La cena para celebrar la construcción de una birreme de ultramar en un solo día fué una ceremonia brillante. Todos los ciudadanos más ricos e influyentes de Venecia se hallaban presentes, hasta el Dux en persona. La comida era suntuosa, y el plato principal era una cabeza de jabalí asado rodeada de ruiseñores espetados. Había muchas clases de pescado, cubiertos por salsas muy condimentadas, un lechón entero, huevos de pato y postres muy variados. Los vinos eran exquisitos.
Maese Dandolo estaba sentado a la cabecera de la mesa, de excelente humor, y vaciaba su enjoyada copa de vino con tanta regularidad que los ojos empezaron a brillarle y un sonrojo le asomó a la punta de la nariz. Al otro extremo de la mesa se hallaba el perdedor, Giovanni de Florencia, joven saturnino de rostro largo y nerviosa mueca. La fiesta y la bebida irritaban al disgustado Giovanni, pues el costo de la comida era parte de la apuesta.
Cuando la última fuente hubo sido retirada de la mesa, Maese Dandolo hizo seña a los músicos para que dejaran de tocar. Anunció que iba a empezar la diversión. Había un mago egipcio que realizaría unas pruebas nuevas e impresionantes, un cantor de baladas provenzal y una bailarina oriental que ostentaría sus asombrosas sinuosidades para mayor deleite de los circunstantes. Pero primero propuso resolverles el misterio de la mujer llorosa.
—Han ido a buscarla y ahora la traerán —dijo—. La acompaña un intérprete que habla muchas lenguas. El podrá revelarnos toda su historia.
Cuando Maryam entró en la habitación, un murmullo de asombrados comentarios se elevó entre los comensales. Se había quitado el velo, y todos la encontraron tan inesperadamente bonita como una margarita de San Miguel. Había adelgazado mucho, pero ese hecho tenía la virtud de hacer parecer sus ojos aún mayores y darle al rostro demacrado un aspecto interesante. Los regordetes mercaderes se irguieron en sus sillones con renovado interés y la contemplaron con codiciosas miradas.
Maryam, por su parte, estaba deslumbrada. Echó una rápida mirada a su alrededor, al oscurecido cuarto en el que se había dejado que las velas ardieran casi hasta consumirse, a los altos ventanales por los cuales entraban los rayos de la temprana luna de la noche, a la riqueza de los servicios de mesa y a los hermosos trajes de los comensales. Una segunda mirada hizo mucho por destruir aquel efecto. Vió entonces que aquellos bien vestidos invitados estaban todos medios ebrios, que tenían los ojos velados por los vapores del vino y los dedos demasiado entorpecidos para manejar sus enjoyadas copas sin derramar algo de su contenido en el mantel y en las gruesas alfombras que cubrían el suelo.
El intérprete, un levantino de rostro amarillento, empezó a interrogarla en diversos idiomas, para probar por último en griego. Maryam le contestó con unas ansias nacidas de los largos meses de viaje entre paredes de silencio.
—Dice —anunció el intérprete a los presentes—, que es griega de nacimiento, aunque su padre era un inglés que había ido a las Cruzadas. Ahora está tratando de llegar a Londres para unirse con su marido, que también es inglés.
Los invitados parecieron desilusionados. La explicación era demasiado sencilla, y les dejaba sin misterio alguno que comentar.
—Dice, además —prosiguió el levantino—, que viene del Cathay y que hace dos años que está viajando.
Si un mercader llamado Polo hubiese asistido a aquel banquete, puede que aquella noticia le hubiese hecho concebir alguna idea, pero no hay indicio alguno que pueda hacer suponer que así fuera. Aquella afirmación tuvo en sí bastante efecto. Los invitados demostraron un renovado interés en seguida.
—Esta señora de intrigantes ojos azules —declaró uno de ellos—, debe ser una gran mentirosa. Permítame, maese Dandolo, que proponga una solución. Como castigo por su mendacidad, debiéramos hacer que la embarcaran inmediatamente en un buque con destino opuesto a Londres.
Aquella idea pareció hallar eco favorable, aunque no en el perdedor de la apuesta, sentado al otro extremo de la mesa. Éste no había apartado la vista del rostro de Maryam desde que entrara en la habitación.
—Hay que reconocer que es una mentirosa muy bonita —dijo—. Felicito a mi adversario, que ha logrado al fin y al cabo hacer de esta cena una diversión agradable para mí. Confieso que la muchacha me gusta y me apresuro a ser el primero en exponer mis pretensiones. Tendrá que hacerme compañía por un tiempo. Luego, podrá ser embarcada para Túnez, el Mar Negro o hasta el famoso Lough Derg, a discreción de los presentes.
Maese Dandolo estaba observando a Giovanni de Florencia tan intensamente que resultó evidente que estaba concibiendo una idea que no concordaba con las intenciones de su rival.
—Mucho temo que no puedan cumplirse los planes de mi buen amigo, que es más rápido en ver los encantos de un par de ojos extranjeros que el gran mérito de nuestros astilleros venecianos —dijo.
El perdedor alzó una aguda mirada.
—¿La desea mi feliz adversario para sí? —preguntó.
Maese Dandolo meneó la cabeza.
—No pienso en satisfacción personal alguna —dijo—, sino en la buena reputación de la flota mercante de Venecia. El buque botado hoy y construido en tiempo récord es la nave más hermosa salida de nuestro maravilloso Arsenal. Estoy seguro de que todos ustedes estarán de acuerdo en que debiéramos enviarlo en su primer viaje a Marsella bajo los más favorables auspicios. Y digo a todos ustedes, buenos amigos, que aquí se ha manifestado la mano del destino. ¿Qué mejor suerte podríamos brindar a nuestra gran birreme que la de llevar a esta señora como primera pasajera?
Miró a su alrededor y vió con gran satisfacción que todos los rostros, menos uno, acusaban gran satisfacción.
—Es más importante que esta viajera, que nos ha llegado por algo más que casualidad, le dé buena suerte a nuestra empresa que no que le sea concedida a Maese Giovanni de Florencia la satisfacción de un repentino deseo.