IV

Walter se puso a tararear Las dos hermanas de Binnorie mientras terminaba de atar el lío. Se sentía más esperanzado. El lío había resultado más bien grande, pero el muchacho no dejaba de sentir enorme satisfacción al pensar que había obtenido todo cuanto necesitaba Tristram, hasta el calendario por el cual le entregara al sacristán de St. Tenenan una buena cantidad del papel recién fabricado. Mucho antes de que amaneciera, estaría en camino y ninguna mirada curiosa se fijaría en el bulto para preguntarse qué contenía.

No, se había olvidado de algo, sin embargo. Si por casualidad no encontraba a Tristram allí, al llegar, le dejaría una nota, para lo cual volvió a deshacer el paquete y escribió unas líneas en un trozo de papel en que estaba envuelto el calendario.

«Lo hallarás todo menos el gato. Tenemos un solo ejemplar un poco viejo de esa especie en la lechería, pero te voy a encontrar uno más joven y mejor que nuestro viejo Skeek. La próxima vez que venga, hará el viaje conmigo una gatita hermosa y esbelta, de afiladas garras y concepto romántico en cuanto se refiere a familia.

»¿Qué te parece este papel? La fábrica tiene gran movimiento en estos días, y ahora disponemos de pruebas verdaderas para demostrar que en realidad estuvimos en el Cathay. ¿Te gusta, idiota integral?».

El día había sido laborioso, y Walter pensó en la necesidad de dormir antes de salir en la oscuridad para Scaunder Clough. Sin embargo, primero tenía que cumplir con un deber: el efectuar su visita de la tarde a su abuelo, que hacía ya una semana que no salía de su cuarto.

Cuando entró en el pequeño dormitorio, una débil mano se alzó en un gesto de rendición.

—Cedo —dijo el anciano—. No tengo ya fuerzas para seguir oyendo tus salvajes teorías. Haz como quieras, Walter. Dales a los siervos todo lo que creas que desean sus corazones.

—No tenía intención de comentar esas cosas —dijo Walter—. Venía a preguntar a usted cómo se sentía.

El amo de Gurnie meneó lentamente la cabeza.

—No puedo descansar, muchacho, debido a mis dolores y molestias. Si me acuesto de espaldas, me mareo; si me vuelvo de costado, el peso de la cabeza hace que me duelan los oídos, y, cuando despierto, tengo las orejas rígidas y doloridas. No puedo soportar una posición por largo rato, pero me causa dolores abominables moverme. Duerme muy poco, Walter, y la cabeza se me llena de las ideas más curiosas. ¡Estoy en lucha con mi cuerpo! ¡Hay momentos en que me gustaría liberarme de él! —añadió.

—Es por el frío, abuelo. Cuando se haya ido la nieve y el sol vuelva a calentar, deberá usted recorrer a caballo el dominio entero. Eso terminará con todos sus dolores y verá usted qué hermosos están los campos de pastoreo y los bosques.

El anciano suspiró:

—Puede que nunca más vuelva a tener fuerzas para ello. Como sabes, no he puesto los pies en el campo desde que me lo arrebató el viejo rey Enrique, y mucho he esperado volver a ver mis hermosas tierras fértiles y pensar que eran mías otra vez. Pero ahora todo está oscurecido. No parece que me importe mucho.

Y al rato, Walter dijo:

—He seguido uno de sus consejos, abuelo. Las hojas de papel están haciéndose un poco más pequeñas, y sin embargo los codiciosos sacristanes pagan el mismo precio sin una palabra de protesta.

El viejo no contestó. Walter comprendió que por cierto estaba muy enfermo.

En el oscuro pasadizo lo detuvo Wilderkin, que le murmuró al oído:

—Alguien quiere verlo cerca de la fábrica de papel, señorito.

Walter se quedó intrigado. Nunca llegaban visitantes después de caída la noche a menos que se tratara de viajeros rezagados o perdidos, y en ese caso pedían en la poterna que les diesen alojamiento. ¿Sería Tristram?

—No le pude ver la cara, pero le conocí la voz —dijo el senescal—. Es el viejo tabernero de Little Tamit.

Walter se dirigió a la fábrica de papel, plenamente preparado para la peor de las noticias. Un cauto «¡Aquí!», lo dirigió a un grupo de árboles que había ante la fábrica. Harry el Chato se había escondido detrás de un tronco y no se movió cuando Walter se detuvo a su lado.

—Tenía que avisarle —murmuró el viejo cruzado—. ¡Tristram Griffen ha muerto!

—¡Muerto!

Walter no supo que había gritado hasta que una mano salió de la oscuridad y lo cogió fuertemente de la muñeca.

—¡Calle! ¿Quiere alarmar usted a toda la casa? Ya bastante peligro corro. Sí, nuestro bravo Tris ha muerto. ¡Era el mejor de todos nosotros!

Pasó un largo rato antes de que Walter pudiera preguntar en tenso murmullo:

—¿Cómo fué?

—Me sentí preocupado por el terco muchacho y visité Scaunder Clough esta mañana. Lo encontré en su cueva. Hacía… algún tiempo que estaba muerto.

A Walter le parecía imposible dominar sus sentimientos.

—Sabía que iba a suceder eso —dijo en un sollozo—. Algo me lo decía cuando lo vi hace una semana. ¡Tris, Tris! ¿Qué haré ahora?

—Nada puede usted hacer sino callar. Ya ha terminado, y pasó. El bravo muchacho ha desaparecido; nuestras lamentaciones no podrán volverlo a la vida.

—¿De qué murió, Harry?

—Creo que de una caída. Se había arrastrado a su cueva —dijo El Chato, cuya voz tenía algo de estremecimiento—. ¡Era un agujero húmedo y frío! ¡Vaya un hombre duro para soportar tanto por sus principios! Hice todo cuanto pude para que se uniera a nosotros, pero no quiso ceder. Y, sin embargo, cuando lo hallé en ese lugar, comprendí que había tenido razón. Fué hacia su Hacedor con la conciencia tranquila. ¡Otra cosa será conmigo cuando me llegue la hora!

Walter estaba apoyado en uno de los árboles. Las palabras le salieron lentamente de la boca.

—Proyectaba salir antes de que amaneciera a llevarle las cosas que más necesitaba.

—Debió usted hacerlo antes. Puedo asegurarle que necesitaba muchas cosas.

—Me aconsejó que no volviera antes. ¡Y no es que quiera consolarme con eso! —exclamó Walter, culpándose furiosamente a sí mismo.

—Quizá todo haya sido para mejor —dijo Harry suspirando profundamente—. Pero duele verlo morir tan joven. Necesitaremos hombres como Tristram Griffen.

—¿Puedo hacer algo ahora?

—Nada puede usted hacer. Ahora tengo que irme. Tengo que recorrer diez leguas antes del amanecer.

—¿Qué hizo usted con el cuerpo?

—Lo envolví en su capa y lo cubrí con tierra y piedras. Hice un gran montón para que las bestias no puedan llegar a él. Allí descansará bastante bien hasta que podamos encontrarle una sepultura decente. Quizá signifique algo para usted el hecho de que haya trazado una palabra en las cenizas. Surg… surg… era algo así.

—¡Surgite! —exclamó Walter.

—Sí —dijo Harry el Chato—. Creo que era eso.

¡El grito de guerra de Oxford! Después de un rato de tensión, Walter dijo en apagado murmullo:

—Ahora sé lo que pensaba cuando murió. Estaba pensando en el día que vendrá. Quizá también estuviera recordando lo pasado… ¡y consolándose con él!

—Me voy, Walter de Gurnie. No es probable que vuelva a verme.

—Ha sido usted más que bueno en venir a decírmelo, Harry.

—Era usted su mejor amigo. No podía hacer otra cosa.

Harry el Chato abandonó su lugar contra el árbol y se sumió en la oscuridad. Antes de que Walter pudiera resolverse a volver a la casa, la sombra del extabernero se deslizó hacia él.

—Ese atado del que hablaba usted —murmuró—, podría utilizarlo muy bien yo. ¿Querría usted tirármelo por sobre la empalizada?

—Sígame hasta la casa. Se lo traeré.

—Nos va bastante bien. Pero la vida es dura, Walter de Gurnie, y llena de penurias. ¿Hay azúcar entre las cosas?

—Sí, hay azúcar. Tris me la pidió especialmente.

Y el dolor que Walter había estado conteniendo no pudo ya dominarse.

—¡Tris, Tris! —exclamó el muchacho—. ¡Así tenía que terminar todo! ¡Todo ha salido mal!

Tragó saliva, y, cuando volvió a hablar, fué en tono más bajo:

—Vivimos juntos unos cinco años. Nadie tuvo mejor amigo.

—Vendrán días mejores —dijo Harry el Chato—. No lo dude. ¡Si sólo hubiese vivido para dar una mano!