III

A la mañana siguiente, Walter fué llamado a Gloriette para otra audiencia. Eran las nueve, la hora tercera, cuando llegó, y le intrigó la actividad de los criados de palacio. Estaban sacando todas las colgaduras y tapicerías y empaquetándolas. Al mirar la capilla, vió que los Vitrales ya habían sido quitados de las ventanas y que los cubrían con paja después de guardarlos en cajones especiales para que esperaran la próxima llegada de los reales amos. La corte, evidentemente, estaba preparándose a partir.

El Rey estaba sentado frente al hogar, y la reina Eleonor se hallaba a su lado, tan juntos los sillones de ambos que le hicieron recordar a Walter los tórtolos que Maryam tenía en Kinsai. El amor del Rey por su esposa se comentaba en toda Inglaterra, pues la constancia era cualidad rara entre los monarcas, aunque si se observaba la hermosa y amplia frente y los dulces ojos de la reina, no era difícil comprender. Era encantadora, aunque su belleza residía principalmente en su suavidad. Llevaba el cuello desnudo —su única vanidad, pues era delgado y blanco—, y usaba el cabello suelto sobre los hombros. Sus rasgos eran delicados, y sus movimientos, graciosos e infinitamente conquistadores.

Sobre la mesa que había ante el Rey se amontonaban innumerables documentos, que el monarca miraba con desanimados ojos al entrar Walter. La Reina estaba tomando su desayuno con tal falta de ceremonia, que su visitante se quedó asombrado. No había criados, en el cuarto aunque podía verse la atenta cabeza de una muchacha por una puerta entreabierta. La comida consistía en unos bollos y un vaso de leche, y la Reina estaba comiendo con mucha delicadeza utilizando un instrumento de cuatro puntas muy extraño. Aquello, como lo iba a aprender Walter con posterioridad, se llamaba tenedor, y era una de las innovaciones que trajera la Reina, de España.

El Rey hizo de lado a los documentos y llamó a un funcionario que esperaba órdenes, de pie en un rincón.

—Quita esto de aquí. Tengo asuntos más importantes que atender.

El funcionario recogió los documentos y se retiró.

El Rey hizo entonces a Walter una cortés inclinación de cabeza.

—Perdóneme esta llamada tan temprana —dijo—. Hoy salimos de viaje como ya habrá advertido, sin duda. Se dirá que proseguimos nuestra real gira, pero la verdad es que la necesidad nos arranca de este agradable hogar. Nos quedamos en un lugar hasta que se acaban los víveres, y luego nos vamos. No tengo dominio alguno capaz de dar de comer a mi hambrienta corte por más de quince días.

Y, volviéndose hacia la Reina, añadió:

—Te presento a sir Walter Fitzrauf, el gran viajero del cual has oído tan notables informes.

La reina Eleonor sonrió y le dió a Walter su mano a besar.

—Considero un gran placer conocer a un hombre tan atrevido y emprendedor —dijo.

Hablaba un francés normando, aunque con un acento suave que hacía que el idioma de la corte sonara más agradablemente aún al oído.

—Mi pequeña Estelle me señaló a sir Walter anoche —agregó, dirigiéndose al Rey—. Lo examiné bien, lo confieso. Tú y yo, mi señor y Rey, también hemos estado en Oriente y por eso sentí un interés especial. Mas no era yo sola. Vi cuán a menudo los ojos de todos se volvían en su dirección.

El Rey señaló un sillón cercano.

—No haga ceremonias —le dijo a Walter—. En realidad, debe usted sentarse. Poco nos gusta, a mi querida Reina y a mí, las cansadoras reverencias y cortesías que tenemos que soportar.

Cuando Walter se hubo sentado después de mucho vacilar en el sillón indicado, el monarca tocó en seguida el punto, motivo de la llamada.

—He estado informándome acerca de su gran Roger Bacon, y obteniendo una variedad de respuestas que me ha dejado perplejo. Parece creencia general que es aliado del demonio, y mis sobrios obispos ponen cara larga y dicen que está muy mal conceptuado en Roma. ¿Puedo susurrarle a usted al oído que eso no habla mucho en contra de él? He oído también mencionar algunos métodos de enseñanza que emplea, que parecen buenos. Dicen que puede producir un infierno de destrucción con salitre, lo cual debe ser el polvo inflamable del cual hablaba usted ayer. Estoy por mostrarme totalmente de acuerdo con usted —prosiguió—. Una mente tan temeraria y aventurera no debiera estar encerrada en la oscuridad. Sólo a usted he de decir lo siguiente: haré algunas gestiones y trataré de conseguir su libertad.

—Majestad, no puedo hallar palabras para expresar mi agradecimiento —dijo Walter con fervor—. Sólo he visto dos veces a Roger Bacon, y sin embargo estoy firmemente convencido de su valer. Será difícil dominar mi impaciencia hasta el día en que pueda hablarle de las cosas que he observado en el Cathay.

El Rey se rió.

—Entonces se sentirá usted impaciente por largo tiempo —dijo—. El transporte de cartas por mar tarda mucho. Quizá sea cosa de años. Pero puede usted estar seguro de que su milagroso fraile saldrá oportunamente de la oscuridad en que actualmente lo mantienen.

La reina Eleonor había terminado su desayuno. Metió las manos, que eran pequeñas y blancas, en una palangana con agua y las secó cuidadosamente. El Rey la observaba con tierna sonrisa.

Y de pronto se volvió.

—La región del país en que usted vive me ha causado muchas preocupaciones —dijo a Walter—. Los villanos han demostrado un ánimo rebelde. No es que pueda echársele toda la culpa. La casa de Bulaire no ha reconocido la justicia del Rey, sino que parece resuelta a imponer su propia ley. ¡Eso ya no puede tolerarse más! —exclamó.

—Todos los hombres de buen criterio han estado esperando que Su Majestad interviniera, señor.

Eduardo le echó una mirada de aprobación.

—En Bulaire se necesita una mano firme para restaurar el orden y la justicia. Es muy deseable que la condesa vuelva a casarse. He oído ciertos comentarios, sir Walter. Me alegro de que se me presente esta oportunidad para decir que veo grandes ventajas en una unión de usted con lady Engaine.

—¡Eduardo! —exclamó la Reina con su suave y modulada voz;

—¿Qué, querida? —contestó el Rey, como si se sintiera algo culpable.

—Me hiciste una promesa, señor y Rey.

—No la olvido, reina querida.

—Sé que no la has olvidado —dijo la reina, que acababa de tomar un bordado, y con sus finos dedos empezaba a trabajar con hilo y aguja—. Pero es posible que te muestres un tanto apresurado al manifestar una aprobación que puede ser interpretada como una orden.

—El asunto no está en mis manos. La dama, por ser viuda, está en libertad de elegir a quien quiera. Estoy seguro, tesoro, de que convienes conmigo en las ventajas de semejante casamiento. Tienes buena opinión de la condesa.

—Es muy hermosa —contestó la reina con placidez.

Eduardo aguardó que prosiguiera. Al ver que su esposa no hacía mayor comentario, preguntó:

—¿Era eso lo que ibas a decir?

La Reina pareció absorberse por completo en su labor. Acercó su bordado a la luz y observó el trabajo a medio hacer.

—Es un proyecto hermoso —dijo pensativa— pero le veo ciertas fallas. Serán muy difíciles de corregir.

Y luego, mirando, contrita, a su real esposo, prosiguió:

—Perdóname, señor. ¿Me hablabas?

Eduardo soltó una fuerte carcajada.

—La reina de Inglaterra es incurablemente romántica —le dijo a Walter—. Se impresionó mucho por lo que le conté de la boda de usted con esa joven oriental. Le prometí que oiría toda la historia de boca de usted.

—Puede que me haya equivocado, mi amo y señor, pero había quedado entendido que oiría ese romántico relato antes de que se comentaran… otros asuntos —dijo la Reina, sonriendo a Walter por sobre el bordado en que ya estaban trabajando activamente sus dedos—. Me gustaría mucho oír esa narración. ¿Habrá acaso otra oportunidad mejor que la de ahora?

Eduardo se reclinó en su silla y estiró sus largas piernas.

—Puede usted comenzar, sir Walter —dijo con resignado tono.

A Walter se le trabó la lengua al empezar pero con ayuda de las preguntas de la soberana, empezó a hablar de la huida de Maryam, de la caravana de esclavos, del largo tiempo que pasara en su tienda como criado, y, por último, del curioso giro de los acontecimientos que volviera a unirlos. Se resistió a hablar de su vida en la Morada de la Felicidad Eterna, pero su real interrogadora no le permitió reserva alguna. Siguió animándolo para que contara su forma de vida en el palacio imperial y destacó lo felices y enamorados que habían sido. A la Reina se le había caído el bordado de las manos. Observaba a Walter con la mayor atención.

—¿Era tan hermosa?

—Sí, señora. Era de menor estatura que el término medio de las inglesas. Tenía el cabello muy oscuro, pero sus ojos eran azules, herencia de sus padre.

—No necesito preguntarle cuáles eran sus cualidades morales. Su valor y consistencia espiritual han hablado de por sí. Considero que esa historia es de lo más encantadora y romántica.

Y echó al Rey una rápida mirada de soslayo.

—¿No te parece, señor mío?

Eduardo asintió sin demostrar entusiasmo alguno. Entonces la Reina formuló la pregunta que evidentemente había querido hacer desde un principio.

—¿Y si algún milagro le trajera a su Maryam a Londres?

—Es mi esposa, señora.

—¿Se consideraría usted unido a ella? ¿No pensaría usted en conseguir que lo libertaran de ese lazo para casarse otra vez? ¿Más ventajosamente?

Antes de que Walter pudiera contestar, el Rey volvió a erguirse en su asiento y dijo, un poco fastidiado:

—Eres una abogada demasiado celosa, querida. ¡Con qué decisión te has puesto a echar a perder mis proyectos!

—Pero, Eduardo, yo tenía mis reservas en cuanto a tus planes —replicó la Reina, que había reanudado su labor—. Leí la respuesta a mi pregunta en sus jóvenes ojos de caballero.

Estás convencida de que debí empezar con este asunto por el otro lado. Bueno, Eleonor, será mejor que se lo diga ya.

Sí, Eduardo.

Había en los modales del Rey algo que evocaba a un escolar sorprendido en una travesura. Sin embargo, el monarca estiró la mano y palmoteó a su esposa en el brazo.

—¡Cuán firmemente crees en la firmeza del lazo matrimonial, Eleonor mía! Sin embargo, puede que tengas razón, como sueles tenerla. Ahora trataré de hacerme perdonar mi largo preámbulo.

El Rey se puso de pie y se acercó a Walter con largos pasos.

—Ha llegado a mis oídos una noticia muy extraña. Anoche llegó de Londres un correo con estos papeles y me trajo la noticia. Probablemente no tenga importancia alguna, y sea una mera coincidencia, pero es bueno que usted la sepa.

E hizo una pausa para sonreír a la Reina.

—Pero ante todo, la noticia. Hace tres días que una mujer ha sido vista continuamente en las calles de Londres. Camina de un lado a otro, pronunciando un nombre masculino. Parece que no sabe decir una sola palabra que nuestros buenos burgueses puedan comprender. Todo Londres no hace más que hablar de eso, y han llegado a seguirle verdaderas multitudes de ociosos.

Walter a su vez se había puesto en pie de un salto. Como un relámpago le pasaron por la mente las palabras de la reina: «¿Y si algún milagro le trajera a su Maryam a Londres?». ¿Podía ser que hubiese ocurrido el milagro? ¿Había llegado Maryam a Londres en su busca? Le parecía completamente imposible, aunque una gran esperanza le apresuraba los latidos del corazón.

—Majestad —tartamudeó—. ¿Hay algún indicio de que esa mujer provenga de Oriente?

—Así lo creen.

—Y ¿cuál es el nombre que pronuncia?

—Puede que en realidad sólo sea una coincidencia, aunque mi excelente esposa se siente inclinada a pensar de otro modo. El nombre es «Walter».

Walter sintió que lo abandonaba todo sentido de la etiqueta, y exclamó con exultante tono:

—¡Entonces es Maryam! ¡Estoy seguro! ¡Se ha operado el milagro! ¡Dios mío y St. Aidan, es cierto!

La Reina asintió con un movimiento de cabeza y le hizo una sonrisa que correspondía casi al entusiasmo de él.

—Yo también estoy segura. Su Maryam se halla en Londres, y está buscándole.

Sin embargo, el Rey seguía resistiéndose a compartir su convicción.

—¡Por la Cruz! —exclamó—. Hay muchos centenares de hombres en Londres que se llaman Walter, y mujeres con buenos motivos para buscarlos. Mucho me temo que hayamos despertado en usted esperanzas que sólo lleven al desengaño. Sin embargo, sería bueno cerciorarse. Esto interrumpe un proyecto que yo acariciaba, pero ahora que he podido pensarlo, me alegraré mucho si esa mujer llega a ser su esposa de Oriente. Eso haría que las medidas necesarias fueran más fáciles y más rápidas.

—¡Eduardo, Eduardo! —exclamó la Reina meneando la cabeza—. ¿Has perdido ya toda la fe en la eternidad del amor verdadero? Vamos, déjale que descanse la mente. Dile lo demás para que pueda estar seguro.

—¿Lo demás? Pues nada, sino que acompaña siempre a la mujer un criado negro.

—¡Ahora sí que puedo estar seguro! —exclamó Walter—. El criado negro no puede ser sino nuestro fiel Mahmoud, que nos acompañó desde Antioquía hasta Kinsai.

La reina Eleonor miró primero al Rey y después a Walter. Le brillaban los ojos, húmedos.

—Al fin y al cabo esta aventura tendrá una terminación feliz. Sospecho, amo y señor, que tus proyectos han sufrido, por cierto; una interrupción… definitiva. Eso los desbarata.

Eduardo meneó lentamente la cabeza.

—Soy el rey de Inglaterra —dijo—. Y, sin embargo, ¡qué demostración de la forma en que mi autoridad puede ser desconsiderada! Empiezo a creer que soy un hombre débil.

Echo a reír, y apoyó un brazo en el hombro a Walter.

—El asunto queda fuera de mis manos, parece. Sin embargo, aún me queda un poco de poder. Tiene usted mi autorización para partir inmediatamente para Londres.

—¡En seguida! —dijo la Reyna, que luego pareció ser perturbada por una leve duda—. No se demore en hablar a… a nadie.