I

La lluvia cesó al amanecer, y el jovial y gran amigo del hombre, el sol, asomó la cabeza por el horizonte. En su amplio y dorado rostro había una sonrisa y un guiño, y parecía decir: «¡Ánimo, gusanos que tropezáis y os arrastráis por la oscuridad y la tierra mojada! Aquí estoy yo para volver a expulsar al diablo del mundo». Había en el ambiente una vibración otoñal. En su sedante belleza color rubí y castaño, los árboles se extendían a lo lejos, a cada lado del tortuoso camino. Por entre las erguidas agujas de roca de Chanfrin Rock, vieron por primera vez a Gurnie, que se levantaba robusto, en el codo del riachuelo Franklyn.

Walter tuvo una repentina sensación de que algo andaba mal, y su orgullo, que sólo podía alimentarse de la grandeza de Gurnie, se alarmó. Alcanzaba a ver grupos de pequeños animales negros alrededor de las caballerizas, y se convenció de que eran cerdos.

«¿Dónde estarán los caballos?», se preguntó, intranquilo.

Sintió un miedo culpable de que el gasto de enviarlo a Oxford hubiera requerido economías muy estrictas.

Volvió a tener una desagradable sorpresa cuando llegaron a la vista del frente occidental. Lo que una vez fuera un jardín de tejos se había convertido en una pila de trastos viejos. El muchacho estudió aquella nueva prueba de pobreza con dolorido corazón. La pila estaba formada por escudos enmohecidos, lanzas rotas, desechos de arneses y ruedas de carros.

—¡St. Aidan! —murmuró meneando la cabeza—. ¿Ha enloquecido mi abuelo? Allí solía haber un jardín que era orgullo de mi madre. Teníamos una avenida de tejos que contaba cuatrocientos años de existencia. ¡No han quedado rastros de ella!

—Quizá tu abuelo los haya vendido —arriesgó Tristram—. Las abadías siempre están prontas a pagar muy bien los tejos.

Para completar el cuadro, había gallinas por todas partes. Cubrían el camino, riñendo entre ellas al dispersarse. Algunas echaban a volar y se posaban en los agudos postes de la empalizada, cacareando indignadas desde sus puntos de observación. Hasta el puente levadizo, que yacía plano e impotente, herrumbradas hasta gastarse sus viejas cadenas, estaba cubierto de plumas. Al ver Walter que en el agua de los fosos flotaban pajas y plantas de pantanos, su humillación fue completa.

Los recibió Wilderkin, que presentaba buen aspecto y parecía bien alimentado y contento. En realidad, llenaba su justillo con una redonda barriga que no acusaba escasez de alimentos en la casa. Walter advirtió, sin embargo, que el senescal estaba envejeciendo. Tenía los ojos llorosos y los años estaban dejándole manchas purpúreas en la nariz y las mejillas. Aquello era de esperarse, pues el buen Will se acercaba a los cincuenta años, edad bien madura.

—¡Hola, señorito Walter! —exclamó—. Lo esperábamos para la puesta del sol. ¿Le avisaron, pues?

—Sí, Will. Uno de los hombres de Bulaire fue enviado a Oxford para que me llevara consigo. Lo mandó Simeón Beautrie.

—¡Que lo mandó Simeón Beautrie! —repitió el hombre, dilatados los ojos—. Eso parece buena noticia. Simeón era el abogado del conde. Puede que le haya dejado a usted algunas tierras.

¡Tierras! Siempre, desde la confiscación, aquella palabra había sido pronunciada en aquel castillo con una nostalgia casi salvaje. Tierra, única base de la prosperidad, único medio de gozar de comodidad y sosiego, ¡con cuánta amargura se había sentido su falta!

—Sé tanto como tú, Will.

El vestíbulo en que entraron, de vigas bajas, era húmedo y mal ventilado. ¿Estaría la casa tan abandonada por dentro como en su exterior?

—Will —dijo Walter, poniendo una suplicante mano en la tosca manga del senescal—, ¿qué pasa aquí? Este lugar está agrio como la cuajada. Apesta a cerdos, gallinas y estiércol podrido. ¿Qué hace esa pila de desechos en el jardín de tejos?

—Permítame que le diga, señorito Walter, que hacemos cuanto nos es posible —dijo Wilderkin, algo sombrío—. ¿Encuentra usted algo malo en las medidas adoptadas para seguir consiguiendo alimentos? Sólo quedan unas pocas hectáreas; hay doce hombres y cuatro mujeres que alimentar, por no hablar de los dos cuidadores de cerdos ni de la mujer de la despensa. No se quejaría de las gallinas ni de los cerdos si supiera usted los bonitos precios que nos pagan por ellos en el mercado de Londres. ¡Ah, sí, lo vendemos todo en Londres! Y en cuanto a los desechos, oportunamente darán riqueza a Gurnie.

Walter oyó la voz de su abuelo que llamaba en el interior de la casa.

—Wilderkin, ¿dónde estás, bribón? —preguntó con apremio—. ¿Qué riquezas puede haber en lanzas astilladas y herrumbrados ejes de carros?

—¡Ah, es una sorpresa que tengo para usted! —declaró el senescal con socarrona expresión de triunfo—. Dos de nuestros hombres recorren la región en busca del hierro viejo que ve usted aquí. Muy poco es lo que pagan por él, pero ¡cuán diferente es la cosa al venir aquí los armeros a comprar el metal que pueden fundir en sus hornos! Steven Littlesteven ha venido desde su tienda de Londres. Hoy en día es difícil conseguir metales buenos.

—Pero… pero…

Walter estaba tan horrorizado, que le costaba recobrar el uso de la palabra.

—¿Quieres decirme que mi abuelo se ha metido a negociar en hierro viejo? ¿Él, todo un caballero?

Wilderkin se rió burlonamente.

—Los caballeros pueden morirse de hambre con la misma facilidad que los villanos, señorito Walter. Le aseguro que sus ganancias son honestas. No es que mi señor Alfgar tenga él mismo parte en ellas, aparte de proyectar los negocios y llevar los libros.

Y de pronto soltó un suspiro.

—Cierto es que tengo mejor estómago para el negocio del metal que para los cerdos. Ahora, la gente se tapa las narices al verme y pregunta: «¿De dónde sopla el viento?».

A Walter estaba acostumbrándosele la vista a la oscuridad, y pudo ver que nada había cambiado. El vestíbulo, en el que no había ningún mueble, y que sólo estaba adornado por unas armas y escudos antiguos que colgaban de las paredes, daba a la habitación principal, en que aún estaban puestas las mesas de la cena anterior. Antorchas medio consumidas colgaban de sus ganchos en los muros. Walter podía oír a los perros que olfateaban y rascaban entre los juncos que cubrían el suelo.

Wilderkin lo examinaba.

—Ha crecido usted —dijo—. Juraría que se ha estirado usted en dos pulgadas. No me gusta que se parezca usted tanto a él. Poco tiene usted de sangre de Gurnie que yo pueda ver.

Y de pronto le cogió un brazo al recién venido.

—¿Oyó usted decir que ha sido muerto en Gillam’s Spinney? ¿Por una flecha que le atravesó el corazón?

Las palabras del senescal le chocaron de tal manera a Walter, que se quedó mirando al anciano en asombrado silencio. Le había faltado voluntad para hacerle preguntas al siervo de Bulaire.

—¡Por una flecha! —dijo de pronto—. Debe haber sido un accidente. El señor de Lessford no tenía enemigos.

Wilderkin meneó la cabeza.

—Nadie lo sabe con certeza, señorito Walter. ¿Dice usted que no tenía enemigos? ¿Cómo hemos considerado al señor de Lessford aquí en Gurnie? Su esposa no tiene dudas. Está plenamente convencida de que fue muerto por un cazador furtivo en Gillam’s Spinney.

—Eso podría ser verdad, y ser, sin embargo, un accidente. ¿Recuerdas la muerte del rey Rufus?

El semblante del viejo servidor reflejó cosas que aún no habían sido dichas. Se puso a hacer señales de asentimiento con la cabeza y haciendo una estúpida sonrisa, como si saboreara el efecto que iban a tener sus revelaciones.

—¡Vamos, Will! —exclamó Walter—. ¡Dilo de una vez! ¡Cuéntame lo que has oído decir!

—La viuda no esperó la justicia del rey. Nada la habría complacido, mas creyó tener que tomar en sus manos la venganza de la muerte de su señor. Hizo comparecer ante sí a todos los hombres que habían disparado una flecha después de la caída del sol en los dominios de Bulaire. Eran seis, señorito Walter; seis fornidos muchachos con familia y sin mancha en la conciencia de que pudiera acusárseles. Los hicieron formar fila ante ella, que los acusó de haber matado a su señor con una violencia tal de palabras que hasta los propios criados del castillo bajaban la cabeza al oírla. Les impusieron la tortura, y, al no dar resultado el procedimiento, volvió a hacérseles comparecer ante ella. ¡Es increíble, señorito Walter! Los hizo ahorcar en un mismo árbol bien en vista del castillo.

—¡A todos! ¡Han ahorcado a seis inocentes! ¿Había… alguno de Gurnie?

—No, no había ninguno de Gurnie. Fue una suerte, porque mi sobrino Jack…

Y Wilderkin respiró profundamente.

—Olvídese usted de lo que le dije, señorito Walter, y prométale a su servidor no hablar del asunto.

—Pero ¿nada se ha hecho al respecto?

Wilderkin meneó lentamente la cabeza.

—Hubo muchas miradas de odio y murmuraciones. Puede usted estar seguro de que habrá molestias para la viuda cuando la cosa se sepa en Londres.

Tristram, cuyo rostro había empalidecido al oír la noticia, dijo con tono reprimido:

—¡Algún día los villanos de Inglaterra se levantarán y pondrán fin para siempre a crímenes como ése!

—¿Los villanos? —dijo el viejo servidor—. Los villanos no tienen agallas para promover disturbios desde Evesham. Por entonces estaban todos contra el rey Enrique, y muchos de ellos colgaron de las horcas antes de que terminara la cosa. En cuanto a la viuda, hace alarde de lo que ha hecho. Lo llama justicia normanda.

Y cogió a Walter del brazo por segunda vez.

—¡No tiene usted que ir allí! Si se muestra usted en el castillo de Bulaire, ese demonio de mujer le hará ahorcar como a los demás. Le tiene odio, ¡no le quepa la menor duda!