Hubo un señalado cambio en la actitud de Simeón Bautrie cuando éste salió de su despacho. Hizo una obsequiosa reverencia a Walter y dijo:
—Bienvenido, señor. Nuestra ama y señora se alegrará de saber que ha llegado.
El hecho de que Engaine se hubiese alegrado fué traído con agradable rapidez por una doncella de ojos oscuros que hablaba con un dejo de acento extranjero. La muchacha miró coquetamente al alto visitante y dijo que su ama se hallaba por el momento en manos de sus doncellas pero que se apresuraría en terminar su tocado, pues deseaba conversar con él antes de comer. Añadió la chica con una sonrisa, que habría invitados agradables a la mesa. Un primo de la condesa estaba viviendo en el castillo, y había también un gran señor francés que tocaba la cítara y cantaba encantadoramente. Las cosas habían cambiado mucho, y en la sala principal del castillo reinaba por entonces la alegría.
Walter fué escoltado por un paje de librea negra y oro a una habitación de la torre principal, donde se cambió de ropas, y luego a un departamento contiguo a la sala principal. En el hogar ardía un alegre fuego, y las colgaduras tártaras cubrían de tal modo las ventanas que ninguna corriente de aire podía perturbar el cómodo ambiente de la estancia. Una hospitalaria jarra de vino, coronada de hojas de roble, se hallaba en el centro de una mesa rodeada por un círculo de copas. Walter tomó un largo trago de vino.
La única nota discordante era el hecho de que en aquella estancia había otro ocupante. Ninian estaba recorriéndola de un lado a otro, malhumorado, cruzadas las manos detrás de la espalda, mirándose las puntas de los zapatos. Era aquel calzado de una clase especial, muy de moda por aquella época, y sus puntas se volvían tanto hacia arriba que estaban sujetas a la rodilla por cordones de seda. Se volvió al abrirse la puerta, y en el semblante se le pintó una expresión desilusionada.
—¡Bastardo! —exclamó—. ¿Tú aquí?
Walter sonrió al contestar:
—Pareces contento de verme, Ninian.
—Entonces mis expresiones traicionan mis sentimientos —declaró el otro—. Habría tenido tanto gusto en ver al diablo en casa de mi prima, como de verte a ti. He recibido noticias tuyas, bastardo. Dicen que pretendes ser un gran viajero, y que has ido hasta el Cathay. No creo en nada de eso.
Y en exasperado tono, añadió:
—¿Qué haces aquí?
—Presento mis respetos a una vecina.
—¡Una vecina! Hay cierta presunción de rango en el modo en que usas el término. Me sienta mal —dijo Ninian, riéndose—. Tengo entendido que por ciertos medios subrepticios has logrado restar tierras al dominio de Tressling. En estas circunstancias, me cuesta creerte capaz de una audacia tal como la de mostrarte en el hogar de la graciosa dama a quien has robado.
Walter no contestó en seguida. Con divertida sonrisa observó la amargada expresión de su antiguo compañero de Oxford.
—¿Eres casado, Ninian?
—No.
—Pero ¿te propones casarte pronto, no?
Ninian se detuvo. Miró, desconfiado, a Walter, y luego hizo una breve inclinación de cabeza.
—Espero casarme pronto.
—Con tu hermosa prima, ¿no es cierto? —prosiguió Walter, cuya sonrisa se convirtió en franca carcajada—. Eso da cuenta de la gran indignación que sientes por la devolución de las tierras a su legítimo dueño. Consideras que tus sueños dorados han sido un tanto defraudados, mi buen Ninian. ¿Te mostrarás más descontento aún al enterarte de que considero la recuperación de tierras de Gurnie como un asunto de escasa importancia personal? No es que no aprecie la generosidad de tu hermosa prima al no oponerse al real decreto —se apresuró a añadir.
Por el semblante de Ninian pasó una expresión de alarma.
—¿Dices que Engaine no se opuso a ello? ¡Mentira, bastardo! Eso indicaría entre vosotros una cordialidad que me niego a reconocer.
Walter volvió a reírse.
—Quizá debiera desafiarte a duelo mortal por haber empleado esa palabra, mi temerario exestudiante. Pero tengo en menos a las leyes de la caballerosidad y me siento más dispuesto a doblarte sobre mi rodilla y pegarte como a un escolar travieso.
Ninian se alejó a una distancia discreta, desde la cual observó a su compañero con mirada hostil. Walter se había puesto sus galas venecianas para aquella oportunidad, y su lujo era una nueva ofensa a los ojos del ardiente aspirante a los zapatos del finado conde.
—Eres un ave de aspecto muy vistoso, bastardo —murmuró Ninian—. He oído hablar de esas nuevas modas en el vestir. Dicen que pronto se usarán en la corte.
Se atrevió a acercarse un poco más y le tocó a Walter el muslo con incrédulos dedos.
—¡Caramba, no hay engaño! Supuse que tus calzas debían estar forradas para exhibir una pierna tan bien redondeada.
—Los hombres de pocas carnes —dijo Walter con apreciativa mirada a las poco impresionantes piernas que aparecían bajo la larga túnica de Ninian—, siempre sospechan engaño en los hombres de constitución más robusta.
Engaine entró en ese momento en la habitación con una sonrisa que en seguida fué substituida por un fruncimiento de ceño. La sonrisa había sido para Walter y el gesto, exclusivamente para Ninian. El período de duelo no había pasado, pero como la mayoría de las viudas volvían a casarse al año, no resultó extraño verla vestida de colores brillantes. Su falda era de encaje verde, y la chaqueta, color azul, se ajustaba fielmente a su cintura antes de señalar con igual fidelidad la suave línea de sus caderas. En la diadema verde, había un zafiro de inusitado tamaño.
La muchacha entró en la habitación con tanta prisa que el paje que la seguía tuvo que correr casi para no tener que soltar la larga y brillante cola del vestido.
—¿Ha estado mostrándose desagradable mi primo, Walter? —preguntó, y añadió en seguida—: ¿Como siempre?
—Ninian siempre fué un individuo desagradable. Si ha cambiado, aún no he visto la prueba.
Engaine miró fijamente a su primo:
—No esperaba encontrarte aquí —dijo—. Te agradeceré que me hagas el favor de retirarte.
—No tengo intenciones de retirarme, hermosa prima —dijo Ninian indignado—. ¿He de inferir que Walter de Gurnie es un huésped más bienvenido que yo? Quizá debí haberlo supuesto. Siempre me supo mal, Engaine, que buscaras refugio en Gurnie.
—Puede que fuera que Engaine no estuviese segura de ser recibida en otra parte por miedo al poder de su marido —declaró Walter.
—Por otra parte —dijo Ninian—, puede que haya existido un atractivo en Gurnie. Mucho se ha hablado al respecto, hermosa prima.
—¡Se ha hablado! —exclamó Engaine enfrentándolo con un repentino brillo en la mirada—. ¡Haz el favor de explicar inmediatamente qué quieres decir!
—Seguramente has de saber algo de ello. Mucho se ha hablado, Engaine. No me pongas mal gesto; nada tuve que ver con ello. Si no se hubiese probado en seguida que la muerte de Edmond era obra de campesinos, le habría sido difícil a Walter de Gurnie probar su inocencia.
Engaine miró a Walter, y la expresión de su mirada dijo inequívocamente:
«Esta vez ha llegado demasiado lejos».
Cuando contestó, sin embargo, lo hizo con contenida voz:
—Había esperado cambiar unas palabras contigo en privado, mas ahora tendremos que esperar hasta después de la cena. Tu brazo, apuesto invitado.
Ninian puso mala cara al verse así desairado. Al echar a andar detrás del paje, murmuró:
—Las cosas llegan a una extraña situación cuando aventureros sin tierras se ven honrados por sobre hombres de buena cuna.
—¡Qué chismoso malhumorado! —murmuró Engaine que parecía haber recobrado su buen humor, y apretando con la mano el brazo a Walter, prosiguió—: Quizá, Walter, se encuentre con un verdadero motivo para su desagradable humor.
Walter nunca había visto la sala principal, y miró a su alrededor con el mayor interés al escoltar a la muchacha bajando una docena de escalones de piedra que llevaban a ella. Calculó que tendría unas treinta varas de largo, y la mitad de ancho. En el centro de una de las paredes había una ventana, desde la cual la normanda y sus invitados presenciaron la comida de los niños hambrientos. Había otra más en el extremo opuesto a la entrada. Las oscuras paredes de piedra, que, según Walter oyera decir, tenían un espesor de cuatro varas, llegaban a una altura tal que no se podían percibir los detalles de las vigas en la oscuridad que las llamas de las velas no lograban disipar. Habría sido una habitación fría y desnuda a no ser por una revestidura de roble que llegaba a una altura de cuatro varas, innovación del conde Rauf, y pagada, sin duda, con la amplia renta de su esposa. En un extremo de la sala había una plataforma en la que se sentaban los trovadores, que estaban afinando arpas y gaitas cuando Engaine apareció en lo alto de los escalones del brazo de su humilde invitado, y que en seguida empezaron a tocar una alegre melodía. Walter vió que Engaine sonreía con orgullo. Era evidente que amaba la grandeza en que se desenvolvía como castellana de Bulaire.
—¿Comerá con nosotros la madre de Edmond? —preguntó Walter en ansioso murmullo.
Engaine meneó la cabeza.
—No tendrás ese mal rato. Raras veces sale de su cuarto ahora, y declaro francamente que me alegro de que así sea.
A pesar del esplendor de la escena y la riqueza y variedad de los platos que se sirvieron, la cena fué aburrida. Walter, como correspondía, estuvo sentado a un extremo de la mesa, de modo que apenas si tuvo oportunidad de participar en la conversación. No le resultó penoso, pues los temas que se trataron no le interesaban y la charla fué monopolizada por Guibert de Beziéres, el trovador de Francia. Aquel gran señor, cuyo rostro se parecía a una cara de caballo y ostentaba un orgullo ofensivo, rara vez permitía que la conversación se alejara de los trovadores del continente, injustamente poco considerados y llamados a desaparecer. Cuando la comida hubo terminado, echó mano de su cítara y se puso a tocar los sirventes que él mismo compusiera, cantando las palabras con voz afectada y gangosa. A Walter la melodía le pareció vulgar y los versos tan sensibleros que eran todo un atentado a la inteligencia; se quedó asombrado al observar que en los rostros de los demás comensales se reflejaba el más profundo respeto. Hasta Engaine, que tenía a su halcón favorito en su percha detrás de ella y dedicaba mucho tiempo a ver que comiera bien, parecía prestar atención.
«Es evidente que están convencidos de que este payaso chillón representa toda la finura y grandeza de la vida», pensó.
Se contentó con observar a los presentes, descansando más a menudo la mirada en el animado rostro del ama de casa y la fea cara de Ninian, que bebía copa tras copa de vino y pronto se encontró sumido en una ebria modorra.
Como tenía el propósito de volver a Gurnie aquella misma noche, Walter aprovechó la primera oportunidad para despedirse de Engaine. Los comensales estaban empezando a dispersarse, de modo que la muchacha pudo apartarse con él.
—Me alegro de que hayas venido —dijo, mientras subían los escalones, seguidos por el paje—. Ha sido una visita muy corta Walter, y debida desde hace mucho tiempo.
—Vine a agradecerte por tu actitud más que generosa en el asunto de las tierras —contestó él.
La muchacha le echó una rápida mirada.
—No fué sino una oportunidad de retribuir una deuda muy profunda. La tierra pertenecía a tu abuelo por derecho. Siempre me apenó el egoísmo que mi padre os demostró.
—Nunca me descubriste tus sentimientos al respecto.
—Hay muchas cosas que nunca te descubrí, Walter.
Siguió un rato de silencio.
—¿No quieres volver pronto, cuando haya menos invitados y menos distracción? Tenemos muchas cosas que decirnos.
—Con el mayor gusto.
Engaine pareció vacilar.
—Has de saber que soy una persona muy curiosa y que mucho me preocupan mis amigos. No he oído hablar de ninguna actitud tuya para… para desligarte de ese lazo que ahora ha de ser muy inconveniente para ti. ¿Es por haber descubierto que el costo del trámite es mayor que el que te permite tu bolsa?
—A mi abuelo le preocupa el costo, pero esta muy firme en su convencimiento de que debería empezar los trámites a pesar de él. Nada he hecho, aunque he de ser sincero y decir que no fué por el costo.
La muchacha le echó una mirada cargada de reproches.
—¿Qué te detiene, pues? Me parece, Walter, que estás mostrándote muy absurdo.
El muchacho contestó con un suspiro.
—Supongo que sí. Tendría que empezar a pensar en lo futuro.
—Si hubiese sido por los gastos… —dijo ella lentamente—. En este momento estoy bastante apurada de dinero. No he logrado encontrar el oro que Edmond y su madre reunieron con tanto cuidado.
—¿No quiere su madre decirte dónde está?
—Dice que es de ella —dijo la muchacha, y Walter pudo sentir que el brazo se le ponía rígido—. Está más que trastornada, pero le queda bastante cordura para guardar el secreto. ¡A veces desearía ponerla en las suaves manos de Jack Daldy!
—Pero la verdad es que el dinero pertenece por derecho a tu hijo.
—Parte de él me pertenece a mí. He mandado efectuar una prolija búsqueda en el castillo, pero ha sido inútil. No está en su cuarto; de eso me he asegurado.
Y Engaine contuvo su enojo.
—A pesar de eso, estoy en situación de ayudarte. Hiciste un ofrecimiento muy generoso cuando yo parecía necesitar ayuda, y eso me autoriza a decirte ahora que me sentiría muy contenta de hacer cuanto pudiese.
—Te lo agradezco profundamente, pero no será necesario.
Habían llegado a la poterna, y el muchacho podía ver la trampa que colgaba sobre ellos. La muchacha acortó el paso.
—Eres muy reflexivo, Walter. Supongo que se debe a tu sangre sajona. Pero esto me obliga a hacerte una confesión. No me propongo seguir mucho tiempo viuda. El dominio de Bulaire necesita una mano más firme que la mía, y, si he de decir toda la verdad, no he nacido para una vida solitaria.
Le soltó el brazo a Walter y dió un paso atrás.
—Ninian no es mi único pretendiente. No reflexiones demasiado. Podrías arrepentirte, y, por lo tanto, yo también.