I

Las costillas de abeto de la nave que llevara a bordo a los viajeros del Lejano Oriente sobresalían del bajío como troncos en un bosque incendiado; aquella nave jamás volvería a hacerse a la mar, y ya la tripulación había logrado desaparecer. Los tres extranjeros encontraron alojamiento en la casa de Chilprat y se habían convertido en un problema para él.

Formaban un trío curioso. Uno de ellos era una mujer que llevaba la parte inferior del rostro velada, lo cual sólo permitía ver un par de ojos extraordinarios, azules, de un azul profundo e inconfundible. Ahora bien, el azul era el color del cielo y de las faldas que usaban las mujeres en las fiestas religiosas, pero no un color de ojos. Podría haberse creído que aquella mujer se los tiñese, como las mujeres de las siete islas solían hacerlo con las uñas de sus manos y sus pies y hasta con su cabello, si el niño de un año que la acompañaba no hubiera tenido exactamente el mismo color de ojos. Era evidente, pues, que procedían de alguna tierra extraña en que las leyes naturales no existían. El tercer extranjero no daba motivo a las conjeturas; era un criado de rostro negro y afable y amplia sonrisa.

La preocupación de Chilprat se debió en un principio a una costumbre de la mujer. Siempre que veía llegar barcos, echaba a andar de un lado al otro por la ribera, gritando con voz de súplica y desesperación: «¡Londres! ¡Londres!». No había forma alguna de explicar por qué se conducía de ese extraño modo, pues no había una sola palabra en el idioma que hablaban ella y su criado que tuviera significado para la gente de las islas.

Chilprat comentaba a menudo el asunto con Marukya, el brahmán Palshikar.

—¿Buscará a uno que se llama Londres? —se preguntaba—. ¿Es un elogio lo que grita a los buques, o será quizá una maldición? Son cosas que me obsesionan y que no puedo resolver.

—Es posible que haya en algún lugar de la tierra un país llamado Londres, y que busque un buque que vaya allí.

Aquélla era una nueva idea. Chilprat la revolvió en su mente con la misma lentitud con que pasó la hoja de tembul bajo la lengua.

—Puede ser —convino—. Tiene mucho oro y podría pagarse el viaje. Mi casa está llena y no puedo conservarlos en ella por mucho tiempo más.

La casa de Chilprat estaba rodeada por una empalizada de bambúes, y ante la entrada había un cráneo de tigre que indicaba la riqueza y alta posición social del amo en la comunidad. Maryam ocupaba un rincón de un cuarto, separado del resto de la habitación por un alto biombo, y tenía una ventana por la cual podía ver el templo en la rocosa colina de la Isla del Elefante. Allí dormía en un jergón que estaba lejos de ser cómodo. El único otro mueble que poseía era una cesta de caña en que el niño había pasado gran parte del tiempo durante los viajes de puerto en puerto. Tenía ya un año y estaba mostrándose muy activo; empezaba a caminar un poco sobre sus vacilantes piernecillas, generalmente en persecución de Chi Wangti. A aquel pequeño aristócrata le gustaba el niño y solía acostarse en la cesta con él, pero en general demostraba una cauta consideración por la indómita fuerza de aquellos deditos. La enroscada cola color canela del perro era el objeto de principal interés, y la criatura salía corriendo detrás de ella, balbuceando con alegre sonrisa la única palabra que había logrado pronunciar: «¡Chi, Chi!».

Aunque siempre frustrado en su persecución, la proseguía con inquebrantable celo.

Aparte de las desesperadas recorridas por la costa en busca de un buque que los llevara a Londres, Maryam se dedicaba por entero al niño. Lo bañaba dos veces por día, le preparaba sus comidas con el mayor cuidado y le cosía ropitas con las telas de alegres coloridos que hallaba en las tiendas de los nativos. Ese trabajo era interminable. Le parecía, apenas terminada una prenda, que los brazos del niño eran demasiado largos para sus mangas, y mucho le costaba hacer entrar las pequeñas y regordetas nalgas en los calzones. A pesar del terrible calor y el nerviosismo de la vida que llevaban, el chiquillo crecía con rapidez asombrosa.

—¡Qué lindo chico es mi Walter! —solía decirle a Mahmoud—. Se parece mucho a su padre. Mira, su cabello es dorado y ya empieza a rizarse. Será un hombre muy guapo.

Mahmoud, que dormía afuera y cuya obligación principal era conseguir el arroz y las verduras de que vivían los tres, estaba también muy dedicado al nuevo miembro de la familia. Lo llamaba «amo chico», y lo sacaba a dar largos paseos dos veces al día, una vez por la mañana, antes de que el calor se hiciera demasiado, y luego en las últimas horas de la tarde, cuando el sol estaba cercano al azulado horizonte. El niño deseaba aquellas excursiones al mundo y se sentaba alegremente en los hombros de Mahmoud, hundiendo una mano entre los pliegues del turbante para mayor seguridad y golpeando los talones contra el pecho del criado. Siempre sabía cuándo llegaba la hora de salir, y se quedaba perfectamente quieto, observando el extremo del biombo por el cual tenía que aparecer Mahmoud. Si, por cualquier motivo, el criado se demoraba, se le ensombrecía el rostro y miraba a su madre como diciendo: ¿Qué le ha pasado a ese chico? ¡Qué fastidioso es esto!

Cuando salían juntos, Mahmoud le hablaba continuamente, y al regreso le relataba a la madre sus conversaciones.

—Mahmoud le habló al amo chico de los elefantes. El amo chico comprende. ¡Oh, sí, comprende lo que dice Mahmoud!

—¿Cómo lo sabes, Mahmoud? ¿Qué dijo, Mahmoud?

—No dice mucho. Pero Mahmoud sabe. A los niños les gustan los elefantes.

Más a menudo, sin embargo, la conversación se refería a los buques. Bajaban a la playa, y si llegaba a estar fondeada alguna nave, el criado se ponía a charlar animadamente de las remendadas velas multicolores, de las cadenas del ancla y de los oscuros agujeros bajo la borda de los cuales salían extraños olores. Cuando volvían a la casa de Chilprat, le informaba a Maryam de que su hijo sería marinero cuando fuera grande.

—Está todo arreglado, señora Maryam —decía—. Al amo chico le gustan los buques. Cuando los ve, se le ponen los ojos redondos como botones. El amo chico y Mahmoud harán largos viajes juntos cuanto haya crecido como su padre.

Maryam protestaba enojada ante aquella idea. El viaje en que estaban empeñados era ya bastante interminable para que esperara y rezara porque su hijo no tuviera que seguir viajando mientras viviera.

La esperanza que le había conservado el valor durante aquella eterna navegación y por los periodos de ansiedad en tierra, cuando buscaba otro buque frecuentando los muelles y diciendo «Londres» siempre que encontraba a un marinero, estaba empezando a desaparecer. ¿Sabían los capitanes que aceptaban su oro en qué dirección se hallaba la distante ciudad de los ingleses? ¿O quizá estuviera penetrando cada vez más lejos en un extraño mundo caluroso alejado de su verdadero rumbo? No había forma de comprobarlo. Una alta e inexpresiva pared de silencio los rodeaba, y, al parecer, estaban más lejos de Londres que cuando emprendieron el viaje.

—Mahmoud —solía decir meneando la cabeza con desesperación—, ¿hallaremos alguna vez un buque que nos aleje de estas horribles islas? Y si lo logramos, ¿nos llevará adónde el amo Walter está esperando? Y, Mahmoud, ¿Walter estará esperándonos? ¿No crees seguro que lo hemos perdido para siempre? Quizá crea que estamos muertos.

Mahmoud hacía un gesto, confiado.

—El amo Walter está esperándonos. Quiere mucho a la señora Maryam. Y cuando vea al amo chico, ¡ah, qué contento se pondrá!

—Estoy empezando a temer que nunca más volveremos a verle.

Pero Mahmoud no abrigaba dudas a ese respecto.

—¡Claro que volveremos a verlo!

Y, golpeándose el pecho, añadía:

—Mahmoud sabe perfectamente que llegaremos allí muy pronto.