Maryam se echó un lío de ropas al hombro. La casa estaba a oscuras, y la muchacha buscó el brazo de Walter murmurando:
—El largo viaje empieza, amor mío.
El muchacho llevaba dos grandes bolsas. En una de ellas había metido los regalos de la Emperatriz y en el otro cuanto había logrado aprender en sus estudios sobre el país, el compás, El Ojo Que Ve Lejos, muestras de papel, algunos escritos chinos y sus voluminosas notas. Mahmoud iba detrás de ellos, cargado también de bultos.
—Me siento muy triste —murmuró Maryam—. ¡Hemos sido tan felices aquí! ¿Crees que volveremos a encontrar otro lugar igual?
—Gurnie te parecerá un establo comparado con los palacios de China —contestó él—, pero habrá compensaciones. Espera a ver la verde tierra en que nació tu padre y lo maravillosos que son los bosques ingleses. Siempre hace fresco allí; es divino. La sangre inglesa que llevas en las venas te hervirá al ver todo aquello.
Andaban por la oscuridad con el mayor cuidado. Al cerrarse detrás de ellos la verja de bronce, Maryam dijo:
—Estoy segura de que el horrible dragón está riéndose de mí. Sabe que me voy y que nunca he de volver.
Luego se volvió y murmuró:
—¡Adiós, Morada de la Felicidad Eterna!
Walter preguntó, cauteloso:
—¿Cosiste en el forro de tu chaqueta las piedras que te di?
—Sí, he hecho cuanto me dijiste.
Tristram estaba aguardándolos. Por el tono de su voz al saludarlos se vió que estaba contento de irse.
—Y ahora, ¡a Inglaterra! —dijo—. ¡Qué bien me suenan estas palabras al oído!
Walter se detuvo, intranquilo, cuando llegaron a la verja trasera, que daba a una calle del mercado. Hasta entonces no había oído un solo ruido. ¿Significaba eso que el plan que Chang Wu y él habían proyectado se realizaba con buen éxito? Y el corazón le latió con alivio cuando oyó al enviado murmurar en la oscuridad:
—La guardia ha sido alejada, joven hermano. Venga, la verja está abierta.
A escasa distancia, en la calle, había unas literas cerradas, a cuyo lado aguardaban discretos portadores. Subieron en seguida a ellas.
La calle no estaba tan desierta como lo habían esperado. Al espiar por las cortinas, Walter vió a unas siluetas que se apoyaban en las paredes y se ocultaban en los portales. Unos veinte individuos estaban durmiendo en el portal de una casa, amontonados como si quisieran compartir su miseria. Walter comprendió que se trataba de refugiados, de los cuales la ciudad debía estar repleta, ante la proximidad de los ejércitos invasores.
Cuando llegaron cerca del río, las calles estaban llenas de bulliciosas multitudes, y una amenaza de lucha flotaba en el ambiente. Hicieron alto. Chang Wu sacó la cabeza por entre las cortinas de la litera que Walter compartía con su esposa.
—Se produjeron tumultos —dijo—. A lo largo de la costa del río hay depósitos de arroz, y la gente ha estado luchando por asaltarlos. Nos veremos un poco retrasados.
Luego fueron llevados a la tienda de curiosidades, de propiedad del anciano, quien se separó de ellos para ir a investigar cuál era la situación en los muelles. La tienda era pequeña y estaba iluminada por una antorcha en la pared del fondo. Maryam miró a su alrededor y se estremeció. Horribles máscaras los miraban, colgadas de las paredes. Un ídolo enormemente gordo miraba con belicosa expresión desde un rincón oscuro. Una serpiente de jade, que parecía viva a la titilante luz, se enroscaba en la parte superior de un biombo. El ambiente estaba cargado de olor a incienso.
«Kherdar dijo la verdad —pensó la muchacha, desalentada—. Esta noche nos pasarán muchas cosas malas».
Walter estaba pensando en el peligro que para el plan presentaba ese retraso. El Gran Taladro, enorme ola de marea que barría el angosto lecho del río Ch’ien-tang iba a llegar muy pronto. Era imprescindible que llegaran a bordo de su nave en la orilla opuesta, antes de que la marea se produjera. ¿Llegarían a tiempo?
Pasó una hora entera antes de que Chang Wu regresara.
—Les presento mis más humildes disculpas por la larga espera —dijo—. Hubo dificultades, pero por fin han sido resueltas. ¿Quieren tener la bondad de seguirme?
Echaron a andar, seguidos por su vigilante escolta. Walter miró al alto individuo que caminaba a su lado, y pensó: «Si resulta que no podemos llegar a la nave, nos degollarán sin vacilar». Abrazó a Maryam, y la estrechó contra sí. Sin embargo, el peligro que los amenazaba no se reducía al Partido de la Paz. Pronto aparecieron revoltosos alrededor del grupo, gritando amenazadoramente. Un ruido de lucha les llegó desde la orilla del río. Sin duda que sería muy difícil la huida.
Cuando llegaron a los muelles, un centinela los detuvo con la punta de su pica, de la cual colgaba una linterna. Chang Wu le murmuró unas palabras al oído y la pica se alzó, mientras la linterna se balanceaba por el movimiento. Siguieron adelante, y Walter suspiró de alivio al ver unas velas triangulares que asomaban contra el cielo, ante ellos.
—El buen St. Aidan, al cual he estado rezando toda la noche, nos ha escuchado —dijo Walter con fervor.
Se detuvo, creyendo oír a la distancia un rumor como de tamboriles, detrás de una colina. ¿Empezaba a subir la marea?
Chang Wu también lo oyó.
—Tienen ustedes que embarcar en seguida —dijo—. La oleada de marea alcanza a veces a ocho varas de altura y ningún bote podría resistirle. Pero aún hay tiempo de alcanzar a su nave en la orilla opuesta.
Walter sintió que lo cogían de ambos brazos y oyó unas ásperas voces que le ordenaban que siguiera adelante. Vió que a Tristram también lo empujaban en dirección a los botes que esperaban. De la oscuridad brotó el rostro de Chang Wu, por un momento, para decir:
—Adiós, hermano menor. Usted y su amigo deben partir en el primer bote. No nos atrevemos a tardar más, por temor a que pase la oleada. Los demás seguirán después.
Walter trató de desasirse, pero sus guardianes lo tenían con tanta firmeza que su esfuerzo resultó inútil. Miró hacia atrás por sobre el hombro, desesperado, mas no pudo ver a su esposa. Se sintió arrastrado por los escalones del muelle hacia el bote que esperaba, amarrado. Lo empujaron sin ceremonias a bordo, donde se encontró con Tristram. Dos guardias se embarcaron detrás de ellos y cortaron el cabo de amarre con los sables. El bote se alejó de la orilla.
No era difícil vislumbrar el propósito de aquel paso. Si llegaban sanos y salvos a la otra orilla, todo salía bien, pero si por otra parte no lo lograban, la tremenda oleada de marea haría lo que el Partido de la Paz sabía era necesario; la desaparición para siempre de las dos aves de plumaje dorado. No era esencial que Maryam partiera en seguida, de modo que podía ser trasportada después en un segundo bote en cuanto la oleada hubiese pasado. Walter se preguntó si el retraso había sido deliberado y si los dirigentes del Partido de la Paz lo habían aprovechado con ese propósito. Lo que más les habría convenido hubiera sido que Tristram y él fueran devorados por las aguas y no pudieran regresar jamás.
El Gran Taladro, la enorme ola de marea, era un extraño espectáculo a la luz del día, y las multitudes se reunían a lo largo de las costas del río para presenciar su majestuoso paso aguas arriba, mientras que diestros nadadores, de birretes brillantemente emplumados, cabalgaban sobre la blanca cresta de la ola. De noche era otra cosa. Se oía un fuerte rumor a la distancia, como si todos los Hua-P’ao de China hubiesen entrado en acción a la vez. Todo estaba demasiado oscuro para que se pudiese ver nada, pero los boteros, que habían aprontado sus remos, estaban maniobrándolos desesperadamente. Tristram se inclinó para gritarle al oído a Walter:
—No creo que el río sea muy ancho aquí, pero la travesía será difícil.
Llegaron sin un segundo de adelanto. El casco del buque en que iban a salir de la bahía de Kinsai asomó de pronto por sobre sus cabezas, y una escala de cuerdas se balanceó a su alcance. Mientras trepaban, pudieron advertir cómo la nave se levantaba convulsivamente, mientras la enorme ola llegaba a su altura. Walter miró por sobre el hombro y vió que toda la superficie del río estaba blanca. Al rato, el agua lo cubrió, y necesitó de todas sus fuerzas para conservar su asidero en los movedizos escalones. Se aferró desesperadamente por un tiempo que le pareció una eternidad, temiendo ser arrastrado. Luego la escala se estabilizó, y el muchacho comprendió que el primer impacto de la ola había pasado.
Al llegar a cubierta estaban empapados. Tristram temblaba, y dijo con expresión de intenso alivio:
—Bueno, hemos llegado. Ahora podemos esperar a que se aplaque la marea y pueda cruzar el otro bote.
La cubierta de la nave estaba iluminada por antorchas, y tan concurrida que tuvieron que quedarse cerca de la borda. Los gritos de los demás pasajeros, asustados por el fuerte golpe de la ola, les hizo imposible conversar. Cuando el ruido cesó, Walter dijo a su compañero:
—Supongo que todos los buques que salen de la ciudad ahora, estarán llenos como éste de gente que huye para salvar la vida.
El movimiento del buque se hizo cada vez menor a medida que empezó a bajar la marea. Los dos ingleses, conscientes de que sus guardianes seguían a su lado, se inclinaron por sobre la borda y trataron de ver por entre la oscuridad que los separaba de la gran ciudad al otro lado del río.
—Nuestro bote no habría podido resistir en esa marejada —dijo Tristram—. ¿Crees que los boteros pudieron subir a bordo?
—A los que nos mandaron aquí les habría convenido que se hubiesen ahogado —contestó Walter—. Cuantos menos sean los testigos que queden de lo de esta noche, tanto mejor será para ellos.
Tristram asintió tristemente.
—Lo mismo he estado pensando yo. Bueno, pues, si contaban con ahogarnos a nosotros también, se han equivocado. No estaba dispuesto que muriésemos en este inmundo río.
Y un rato más tarde, preguntó, ansioso:
—¿Crees que tardarán mucho en mandar al otro bote?
—No pienso en otra cosa —contestó Walter—. Chang Wu aún se muestra amigo nuestro, y estoy seguro de que hará cuanto pueda. Pero quizás haya tumulto allí. La gente estaba de humor belicoso. La ciudad está llena de hombres con el estómago vacío, es posible que hayan tratado de asaltar los depósitos de arroz.
Después de una larga pausa, Tristram preguntó:
—¿Crees que el barco aguardará?
—¡Claro que sí! —exclamó Walter, aunque no sentía esa seguridad que trataba de poner en su voz—. Hasta el último detalle ha sido proyectado con la mayor minuciosidad. El capitán tiene orden de aguardar.
—¿Hacia dónde vamos?
—Hacia la desembocadura del Yang-Tse. Desde allí podemos alcanzar al ejército de Bayan por tierra.
—¿Para volver con él a Kinsai? —insistió Tristram, dudando—. Esperan no volver a vernos nunca más, Wat. Aun cuando los mongoles estén dominando la ciudad nos harían preguntas si regresáramos. Esa gente no quiere que se sepa que han facilitado nuestra fuga. Tengo temor, Wat de que este buque tome rumbo al sur y no hacia la desembocadura del Yang-Tse.
Después de un rato de reflexión, Walter se mostró de la misma opinión que su compañero.
—Estoy preparado a creer en cualquier cosa —dijo—. Si han hecho como tú lo sospechas, llegaremos antes a la patria. Y así quizá, no debiéramos impedir que salvaran el pellejo. Pero cada vez me siento más preocupado por Maryam. ¿Oyes algún tránsito por el río?
—No creo que ningún bote se haya arriesgado a salir.
Pasó una hora. La oscuridad era aún tan densa que los ingleses no lograban ver a unas varas de distancia.
—El río está bajando —dijo Walter—. Ahora si se podría cruzarlo con toda seguridad.
Mientras hablaban, hubo una repentina conmoción en la cubierta superior; un ruido de pasos y de órdenes. El barco estaba navegando. Los ingleses oyeron el zapateo de las velas que estaban izando.
—¡Estamos navegando! —exclamó Walter—. ¡No esperan!
Se desasió del guarda que lo contenía y se lanzó como loco entre la multitud que tenía tras de sí. Quería llegar al capitán y hacer que se postergara la zarpada. Sabía perfectamente bien que una separación en ese momento significaría no volver a ver jamás a Maryam en su vida. Dentro de pocas semanas los mongoles estarían ante las puertas de Kinsai y aun cuando Tristram y él lograran desembarcar y volver a la ciudad, las posibilidades de dar con la muchacha eran insignificantes.
Tristram lo siguió. Los dos guardias estaban por seguirlo también, pero se detuvieron, sonriéndose, y se sentaron cómodamente en cubierta. La nave se movía de modo tal que notaban que estaba bien río adentro; los confiados a su custodia no podían ir muy lejos.
Las primeras luces del amanecer alumbraban la ciudad cuando los dos ingleses abandonaron su propósito. Habían estado recorriendo el barco, abriéndose paso por entre la apretada multitud que lo llenaba. Dos veces penetraron en el alto castillo de popa, donde debía hallarse el capitán en su puesto, y dos veces habían sido expulsados de allí sin poder verle siquiera. Hasta se habían trepado a los palos en que las remendadas velas de color naranja zapateaban, azotadas por la brisa. Nadie les hizo caso. Nadie había comprendido una palabra de sus clamorosas exigencias. El buque seguía navegando por las embravecidas aguas, alejándolos cada vez más del muelle adonde iría a parar el segundo bote. Walter tuvo la intención de saltar al agua y tratar de volver a nado, pero abandonó la idea al comprender que no podría aguantar mucho en aguas tan agitadas.
Se sentaron en cubierta, en desesperado silencio. Por todas partes a su alrededor había refugiados con sus pertenencias, líos y bolsas, molinetes de plegarias y esteras, platos, mantas, colchones y hasta gallos de riña envueltos en tela. Había mujeres llorosas y niños inquietos que clamaban por el arroz que estaba cocinándose en una olla de hierro. Un ídolo de bronce de tamaño natural colgaba de uno de los mástiles y se balanceaba con el movimiento del buque, con una expresión de malicia en los ojos y en la amplia sonrisa.
Tristram miró al agua.
—Estamos costeando la bahía —dijo—. La costa sur, creo. Es lo que sospechaba. El barco toma rumbo al sur.
Volvió a hacerse un silencio.
—Maryam está viva —dijo Walter con voz inexpresiva—. Tenemos al menos ese consuelo. Pero estamos tan lejos de ella como si estuviese muerta. Doy por seguro que no tienen intención de dejarnos salir de este buque; aun cuando escapáramos, ¿adónde ir y qué hacer? ¿Podríamos llegar a Kinsai sin conocer el chino?
Y su voz alcanzó una nota de profunda desesperación.
—¡Ahora ya no tengo esperanza alguna de encontrarla! Es como si estuviera en un mundo extraño y lejano…
El sol se levantó en el cielo antes de que volvieran a hablar. De pronto; Walter advirtió que su compañero tenía una de las bolsas a su lado, y se levantó de un salto.
—Tú, al menos, salvaste algo del naufragio —dijo—. Parece que yo perdí la bolsa que llevaba. Espero que ésta sea la que contiene mi material de información sobre China. Al menos tendremos la oportunidad de haber hecho algún bien con nuestra loca aventura.
Tristram abrió la bolsa. Contenía los regalos de la emperatriz.
Walter se quedó mirándolo por un rato, después de lo cual se levantó y se dirigió a la borda. Con ojos que no veían, miró la barrosa costa. Al rato soltó una breve y ruda risa.
—¡Qué irónica jugada nos ha hecho la suerte! —dijo amargamente—. Vine a China para hacer fortuna. No tenía propósito verdadero aparte de reunir el oro que esperaba encontrar y llevármelo conmigo. Pero después de que estas cosas no ganadas me hubieron caído en las manos, descubrí que eran lo que menos me importaba de todo. ¡Y esto precisamente es lo que hemos salvado! ¡Todo el oro ni las piedras preciosas del mundo no pueden devolverme a Maryam!
Y se volvió, violento.
—¡Por mí, Tris, puedes tirarlo todo al río!