IV

Promediaba la tarde cuando llegaron al palacio, y, según la costumbre de la corte, la puerta del Ta-ching, la sala de audiencias, incrustada de oro, había sido cubierta por colgaduras de seda azul. Traspusieron ese formidable portal y fueron escoltados a través de un imponente corredor que parecía extenderse indefinidamente ante ellos. Walter percibió en seguida un cambio en la atmósfera. En aquel enorme palacio reinaba el misterio. Era como si estuvieran acercándose cada vez más al centro mismo de la sabiduría oriental, a la sede del poder verdadero. Las paredes eran tan altas que las palabras, al llegar arriba, se mutaban en fantasmales ecos. Los pilares tenían las formas más fantásticas; eran una sucesión de caras de gárgolas que asomaban en los lóbregos capiteles, desde donde expresaban su enojo por la intrusión. Muy lejos, ante ellos, en medio de un rojo fulgor, se hallaba la imagen de un ídolo sentado, verdadera representación gargantuesca de la forma humana convertida en algo que podía ser Dios o enemigo. Cruzadas sobre el vientre del ídolo había unas manos inmensas y el enorme rostro estaba vuelto de modo que diera frente al corredor.

Llegaron a otra puerta revestida de seda azul, pero mucho más pequeña que la anterior, y el cortesano que encabezaba la marcha la abrió con ceremonioso gesto.

—¡Hagan una reverencia! —exclamó dando el ejemplo, poniendo rodilla en tierra, y levantándose cuatro veces sucesivas.

Se encontraron en una habitación relativamente pequeña aunque maravillosa. Las paredes eran de mármol incrustadas de oro, marfil y jade. El techo era alto y profusamente arqueado. De él colgaban por lo menos unas veinte lámparas de cristal de curiosa forma. En el extremo opuesto había un trono de jade, en el cual estaba sentada una mujer de rostro pintado.

Aquella mujer era pequeña y vivaz como un mono. Sus ojos, cuya mirada fijó en seguida en el inglés, tenían un brillo malicioso. Cuando se irguió en su trono, el movimiento hizo que brillara un enorme diamante que llevaba en el peto de su vestido color escarlata, bordado con todos los símbolos de las Cien Antigüedades. Walter advirtió que tenía las manos tan cargadas de anillos que sólo se le veían las uñas, que parecían purpúreos picos de ave.

«Es peligrosa, y sus humores son imposibles de predecir», pensó, intranquilo.

Los únicos otros ocupantes de la habitación eran dos hombres de rango cortesano evidentemente alto, que se hallaban, solícitos, de pie a cada lado de la mujer sentada en el trono de jade. Uno de ellos era militar, y ostentaba un peto sobre el cual se hallaba cincelada una cabeza de tigre. El otro llevaba un globo de coral rojo opaco en el chato sombrero, lo cual lo distinguía como perteneciente al círculo de consejeros imperiales privados. Ambos eran tan viejos que parecían frutas heladas abandonadas en una desolada rama de otoño.

La Emperatriz tenía la mirada fija en Walter y conversaba con los ancianos en un tono que daba la impresión de acusar entusiasmo. Chang Wu murmuró:

—El color del cabello de usted ha intrigado a Su Ilimitada Magnificencia.

Entonces el enviado fué invitado a tomar parte en la conversación. Erguido ante el Trono de Audiencia, con los brazos a lo largo del cuerpo, Walter observaba cuanto ocurría con una sensación de creciente malestar. Le parecía evidente que las cosas habían tomado un giro inesperado. La expresión del rostro de Chang Wu era prueba de ello, pues reflejaba a la vez sorpresa y profunda aunque respetuosa disensión.

Por último, el enviado volvió al lado de Walter.

—No habrá conversación hoy —dijo con algo de rebelión en la voz—. Tengo extrañas noticias para usted, joven viajero, pero éste no es lugar para dárselas. Ahora tenemos que irnos.

Walter se encontró con la negra mirada de la Emperatriz, mas no vió en ella hostilidad alguna. La mujer por el contrario, parecía un tanto atemorizada, y era evidente también que se le había levantado el espíritu. Dijo algo con voz chillona, y en su arrugado rostro se dibujó una caricatura de sonrisa.

El muchacho hizo cuatro reverencias y salió de espaldas de la habitación, sin que la mirada imperial se apartara de él.

El cortesano del globo de coral abrió la marcha por un laberinto de corredores hasta llegar a un jardín que se extendía por varios centenares de varas, y en el cual había muchas casitas apenas visibles por entre los árboles y arbustos.

—Aquí viven los funcionarios de la corte —dijo Chang Wu, señalando con el abanico en dirección a las casas.

Suspiró e indicó una de ellas.

—Ésta será para usted —dijo suspirando—. Se llama La Morada de la Felicidad Eterna. Es un nombre apropiado para la casa de un hombre que acaba de casarse.

Walter se quedó atónito.

—No comprendo qué significa esto, ilustre Chang Wu. ¿Por qué he de quedarme aquí?

—Eso se le dirá a su debido tiempo. Primero hay que observar normas de etiqueta de palacio.

La Morada de la Felicidad Eterna estaba tan bien oculta detrás de los abundantes arbustos, que en un primer momento Walter nada vió sino las brillantes tejas amarillas del t’ing, techo alto y triple. Al examinarla más de cerca, resultó ser una casa encantadora y mucho mayor de lo que pareciera a primera vista; era una construcción de una sola planta, de paredes amarillas y de pilares en lo alto de una escalinata de ladrillos rojos. En vez de los dragones que generalmente servían para la decoración, la casa ostentaba dibujos de flores en rojo sobre la alta techumbre. La puerta estaba abierta de par en par, primera indicación de la felicidad tan generosamente prometida.

Adentro les esperaban nuevas indicaciones: un sonriente criado y los hermosos rostros de dos doncellas que espiaban por detrás de aquél, una mesa cubierta de flores y frutas, un agradable olor a incienso y una vista de limoneros verdes por una puerta abierta en el extremo opuesto del vestíbulo. El criado se inclinó profundamente varias veces e hizo un gesto para invitarlos a pasar a una soleada habitación que se veía a la derecha. Chang Wu abrió la marcha, pero el criado se quedó en la entrada.

Chang Wu llevó a su compañero al fondo de la habitación, donde podían hablar sin peligro de ser oídos.

—El cuervo de los malos presagios está posado en nuestros hombros —declaró el enviado, tirándose de la barbilla con sus delgados dedos—. Ya le he hablado a usted de la fe que tenemos en las profecías. Su Magnificencia Imperial, que ha deseado la paz porque temía el invencible poder del dragón de los Cien Ojos, recordó otra profecía al ver el color del cabello de usted. Es una profecía muy vieja y data de hasta donde alcanzan nuestros recuerdos, aún más allá del gran emperador Fohi, de ilustre memoria. Muchos creerán como ella. Dice la profecía: «En una época de gran peligro, llegarán dos aves de plumaje de oro del oeste, y las nubes del desastre se disolverán como una neblina».

Y el rostro del enviado reflejó las malas consecuencias que preveía.

—La Emperatriz está segura de que nada tenemos que temer, que los dioses de las Lejanas Nubes nos han enviado esta muestra de su voluntad de protegernos y guiarnos a una paz victoriosa.

Walter se quedó abismado ante aquel inesperado y extraño giro de los acontecimientos.

—¿Será posible que el destino del país pueda depender de una antigua profecía? —preguntó—. Mucho me cuesta creerlo, Chang Wu.

—Algunos de nosotros no confiamos en tales cosas, pero existe la seguridad de que nuestras voces no serán oídas ahora. Hasta he de decirle que el único paso que se está dando para calmar los disturbios de la ciudad es distribuir citas de los escritos de los filósofos en que se exhorta a una vuelta a la calma y meditación.

—¿Olvida la Emperatriz que he estado con los ejércitos de Bayan y que mi propósito al venir aquí es convencerles a ustedes de la inutilidad de una mayor resistencia?

Chang Wu movió la cabeza.

—Eso no importa. Usted ha venido, y eso basta.

—Pero si he oído bien, las aves de dorado plumaje han de ser dos y no una sola.

—Eso es lo extraño —dijo el enviado—. Es usted el segundo en llegar. El primero fué llevado a palacio unas horas antes.

Walter se sobresaltó de pronto, y cogió el brazo de su compañero.

—¿Otro hombre de cabello amarillo? Dígame, Chang Wu, ¿es alto? ¿Más alto que yo? ¡Debe ser Tris! —exclamó, entusiasmado—. No podría haber otro blanco en China en estos momentos. Esto significa que no ha muerto. Ha sido capturado y logró escapar.

—No lo he visto —dijo Chang Wu—. Llevarán a usted a su presencia en cuanto haya recibido los regalos que Su Magnificencia Imperial ha elegido para usted.

El cortesano apareció en el marco de la puerta y se inclinó diciendo algo en un tono de profundo respeto.

—Los regalos han llegado —declaró el enviado—. Su Grandeza desea demostrar su gran alegría ante la aparición de las dos aves de tan buen presagio. Encontrará usted, joven estudiante, que los regalos corresponden al importante papel que le toca ahora desempeñar.

Hubo un ruido de entusiasmadas charlas a la entrada, y de pronto una larga fila de doncellas vestidas de librea, blanca y purpúrea, hizo su aparición. Las muchachas llevaban cajas de marfil de tamaños diversos. El cortesano se inclinó ante Walter y dió una orden. Las doncellas depositaron las cajas en el suelo y se retiraron.

Al ser abierta la primera caja, Walter vió que contenía objetos de jade delicadamente tallados, anillos y pulseras, broches, cadenas y hasta una copa para vino muy pequeña. Aquellos objetos eran de los colores más preciados: rosa, cielo de medianoche, luciérnaga, blanco, rojo dragón y verde imperial. Walter eligió una cadena primorosamente tallada y la examinó a la luz.

—Éste será un agradable regalo para mi esposa —dijo, pensando en el hermoso contraste que haría en el blanco cuello con los rizos de oscuros cabellos.

—Muchas cosas habrá para adornar la agradable persona de la flamante esposa de mi amigo —dijo Chang Wu.

Todo cuanto había en la caja parecía idealmente apropiado para el adorno de una novia: una mariposa verde de alas amplias que podía ser usada como diadema; un anillo blanco con rojos ojos de dragón; pendientes de los matices más delicados de coral. Seguro ya de que el otro rubio llegado a palacio sería Tristram, a Walter se le había aliviado el espíritu de la depresión que tanto lo obsesionara todo el día, y el muchacho se entregó a un minucioso examen de los regalos, con alegría sin par.

—¡Qué bien le sentará esto! —decía—. ¡Cómo le brillarán los ojos al ver estotro!

La segunda caja contenía un chal de diseño exquisito. El tercer regalo era un anillo con una enorme y pura esmeralda. La cuarta caja era mucho mayor que las demás, y Walter la abrió lentamente, preguntándose qué maravillas podría contener. Se quedó atónito al vislumbrar el contenido.

Aquella caja estaba llena de piedras sin engarzar. La primera capa era toda de esmeraldas, rubíes y zafiros en su mayoría de descomunal tamaño y gran valor. Debajo de aquella capa había una brillante masa de todas las variedades conocidas de piedras semipreciosas: berilos rosados, rubicelas color naranja, cálidas amatistas, enormes ópalos de fuego que contrastaban con los tonos más oscuros de los ojos de gato. El muchacho cogió aquellas piedras en la mano, totalmente hechizado, observando el juego de colores, con clara conciencia de que tenía en su poder el rescate de un rey. ¡La fortuna en busca de la cual fuera a Oriente ya era suya!

Chang Wu habia parecido poco preocupado por los regalos hasta ese momento. Cuando Walter hubo recuperado bastante coherencia para comentar la munificencia de la Emperatriz, dijo:

—Espere, joven estudiante —e hizo una seña al cortesano, quien se inclinó más profundamente aún y abrió la mayor de las cajas.

—Éste —dijo Chang Wu, sacando un cacharro de la caja—, es nanting. No es antiguo, pero por eso mismo es más valioso. Las porcelanas que fabricamos ahora son mucho más finas de las que se hicieron bajo las dinastías pasadas. Vea, ¡es fino como papel!

Tocó la superficie del cacharro con la uña, lo cual produjo un sonido como de campana.

—En opinión de este humilde servidor —dijo—, no hay una pieza más fina en toda China.

Walter cogió el cacharro, vacilante, temiendo que se le rompiera entre las manos.

—La Emperatriz está superando todos los límites —dijo.

—Hay que hacer que los dioses sean propicios. A los ojos de Su Suprema Munificencia es usted un dios.

Walter empezó a sentirse preocupado por su actitud futura.

—Pero cuando vuelva a mi puesto al lado de Bayan… —empezó, vacilando.

Chang Wu movió la cabeza.

—No está dispuesta a dejarle regresar. Las aves de dorado plumaje deben ser conservadas aquí para que su favorable influencia se ejerza en favor nuestro.

—¿Me retendrán pues en rehén?

—Las cadenas que le sujetarán serán de oro, joven estudiante. Pero lo cierto es que habrá guardias estacionados alrededor de las paredes de la Morada de la Felicidad Eterna.

Walter pareció asombrado por un rato. Luego sonrió y meneó la cabeza:

—Por cierto que me encuentro en una situación paradójica, ilustre Chang Wu —dijo—. Confieso que no llego a comprender. La misión en cuyo cumplimiento vine era para proteger los mejores intereses del país de usted. Ahora parezco condenado a deshacer cuanto hemos realizado. ¿Cómo he de poder explicar todo esto a Bayan, mi señor?

—Sólo podemos esperar que con el tiempo unos consejos más sensatos prevalezcan sobre el optimismo creado por la antigua profecía —contestó el enviado tristemente.

El cortesano volvió a llamar, y una hermosa muchacha envuelta en una túnica color de melocotón entró en el cuarto llevando una caja de dimensiones mucho mayores que las demás. Se sonrió, deleitada, al entregársela al inglés.

Al abrir Walter la caja, una cabeza peluda asomó por la abertura y un agudo ladrido resonó en la habitación. El muchacho cogió al perrillo y advirtió que cabía fácilmente en la palma de la mano. El animalito era de color tostado, y sus ojos, cual ágatas castañas, llenaban una parte tan grande de su cara que no era extraño que quedara tan poco lugar para el achatado pretexto de nariz. Una lengua sonrosada se asomó dos veces para besar la mano del inglés como muestra de buena voluntad.

—Se llama Chi Wangti —dijo el enviado—, por el ilustre emperador que construyó la Gran Muralla. Su ascendencia es de impecable realeza y puede remontarse a mil años. La mano de la Emperatriz ha acariciado a menudo la cabeza de este raro ejemplar.

Walter se acercó el perrillo a la cara y la sonrosada lengua le tocó la punta de la nariz.

«Estoy seguro —se dijo para sí— que si Maryam tuviera que elegir entre todos estos regalos uno solo, éste es el que preferiría».

Un alegre ambiente de actividad reinaba en los departamentos de la servidumbre del Gran Palacio Interior. Cuando Walter y su guía llegaron al Patio de los Contentos Servidores, el inglés se asombró de que pudiera reinar tanta despreocupación bajo la amenaza de muerte y rapiña que se cernía sobre la ciudad. Enterado, Chang Wu se encogió de hombros.

—Estos estúpidos viven en un mundo que termina con las murallas del palacio —dijo—. Hasta es posible que muchos no sepan que hay guerra. Más todavía, puedo decir a usted que hay casas de juego donde príncipes de la sangre arriesgan grandes fortunas a la suerte de los dados; en tales casos, los ecos de la guerra resuenan tan levemente que los jugadores se miran asombrados cuando se menciona a Kublai Khan.

Luego añadió, tratando de agotar el tema:

—Nuestro país es vasto, y no hay un solo hombre que pueda decir cuántos millones de habitantes tenemos. No es, pues, extraño que se dé poca importancia al aleteo del dios de la guerra extranjero. El mayor bullicio en el Patio de los Contentos Servidores provenía de un rincón. Al dirigirse Chang Wu hacia allí, Walter vió que el centro del interés era un hombre encerrado en una jaula de madera. Llegó a estar a seis metros de la jaula antes de ver un largo arco inglés atado a la parte superior de la jaula, y darse cuenta de que el hombre que se hallaba en su interior era Tristram.

El prisionero se hallaba sentado en posición incómoda, con la cabeza apoyada en las rodillas. No le era posible adoptar otra posición; la jaula era una de aquellas prisiones inventadas para torturar, en las que el ocupante no puede ni sentarse erguido ni estirarse. Era imposible verle bien el rostro, pero lo poco que se le veía estaba demacrado e increíblemente sucio. El lacio cabello le colgaba más bajo que los hombros.

—¡Tris! —exclamó Walter, abriéndose paso por entre los espectadores.

Lo ocurrido le resultaba ya claro. Su amigo había sido capturado y llevado a través de China en esa cámara de tortura portátil.

—¡Tris! —volvió a exclamar.

—El enjaulado alzó un demacrado rostro cuyos ojos parecían espiar desde grandes profundidades como los de un animal acorralado. Sus rasgos se desfiguraron en un esfuerzo por sonreír.

—¡Wat! —murmuró.

Quiso instintivamente levantar la cabeza, mas dió con ella en los barrotes superiores de la jaula. Luego volvió a caer, diciendo con débil voz:

—¿Eres de veras tú? ¡Oh, Padre Nuestro que estás en los cielos, te lo agradezco desde lo más hondo de mi alma!

Walter cogió violentamente del brazo a Chang Wu.

—¡Hay que ponerlo en libertad en seguida! Es mi amigo. Ahora resulta evidente que Lu Chung lo vendió a los bandidos.

—El deseo de usted significa su libertad. Lo trajeron esta mañana. Sólo cuando llegó usted, la segunda de las aves de plumaje dorado, este hombre cobró cierta importancia. Lo soltarán inmediatamente.

Chang Wu dió una orden a un alto chino que estaba al lado de la jaula con una pica en la mano. El guardián sacó una llave del cinturón y la metió en la cerradura. En un primer momento, la llave no funcionó. El hombre se puso a maldecir mientras forcejeaba.

—¡Dígale a ese imbécil que rompa la jaula! —gritó Walter, acercándose y diciendo a su amigo—: ¡Valor, Tris! Te sacaremos en un santiamén.

El guardián logró por fin hacer dar vuelta a la llave. Luego abrió uno de los costados de la jaula e hizo señal al prisionero de que saliera; Tristram trató de levantarse sobre los brazos, pero le faltaban fuerzas. Volvió a caer contra los barrotes.

Walter hizo a un lado al guardián y se arrodilló ante el postrado cuerpo.

—Ahora estarás bien, Tris —le dijo. No tienes que tratar de moverte. En seguida te meteremos en una cama mullida y caliente.

Se le habían llenado los ojos de lágrimas y no pudo contenerlas.

—¡Tris, Tris, qué te han hecho!

Chang Wu había estado dando órdenes, y de pronto se presentó un criado con una copa de vino. Walter se la llevó a los labios a su amigo.

—Esto es lo que necesitas. Bébelo y te dará fuerzas.

Tristram logró tomar un trago, y se puso a toser por el efecto del fuerte líquido. Tardó un rato antes de poder beber más. Después de varios tragos, sin embargo, reunió bastantes fuerzas para abrir los ojos.

—¡Qué bueno! —murmuró.

—¿Cuánto tiempo te han tenido así?

—Desde que me capturaron —contestó Tris, cuyo largo y macilento cuerpo se estremeció—. Parece que hace años. Perdí toda noción del tiempo después de las primeras semanas.

Chang Wu interpuso una explicación.

—Los que le han tomado prisionero, que serán castigados debidamente en su oportunidad, han estado exhibiéndolo. Este guardián me dice que ha sido llevado por tres provincias. Se ha cobrado dinero por el privilegio de verlo.

Walter miró al enviado.

—Lo han hecho pasar hambre. ¿Cree usted que lo han dejado salir alguna vez de esta jaula?

—Hablo sin saber, pero me parece poco probable que le hayan permitido salir.

—Ni una sola vez —contestó Tristram cuando Walter se lo hubo preguntado, moviendo débilmente la cabeza apoyada en el hombro del amigo—. Si me quejaba, me pinchaban con sus sables; parecía que continuamente había rostros a mi alrededor. Me pinchaban también con palos afilados por entre los barrotes.

—Maryam está aquí —dijo Walter—. La encontré hoy. Ahora que estamos todos juntos, ya no hay más que temer. Tristram hizo otro esfuerzo por sentarse, con nueva vida en la mirada por el alivio que sentía. ¡Maryam aquí! Yo temía… ¡Por fin puedo tener algo de paz! Estaba seguro, Wat, de que había sido vendida por aquel chino. ¡Por la Cruz que tus palabras me han devuelto ya algo de vida!

Llegaron unos criados con una litera. Cuando lo hubieron colocado sobre ella, el enfermo levantó un brazo:

—Mi arco —dijo—. No dejes que se lo lleven, Wat. Siempre ha estado allí donde yo podía verlo y fué el único consuelo que tuve. Era un recuerdo de nuestro mundo.

Chang Wu impartió algunas instrucciones y se volvió hacia Walter.

—Lo alojarán en una casa cercana a la de ustedes. He mandado buscar a los médicos de la corte ya allí lo atenderán —dijo, y, como disculpándose, prosiguió—. Ha sido dispuesto que no salga usted del palacio, de modo que no le será posible unirse a su mujer en la humilde casa de su servidor. En cuanto me lo permitan mis obligaciones, iré a verla y le contaré lo ocurrido, para que esté tranquila. Mañana la traerán a la Morada de la Felicidad Eterna. ¿Puedo expresar la esperanza de que el nombre de ésta resulte apropiado?