III

Walter llegó a Gurnie solo, pues su compañero se había quedado en Cencaster. La primera mirada que echó a su casa le reveló que se habían producido muchos cambios en su ausencia.

Había varios edificios nuevos de buen tamaño agrupados alrededor de la casa, y por todas partes parecía desarrollarse una gran actividad. De todas las chimeneas salía humo, y se oía el ruido de ruedas de molino al moler. A la orilla de la laguna Oswiu vió muchos caballos detrás de una cerca recién levantada.

«Mi abuelo parece haber prosperado», se dijo.

Nuevas pruebas de bienestar se presentaron a su vista cuando se acercó a la entrada. El montón de hierro viejo había desaparecido; no se podía ver una sola gallina suelta, y la empalizada exterior había sido rasqueteada y levantada otra vez. Un pendón con las hojas de roble de Gurnie colgaba sobre el puente levadizo, por no soplar brisa alguna, aunque su presencia era como una señal de victoria.

Fué otra vez Wilderkin quien lo recibió. El senescal había envejecido, como su voz.

—¡Señorito Walter! —exclamó, mientras el llavero le temblaba en las manos—. ¡Ha regresado usted por fin! ¡Lo dimos por muerto mucho tiempo ha! ¡Por St. Walburga, que éste será un día feliz para mi amo Alfgar!

—Mucho me alegro de haber regresado, viejo Will —contestó Walter, palmoteándolo en la espalda con tanta fuerza que el viejo se dobló como si le hubiesen apuñaleado en el vientre.

—¡Cuidado, señorito Walter! Soy viejo, y mis huesos están frágiles.

—Nos has de enterrar a todos. ¿Cómo está mi abuelo?

—Sufriendo, señorito Walter, pero muy cuidadoso de su salud, por cierto. Ha tenido úlceras, de modo que tiene que beber aceite de trigo en grandes cantidades. Tenemos que mandar a buscar a Londres granadas, y hervirle la comida en vino. Parece que eso hace algún bien, pero no puedo recordar a qué. Lo prueba todo, y apenas si habla de otra cosa. Ahora se queja de dolores en los brazos y dice que oye mal. ¿Qué otra cosa puede esperarse? Es muy viejo.

El interior de la casa acusaba señales más evidentes del rejuvenecimiento de Gurnie. Por una abertura en las cortinas, Walter vió en la sala principal un tapiz que cubría la mayor parte de la pared; se trataba de un hermoso panorama de caza. Bajo aquel tapiz había un cofre con tachas de bronce, con el roble de Gurnie en la tapa. Había nuevas sillas de altos respaldos y un enorme trinchante con las dos franjas que denotaban la nobleza de su propietario. A pesar de su miseria, al abuelo siempre le había gustado aparentar bien.

Lo más asombroso de todo fué el hecho de que la puerta del estudio del amo estuviera abierta de par en par. Aquel departamento, otrora misterioso, se había convertido en el centro de toda actividad, con la entrada y salida casi continua de criados. Dentro del cuarto estaba un hombre sentado ante una mesa cubierta de documentos, estiradas las piernas bajo ella. La larga nariz de ese desconocido veíase hundida entre los papeles que compulsaba pero Walter tuvo clara conciencia, al pasar, del escrutinio a que lo sometía un par de ojos.

—¿Qué es eso?

—Un contador —dijo Wilderkin, encogiéndose de hombros para demostrar la baja opinión que le merecía el ocupante de aquel cuarto—. Mi señor Alfgar no puede atenderlo todo ahora, y se trajo a ese individuo de Shrewsbury para que llevara las cuentas. Es astuto como una manada de zorros y mete su larga nariz en todo.

—Las cosas han cambiado en Gurnie, viejo Will. Se parece mucho a una casa de banca.

La expresión del senescal demostró una intensa satisfacción.

—Sí, señorito Walter. Estamos prosperando. Las siete vacas flacas han pasado. ¿Dice usted que esto se parece a una casa de banca? Pues es mejor que morirse de hambre en una orgullosa ociosidad. Mi señor Alfgar es un hombre de gran visión. Ahora está comprando caballos y vendiéndolos en Londres. Pero eso no es nada comparado con lo que hacemos con el salvado de avena.

Walter se sintió intrigado.

—¿Qué puede ganarse con el salvado de avena?

El anciano hizo un gesto de satisfacción.

—El salvado de avena es la base de un plato exquisito, tan alimenticio como el porridge, aunque mucho más sabroso. Lo vendemos a los mercaderes de las grandes ciudades. Hubo que echar abajo el pabellón de escaldar para construir un local donde elaborarlo.

—Vi muchos edificios nuevos al llegar.

—Es que ahora tenemos molino propio. Mi señor Alfgar habla de diversificar la producción. «Diversificar» es su palabra favorita.

—¿Dónde está ahora? Espero que pueda recibirme en seguida.

Wilderkin pareció vacilar.

—Ayer se metió en cama, pero no creo que esté muy enfermo. Desde entonces se preocupó más de los proyectos comerciales que cuando estaba levantado. Nos ha hecho trabajar continuamente, ¡se lo puedo asegurar! «¡Haced esto! ¡Vigilad estotro!». «¿Qué están haciendo esos perezosos bribones en el molino? ¿Creéis poder engañarme porque no os veo?». El trabajo aumenta cada vez que mi señor Alfgar se mete en cama.

—Dile que he regresado, Wilderkin.

El senescal regresó casi inmediatamente y anunció que el amo quería ver en seguida a Walter en su dormitorio. Sin embargo, se puso a relatar la conversación sostenida con él.

Se sentó en la cama cuando se lo dije, y le agradará a usted saber que le brotaron las lágrimas de los ojos. Nunca antes le ocurrió eso, salvo cuando tuve que decirle que la madre de usted había muerto durante la noche. «Mientes, canalla», me dijo. «Le juro que está aquí, señor», conteste yo. Me miro con dureza y dijo: «Mucho temía que mi querido muchacho hubiese muerto, Wilderkin». «Sí, amo», dije yo, «pero esta vivo y tostado como un pagano». «¡Por el bueno de St. Wulstan me alegro de saberlo!», exclamó él. «Tráeme en seguida a mi nieto».

El dormitorio era pequeño y carecía de muebles. En realidad, apenas si había espacio para la amplia cama en que el amo de Gurnie estaba sentado al entrar Walter. En su aspecto se advertían claramente las huellas dejadas por los años. Sin embargo, fija la mirada en el recién llegado, los ojos eran tan vivaces como siempre, y le sonreían en señal de bienvenida.

—¡Wilderkin, si está hecho un hombre! —exclamó—. ¡Cómo se ha desarrollado! Creo en verdad que me lleva toda una pulgada de estatura.

En realidad, la diferencia era de cinco pulgadas.

—Es una lástima que su madre no esté para verle. Se habría sentido orgullosa. Tan orgullosa como lo está su abuelo, Wilderkin.

A Walter se le había hecho un nudo en la garganta.

—Dile a mi señor Alfgar de mi parte, Wilderkin, que me siento feliz de estar en casa con él otra vez. Mi dicha sería completa si… si…

No logró mencionar para nada la muerte de su madre. Pugnó por contener sus lágrimas y aguardó.

—¡Wilderkin!, ¿qué haces? —exclamó el amo—. Pregúntale dónde ha estado, truhán. No puedo esperar a saberlo.

—Dile a mi abuelo —dijo Walter— que he estado en el Cathay.

Un silencio se posó en la habitación.

—Wilderkin —dijo el viejo finalmente— mi nieto no me mentiría. De eso estoy seguro. Y sin embargo… sin embargo… Ningún hombre ha estado en esa tierra lejana y ha vuelto para contarlo. Mi mente se rebela ante lo que he escuchado.

Walter se sentó y comenzó a relatar su aventura de cinco años. Se limitó a la historia de sus viajes y el papel que había desempeñado en la guerra, reservándose los episodios más románticos para relatarlos más tarde. El anciano escuchaba con abierto asombro que gradualmente se convertía en aceptación mientras los detalles corroboraban la historia y borraban las dudas de su mente. De vez en cuando hacía una pregunta, y durante todo el recital la mano con que se llevaba pedazos de granada a la boca, temblaba de emoción. Tal era su agitación que se negó a dar el acostumbrado aseo a su blanco bigote después de comer. El sonido de una cola que golpeaba el piso debajo de la cama era prueba de la presencia de Chetwind, y de que el antiguo sabueso había percibido la euforia en el estado de ánimo de su amo.

Cuando se mencionó el tema de los regalos de la Emperatriz, el anciano se sentó derecho por primera vez:

—¡No lo creo! —exclamó—. ¿Wilderkin, he oído bien? ¿Había esmeraldas y rubíes y perlas en el lote? Y por ventura, ¿de gran tamaño?

—Dile a mi abuelo, Wilderkin, que había muchas piedras preciosas y de gran tamaño. Todavía tengo varias de ellas. Hay un anillo de esmeraldas que entregaré a Su Gracia el Rey si me concede una audiencia para contar mi historia. También hay un rubí que deseo darle a mi abuelo con la esperanza de que lo coloque en la cadena de oro que lleva alrededor de su cuello. La mayoría de los regalos ya han sido vendidos a Haggai el comerciante judío de Londres.

Una mirada de aflicción apareció en los ojos del anciano cuando escuchó esa información, por lo que Walter se apresuró a explicar las circunstancias.

—Dile a mi abuelo, Wilderkin, que durante la transacción dispuse del asesoramiento de Joseph Maule. Regateó con astucia e hizo que el precio que me pagara fuera justo.

El anciano soltó un suspiro de satisfacción y se dejó caer sobre la almohada.

—¡Ah, eso es mejor! Joseph sabe cómo regatear y negociar. Por un momento tuve miedo, mucho miedo, de que mi nieto hubiese ido solo. ¡Allí habría cometido su gran error!

Hubo una tensa pausa. Al anciano le temblaban las manos más que antes.

—Debió ser una cantidad muy grande de dinero que cambió de manos, Wilderkin…

—Una suma muy crecida —dijo Walter, sacando una hoja de papel doblada y sellada, que entregó al senescal—. Da esto a tu amo, Will. Allí encontrará la suma especificada.

El amo de Gurnie abrió el papel y miró las cifras. Por un rato se quedó estudiándolas con el mayor cuidado.

—Es una suma redonda —declaró por fin—. Yo habría podido hacerlo mejor, pero no le guardo rencor a Joseph por las condiciones. Haggai es duro de pelar, y difícil de envolver en un negocio. Yo pude haberle ganado, pero en general concedo que el bueno de Joseph no ha permitido que robaran a mi nieto.

Después de un esfuerzo logró sentarse, y a Walter le pareció que se había sacado de los hombros el peso de los años. El anciano golpeó varias veces su pulgar con el dedo medio.

—Apruebo. Es un buen golpe. Sí, un buen golpe.

—Ahora me gustaría participar a mi abuelo los planes que he estado haciendo. ¿Tendrá fuerzas para seguir conversando, Wilderkin?

—¿Si tendré fuerzas para seguir conversando? Sí, Wilderkin, puedes tranquilizarlo a ese respecto. Mi cuerpo está haciéndose viejo, pero no mí espíritu. Espero, cuando me llegue la hora, ser encontrado muerto rodeado de mis libros.

—Ya me he referido al secreto de la fabricación del papel —dijo Walter—. Me propongo instalar un taller aquí, en Gurnie. Habrá gran demanda de papel por parte de abadías, mercaderes y funcionarios de la corona. Creo que todo cuanto podamos elaborar nos será arrancado de las manos en seguida y a buen precio. Espero que mi abuelo vislumbre las posibilidades y esté preparado a orientar la empresa.

El anciano dedicó algunos pensamientos a esa proposición tan revolucionaria. Luego movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Concedido, Wilderkin —dijo.

—Para eso se necesitará más tierra. Espero que mi abuelo emplee lo que se necesite del dinero para comprarles un poco de terreno a nuestros vecinos.

La contestación esa vez fué mucho más rápida.

—Concedido, Wilderkin.

—Se necesitarán muchos obreros. Podríamos contratar a hombres libres y construir casas adicionales en el terreno para que vivan allí. El costo será considerable, pero habrá bastante dinero para eso. También he pensado en tratar de aplastar la fibra de morera entre piedras de molino para evitar el procedimiento más lento del trabajo humano.

Después de mucho pensar, el anciano asintió por tercera vez.

—Concedido también, Wilderkin.

El amo de casa estudió la nota que tenía en la mano con particular cuidado, palpando su contextura entre los dedos y probando su resistencia.

—Es un verdadero milagro —murmuró, después de lo cual se lanzó en un largo monólogo sobre medios de hacer las cosas, durante el cual encontró dos veces oportunidad de sorprender a su nieto en unas equivocaciones y exclamó—: ¡Ajá! Aquí es dónde se equivoca.

Pasó una hora entera antes de que Walter se levantara para irse. El senescal acusó tendencia a quedarse y dijo en tono vacilante:

—Si mi señor Alfgar me lo permite, tengo una buena noticia que darle de mi sobrino, el joven Peter Wykes, cuya mujer ha tenido otro hijo.

—¿Qué? —exclamó el anciano—. ¿Y a eso llamas buena noticia? ¿No tiene ya tres hijos y hasta dos hijas? ¿Cómo piensa alimentar a toda esa lechigada? Wilderkin, temo que tu sobrino se pase demasiado tiempo en casa. ¿Acaso puede ser diligente en su trabajo si se muestra tan perseverante como marido?

—¡Señor! —protestó el senescal—. Peter es uno de sus mejores trabajadores. El día antes de que naciera su hijo, a pesar de la ansiedad natural en esos casos, vendió diez bolsas de salvado de avena a los mercaderes de Oxford. ¡Diez bolsas, señor! Nadie ha vendido tal cantidad en un solo día. He estado esperando que usted condescendiera en darle… una pequeña recompensa.

El amo de Gurnie observó a su criado con mirada fría y poco amistosa.

—¿Una recompensa? —repitió—. ¿Porque en un solo día cumplió con su deber razonablemente bien? ¿Estás loco? Dime, Wilderkin, ¿cuántas bolsas vendió al día siguiente de nacer su hijo?

Hubo una pausa.

—¿Cuántas, Wilderkin? Vamos, dímelo.

—Ninguna, señor.

El amo soltó una risa triunfal.

—Le daré una recompensa por el día bueno, pero mi concepto de la justicia me impulsa a multarle por el día en que celebró la llegada de su hijo llenándose la barriga de cerveza y sin hacer nada por mí. Lo uno compensa a lo otro, Wilderkin, y el asunto queda resuelto con toda justicia y satisfacción de todos.

Walter volvió a la derecha y bajó tres escalones que sus pies encontraron sin equivocarse en la oscuridad del vestíbulo. La puerta del cuarto de su madre estaba cerrada. Llamó a ella con los nudillos, y luego la abrió.

Wulfa estaba sentada bajo una de las ventanas con una enorme cantidad de seda azul en el regazo. Cosía con un cuidado tal que no levantó la vista en seguida. Al ver a Walter, se sobresaltó y dejó caer la aguja.

—¡Señorito Walter! —exclamó.

El muchacho entró en la habitación, con clara conciencia de que había en ella algo raro, aunque demasiado emocionado para ser capaz de determinar qué era. Tardó bastante tiempo en darse cuenta de que el cambio se debía a que la doncella había esparcido varias prendas de vestir de su madre por toda la habitación. De una pared colgaba la cadena que la madre de Walter llevara al cuello, al lado de su redecilla de oro y la cabezada de la jaca en que montaba. De las paredes colgaban también guantes, vestidos y cofias. Los Evangelios en cinco tomos, que tanto apreciara su madre, ocupaban la mesa entera con excepción de un florero lleno de rosas, su flor favorita.

El muchacho se sentó y miró a su alrededor, embargado por un profundo sentimiento de pesar por haber entrado en aquella habitación. El ver ese cuarto familiar sin que lo ocupara su madre era el recuerdo más desgarrador de su muerte. Los patéticos esfuerzos de la doncella por conservar cuanto podía de la bienamada presencia hacían que su ausencia fuera más difícil de soportar.

—Estoy seguro de que has sido buena con ella, Wulfa —dijo—. De modo que quiero agradecértelo.

—Hice cuanto pude, señorito.

La doncella había seguido de pie al lado de su silla, con el vestido azul en la mano. Walter le indicó que se sentara, y la mujer obedeció con evidente desgano, sentándose rígidamente en el borde de la silla.

—¿Es ése uno de los vestidos de mi madre, no? —preguntó él, después de un largo silencio—. ¿Qué haces con él?

—Encontré un desgarrón y lo estaba zurciendo, señorito Walter.

—¿Para qué? ¿Vas a regalarlo?

A Wulfa se le puso el rostro carmesí de agitación.

—¡No, no, señorito! Ninguna de las prendas que le pertenecieron se regalará, no. Pero no puedo soportar la idea de pensar que necesiten cuidados… porque ya no las use ella. Las cuido con tanta atención como siempre. ¿Me permite que siga trabajando?

—Sí, por supuesto.

Y por primera vez en todos los años que hacía que la conocía, la miró con interés. El rostro de la mujer parecía mucho más envejecido y duro, y su cabello, bajo una sencilla cofia de hilo, estaba ya grisáceo. Era aquél un rostro severo e intransigente, sin que nada en la superficie indicara la profundidad de sentimientos de que la mujer era capaz.

—¿Dejó mi madre algún mensaje para mi?

La doncella meneó la cabeza.

—Mi señora Hild murió en sueños —murmuró—. No sabía que su fin estaba tan cercano, de modo que no dejó mensaje alguno. Pero hablaba continuamente de usted, señorito Walter.

—Temo que mi ausencia haya apresurado su muerte —dijo él con profundo suspiro.

—No, señorito. No podía haber vivido más —replicó Wulfa, cuyo semblante no pareció dulcificarse, pero en cuya nariz apareció un matiz rojizo—. La noche antes de morir tuvo un sueño. Me habló de él al día siguiente, en un momento de lucidez. Estuvo lúcida todo el día, y debí darme cuenta de que era una premonición.

Sólo ante repetidas instancias de Walter pudo la doncella proseguir.

—Soñó que estaba subiendo a caballo una cuesta muy empinada. No había árboles, y el sol brillaba ante ella. Cabalgaba en dirección a él. Dijo: «Me sentía muy feliz porque allí estábamos los tres, y eso no me había ocurrido nunca antes en sueños. Cabalgábamos en fila. Primero, mi señor Rauf, después, yo, y detrás de mí venía mi hijo. Era maravilloso galopar en aquella brillantez en compañía de mis dos hombres altos».

La doncella miró la costura que tenía entre las manos y suspiró.

—No me asombró, señorito, que muriera tan apaciblemente a la noche siguiente.

Walter se levantó y miró durante largo rato por la ventana. Por casualidad, estaba ante aquélla de las ventanas frente a la cual siempre se sentara su madre, de modo que podía ver las negras torres de Bulaire recortadas contra el cielo del atardecer.

Sin volverse, dijo:

—Me ocuparé, Wulfa, de que siempre quedes a nuestro servicio. El cuidado de este cuarto será tu deber principal. Cuida siempre sus cosas como lo estás haciendo ahora.

Al salir de la habitación, oyó que su abuelo llamaba:

—¡Wilderkin! ¡Wilderkin!

Había tanta expresión de urgencia en aquellos gritos, que el muchacho se lanzó apresuradamente hacia la otra puerta, temiendo que algo le hubiera ocurrido al anciano. Luego, por fuerza de la costumbre, vaciló: siempre había quedado establecido que nunca entraría en el cuarto de su abuelo si no lo invitaban directamente.

La puerta estaba entreabierta, y Walter pudo ver que el amo de Gurnie se había levantado de la cama y estaba vistiéndose con prisa. El viejo oyó los pasos del muchacho y alzó la mirada.

—¡Entra, Walter! —exclamó.

Entonces se contuvo y dejó de vestirse. Una de las piernas de las bragas había quedado sin llenar, y la grisácea prenda arrastró por el suelo al dar el anciano un involuntario paso hacia adelante.

—¡Le he hablado! —exclamó con voz conmovida—. ¡Que Dios y St. Wulstan me perdonen! ¡He quebrantado mi juramento!

Walter se quedó donde estaba, sin atreverse a hablar. De pronto vió que un hombre se hallaba de pie en respetuosa actitud en un rincón del dormitorio. Las negras botas y desnudas piernas del individuo lo señalaban como siervo, y, al echarle una segunda mirada, Walter reconoció en la manga el blasón de Bulaire.

El amo de Gurnie no prosiguió con su tocado por largo rato, y cuando volvió a hablar fué al patán de Bulaire.

—Ve abajo, bribón. Calla y no hagas saber a nadie la misión que te trae aquí. Tampoco hables de lo que acabas de oír, pues si no me ocuparé de que nunca vuelvas a hablar.

El hombre salió con tanta prisa que rozó a Walter en el marco de la puerta. El muchacho tenía la mente llena de inquietas conjeturas, y no pensó siquiera en la equivocación de su abuelo. Sólo una tragedia podía causar la presencia en Gurnie de un siervo de Bulaire. ¿Le pasaría algo a Engaine?

El anciano seguía vistiéndose con temblorosas manos.

—Tengo que ver al obispo en seguida y explicarle mi caso —murmuraba—. ¿Qué me ha pasado? ¿Estoy perdiendo la razón? ¡He quebrantado mi juramento!

De pronto alzó la cabeza y llamó en voz alta:

—¡Wilderkin! ¡Wilderkin!

Cuando el senescal se presentó, su amo empezó a regañarle apasionadamente.

—¡Tú tienes la culpa, perezoso majadero! ¿Dónde has estado? ¿No oíste que te llamaba? ¡Me has traicionado y hecho cometer una acción de lo más ruin, y siento ganas de ahorcarte y dejar que tu carroña se pudra colgada de la empalizada para que los cuervos te la coman! ¿Qué estabas haciendo, bribón?

—Mi oído ya no es fino, mi amo —balbuceó el hombre.

El enojo del anciano pareció aplacarse, y meneó la cabeza.

—Es cierto, y estoy empeorando la enormidad de mi pecado regañándote por algo que he hecho yo. ¿Podré esperar perdón porque yo también soy viejo y no puedo ya dominar mi lengua? ¡Ah, Wilderkin, el oído de Aquél a quien hice mi juramento es muy bueno! No habrá dejado de oírme.

Los dedos con que estaba prendiéndose las agujetas le temblaban de la impresión que sentía. Volvió a enojarse.

—¡Vamos, canalla, ayúdame en estos inventos del infierno! ¿Has perdido también la vista, estúpido?

—¿Qué pasa, mi amo? —preguntó el senescal, demasiado asustado para moverse.

—No preguntes y haz lo que te digo.

Cuando la difícil tarea de vestir al anciano hubo terminado, el amo de Gurnie se dejó caer en un sillón. Miró a Walter y sonrió tristemente.

—Bueno, la falta ha sido cometida. ¿Qué he de hacer ahora?

Se quedó pensando un rato, meneando la cabeza continuamente.

—Tendré que hacer penitencia. El buen obispo se ocupará de eso.

Walter reunió valor bastante para decir:

—Wilderkin, quizá mi abuelo se digne decirme cuál es la noticia que le ha llegado de Bulaire.

—Sí, sí, tienes que saberlo en seguida, Walter —dijo el viejo.

Hubo otro tenso silencio, después del cual el anciano alzó los brazos, desesperado.

—¡He vuelto a hacerlo! ¡Dos veces he faltado a mi solemne voto! ¡Dios mío, tengo tan poco cuidado con mi palabra de caballero que soy indigno de ofrecer ayuda a una dama desamparada!

—¿Una dama desamparada? —exclamó Walter sin poder pensar en otra cosa—. Dígame, abuelo, ¿necesita Engaine de nuestra ayuda?

—Mi falta no puede redimirse ya —dijo el amo de Gurnie, mirando ya directamente a Walter—. El patán se adelantó a la condesa de Lessford para anunciar su llegada. Abandona a Bulaire. ¡Trae consigo a su hijito y nos pide que le concedamos asilo aquí!