Un día, Chilprat llamó a su amigo Marukya para una conferencia de carácter muy especial. Era evidente que el motivo de la conversación eran los extranjeros, pues, mientras ambos hombres conversaban ante una fuente de curry de mariscos, Chilprat miraba continuamente al biombo detrás del cual Maryam y su hijo llevaban su restringida existencia. Para dar importancia a la conferencia, Chilprat se había puesto un collar de pequeñas perlas, ademas del taparrabos rojo que generalmente constituía su único lujo.
—Hay que hacer algo —dijo, llevándose comida a la boca con la mano derecha, mientras que con su izquierda, reservada para las funciones menos dignas de la vida, señalaba en dirección al biombo—. La mujer de ojos azules está causando gran revuelo entre los hombres de la isla.
El sacerdote rió despreciativamente.
—¿Esa chicuela de carne blanca y fría? ¿Por qué piensan en ella los hombres de la isla?
—Tú has vencido a las tentaciones de la carne y no puedes comprender. Es pequeña y llena de gracia; los hombres no pueden apartar esos ojos que tiene de su imaginación. Te concedo que su luna llena apenas si es la mitad de la de las mujeres maduras de nuestra raza, pero hasta yo, Chilprat, cuya sangre empieza a enfriarse con la edad, siento deseo de darle una amigable palmada cuando pasa. Habrá lío si se queda aquí por más tiempo. Nuestras mujeres están empezando a murmurar con amargura, y hasta mi Altima se ha propuesto no dejarme en paz.
Quizá Maryam haya intuído el objeto de la conferencia. De todos modos, eligió ese momento para presentarse detrás del biombo. Se dirigió hacia los dos dignos ancianos y se sentó, cruzadas las piernas, cerca de ellos, cosa que ninguna mujer de las siete islas se habría atrevido a hacer. Estiró una mano y dejó en la palma de su huésped una de las piedras que llevara cosida en el forro de la chaqueta. Era una piedra pequeña, pero su color rojo de rubí hizo que ambos hombres contuvieran la respiración.
—Londres —dijo Maryam echando una seria mirada a Chilprat, y con insistencia repitió el nombre de aquella añorada ciudad, varias veces.
Unos ojos codiciosos estudiaron la piedra por largo rato. Chilprat la humedeció entonces con saliva y la alzó a la luz. La golpeó con sus largas uñas, la restregó contra la lana de su taparrabos, y por último dijo en un murmullo al sacerdote:
—Es legítima. Es del mismo color de la sangre de paloma. ¿Me la estará ofreciendo para que le consiga su pasaje a Londres?
Al oírle pronunciar ese nombre, Maryam acarició la esperanza de que el hombre estuviese empezando a comprender lo que quería. Volvió varias veces la cabeza en señal de asentimiento, repitiendo la palabra a cada movimiento.
Los dos hombres volvieron a inclinarse sobre la piedra en otro periodo de profunda absorción.
—Esto es una fortuna, Marukya —murmuró Chilprat.
—Sí —contestó el sacerdote—. ¿Qué plan se le ha ocurrido a mi sagaz amigo para apoderarse de él?
De pronto Chilprat echó la cabeza hacia atrás y soltó una fuerte risotada.
—¡Horteema! —exclamó—. Él nos dará la respuesta, buen Marukya.
—¿Horteema? —repitió el sacerdote, evidentemente sin comprender.
—¿No entiendes? ¡Qué plan perfecto he concebido! La mandaremos con Horteema. Al fin y al cabo, el hombre no está en situación de presentar muchas exigencias, de modo que así podremos satisfacerlo y conservar sin embargo buena parte del valor de la piedra.
Por último la comprensión llegó a los ojos del sacerdote. El también echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—Por el buey sagrado, que has hallado la solución. Pero —prosiguió después de pensar un rato—, Horteema tenía que llevar una carga de caballos a Aden antes de que sus desgracias lo dominaran. ¿Quedará el extraño lugar que busca ella en dirección a Aden?
Según las normas de las siete islas, Chilprat era un hombre honrado, pero en ese momento demostró que su probidad tenía sus límites. Alzó ambas manos hacia el cielo.
—Quizá no. Pero de todos modos esa mujer de piel blanca no puede quedarse aquí por más tiempo. Si Horteema no la lleva en la dirección deseada lo hará el próximo capitán. Ven, que tenemos mucho que hacer.
Horteema era un capitán de ultramar, de rostro chato y redondo que hacía algún tiempo había sido hendido por una hoja de sable. En ese mismo momento, era víctima de crueles circunstancias. Por deber dinero a un isleño, dinero que no podía pagar, había sido lo bastante descuidado para dejar que su acreedor se le acercara y trazara a su alrededor un círculo mientras se hallaba en un lugar descampado de la costa. Impedido por una sagrada ley de Konkan de salir del círculo hasta que su deuda no fuera saldada, el capitán se había pasado ya varios días en su cautiverio al aire libre. Su jergón de cañas, con su red como manta, le habían sido llevados y se hallaban en el círculo. Las moscas bordoneaban alrededor de los platos de comida que le llevaran, y una lagartija pasaba cerca de los platos como deseosa de participar en el ágape. En cuanto a Horteema, ostentaba una expresión desesperada.
Sus dos visitantes entraron con él en un largo y entusiasmado debate. Como Chilprat lo había predicho, Horteema no estaba en situación de regatear mucho, de modo que terminó asintiendo de mala gana. Sólo quedaba por pagarse la deuda que lo tenía sujeto al círculo y citaron al acreedor, un mercader que por otra parte parecía duro de pelar. El debate se hizo más violento.
Maryam, que presenciaba la escena, vió que el acreedor sacaba de entre sus ropas un pequeño cuadrado de tela y lo extendía en el suelo. Los cuatro hombres se arrodillaron en la arena, cada uno con la mano derecha bajo el trapo.
¿Qué estaban haciendo? La curiosa ceremonia intrigó a Maryam hasta que la muchacha se convenció de que se trataba de una forma nativa de llegar a un acuerdo difícil. Podía ver cómo sus dedos se movían bajo el trapo. Después de cada gesto, había un largo período de inmovilidad, mientras los rostros ostentaban una expresión tensa y absorta. Luego se movía lenta e involuntariamente otro dedo.
Ese juego prosiguió una media hora, hasta que de pronto el acreedor alzó una mano y arrojó el trapo al aire. Se había llegado a un acuerdo. Los cuatro participantes se levantaron.
Había tanto de absurdo en esa ceremonia, que Maryam, a pesar de su ansiedad, echó a reír. Los hombres no le hicieron caso. Horteema saltó fuera del circulo y se puso a borrarlo con su descalzo pie. El acreedor completó la transacción trazando con un dedo en la arena una frase en marathi que significaba: «Saldada la deuda». La espectadora comprendió algo del significado, y volvió a reírse, segura ya de que su largo período de espera estaba tocando a su fin.
Chilprat también se rió. Luego le hizo una inclinación de cabeza y le dijo:
—Todos hemos jurado por el Shri-gundi, la Piedra de Suerte. Todo está arreglado. Mi pequeña huésped de tez pálida pronto tomará el barco para su misterioso destino.
Maryam no comprendió una palabra, pero el tono del hombre prometía cosas buenas.
«¡Por fin creo que vamos a Londres!», se dijo para sí.
Siguieron dos días de ansiedad mientras cargaban el buque. Desde cierto punto de vista fueron días más cómodos, porque Chilprat se hizo más amable en su actitud, y hasta su mujer se ablandó hasta el punto de mandarle a Maryam platos de comida. Unas doce veces por día, Maryam abrazaba a su hijo y le contaba:
—Por fin, Walter, mi bien, te llevaremos a tu padre.
Lo vistió con sus mejores ropas, para que estuviera pronto para cuando llegara el momento de partir. Con su chaqueta blanca y bombachas, podía haber pasado el niño por un caballerito de Antioquía de no ser porque su birrete, por curiosa coincidencia, había adoptado la forma de una gorra inglesa de niño.
Maryam estaba tan preocupada por la posibilidad de algún inconveniente, que no dejó que Mahmoud se alejara con el niño fuera del alcance de su vista. El niño, que nada comprendía de todo aquello, se cansaba de observar continuamente el biombo. Se negó a moverse hasta que el cansancio le impidió seguir con los ojos abiertos. Maryam había salido por un rato, y cuando regresó lo encontró durmiendo con la cabeza apoyada en el borde de la estera. Chi, consciente de la desdicha de su amigo, se había echado a su lado.
Por último, sin embargo, los caballos tuvieron que ser llevados a bordo y atados en la bodega, y llegó el momento de la partida. Los extranjeros fueron escoltados hasta el barco. Mahmoud abría la marcha con el niño sentado en sus hombros. Una vez a bordo, descubrieron que había sido levantada en cubierta una pequeña casilla de madera, dotada de un jergón y una batea llena de agua. Aquél iba a ser su hogar.
Maryam podía ver a Horteema, cubierto sólo por un taparrabo amarillo, de pie en la cubierta de popa, sudando profusamente mientras dirigía una gutural serie de órdenes a sus tripulantes. Mahmoud olfateó y comentó:
—¡Qué barco sucio, señora Maryam!
Sin embargo, el pensar en las incomodidades que pudiera depararle ese viaje no influía en lo más mínimo en el espíritu de Maryam. Convencida de que aquélla sería la última etapa de su largo viaje, la muchacha miraba al cielo, en que el sol ardía intensamente, con una expresión de dicha, por fin, en su pálido y delgado rostro.