Walter no había sospechado jamás qué le pasaba a su madre, y el descubrimiento lo dejó en un estado de ánimo tan deprimido, que Tristram se lo llevó a dar un paseo con la esperanza de que el ejercicio le avivaría el espíritu. Atravesaron una campiña cuyo regio colorido era tan rico como un manto imperial, rebosante de la abundancia de una espléndida cosecha, tierras cuidadas por manos fieles, de modo que hasta los campos cultivados parecían tan hermosos como los bosques, donde la naturaleza no sufría la intervención humana, campiña de plácido encanto en que las torres de las pequeñas iglesias eran como poemas escritos en el cielo, y en que los únicos puntos feos eran los corrales de cerdos y los montones de desecho de Gurnie.
Cuando volvieron, caía la tarde, y al pasar el puente levadizo oyeron los golpes de las persianas al cerrarse. En el vestíbulo principal, sin embargo, la conversación era animada. El trabajo del día había sido terminado, las barreras habían sido levantadas contra los avances de las fuerzas del mal y un olor a buena comida impregnaba el ambiente. Se repetían muchos chistes socarrones sobre los estudeantes de la nuniversidad y sobre lo probable que era que el propio Walter terminara en la tonsura.
Walter observó los preparativos de la cena con un nerviosismo que nada tenía que ver con el apetito. En el estrado había sido colocada una mesa cubierta de fino mantel de hilo, ante la cual habían colocado el sillón de su abuelo. Era un solemne sillón con dosel y pomos de brillante cobre. Dos sillones de menor altura lo flanqueaban. Walter se preguntó con repentino júbilo si al fin iba a terminar su apartamiento. ¿Se le permitiría sentarse con la familia? Había sufrido tan intensamente por su exclusión, que en aquel momento la vida no habría podido ofrecerle mayor alegría.
Pronto se desvanecieron sin embargo sus esperanzas. Wilderkin se le acercó diciendo con tono desaprobador:
—Hay invitados esta noche, señorito Walter. Y mi señor Alfgar, como de costumbre, ha insistido en que lo hagamos todo bien. Mi señor es un hombre orgulloso. ¡Ah, cómo se ha echado mano de las provisiones de la cocina!
Walter suspiró, desdichado. Comprendía que había sido tonto de su parte poner tan en alto sus esperanzas. Su abuelo jamás llegaría a ceder hasta ese punto. Sin embargo, el muchacho se sintió tan desilusionado, que no pudo hallar compensación en el hermoso aspecto de la sala. Las dos copas preferidas de su abuelo, llamadas JOHN EL BIENAMADO y BERNARD DE CLAIRVAUX, según la costumbre que hacía que llevaran nombres aquellos valiosos bienes heredados, habían sido colocadas en ambos extremos de la mesa bajo el dosel. Walter se dijo para sí que su abuelo no dejaría de recitar su genealogía una vez más para ilustración de sus invitados. También había sobre la mesa jarros de plata y un alto candelabro con velas vírgenes. Todo parecía hacerse muy bien aquella noche.
Estaban instalando mesas sobre caballetes en la parte baja de la sala para formar una T con la mesa principal. Wilderkin entró con un salero de plata, y, con una inclinación de cabeza para Walter, lo colocó a cierta distancia del punto de unión de ambas mesas. Aquello significaba, claro está, que iba a observarse la antigua disposición de reserva. Walter siempre se sentaba frente a la sal, transacción de su abuelo que no lo hacía sentar con la familia pero le ahorraba sentarse a la mesa con los dependientes y criados. También advirtió que habían puesto dos sillas en esa posición, una a cada lado de la mesa. Aquello debía significar que Tristram iba a sentarse frente a él.
En cuanto entró su abuelo, Walter comprendió que tenía en poca estimación a sus invitados a pesar de los preparativos que se habían realizado. Había condescendencia en el gesto con el cual les indicó sus asientos. Uno de ellos, envuelto en una túnica pardusca, era un hombre de rostro porcino. Wilderkin, cuyas opiniones las establecía su amo, le murmuró burlonamente al oído a Walter:
—¡El arrendatario de Tasker! La primavera pasada, cuando tuvimos sarna en los corrales de cerdo, perdíamos un arrendatario de Tasker todos los días.
El segundo invitado era un sacerdote regordete que permanecía cubierto por la capucha como si encontrara le sala demasiado fría para él. Wilderkin murmuró:
—El prior de Catherby. Se necesitan tres frailes para montarlo en una mula. ¡Vieja serpiente desdentada!
Alfgar de Gurnie presentaba un buen aspecto, aunque Walter advirtió que el vientre se le había redondeado mucho y que el color gris acerado de su corto bigote se había vuelto blanco. El cabello se le había ido cayendo y el casco le resplandecía con el más escrupuloso brillo. Como siempre, estaba elegantemente vestido y una pesada cadena de oro le colgaba del cuello.
Walter se asombró de que su madre entrara en la sala siguiéndolo. Sin embargo, parecía ya perfectamente normal otra vez. Tristram la miró con admiración y murmuró:
—¡Qué hermosa es tu madre! Parece una reina, y también una santa.
Inclinándose sobre la mesa, la señora le dijo a Walter:
—Espero que me traigas a tu compañero de Oxford a conversar conmigo después de cenar.
No sabiendo qué hacer, Tristram se sonrojó y miró a Walter en busca de auxilio. Se sentía tan confundido, que había empezado a sudar profusamente. Al ver que Walter se levantaba y hacía una reverencia, hizo lo propio con una inhabilidad y rigidez que demostraron a las claras lo desorientado que estaba. La dama Hild le contestó con una inclinación y dijo:
—Eres un joven muy alto, aunque me parece, Walter, que tu compañero te lleva un poco de ventaja.
Wulfa la había vestido con una amplia túnica de brocado verde, cuyo corselete estaba bordado de rosas. Para disimular lo viejo del vestido, le habían cosido hileras de botones desde los puños hasta el codo, a la última moda de aquella época. Su blanco cabello, sin adorno de ninguna clase, estaba dividido en trenzas que formaban un gran rodete en lo alto de la cabeza. Y Walter pensó con cierto orgullo que Tristram tenía razón; su madre parecía a la vez una reina y una santa.
La criada había traído las seis secciones de los Evangelios familiares y las había dejado apiladas al lado de su ama. La dama Hild estaba muy orgullosa de sus Evangelios, pues tenían un glosario y muchas ilustraciones efectuadas por pacientes manos monacales. Tanto orgullo tenía, que a veces solía engañar a sus invitados. No sabía leer, pero, sabiendo de memoria muchos pasajes, los recitaba en voz alta mirando los libros sin darse cuenta de que hablaba en inglés mientras que los libros, por supuesto, estaban escritos en latín.
Agnes Malkinsmaiden servía la comida con la ayuda de la criada de la despensa, fea fregona de gruesos labios. Aún después de la advertencia del senescal, Walter se quedó asombrado por la variedad de los platos servidos. Había un jamón de ciervo, costillas de ternera, faisanes y bitores, asados de tal modo que los castaños pellejos parecían estar por reventar de gordura, y una fuente de pequeños embutidos de cerdo adornada con unos pasteles negros. Agnes era la que cocinaba para toda la casa, y tenía buena mano para sazonar. Usaba pimienta, clavo de olor e hinojo de Oriente, como era la moda, en vez de utilizar las viejas hierbas inglesas como alhucema, coriandro y mejorana. Una vez que hubo colocado el último plato sobre la mesa, lo atrajo hacia sí para repetir la fórmula usada cuando la familia cenaba sola:
—Dios y Nuestra Señora bendigan este ágape.
El dueño de casa miró una sola vez a Walter, y su mirada se suavizó casi imperceptiblemente en muda bienvenida. Luego cubrió una rebanada de pan que tenía ante sí con un enorme trozo de carne y, pidió que le llenaran su copa de vino. Sus azules ojos, tan engañadoramente suaves, empezaron a brillar. Y para demostrar su erudición (que era poca, según sabía perfectamente Walter), se inclinó ante el anciano prior y se permitió hacer una cita de Horacio:
La muerte nos coge de la oreja y dice: «Bebe, porque vendré».
El prior, que evidentemente estaba al borde de la tumba, aceptó aquella extraña invitación a beber, de mala gana. El arrendatario de Tasker, asombrado de que no empezaran por brindar por el rey, se arriesgó a decir:
—Nuestro joven monarca promete restaurarnos nuestros derechos y hacernos justicia como no hemos tenido desde la época de nuestro gran Alfredo.
—No hagáis caso de tan tontos rumores, Tasker —le reprendió el dueño de casa—. Todos aquí somos de pura sangre sajona, de modo que puedo hablar con libertad. Esos rumores se suscitan con el exclusivo propósito de hacernos perezosos y contentarnos. Estamos viviendo en una época de abogadillos; astutos individuos normandos de espíritus codiciosos y lenguas viperinas. Tratan de engañarnos con palabras mientras encuentran medio de ponernos cadenas aún más pesadas.
—He estado dispuesto a creer en las buenas intenciones del joven rey —protestó el arrendatario con cierta franqueza.
El dueño de casa meneó la cabeza contento de disentir. Cortó con la daga el pan empapado en jugo y arrojó las rebanadas de pan a la fuente de desperdicios colocada en el centro de la mesa, teniendo cuidado de no mancharse los dedos al hacerlo. La fuente de desperdicios estaba ya bien llena de partes cartilaginosas de carne y de alas de aves; sería un buen alimento para los mendigos que llamaran a la puerta al día siguiente.
—Ahí es donde se equivoca usted —dijo Alfgar, y Walter reconoció en seguida una de las frases favoritas de su abuelo—. No hemos de esperar favores de ese joven rey. Es un normando, y eso lo dice todo. Esto se lo he dicho continuamente a hombres que, como usted, no deberían creer en las disfrazadas mentiras de nuestros gobernantes.
Y meneó la cabeza.
—Nadie hace caso de mis advertencias. En cuanto murió el viejo rey Enrique, dije que…
Walter lo oyó seguir contando lo que había dicho y explicar cómo siempre había tenido razón. El nieto había perdido el hilo de la discusión y de pronto notó con alarma que su madre estaba abriendo la última sección de los Evangelios. Su mirada había adoptado una expresión de fijeza:
—Veo el lago de fuego eterno…
Dijo de pronto la señora en voz baja.
—Está cercano el día en que el Señor vendrá lleno de ira…
Un estremecimiento recorrió a los comensales y hasta los porcinos ojos del arrendatario de Tasker se volvieron hacia ella con expresión de pánico. Todos vivían en el terror, sabedores de que los indicios de la Segunda Llegada se cumplían rápidamente. Nadie, al terminar cada día, dejaba de mirar el cielo al oeste ni de preguntarse si había algo en su aspecto que demostrara que el Señor habría de presentarse antes de la mañana.
Alfgar no hizo caso a la interrupción. Estaba comiendo por entonces rebanadas de queso amarillento, y empezó a hablar de las copas.
—Mi buen eclesiástico —dijo, volviéndose hacia el sacerdote—, quiero exponer a JOHN EL BIENAMADO a su atención. Es muy viejo. En realidad, perteneció a la santa dama Hild cuyo nombre lleva mi hija. Vea usted, es de hechura muy antigua. Griega, según creo, y es indudable que el artesano que lo hizo vivió en Antioquía. Su forma prueba esa antigüedad, pues se ve en él el cuerpo hecho en torno y la doble asa. ¿Qué le parece que dijéramos que es del siglo V?
El prior, que tenía en las manos un esqueleto entero de faisán, murmuró:
—Indudablemente.
Y siguió comiendo.
—Prefiero pensar que la imagen representa al apóstol en la isla de Patmos, donde el don de la profecía le fluyó tan extrañamente en las venas. Observad: el rostro está enjuto a fuerza de ayunos y hay un resplandor en los ojos…
Unos fuertes gruñidos se sintieron bajo la mesa, donde los perros estaban disputándose la propiedad de un hueso. Alfgar interrumpió su discurso para gritar con tono seco: «¡Chomper! ¡Briff! ¡ChetWind!».
Wilderkind descolgó una lanza de la pared y golpeó vigorosamente bajo el mantel. El ruido terminó.
—Ahora bien, este otro —prosiguió el dueño de casa, señalando al BERNARD DE CLAIRVAUX—, no es tan viejo, pero lo aprecio porque estuvo una vez en las manos del gran santo cuyo nombre lleva.
La dama Hild había seguido hablando, pero en voz tan baja que nadie sabía qué estaba diciendo. De pronto alzó la mirada y la fijó en Walter, sin reconocerlo. Y sus palabras volvieron a hacerse claras.
—Y los cielos y las montañas se confundieron en un torbellino y las islas se salieron de su lugar; los reyes de la tierra se ocultaron en las cavernas y entre las rocas de las montañas. ¡Porque había llegado el gran día de la ira!
—No puedo competir con la inspirada palabra —sonrió Alfgar, y, llamando a Wulfa, que estaba de pie detrás del asiento de su ama, le dijo—: Está cansada y tiene que ser llevada a su habitación inmediatamente.
Luego, volviéndose hacia sus invitados:
—Bueno —dijo—, ¿quieren que haga traer los naipes y que juguemos una partida, mientras terminamos nuestro vino? Les advierto que tengo buena mano, y propongo, por el bien de sus bolsas, que las apuestas sean moderadas.