Chang Wu hizo una visita a la Morada de la Felicidad Eterna una tarde, con expresión de intensa ansiedad.
—Ch’aing-cha ha caído —anunció—. Bayan construye grandes torres alrededor de las murallas para que sus ballestas y los Hua-P’ao puedan tener buen blanco. Las murallas se derrumbaron, y nuestra valiente guarnición no pudo defender la ciudad por más tiempo.
Y movió tristemente la cabeza.
—Bayan se lanzó hacia la más extensa de las brechas, extendió el sable y dió un gran grito. Sus soldados se precipitaron por ella y mataron a todos los hombres, mujeres y niños que había en la plaza. ¿Alguna vez ha contemplado usted con sus propios ojos lo que ocurre cuando una ciudad queda librada a la espada? Ningún otro espectáculo del mundo lo iguala en horror.
—Esto significa que el camino a Kinsai está despejado —observó Walter con lentitud.
—Los ejércitos mongoles se han puesto ya en marcha. Están extendiéndose como langostas en la parte baja del país, y nuestro ejército se ha dispersado ante ellos. Nada puede contenerlos.
Y el enviado hizo una pausa para reflexionar.
—La Emperatriz y los ministros imperiales se niegan a ver la verdad. Son como niños que juegan con cometas para detener la tormenta.
—¿Qué hacer? Es la última oportunidad de ustedes para hacer la paz y salvar la ciudad del fin de Ch’aing-cha.
Chang Wu asintió, sombrío.
—Ha llegado el momento de que desaparezcan las aves de plumaje dorado —declaró—. Si ven desaparecer la vana esperanza que tienen en ustedes quizá recobren la sensatez. Pero si persisten en su locura, honorable estudiante, actuarán las fuerzas de la paz. Los hombres de la ciudad verán que el poder de orientar el destino del país sea arrebatado al Gran Palacio Interior.
Después de una larga pausa, Walter preguntó:
—¿Qué puede hacerse para sacarnos de aquí?
Chang Wu contestó gravemente:
—Se están haciendo proyectos, hermano menor, y oportunamente lo ilustraré.
Cuando se hubo ido, Walter se fué a buscar a Maryam, temeroso de la necesidad de ponerla al corriente del nuevo peligro que los acechaba. En un primer momento no pudo encontrarla. Buscó por toda la casa y luego dió una vuelta por el jardín, hasta verla subida a un muro de cuatro varas de alto. Estaba mirando a la Avenida de la Primavera Eterna, que se extendía al otro lado, con el interés más vivo, pero se volvió en cuanto oyó los pasos de su marido.
—¿Cómo lograste subir allí? —preguntó él.
Ella lo miró, sonriente.
—Salté desde ese árbol bajo el cual estás.
Walter midió la distancia del árbol a la pared, con preocupado ceño.
—Nunca deberás volver a hacer cosa tan peligrosa, Taffy. Y ahora, ¿cómo te propones bajar?
—Pues, me ayudarás tú, por supuesto.
—Pero ¿y si resolviera dejarte allí arriba por un tiempo para castigarte?
La chica empezó a golpear los tacones contra la pared, sonriendo.
—Nunca me di cuenta cabal de lo alto que eres —dijo—. Esta luz hace que tu cabello sea más dorado que nunca. Eres realmente un hombre hermoso, Walter mío. Siento mucho que esta distancia nos separe.
—El único remedio para acortarla es que bajes.
—Acércate más —le pidió ella—. Extiende los brazos.
—¡Ten cuidado! —exclamó él.
Antes de que el muchacho se diera cuenta de lo que Maryam iba a hacer, la chica había saltado de la pared y caído en sus brazos. Al no estar apercibido, no pudo conservar el equilibrio y ambos cayeron juntos al suelo. Afortunadamente, la hierba era alta, y amortiguó mucho el golpe. Rodaron dos veces el uno sobre el otro, antes de quedar inmóviles. Y entonces ambos echaron a reír.
—¡Qué pilluela traviesa eres! —exclamó él.
—¡Y qué gruñón solemne eres tú! —replicó Maryam—. Nunca aprendiste a jugar. Todo tengo que enseñártelo yo.
Walter olvidó la difícil situación en que se hallaban. Estaban recostados en una mullida alfombra de hierba; Maryam tenía apoyada la cabeza en el hombro de su marido, y con un brazo le rodeaba el cuello. Los arbustos que se levantaban a su alrededor parecieron tan altos que la pareja no pudo ver sino verdor y un poco de cielo muy en lo alto. Nunca antes, ni siquiera en su diván, se habían sentido tan aislados del resto del mundo. No se oía un solo ruido, salvo un canto de pájaro, muy a lo lejos. Sus miradas se encontraron. Al estrecharla Walter contra sí, ella pareció desvanecerse en sus brazos.
—¡Walter! —murmuró jadeante.
—¿Hubo algún lugar mejor para amarse?
—No —contestó ella, apoyándole la cabeza en el hombro—. No; ni siquiera el sol puede vernos.
Mientras volvían paseando hacia la casa, algún tiempo después, Walter le contó la caída de la fortaleza que cerraba el camino a Kinsai.
Ese Bayan que siempre estás elogiando —dijo Maryam estremeciéndose—, debe ser tan cruel como los demás jefes mongoles.
Walter movió la cabeza, mostrando su disensión.
—Estoy seguro de que actuó bajo presión. Muchas veces lo han criticado por su magnanimidad. Antes de que me separara de ellos, se habían recibido órdenes de Kublai Khan en el sentido de que se impusieran castigos ejemplares en las ciudades chinas que se resistieran. Quizás haya elegido a Ch’aing-cha para poder evitárselo a Kinsai. Ahora dentro de muy poco podrá tomar esta ciudad también.
—A la corte se le ha ordenado que vista de blanco —añadió Walter al rato—. Están colgando cortinas blancas por todas partes en palacio.
—¿Por qué?
—El blanco es el color fúnebre de los Sung. Eso significa que están empezando a darse cuenta del peligro. Pero los ministros no quieren ceder. Maryam, ahora tenemos que estar preparados para cualquier cosa.
—Los guardias todavía están cerca de los muros —mumuró ella, asustada—. Pude ver a uno de ellos mientras estaba sentada en la pared. Quizá lo haya imaginado pero su actitud me pareció menos amistosa.
—Ahora ya no tendremos amigos. Quizá ni siquiera a Chang Wu.
Un poco después, en un esfuerzo por distraerla de sus pensamientos, Walter le preguntó qué había estado mirando con tanta insistencia mientras estaba sentada en la pared.
—Vi al Emperador. Estaba sentado en un curioso cochecillo de dos ruedas, protegido por una sombrilla roja. Del cochecillo salían unas cuerdas y dos filas de muchachas tiraban de él. Debían ser unas cincuenta. Y estaban casi desnudas.
—Parece que Kung Tsung no pierde tiempo en seguir las huellas de sus antepasados.
Parecía ser un chico muy tonto y de mal carácter —dijo Maryam—. Tenía un largo látigo que se les enroscaba a las muchachas en las piernas. Debía dolerles, porque algunas de ellas estaban llorando. El Emperador no hacía más que reírse. Estoy segura de que será un gobernante muy cruel cuando crezca.
—No creo que lo dejen llegar a grande. Pero si llega, no le quedará parte alguna de China que gobernar. Bayan invadirá el país en otro año.
Aquella noche no saborearon el plato de cerdo agridulce. Después de un frustrado esfuerzo por mostrarse despreocupada, Maryam dejó de lado los palillos.
—No tengo hambre —dijo, poniendo en el suelo un pequeño plato con carne—. Esto le aprovechará a mi pequeño Chi. Le gusta mucho la comida dulce.
Cuando el perrillo se hubo lanzado, hambriento, a comer, la pareja se dirigió a una ventana desde la cual podían ver los últimos rayos del sol que trazaban un dibujo en el grisáceo cielo.
—Walter —preguntó ella en un susurro—, ¿te echarán la culpa porque las cosas anden mal?
—Es imposible prever qué extrañas ideas les pasarán por la cabeza. De una cosa podemos estar seguros; ya no estaremos en buenas relaciones con nadie.
Maryam levantó resueltamente la cabeza.
—No tengo miedo —declaró—. Después de todo cuanto nos ha ocurrido, ya no necesitamos preocuparnos ahora.
Chang Wu regresó al anochecer. Maryam había estado tocando una quejumbrosa canción en un instrumento musical que fuera uno de los regalos diarios de la Emperatriz, y se levantó inmediatamente para retirarse. El rostro del enviado estaba tan arrugado por las preocupaciones, que ostentaba un notable parecido con Chi Wangti, pero, al ver a Maryam, sonrió amablemente.
—Sus deseos serán cumplidos, magnánima señora —dijo, con profunda reverencia—. A Lu Chung le será perdonada la vida.
—¡Me alegro mucho!
—Es más de lo que merece —dijo Walter.
Maryam protestó al oírlo.
—Estás olvidando que me hizo un gran favor.
—Por precio.
—A pesar de todo, fué un gran favor. Estás olvidando, también, Walter mío, que uniste tu súplica a la mía para que lo trataran con lenidad.
—Sólo porque lloraste, querida —replicó Walter y volviéndose hacia el enviado—: ¿Qué van a hacerle?
—Lu Chung no escapará al castigo. Será encarcelado, y, como es natural, le aplicarán una gran multa. No quedarán muchas plumas en el nido de Lu Chung.
Los dos hombres se sentaron a conversar, y Maryam se dirigió al otro extremo de la estancia, donde se sentó en un almohadón. El instrumento que tocaba cayó al suelo, a su lado. Chi, el perrillo, saltó del diván en que estuviera durmiendo, y corrió hacia ella.
—Esta noche vendremos a buscarles —dijo el enviado en un murmullo—. En la corte se ha decretado un día de meditación, a partir de la caída del sol, de modo que habrá poca gente en los alrededores. No será difícil dominar a los guardianes. Espero que escuchen razones y estén prontos a colaborar si eso no puede lograrse; tenemos que realizar la fuga sin que se dé la alarma en el palacio.
Walter había estado vigilándolo continuamente, percibiendo un cambio en la actitud del chino. Le parecía que Chang Wu no quería mirarlo a los ojos.
—¿Y si llega a darse la alarma en el palacio antes de que hayamos podido huir? ¿Qué pasará entonces?
Chang Wu se revolvió, molesto, en su asiento.
—En el partido de la paz —dijo al rato—, reina un estado de ánimo resuelto. Todo está en juego; sus vidas y sus bienes. Nada los detendrá ahora.
—Lo cual significa que si no logramos huir se adoptarán otras medidas.
El enviado asintió.
—En ningún caso podrán ustedes quedar con vida en el palacio —dijo—. Mucho siento decirle eso a mi hermano menor. Pero tal es la decisión a que se ha llegado.
—¿No teme usted al decirme esto que yo me dirija a los ministros del Emperador y me ampare bajo su protección? —preguntó Walter.
Hubo un rato de silencio.
—Sería inútil, hermano menor. El favorito de hoy es el proscripto de mañana. Si el mongol derriba nuestras puertas, los ministros buscarán un justificativo de su fracaso y entonces las aves de dorado plumaje habrán de pasarlo mal. Pero siento en lo más profundo de mi corazón que el valiente joven señor de Occidente no abandonara la causa que lo ha traído aquí. Aun cuando corra mucho riesgo por ella.
Después de otra larga pausa, Walter dijo:
—Sabía lo que iba usted a decirme en cuanto entró. Esté usted tranquilo, ilustre Chang Wu; no buscaré la protección de la corte. He estado pensando mucho en la posibilidad, de una huida, y no veo el motivo por el cual no pueda lograrse.
—Los criados no han de sospechar —advirtió el anciano—. Bueno sería que compartiéramos un poco de vino mientras conversamos.
Maryam había estado contemplándolos con nerviosa y observadora mirada. Cuando empezaron a beber shaochin, el cálido vino de mijo, llegó a la conclusión de que el motivo que trajera a Chang Wu no era tan serio como lo temiera en un principio. Se puso a desear que el viejo se fuera, para poder enterarse de lo que Walter tuviera que decirle. Pero Chang Wu no parecía con ganas de irse. Se había sentado, cruzado de piernas, en el suelo, y tomaba taza tras taza de vino, a la vez que hablaba continuamente en voz baja.
Por último, a Maryam le dió sueño. Contuvo un bostezo con dificultad y se levantó a caminar por el cuarto. A Chang Wu parecía no llegarle las indirectas. La muchacha abandonó sus esfuerzos y volvió a su almohadón donde quedó adormilada. No lo oyó cuando se fué.
Al llamarla Walter, se levantó, fué hacia él y se le sentó en las rodillas, apoyándole la cabeza en el hombro.
—Creí que el honorable latoso nunca se iría —murmuró.
Walter no empezó a cumplir, como ella esperaba, con el acostumbrado ritual de la noche. Por el contrario, la miró seriamente y dijo:
—Tenemos que salir de aquí esta noche, Taffy.
La muchacha se sobresaltó, despejada de pronto.
—¿Qué ocurre? ¿Estás… estamos en peligro, Walter?
El muchacho asintió.
—Sí, puede que nos espere algún peligro. Pero me alegro de que hayamos llegado a este punto. No podríamos seguir quedándonos aquí, mientras todos nuestros proyectos se frustran. Pero no tienes por qué preocuparte. Lo hemos proyectado lo más cuidadosamente posible, y estoy seguro de que lograremos escapar sin inconvenientes. Nada podemos hacer antes de que los criados se hayan ido a dormir. Entonces será cuando tendremos que preparar todo cuanto podamos llevarnos. Debe ser lo menos posible, sólo lo necesario. Ahora tengo que ir aponer en guardia a Tris. No dejes que te asalten temores, querida, mientras yo no esté, y, claro está, no hagas nada que pueda despertar las sospechas de los criados.
Maryam se levantó.
—Por supuesto, Walter, que seré de lo más cuidadosa. Y trataré de no tener miedo.
La valerosa actitud que la muchacha conservara mientras su marido estaba presente, desapareció con él. Pálida y cariacontecida, Maryam se puso a andar por la casa. Tenía muchas cosas que hacer antes de que él regresara. Primero, recorrió las jaulas de sus diversos pájaros para despedirse de ellos murmurando:
—Adiós, Leandro mío; adiós, Ganimedes. Adiós, preciosa Eco y Narciso, vuestra felicidad será eterna, no me cabe la menor duda.
Y se detuvo en la jaula de Héctor:
—¡Cómo te echaré de menos, voz de Zeus del Olimpo!
El perro la había seguido ansiosamente. Maryam lo levantó en brazos y murmuró:
—A ti, al menos, he de llevarte conmigo, pequeño Chi. Pero tienes que portarte bien y no hacer ruido.
Luego, como de costumbre, pidió consejo a Kherdar. Cogió los dados en la mano, los sacudió suavemente y repitió la fórmula antes de dejarlos caer, entre los dedos, al suelo. Durante largo rato estudió los mensajes de los dados y frunció el ceño.
—Los arrojé con mucha prisa. Esta vez tendré que ser más cuidadosa.
Volvió a sacudirlos diciendo:
—Kherdar, ¡la verdad! Que los dados caigan de modo que pueda leer el futuro.
Hubo otra pausa mientras leía los resultados. Recogió los dados por tercera vez y los sacudió con más vigor aún antes de dejarlos caer.
—¡Siempre salen del mismo modo! —murmuró, asustada—. Si Walter estuviese aquí, se reiría y diría que son disparates.
Y por tercera vez estudió los símbolos de los dados.
—Separación… Largos viajes… Quizá la muerte. ¡Tengo miedo! ¡Tengo mucho miedo!