico, y, creo, como amigo. En cuanto haya sido enterrado, me quitaré el polvo de Bulaire de los pies.
—¡Bien y valientemente dicho!
—En cuanto a usted, Walter de Gurnie, un consejo. Debería usted quedarse hasta mañana, día en que se abrirá y leerá el testamento. Después, que nada retrase su partida. Asegúrese de que su puerta esté cerrada, y ¡duerma con sueño liviano!
La capilla no era grande, pero su techo era alto, de modo que daba una sensación de amplitud. Walter se sintió inmediatamente impresionado por su tranquilidad y lobreguez. Se quedó en la entrada, incapaz de seguir avanzando, parpadeando a la luz de un cirio que brillaba en un candelero clavado en la pared. Tenía la mirada fija en el altar y en el ataúd depositado ante él. En cada uno de los ángulos del ataúd había cirios gruesos como mástiles de barcos. Debía hacer unos cinco días que estaban ardiendo, a pesar de lo cual sus vacilantes llamas se hallaban aún a varios palmos del triste catafalco negro sobre el cual yacía su padre.
Y Walter empezó a oír unos extraños sonidos. Primero fueron como pasos fantasmales por las alas laterales, y como un estremecimiento de los negros monumentos que se erguían a lo largo de las paredes en que las esculpidas imágenes de los condes de Lessford yacían revestidos de sus armaduras. Unos murmullos parecían llegarle desde el coro, de donde se filtraba una mortecina luz a través de ventanas en forma de trébol de cuatro hojas. El muchacho sintió que le corría un frío por la espina dorsal.
Los murmullos se hicieron más distintos. Walter estaba seguro ya de que oía voces. No eran voces humanas, pues su tono era mucho más agudo del que puede producir una garganta humana. ¿Acaso estaba cantando plegarias por el alma del muerto algún coro angelical?
Walter avanzó unos pasos, cogiéndose de las molduras de los bancos para darse confianza. De pronto se sorprendió apresurando el paso, mientras sus tacones golpeaban en la oscuridad, ruido que parecía extraño por ser tan completamente humano. Las voces aún resonaban a su alrededor, y el muchacho estaba seguro de que los ojos de los fallecidos nobles que había a cada lado de la nave se volvían para mirarlo al pasar.
Al llegar frente al ataúd estaba jadeante, y mucho le costó recobrar el dominio de sí mismo al advertir que no estaba solo en la capilla. Una figura vestida de negro de pies a cabeza estaba sentada al lado del cuerpo de su padre. Un rostro de estiradas facciones, muy pálido, lo miraba por debajo de una cofia de luto, y una mano, no menos blanca, indicaba con el gesto lo mucho que molestaba su presencia.
Aunque sólo la había visto una vez, Walter reconoció a la esposa de su padre, a la normanda. La luz de las velas bastó para advertir que los ojos de la mujer tenían una expresión tensa bajo sus espesas cejas y que el gesto de su boca acusaba dolor y propósitos siniestros. Nunca había sido una mujer amable, y por entonces parecía una furia vengadora. El muchacho observó con asombro que llevaba una cadena al cuello con un enorme rubí, y se preguntó si no la llevaría puesta por haber sido un regalo del finado conde.
Ella lo reconoció; se levantó inmediatamente y se interpuso entre él y el ataúd con intención de impedir que se acercara más. A Walter se le pasó el miedo al verse ante otro ser humano. No le hizo caso a la mujer sino que miró con fijeza el tranquilo y pálido rostro de su padre, que se destacaba con gran contraste contra el negro fondo del escudo sobre el cual descansaba la cabeza.
Rauf de Bulaire estaba vestido con una túnica de seda bordada en hilo de oro. Detrás de él yacía su casco de acero de Bordeau envuelto en un velo blanco. También tenía a su lado su costosa cota de mallas de Nápoles y su espada de Turena. Cruzadas sobre el pecho, las manos, que fueran tan fuertes, parecían delgadas y blancas. Cerrados sus ojos y no dominado ya su rostro por su fiero orgullo, el semblante parecía suave y amable, mucho más hermoso de lo que fuera en vida. Su fino corte de nariz y de boca impresionaron a Walter tan profundamente que sintió ganas de llorar de dolor por aquella prematura muerte.
Se había propuesto permanecer silencioso, pero casi contra su voluntad empezó a mover los labios.
—Padre —murmuró—, quería verte una vez más y decirte…
Y apretó los labios. Lo que quería decirle no podía manifestarse mientras aquella normanda estuviera entre ellos. Ella le dijo con enojado tono:
—¡Tenéis que iros de aquí! ¡No tenéis derecho a estar aquí!
Walter no apartó la mirada de su padre.
—Tengo pleno derecho a estar aquí —declaró—. Era mi padre. Me impidieron verlo cuando estaba vivo, pero ahora que ha muerto niego a todos el derecho de impedirme estar a su lado.
—La puerta estaba cerrada —repuso la mujer—. ¿Quién os dejó entrar?
El muchacho la miró de frente por primera vez. La prominente nariz de la normanda, tan desproporcionada con su delgado rostro, se le movía de emoción.
—¿Lo haríais ahorcar, no es cierto? —preguntó Walter—. ¿Como hicisteis con aquellos seis inocentes? ¿Os proponéis mostrarnos más ejemplos de vuestra justicia normanda?
La mujer alzó los brazos, enfurecida.
—¡Salid inmediatamente de aquí! —ordenó—. Si no lo hacéis os juro que os haré ahorcar como a ellos. ¡No volveré a tolerar otra insolencia vuestra, canalla sin nombre!
Walter estuvo por replicar que habría de pagar la horrible acción cometida, pero se dio cuenta a tiempo de que sería inútil e inconveniente a la vez formular amenazas ante el muerto.
—Llevo nombre —dijo—, un nombre honorable, y estoy orgulloso de él. No necesito otro, aunque sé que mi padre habría sido muy feliz de haber podido rectificar su error. Nada de lo que podáis decir puede arrancarme la certeza de lo que encerraba en su corazón.
—¡Maldito sajón! ¿Cómo podéis pretender saber lo que había en el corazón de mi señor? Yo, yo sola lo sabía.
El muchacho no hizo esfuerzo alguno por replicar. Le faltaba la voz y comprendió que le saltarían las lágrimas si se quedaba un momento más o decía otra palabra. No quería que la mujer fuera testigo de su flaqueza, de modo que se volvió y echó a andar apresuradamente por la nave.
«Adiós, padre —se dijo para sí—. ¡Si sólo las cosas hubiesen podido ser de otra manera! Yo habría sido tu hijo legítimo, habríamos vivido juntos, con mi madre. Si así hubiese sido, es probable que no estuvieras yaciendo allí, muerto, y que mi madre fuera feliz, sano el espíritu. ¡Y esa odiosa mujer normanda se habría quedado donde le corresponde estar, al otro lado del mar, lejos de Bulaire!».
Comprendía por primera vez, plenamente, que a pesar de todo, siempre había amado a su padre.