Durante los tres días siguientes Walter trabajó en sus proyectos y sólo vió a Engaine a la hora de cenar, cuando, como siempre, su abuelo monopolizaba la conversación. La muchacha se inclinaba hacia adelante y le hacía de cuando en cuando una sonrisa, y él la acompañaba hasta la puerta, pero en ninguna otra forma fué posible inyectar un toque de intimidad en sus contactos.
Aquellos días resultaron penosos. Algo, en la atmósfera de Gurnie, le intrigaba. Los hombres que lo ayudaban en las obras preliminares de su proyectada fábrica de papel se mostraban distantes y preocupados. Las expresiones de sus rostros eran reservadas, y apenas si le hablaban. Walter estaba seguro de que no se debía a animosidad alguna contra él, porque de cuando en cuando oía una palabra que le indicaba que sentían aún afecto por él. El primer indicio de los motivos de esa actitud lo tuvo en la mañana del tercer día.
Swire Gilpin, el mayor de los obreros, dejó caer de pronto el hacha con que estaba plantando una estaca. Se irguió y tendió el puño en dirección a Bulaire.
—Señorito Wat —preguntó—, ¿sabe usted que Cecily Tomsmaiden se arrojó desde lo alto de la torre anoche?
Eran las ocho de la mañana. Walter preguntó a su vez:
—¿Cómo pudieron haber llegado aquí tan temprano noticias de lo ocurrido anoche en Bulaire?
—Las malas noticias llegan pronto, señorito. ¡Y en estos días, llegan a menudo!
—¿Quién era la chica, Swire?
—La hija del herrero de Cencaster, el hombre más honrado que haya hecho una herradura. Y la chica, una niña honesta y bonita como ninguna, señorito.
—¿La han violado?
—Sí —contestó Swire, recogiendo el hacha y volviendo a su trabajo—. Ya han ocurrido antes casos semejantes, señorito.
Walter tuvo entonces clara conciencia de que la tiranía en Bulaire pesaba tanto en los alrededores que hasta los siervos de dominios más favorecidos habían asumido por ella una actitud hostil.
En las últimas horas de la tarde oyó que Gilpin murmuraba a uno de sus compañeros:
—Ahí viene, Bart.
El otro miró rápidamente por sobre el hombro y contestó, también en un susurro:
—Sí, nuestro alto compañero tendrá noticias para nosotros.
Walter se volvió y vió a Tristram, que se hallaba de pie en el camino a Chanfrin Rock. Instantáneamente se convenció de que Tristram ya se había constituido en el punto convergente del descontento local. En realidad, parecía claro que lo tenían por jefe los villanos.
Walter abandonó su trabajo y se adelantó al encuentro de su amigo. Tristram llevaba otra vez el arco al hombro, y cuando se encontraron, Walter vió que el arma tenía cuerda nueva y brillaba a fuerza de pulimento.
—¡Hola, Wat! —exclamó Tristram, quien calló de pronto y miró a su alrededor con expresión intrigada—. ¿Me falla la memoria? Parece que aquí ha surgido una aldea.
—Mi abuelo se ganó las espuelas por segunda vez y de un modo peculiar —contestó Walter—. Ha instalado aquí muchos negocios prósperos. Me sentiría feliz por lo que ha estado ocurriendo, si no encontrara a la gente preocupada e intranquila. Las cosas no andan como yo quisiera.
—¿Ya lo has advertido? —preguntó Tristram, cuya sonrisa le desapareció del rostro—. Aquella noche sembramos semilla de odio, y los pobres hombres de las cercanías han estado recogiendo una amarga cosecha desde entonces. La mano del nuevo conde es muy pesada para el feudo.
Tristram llevaba puesto un traje de arquero, verde, y sus guantes eran de la misma clase de aquéllos que su padre le regalara a su regreso de Oxford. Walter vió que la leyenda que tenía borrada era otra: Jesús, remedia todos los males.
—¿Los primeros frutos de los despojos de China? —preguntó Walter, tocándole la manga a su amigo.
Tristram asintió con indiferencia. Sacó una bolsa de su cinturón y la tendió a su amigo.
—Quisiera que fueras el guardián de mi riqueza. No he de necesitarla por un tiempo. Si algo me ocurriera, serás más capaz que yo para emplearla en bien de mi padre.
Hizo una pausa y sonrió a Walter.
—Tengo entendido que tienes una huésped. Esa actitud de la gente, que no te gusta, puede deberse en parte a eso.
—Pero Engaine ha abandonado a Bulaire y se niega a regresar.
—Es difícil comprender el modo de ser de esa pisoteada gente, Wat. Todos opinan, y con razón, que la nobleza está unida contra ellos. Tu amiga Engaine les disgusta e inspira temor, y sin embargo la ven sentada a tu mesa. No quieren que esté aquí, y ésa es la verdad. Han sido tan desdichados por la persecución de sus amigos y parientes, que sus espíritus están obsesionados por la desconfianza.
—Pronto verán con claridad que entre Bulaire y Gurnie sólo existe la más profunda animadversión.
—Wat —dijo Tristram después de una larga pausa—, lo que ésta gente ha sufrido ha acercado el día del saldo de cuentas. Hay que hacer algo.
—Las nuevas leyes se ocuparán de eso.
—Muchos barones no se cuidan de las nuevas leyes. Se proponen conservar todo su antiguo poderío, y siguen tratando a su gente como si las leyes no existieran. Tu medio hermano es uno de ellos.
Y la mirada con que Tristram contempló a su compañero expresaba una determinación inconmovible.
—Tenemos que apoyar al Rey luchando contra estos barones pisoteadores de leyes.
—Tris, ten paciencia. El Rey pondrá pronto a los nobles en su lugar.
—Pero entre tanto, la gente gime bajo exacciones ilegales. Se ve tratada peor que las bestias de los campos. ¿Hemos de quedarnos cruzados de brazos y contemplar cómo arrancan a nuestras muchachas de sus casas? ¡Las leyes —exclamó Tristram repentinamente enfurecido—, están por fin de nuestro lado! ¡Bien pobres súbditos somos si nos quedamos humildemente tranquilos mientras las infringen!
Consciente de las curiosas miradas y atentos oídos de los obreros, Walter cogió a su amigo por el brazo y lo llevó en dirección a la casa.
—¿Qué te propones hacer? —le preguntó cuando estuvieron a distancia prudencial.
—Esta noche me encontraré con Harry el Chato, y lo conversaré con él. Las cosas están como lo oímos en Londres; se ha unido a los bandoleros. No hemos de juzgarlo muy severamente, Wat. Un hombre tiene que vivir, y no puede subsistir solo en los bosques por un tiempo tan largo como el que ha transcurrido desde que dan caza a Harry. Es un hombre fundamentalmente bueno, y veo que se ha mantenido en contacto con todos los hombres de la región. Ante todo, quiero su consejo.
—Déjame ir contigo esta noche.
—No estás en condiciones de poder ayudarnos —dijo Tristram meneando la cabeza negativamente—. Y quizá tu presencia sea un entorpecimiento. Tienes que pensar en las consecuencias. Al aceptar a la condesa, tu abuelo y tú se han puesto ya casi en peligro. No, sé que nos quieres bien, pero no puedo dejarte ir más lejos.
—Ya he desempeñado un papel antes. No puedo honorablemente quedarme a un lado.
—Ahora es otra cosa —dijo rápidamente Tristram—. Esta vez la cosa llega a las raíces de las diferencias de clase. Será bueno que sepas que nada quieren saber contigo, Wat. Pero a Harry el Chato le gustaría volverte a ver. Como tu propósito al venir sería el de predicar cautela, pues creo que te escucharía. Pero te prevengo que no causarás efecto. Ven, pues, si sólo así estarás satisfecho.
—¿Dónde encontraremos a Harry el Chato? ¿Y cuándo?
—En las ruinas de su taberna, en Little Tamit. Me dicen que frecuenta el lugar con bastante regularidad. La vista de sus carbonizadas paredes sirve para fortalecer su resolución por la vida salvaje que tiene que llevar y por el propósito, que nunca olvida.
—Ahora ven a casa conmigo. Tendrás el placer, aunque dudoso, de cenar con la adorable condesa de Lessford. Entonces tendremos oportunidad de comentar lo que quieres que haga con tu bolsa de piedras preciosas.
Pero Tristram se mantuvo firme en rechazar la invitación. Aún le quedaban muchas cosas por hacer. Irían por separado a Little Tamit y se encontrarían allí a las once.
—Tengo que prepararte para algo —dijo Tristram al despedirse—. No has de asombrarte si encuentras allí a un cuarto hombre. Si viene, Wat, te encontrarás con un horrible despojo humano que tendrá una triste historia que contar… ¡Si es que tiene medios para contarla!
Aquella noche Engaine salió de la sala principal más temprano que de costumbre y el amo de Gurnie aprovechó para pedir el tablero de ajedrez. Ganó todas las partidas, pues su juego era vivaz e incisivo como una estocada, mientras que Walter estaba con el espíritu ausente, de modo que el anciano fué a acostarse muy satisfecho. Cerca de las diez, Walter se vió en libertad de salir. Pidió a uno de los siervos que le preparara un caballo y lo llevara a la primera vuelta del camino, y subió a su cuarto a buscar una capa.
Un rayo de luz entraba a la sala alta por la entreabierta puerta de la habitación de su madre, y el ruido de sus pasos apresurados atrajo a Engaine al corredor.
—No comprendo esa repentina prisa —dijo la muchacha—. Hace hora y media que espero la oportunidad de cruzar una palabra contigo. Si podías demorarte tanto, ¿por qué subes ahora a toda prisa como si te persiguiera el diablo?
—Voy a salir. Si hubiera sabido que querías verme, Engaine, habría encontrado un modo de acortar el juego con mi abuelo.
—Walter —dijo Engaine con una mirada cargada de reproches—, puede que lo que tengas que hacer sea tan urgente que necesites dedicarle todo tu tiempo, pero en mi opinión es un pretexto. Estás evitándome deliberadamente.
—Tengo mucho que hacer. Pero aun cuando estoy libre, apenas si me convendría verte muy a menudo.
Engaine soltó una carcajada, divertida. Se había cambiado el rojo vestido con que apareciera a la hora de cenar por otro muy amplio de seda azul, con un gran escote cuadrado. Tenía el cabello suelto, que le caía en dorada profusión hasta la cintura. El muchacho reconoció, bastante molesto, que el efecto era hermosísimo.
—¿Estás preocupándote por mi reputación? Ya al huir de mi legítimo señor y marido me he expuesto a la maledicencia de todos los chismosos del reino. Harán de mi nombre lo que quieran. Si se me ve mucho en compañía del apuesto nieto de mi huésped, podrán hablar un poco más, pero no me preocupa, Walter, lo que puedan decir ni pensar.
Hizo una pausa y meneó la cabeza como reprobándolo.
—No eres sincero conmigo. Estás tratando demasiado de ser fiel a esa pagana esposa tuya. ¿Es de piel muy oscura, Walter? No me atreví a preguntártelo antes, pero ahora estoy enojada contigo y no me importa.
—Es de piel blanca —contestó él secamente.
—¡Qué extraño! Bueno, creo que comprendo que ocupa tus pensamientos y estoy segura de que me eludes porque estás convencido de que la ausencia es la mejor ayuda para la constancia.
Luego se tranquilizó.
—En serio, Walter, tengo que hablar contigo. Estoy convencida de que me has dado un buen consejo. He de ir a Londres y exponer mi caso ante el Rey.
—Es una decisión sensata, Engaine. En tu propio interés, lo mejor sería que fueras lo antes posible.
—Entonces, ¿me dedicarás un rato mañana por la mañana? Por complacerte, me levantaré con el sol.
La muchacha estaba estudiándolo con activa curiosidad.
—Me intranquiliza tu salida de esta noche. Se me ocurre que es peligrosa.
—No habrá peligro alguno a menos que el diablo me arranque del caballo. Nada puedo decirte al respecto, Engaine.
—Estás muy misterioso —dijo la muchacha, observándolo con verdadera ansiedad—. Prométeme que vas a cuidarte mucho. Me doy cuenta de que… dependo mucho de ti.