Al atravesar la nueva birreme la brecha en la cadena que se extendía por el Gargata y entrado en el puerto de Marsella con el pabellón del León Alado, que flotaba alegremente mientras la banda del buque tocaba una marcha triunfal, Maryam volvió a tener la certeza de que por último había llegado a destino. La bulliciosa ciudad que rodeaba al cerrado puerto se ajustaba más que Venecia a la descripción de Walter. La gente era de piel blanca, y mucha tenía cabello y barba rubios y hasta ojos azules.
Se alegró de haber llegado al término de su largo viaje. Ya no le quedaban fuerzas para más. Desde que saliera de Venecia, apenas si había logrado reunir energías para salir de su camarote. La esperanza tantas veces postergada le había causado más daño que el cansancio y el intenso calor. El viaje había sido largo y lento; pues la birreme había tocado en todos los puertos de la costa de Italia y dos tremendas tormentas la habían inmovilizado por semanas enteras. El único consuelo de Maryam era que el aire de mar le había restituido la salud a su hijo. El niño crecía con rapidez y aprendía a hablar. Al volver de sus excursiones por las cubiertas con Mahmoud, charlaba con ella sobre todo cuanto había visto.
Pero no tardó mucho la muchacha en comprender que se había equivocado. Todos cuantos interpelaba en la calle con su eterna pregunta «¿Londres?», señalaban tierra adentro y hacia el norte, y con un amplio movimiento de brazo, lo cual indicaba además que la distancia era grande. A Londres, pues, sólo podría llegarse por medio de otro viaje por tierra. Al recordar los terribles meses que pasaran en los soleados caminos entre Aden y Alejandría se desanimó. ¿Alcanzarían sus fuerzas para efectuar otro viaje semejante?
Consiguió dos habitaciones en una posada entre La Tourette y el puerto de Carreria. Marsella era el centro de tránsito de los peregrinos al Oriente, y aquella posada, en particular, estaba llena de bronceados viajeros que regresaban a su patria, así como de entusiasmados neófitos que partían para Tierra Santa. El propietario, cosa extraña, era un hombre honrado; montón de piel y huesos, convencido de que él, Pierre Marchus, era vicario del Padre Celestial para cuidar a aquellos fanáticos viajeros. Se preocupaba infinitamente por hacer que los registraran, numeraran y que las cartas que recibían como pasaje hacia el este no les costaran demasiado. También ponía cuidado en que los que regresaban de Oriente no fueran explotados en el precio de las gruesas sandalias que necesitaban para las largas caminatas que les esperaban. Apartaba a los arpíos comerciantes que trataban de quitarles las reliquias o cosas de valor que trajeran de Oriente.
Una sola mirada al cansado grupillo bastó a Pierre Marchus para convencerle de que le había sido enviado por la mano de la Providencia.
Su primer cuidado fué de procurar medios de comunicación. Después de varios esfuerzos inútiles, consiguió un mercader que farfullaba un poco el griego. El mercader escuchó la historia de Maryam con muchos escépticos meneos de cabeza.
—Londres —le dijo—, se halla lejos hacia el norte. Es una ciudad de pocos méritos y carente de todo encanto. La señora no la encontraría a su gusto.
—Es que mi marido está allí —protestó ella.
Como ya estaban lejos de Oriente, se había quitado el velo, y el mercader observó el delgado rostro de enormes ojos azules.
—Los maridos son cosa fácil de conseguir. La señora podría encontrar otro marido o un protector generoso sin necesidad de ir hasta la lejana y malsana ciudad de Londres.
Maryam no contestó.
—He visto a muchos ingleses en mi época —aseguró el mercader—. En mi opinión, no son buenos maridos. Su país, además, no puede recomendarse a una señora de buen gusto y salud incierta.
—Tengo un hijito que nunca ha visto a su padre, y mi mayor deseo es llegar a Londres mientras aún me queden fuerzas.
El mercader perdió entonces su interés en ella e informó a Pierre Marchus que aquella delgada mujer tenía la locura de ir a Londres. Era algo incomprensible, pero era así.
Pierre asintió, comprensivo.
—Evidentemente es una buena mujer —dijo—, tal que no puede ser apreciada por individuos como usted, señor mercader en cueros. Tengo que hacer por enviarla al norte con el primer grupo de viajeros.
Pero Maryam no salió con el primer grupo de viajeros. Había contraído una fiebre a bordo, y pronto se evidenció que iba a emprender un viaje mucho más largo, un viaje del que los hombres, a pesar de su profunda fe, lo ignoraban todo. Afortunadamente, había caído en manos de un hombre honrado. El digno Pierre se preocupó porque se le dispensaran todos los cuidados que necesitaba, aunque sin esperanzas de que viviera para pagárselos.